El misterio de la Parrala

 

C

onducía hacia el oeste de Dallas por una de las nuevas avenidas de la ciudad. Apenas había tráfico. El atasco se estaba organizando en la dirección contraria, en la vía que conducía a la Plaza Dealey, el lugar en el que acababan de disparar contra el trigésimo quinto presidente del país y, a juzgar por los devastadores efectos del último impacto, me atrevía a vaticinar que estaba tan muerto como la carrera de Jerry Lewis.

No estoy seguro de si conducía por instinto o porque era consciente de que no me quedaba otra salida. Jack Ruby había sido muy claro con su mensaje: Roselli quería asegurarse de que no olvidaba que estaba haciendo un encargo para él y que no podía permitirme el lujo de fallarle. Por otro lado, ¿qué demonios podía hacer yo contra una trama de tal envergadura?

Si le daba alas a mi imaginación, la conclusión más sencilla era descabellada: una conspiración para matar al presidente en la que yo mismo estaba participando. Pero me resistía a pensar que aquello pudiese haber ocurrido realmente. ¿El propio Estado había eliminado a su máximo líder? Tampoco sería la primera vez, ahí estaba Julio César. Y a mis lejanos compatriotas no les salió nada mal la conjura.

Dado que ni podía ni debía volver atrás, confiaba en encontrar alguna respuesta en el motel Mill Park, el lugar de encuentro indicado por mi contacto español. Así que proseguí la marcha por la calle Commerce hasta enlazar con la avenida Fort Worth, para enfilar posteriormente la Interestatal 30. Siguiendo las notas de Pepe, tomé la salida 39.

El motel podía verse desde la carretera. Estaba en medio del terreno intermedio entre Dallas y Fort Worth, una treintena de kilómetros salpicados de naves industriales, moteles y restaurantes. El lugar estaba bien elegido: cerca de la ciudad pero lo suficientemente aislado como para hacer lo que quiera que fuésemos a hacer y pasar inadvertidos.

El aparcamiento era grande. Sólo vi dos coches allí mientras me aproximaba. Al pasar junto a la oficina, comprendí la escasez de clientes: un cartel anunciaba que el establecimiento estaba cerrado.

Aparqué al final de la nave de bungalows, a varios metros de un sedán azul. Antes de bajar me giré en el asiento para estudiar los alrededores. No había nadie. De vez en cuando llegaba el sonido de algún coche circulando por la interestatal. Por lo demás, aquel lugar parecía desierto. Palpé la automática en el costado antes de apearme. Ya de pie, me calé el sombrero y volví a observar el escenario.

En el papel con las instrucciones tenía anotada la habitación número siete. Pero antes de dirigirme a ella no pude refrenar el impulso que llevaba rondándome desde que me puse al volante.

Rodeé el Chevrolet y abrí el maletero.

Había una manta gris bien extendida y al fondo observé un bulto alargado debajo. La levanté y encontré un Winchester Modelo 70 con mira telescópica.

Probablemente fuese el arma con el que le habían volado la cabeza al presidente, aquel último y devastador disparo desde la valla de madera que salpicó de rojo el traje rosa de Chanel de la primera dama.

Mientras caminaba hacia la habitación me decía que debía estar muy atento, preparado para reaccionar. Todo era tan confuso que si me viese reflejado ante un espejo tal vez haría el intento incluso de pegarme un tiro. ¿Quién estaba a qué lado del bien y del mal en aquel condenado asunto? Si no sabes de dónde puede venir la bala, es muy probable que termines encajándola.

Decidí probar a girar el pomo en lugar de llamar. Y acerté. La puerta estaba abierta.

Entré despacio. No había nadie. La luz de aquel sol de otoño se filtraba a través de las cortinas beis, sumiendo la estancia en un ambiente mortecino. El mobiliario, tan impersonal y utilitario como en la mayoría de los locales de aquella clase, no ayudaba a que la experiencia fuese mucho más agradable.

La cisterna sonó y llevé de forma instintiva mi mano hasta la culata de la automática.

La puerta del baño se abrió y William Launter la cruzó mientras se secaba las manos con una toalla.

—Ya pensé que no llegabas, Bennett —dijo con naturalidad—. Tengo entendido que hay cierto atasco en el centro de la ciudad.

Allí plantado, con aquella cínica sonrisa, el maldito agente del FBI me pareció tan despreciable que tuve que esforzarme para no lanzarme hacia él y estrangularlo.

