La sonrisa amarga de Lorna Geller
M
e desperté pasado el mediodía cuando llamaron a la puerta. Pidieron permiso para entrar pero no tuve tiempo de responder antes de que abrieran. Mientras mi vista se acostumbraba a la tenue luz que se colaba a través de las cortinas, escuchaba la voz dulce que se movía de un lado a otro por la habitación. Dejó una bandeja con comida sobre la mesa y fue después a recoger la ropa que había dejado tirada en el suelo al acostarme. Descorrió las cortinas a continuación, y fue cuando la luz me golpeó en los ojos cuando ella se volvió y pude ver su sonrisa. Ella siempre sonreía. Era Clarice, la nueva jefa de recepción.
—Pidió que se le despertara a las dos, señor Bennett.
—Una llamada habría bastado —respondí—. ¿No suele ser el sistema habitual?
—Ya sabe: nueva jefa, nuevas reglas.
—Tomo nota —respondí. Me incorporé en la cama y encendí un cigarrillo.
—Además, me han dicho que volvió usted herido esta mañana, señor Bennett. ¿Algún accidente?
—Nada especial —dije—, una fiesta más en Las Vegas.
Ella fue hacia la bandeja. Escuché un chasquido metálico. Se volvió y me entregó una cerveza.
—Supuse que preferiría esto a un café —dijo con una mueca.
—Ahora entiendo su rápido ascenso, Clarice.
Me dedicó una sonrisa especial. Se giró hacia la bandeja pero la agarré de la muñeca.
—Eh, señor Bennett, si está usted herido no debería hacer esfuerzos.
—Pensé que usted podría hacerlos por mí —dije.
—Pero yo no soy enfermera.
—No, pero es usted muy bonita —susurré— y podría hacer el trance más llevadero.
Ella sonrió. Siempre sonreía.
Los cuidados de Clarice fueron muy de agradecer. Era una joven con interés por aprender, no dudaba de que no dejaría de prosperar en su trabajo. Además, no sería enfermera, pero sí era capaz de devolverle la vida a un moribundo.
Estábamos en mitad de uno de sus estimulantes masajes cuando sonó el teléfono. Era Lola Jones.
Me incorporé. Clarice se tumbó bocabajo, pensando en lo que quiera que piensen las mujeres en esas situaciones.
—¿Ya sabes algo, Lola?
—Claro, Eddie, ¿por quién me has tomado? ¿Crees que a mi edad está una para desperdiciar el tiempo?
Tras escuchar lo que Lola tenía que decirme, agradecí a Clarice su cálida compañía y tomé una ducha. Apuré el último bocado del sándwich que habíamos pedido al bar y escogí unos pantalones azules y un polo beis de manga larga. No esperaba tener problemas como para tener que ir cargando con la 45, aunque no obstante cogí de un cajón un revólver calibre 38 que, aunque menos convincente, resultaba igual de efectivo y más cómodo de llevar. Me calé mi sombrero marrón y salí del hotel.
Lola me había contado que, tras un par de llamadas, había logrado identificar a la chica a través de una de las agencias de compañía más importantes de la ciudad. Llamaron por teléfono, pidieron una chica rubia, muy llamativa, y fueron explícitos en lo del parecido a Kim Novak. A estas alturas ya no había duda de que los cretinos querían arrastrar a Sammy a su terreno empleando para ello a una mujer que recordase a la clase de chica con la que había tenido sus últimos romances. Y no eran tan cretinos después de todo, porque lo lograron.
En la agencia no pudieron darle a Lola más datos. Se habían limitado a facilitar el número de teléfono de la joven al hombre que telefoneó y que, por supuesto, dejó un nombre tan falso como la palabra de un político.
Lorna Geller, se llamaba la rubia explosiva, y vivía en una casita resultona en la zona norte de Las Vegas, en un barrio que revelaba que no debían de faltarle clientes.
Llamé varias veces a la puerta pero nadie abrió. No alcancé a ver nada a través de las ventanas. Rodeé la casa y probé por la puerta de atrás. Tampoco obtuve respuesta, pero esta vez sí que me pareció atisbar algo a través de los visillos.
—¡Señorita Geller, Lorna Geller! No tema nada, por favor, no quiero hacerle daño. —Intentaba hablar con la suficiente claridad como para que ella me escuchase, caso de estar en la casa, pero sin convertir aquello en un espectáculo para la vecindad—. Colaboro con la policía de Las Vegas. Sólo quiero hacerle unas preguntas sobre lo ocurrido anoche.