—¿Qué demonios...? —balbuceé—. ¿Qué ha pasado en esa plaza?

—¿Que qué ha pasado? Tú has sido un testigo excepcional, deberías saberlo mejor que nadie.

—¡Habéis matado al presidente! —Aún resultaba difícil de asimilar.

¿Hemos matado? —repitió Launter mientras dejaba la toalla sobre una cómoda y comprobaba el nudo de su corbata en el espejo que había sobre la cómoda—. ¿Quiénes lo hemos matado? Que yo sepa, tú venías conduciendo un coche con una de las armas usadas.

—¿Ha sido cosa de Hoover? —pregunté.

—¿Hoover? ¡Ni en sueños sería capaz de implicarse en algo así! —respondió, y entonces me miró—. O tal vez sí. ¿Y tú, Bennett, serías capaz?

—No me ha quedado otra salida —dije.

—¡Eso es! —exclamó Launter señalándome—. Eso es lo que está en el fondo de la cuestión. No nos ha quedado otra salida. Las circunstancias marcan el destino de los hombres, ¿no te parece? A nosotros nos ha tocado vivir tiempos convulsos y eso supone tomar decisiones convulsas.

—Como asesinar al presidente.

—Es una forma de decirlo. Dar un giro a la nave del país sería otra forma menos dramática de definir la acción.

Launter tomo asiento en el sillón que había junto a la puerta del baño, a los pies de la cama. Se puso cómodo, como si se preparase para una agradable sobremesa junto a una chimenea. Aquellas malditas cejas parecían más grandes cuanto más odioso se me antojaba el personaje.

—Ha sido algo grande. Algo histórico.

—Sí, el asesinato de un presidente. En doscientos años de historia sólo había ocurrido...

—¡No, Bennett! Tienes que pensar con perspectiva. Kennedy estaba hundiendo el país y el país se ha defendido. —El muy bastardo estaba realmente excitado. Se creía toda aquella basura que me estaba soltando—. Se ha demostrado que los organismos de seguridad que llevan medio siglo configurándose funcionan de forma efectiva para defender a la nación contra los errores del pueblo. ¡Estábamos al borde de una guerra civil!

—¿Los errores del pueblo?

Miré a mi espalda. Retrocedí un paso hasta topar con la pared. No estaba cansado, no necesitaba apoyarme. Quería tener la retaguardia cubierta, colocado entre la puerta y la ventana, por si Launter me tenía preparada alguna sorpresa.

—Desde luego —prosiguió el agente especial del FBI—. El voto libre para todos, negros incluidos, se basa en la idea de que la gente es lo suficientemente inteligente como para saber lo que es mejor para ellos. ¡Negros incluidos! Pero ambos sabemos que no es así. Cuatro sonrisas y dos promesas de arco iris y te metes a la Costa Este en el bolsillo. Dos árboles y tres conciertos y seduces a California.

—Ya, mientras el centro resiste como un viejo destacamento de Caballería frente a los indios.

Launter rio como si el fin de mi comentario hubiese sido divertirlo.

—¡Sí, no está mal esa explicación! Aunque ni siquiera eso, Bennett. También en Texas y en Mississippi hay gente que ha perdido los valores esenciales. Y cuando el pueblo no sabe tomar las decisiones adecuadas, el Estado debe tener sus propios resortes para protegerse de la estupidez. ¡Esta nación se iba a pique! Y los comunistas estaban esperando tranquilamente como buitres sentados en Cuba para despedazar el cadáver.

—Ya, pero para eso estáis vosotros, esos resortes de seguridad, las agencias de espionaje e investigación. Supongo que el ejército de algún modo también está incluido en el asunto.

—Sin ellos no sería posible controlar las reacciones que pudieran surgir —respondió orgulloso del trabajo bien hecho—. Hoy, bajo excusa de maniobras, están en alerta docenas de bases clave, dentro y fuera del país. Por suerte, todo está discurriendo como está previsto. Supongo que en cuestión de minutos el presidente...

Pensé un instante y dejé que varias ideas dieran forma a un puzzle en mi cabeza.

—¡Desde luego, Lyndon Johnson! —exclamé—. Ganado, petróleo... Todo un vaquero del siglo XX. Apuesto a que hoy le dará la enhorabuena su buen amigo Warren Steiger y otros de su misma calaña. Steiger no está entre esos ciudadanos estúpidos de los que hablabas, ¿verdad? Supongo que él también es de los que han ayudado a este cambio de rumbo.

—Siempre es bienvenida la ayuda de los buenos patriotas.

—Desde luego —murmuré—. Y lo de poner bombas y colgar negros, ¿forma parte también de ese plan de recuperación de la nación?

Launter levantó las cejas y acentuó su cara de hurón con una mueca.

—Oh, es difícil, pero ya casi lo hemos conseguido. Es cuestión de tiempo que los tiznados se lancen a las calles a quemar coches y a agredir policías. Entonces, hasta el blanco más liberal estará de acuerdo en que hay que volver a meterlos en cintura.

—Veo que lo tenéis todo bien pensado.

—Trabajo en equipo, Bennett. Mientras oficialmente las agencias gubernamentales no se ponen de acuerdo, hay grupos internos que sí compartimos causas comunes y tenemos el valor de tomar las decisiones que son necesarias.

—Deberían daros una medalla.

—Bueno —Launter se encogió de hombros—, quizás algún día.

El sonido de un motor se aproximó hasta detenerse a pocos metros de la habitación. Miré a Launter y éste mantenía la calma, indiferente. Reafirmé mi posición contra la pared y reprimí el impulso de empuñar el arma.

—¿Tenemos compañía? —pregunté a mi acompañante.

—Tranquilo, Bennett —me respondió—. Es sólo el resto de tu equipaje.

Al golpe de la portezuela al cerrarse lo siguieron unos pasos cada vez más sonoros en nuestra dirección. Se detuvieron ante la puerta.

Observé el pomo. Desvié la mirada hacia Launter, que mantenía una tranquilidad casi ofensiva.

Cuando la puerta comenzó a abrirse deslicé el pie izquierdo hacia atrás al tiempo que desenfundaba la automática y quedaba en posición de disparo ante el nuevo huésped del bungalow número siete.

—¡Carajo! —exclamó en español, al verse encañonado, el agente de la CIA con el que había tenido el placer de cenar la noche anterior—. Yo también me alegro de volver a verte, Eddie.

—¡Pepe!

—Hola. Ya te dije que tal vez fuese yo quien se reuniese contigo.

—¿Y qué hace él aquí? —pregunté señalando a William Launter mientras me incorporaba, aún con el arma en la mano.

—Hola, socio —saludó Launter.

—¿Qué haces tú aquí? —exclamó el español.

—Ah, parece que ese guión tan cuidado da pie a alguna improvisación —comenté.

—Deberías estar con la gente de Nueva Orleans —precisó Pepe mientras avanzaba hacia Launter, dejándome a mí a un lado.

El agente del FBI se levantó del sillón y dio un paso atrás. Llevó su mano derecha a la hebilla de su cinturón, a pesar de no tener maneras de vaquero. Sin duda, veía a Pepe como una amenaza más peligrosa que yo, y tomaba sus medidas por si tenía que desenfundar su arma.

—Tenía que asegurarme de que este asunto se resolvía de forma efectiva —respondió señalándome con la cabeza.

—Bennett era mi responsabilidad —se defendió Pepe—. Ayer le di las instrucciones precisas. Y está aquí, ¿no?

—Sí, pero sólo porque yo le recordé sus obligaciones —aseguró Launter—. A punto estuvo de montar un melodrama en la plaza Dealey al paso de la comitiva, ¿no es cierto?

Ambos se volvieron hacia mí.

Coño, Eddie —me reprendió Pepe, contrariado—. ¡Te advertí sobre esto!

—Bueno —dije abriendo los brazos—, estoy aquí después de todo, ¿no?

Pepe se volvió hacia Launter. Al mirar a ambos, pensé que si yo asumía mi papel como enlace de la Mafia, sólo hacía falta allí un militar para tener reunidos a los cuatro grandes poderes fácticos del país.

—De hecho, creo que hay aquí demasiada gente —concluyó Pepe—. Deberíamos largarnos cuanto antes. Vamos, terminemos el trabajo.

El agente del FBI, de mayor edad y aparentemente más autoridad, respondió alzando sus gruesas cejas con expresión de frustración.

Pepe pasó ante mí y su mirada firme me advirtió ante posibles reacciones fuera de lugar. Abrió la puerta y salió de la habitación. Launter me invitó a seguirle, pero yo, aún con la pistola en la mano, le mostré una sonrisa tan falsa como me fue posible describir e insistí en cederle el paso. Enfundé la automática antes de salir del bungalow.

Pepe había aparcado junto al Chevrolet. El suyo era un Dodge del 58 gris plata con matrícula de Texas.

Cuando llegué junto a él, me indicó con su mandíbula rechoncha que abriese el maletero de mi coche. Launter nos observaba desde atrás. Yo no quería perderlo de vista. El condenado fingía prudencia al retroceder, aunque yo sabía que actuaba como una maldita serpiente de las orillas del Mississippi. O como una mujer despechada. Se alejan, te observan, dejan que te confíes, incluso que pienses que la situación no es tan mala después de todo, y entonces se lanzan y estás perdido. Al menos la serpiente sólo te mata.

Abrí la portezuela trasera del Chevrolet al tiempo que Pepe hacía lo propio con el Dodge. No debió sorprenderme, pero lo hizo: aquel rifle de precisión en sus manos.

Pepe me lo entregó. Dudé un instante antes de agarrarlo. Soltó el fusil, y con él aún en alto, miré de reojo a William Launter. El bastardo sonreía.

Dejé el arma en el maletero junto al otro Winchester y cubrí ambos con la manta.

Me incorporé. Miré a Launter y de nuevo a Pepe.

—¿Y qué hay del tercer rifle?

—Alguien tiene que haber disparado, ¿no? —respondió el agente de la CIA, haciendo una mueca con su bigote.

Cerré el maletero y me mantuve un instante con las manos sobre la chapa. Respiraba con cierta dificultad. Estaba nervioso. No me gustaba que me engañaran y, menos aún, no saber en qué clase de lodazal me estaba hundiendo.

Me pareció que la situación me sobrepasaba tanto que lo único que podía hacer era lanzarme como uno de aquellos chiflados kamikazes japoneses.

Giré sobre los tobillos y miré fijamente a William Launter.

—De acuerdo —dije—. Ya está todo.

Launter estaba a unos tres metros. Me miraba. Comenzó a retroceder despacio. Mantuvo durante un rato una sonrisa que fue transformando en una mueca desagradable. Lanzaba miradas de soslayo a Pepe.

—Te diré dónde debes llevar el coche —dijo finalmente el español.

—Muy bien —respondí sin mirarlo—. ¿Y qué hay de él?

—¿Qué hay de él? —repitió Pepe.

—Sí, ¿qué hay de Launter?

Miré a mi compañero de cena de la noche anterior, y a continuación a su compañero del FBI. Éste no nos perdía de vista.

Supongo que Launter intentaba adivinar si mi intención era abrirle un respiradero en el pecho. Y tal vez lo deseaba, pero no pensaba desenfundar de pronto como en el viejo Oeste. Por si acaso, él comenzó a deslizar poco a poco la mano derecha sobre el cinturón hacia su costado izquierdo, donde guardaría su arma reglamentaria. Yo advertí el movimiento y lancé mi mano bajo la chaqueta hasta posarla sobra la culata de la 45.

—¿Qué demonios pasa aquí? —exclamó Pepe dando un paso atrás al tiempo que desenfundaba un Smith & Wesson del 38.

El movimiento del agente de la CIA consiguió el efecto contrario al deseado. Launter y yo comenzamos a retroceder algunos pasos, despacio, hasta marcar los tres puntos de un triángulo perfecto.

—¡Bill, Eddie! —exclamó Pepe, apuntándonos indistintamente a uno y a otro—. ¿No se supone que estamos en el mismo equipo?

Launter me miraba, su mano sobre la correa, acercándose cada vez más al costado. Yo no dejaba de vigilarlo, mi mano rozando aún mi arma de confianza.

—¡Eddie! ¿Sabes cuánto tienes en juego? —insistió Pepe—. ¿Qué pretendes sacar con todo esto?

—Tu socio es un hijo de perra —respondí—. Un maldito asesino que ha matado a un buen amigo mío, intentó acabar con la vida de otro y a saber a cuántos más habrá cortado el resuello.

Miré a Launter. Éste me respondió con severidad, pero de pronto cambió el gesto y me miró con condescendencia, como si yo no fuese más que un niño travieso.

—Esto te viene grande, Bennett —dijo agitando la cabeza—. Te crees el héroe de una revista juvenil, que debe vencer al villano y salvar a la dama. Pero ahora los villanos ensucian las aceras y las damas cobran la cama.

Desvié la mirada hacia Pepe antes de regresar a Launter. Ambos habíamos retrocedido hasta quedar a siete u ocho metros de distancia.

A veces, la mirada de un hombre puede contarte mucho sobre él. En aquel momento, la de Pepe reflejaba incertidumbre. La de Launter revelaba su deseo de pegarme un tiro.

—¡Vamos, Eddie! —interrumpió el español—. Tienes que llevar este coche al desguace. Y con eso se acabó todo. Este tipo tal vez no te caiga bien, a mí tampoco, pero todos estamos en el mismo barco. O nos salvamos o nos hundimos.

—Podemos hundirnos juntos —dije—, pero él con una bala en la frente.

Launter soltó una carcajada.

—Compañero —le dijo a Pepe—, no creo que deba recordarte cuáles son nuestras prioridades. Esto es lo que ocurre cuando se confía en aficionados. Nunca debimos aliarnos con la Mafia. A vosotros tal vez os haya funcionado en otros casos. Pero, en este proyecto, sólo debimos actuar profesionales.

—¡Cierra la boca, coño! —gritó Pepe—. Eddie, ¿qué es lo que quieres?

—Quiero entregar a este bastardo a la ley —respondí—. Por el asesinato de Luther Thomas y por el intento de homicidio de Sammy Davis Jr.

Launter volvió a soltar una sonora risotada.

—De veras, Bennett, tu ingenuidad resulta del todo conmovedora —dijo.

—¿De verdad crees que puedes actuar como un criminal con tanta impunidad? —pregunté consternado.

—¿Como un criminal? —respondió Launter—. Como bien explica Warren Steiger, es la sociedad de cada tiempo la que define el concepto de crimen. Hoy no está bien visto matar indios, pero entendemos que Cristóbal Colón y el general Custer tuvieron que hacerlo. Dentro de algunos años, lo que hoy haremos con los negros será entendido como un esfuerzo necesario para el bien de la sociedad. Y lo que hemos hecho hoy será definido como un acto de patriotismo.

—¿Eso dice el señor Steiger? —respondí.

—Así es. Y tú deberías comprenderlo mejor que muchos otros, como viejo soldado de la Mafia y actual colaborador —sentenció.

Pepe le lanzó una mirada reprobatoria y luego me atendió.

—Eddie, sabes que eso que planteas es imposible —dijo—. Hoy al menos. No en este momento. Es del todo inviable. Las implicaciones de lo que ha ocurrido hoy resultan...

Los dos miembros de las agencias de seguridad más influyentes del país intercambiaron miradas. El efectivo del FBI levantó sus gruesas cejas. Supongo que ni se planteó contar con el apoyo de su homónimo de la CIA. Por lo poco que conocía a ambos, no sería de extrañar que hubiesen tenido sus propios problemas.

—Lo sé —respondí finalmente—. Además, teniendo en cuenta todo lo ocurrido, dudo mucho que entregar a este chacal a la ley suponga que se haga justicia con él.

—¿Entonces? —exigió William Launter, fastidiado súbitamente por la situación.

—Entonces —afirmé—, supongo que uno de los dos no perderá dinero en la próxima Super Bowl.

Pepe, que me encañonaba de una forma un tanto dubitativa, volvió su arma hacia Launter. Y me miró. A continuación observó a Launter y me apuntó a mí.

El asesino de Luther Thomas me atravesaba con la mirada, su mano perdiéndose cada vez más en el interior de su chaqueta. La mía no dejaba de sentir la combinación de madera y metal de la automática del 45.

Los ojos de Pepe pedían comprensión; acción, los de Launter.

El agente de la CIA los mantenía entrecerrados, como de costumbre, los de Launter se agitaban nerviosos en sus cuencas. Sus pómulos se estremecieron. Creo que yo arrugué la nariz.

¿No había nadie más en los alrededores? Un coche por la interestatal.

Los ojos de Pepe sobre uno y otro, el cañón de su revólver hacia mí y hacia Launter. Launter adivinándome, advirtiendo a su compañero.

La mano del agente del FBI ya perdida del todo bajo su chaqueta. La mía, aferrada a la culata de mi pistola, aún en su funda. El español encañonándonos a uno y a otro, su expresión cada vez más horrorizada.

Un camión a lo lejos. Los ojos. Cada vez más cerca. Las miradas.

El camión hizo sonar su poderoso claxon.

Launter sonrió. «Al diablo», pensé.

Desenfundé. Él empuñó su revólver.

El camión de gran tonelaje volvió a hacer sonar su claxon.

Las miradas. La pólvora.

Fue cuestión de un par de segundos. Las tres bocanadas de humo se disiparon rápido, no tanto como el eco de las detonaciones.

William Launter retrocedió algunos pasos antes de volver a marcarlos, de forma torpe y dubitativa. Entonces cayó de rodillas y, finalmente, de bruces al suelo. Sobre la chaqueta oscura de su traje podían observarse dos manchas de sangre a diferente altura. No soltó su arma. No sé dónde fue a parar su bala.

Me giré hacia Pepe despacio, ambos aún empuñando la artillería.

Nos observamos en silencio sin dejar de sentir la presencia de Launter. Pepe estudió también que nadie nos hubiese sorprendido alrededor en el calor de la refriega.

—Gracias —dije.

—No me las des —respondió el español—. Era un tipo despreciable. Antes o después tendría que caer. —Se acercó al cadáver y lo zarandeó con el pie—. Además, yo nunca estuve aquí. Ni tú. Nunca nos conocimos. Hoy han matado al presidente, ¿no te has enterado? Durante los próximos cincuenta años, te preguntarán dónde estabas cuando ocurrió. Más te vale ir pensando una buena historia.

Sobre el asfalto de aquel aparcamiento de motel de carretera entre Dallas y Fort Worth, la sangre del agente especial del FBI William Launter comenzaba a extenderse como un rumor en una peluquería de señoras.

Levanté la mirada hacia el miembro de la CIA.

—¿Y quién lo ha hecho? —pregunté—. ¿Quién ha matado al presidente?

Pepe me miró, con un gesto de sorpresa que se tornó en expresión de incredulidad.

—¿Que quién ha matado a Kennedy? —repitió—. Cualquiera sabe. La respuesta a esa pregunta será siempre tan difícil de comprender como la mente de la mujer, Eddie.

—¿Apretaste el gatillo? —insistí, cansado de circunloquios.

—Olvídalo, Eddie —respondió Pepe, enfundando su arma—. Y no caigas en el engaño. Quién apretó el gatillo es la respuesta fácil.

—Ha sido cosa de Warren Steiger —planteé.

—¿Cuántos Warren Steiger existen en este país, Eddie? ¿Cuántos dueños de empresas de armamento, petroleras, transportes o medios de comunicación estimas que se beneficiarán con el cambio de presidente?

Puse el seguro y guardé mi automática.

—Pero, entonces, ¿quién ha matado a Kennedy?

—La respuesta sencilla la tendrás en la radio en una hora —dijo Pepe, mientras echaba mano de su cajetilla de tabaco y encendía un cigarrillo—. Un hombre solo, joven, con simpatías comunistas, cercano a Castro.

—¿Y la respuesta compleja? —pregunté.

—La respuesta compleja es... la Parrala.

¿La Parrala? Oh, sí, esa canción —recordé—. El misterio de la tristeza de esa mujer.

—Así es —asintió el gallego—. Como te dije, todas las mujeres de España cantan esa copla desde hace años, pero nadie ha resuelto el dilema. Igual ocurrirá con la muerte de Kennedy. Todos hablarán de ella, todos tendrán su versión favorita, pero la verdad es tan compleja como las razones por las que uno se vuelve loco por amor.

—Como el misterio de la Parrala —repetí.

—Eso es.

Miré a Pepe y terminé por sonreírle. Meneé la cabeza.

—Sois gente curiosa, los españoles.

Nos miramos y guardamos silencio un momento mientras observábamos de nuevo a Launter.

—Yo me ocuparé de él —dijo Pepe—. Ya se me ocurrirá algo.

—No, es cosa mía —respondí—. Lo llevaré donde corresponde.

Pepe me miró y se rascó el bigote.

—Ojalá volvamos a vernos en mejor ocasión —dijo, y me agradó la sinceridad que acompañaba a sus palabras.

—Seguro —respondí—. Si sigues por aquí nos cruzaremos antes o después. Si al final decides hacerte detective privado, podría darte un par de nombres en Los Ángeles.

Me acerqué a él y estrechamos las manos.

—Gracias, Eddie. Pero creo que, si al final me decido, volveré a España.

—¿A tu casa?

—¿A Galicia? No, creo que Barcelona sería un buen lugar. Así que, si un día cruzas el charco...

—Tomo nota —respondí tocando el ala de mi sombrero—. Suerte, en cualquier caso.

El español asintió con una sonrisa y volvió a mirar el cadáver.

—¿Qué vas a hacer con nuestro amigo?

—Le ayudaré a terminar su misión —respondí.