—¡Váyase, por favor! —exclamó una voz temblorosa, acompañada por algunas lágrimas—. ¡No sé nada, no puedo contarle nada!
—Señorita Geller, tiene usted una puerta muy bonita, con su cortina de encajes y todo. Si no la abre, la echaré abajo de un puntapié. —Como había dicho Lola, no estábamos para desperdiciar el tiempo—. No me obligue, por favor.
La escuché avanzar y la puerta se abrió, pero sólo un poco. No podía verla.
—Me matarán si saben que he hablado con alguien —susurró.
—Nadie sabrá nada, Lorna —dije, bajando también el tono de la voz—. Serán sólo unas preguntas.
Ante su silencio, comencé a empujar la puerta y poco a poco fue cediendo su resistencia. Cuando ya pude entrar, ella se giró antes de que pudiera verla. Sí que era alta, aunque ahora, embutida en aquella bata blanca de seda, era imposible adivinar sus curvas.
—Le aseguro que no serán más que unas pocas preguntas —le expliqué—. No le ocurrirá nada.
—Pregunte lo que quiera, pero no diga eso, por favor. Estoy cansada de escuchar que no me pasará nada antes de que me ocurra algo.
—¿Qué le ha pasado? —pregunté mientras avanzaba hacia ella.
La cogí del hombro. Quería que se volviese. Pero me arrepentí y quité la mano. Sentí como un impulso de pudor. Preferí que ella decidiera. Y se dio la vuelta.
Con aquel pelo tan corto, a lo garçon creo que lo llamaban, era imposible que ocultase el ojo morado y la herida en sus labios. No eran exactas a mis magulladuras, pero casi. Creo que ella se sorprendió más de ver mis marcas que yo de las suyas. Decidí aprovechar la coincidencia.
—Veo que compartimos maquillador —dije, obligándome a sonreír.
Ella aceptó el comentario, le hizo gracia.
—Lorna, explíqueme por favor qué ha ocurrido.
Ella cabeceó tras una duda inicial. A continuación, se sentó a la mesa que tenía en la cocina y me invitó a acompañarla.
—Fue el hombre que me contrató —dijo finalmente.
—¿El de las cejas grandes y la cojera?
Asintió.
—Quedamos en que me pagaría hoy. Pasó por aquí, me dio el dinero acordado —suspiró y se tomó su tiempo. Le asustaba recordar—. No me gustaba su aspecto. A veces conoces a un hombre y desde el principio sabes que no será capaz de nada bueno. Y éste me dio esa impresión desde el principio.
—¿Qué pasó, Lorna? ¿Por qué le pegó? ¿Le preguntó algo, le dijo algo?
—¡No! Eso es lo que más me asustó —prosiguió la chica—. Yo guardé el dinero y nos quedamos frente a frente, sin decir nada. Estaba a punto de despedirlo, visto que él no se movía, cuando sacó unos guantes de cuero negro y se los puso. ¿Quién usa guantes en verano? ¡En Las Vegas! Entonces, sin mediar palabra, me golpeó. Me dio con la palma abierta la primera vez y me tiró al suelo. Me ayudó a levantarme y al instante volvió a tirarme de un puñetazo. Entonces me dijo que si alguna vez decía algo sobre lo ocurrido anoche, quemaría esta casa conmigo dentro. ¡Estaba loco! ¡Tenía ojos de loco!
—De acuerdo, Lorna, tranquilícese —me apresuré a decir al ver que estaba a punto de sufrir un ataque de nervios—. ¿Qué puede decirme sobre él?
—Nada, se lo juro —dijo ella, recuperándose—. Me avisaron de la agencia que me llamaría. Lo hizo ayer por la mañana. Me dijo que sólo necesitaba mi compañía. Quedamos en el Sands. Me explicó que era un amigo de Sammy Davis Jr. y que quería ofrecerme como regalo. —La chica me miro un instante, supongo que a la espera de algún gesto de reproche—. No es la primera vez que me han regalado y le aseguro que, tras conocerlo, suspiré aliviada al saber que era con Davis con quien debía estar. Admiro mucho a ese artista y no me hubiese importado acostarme con él, incluso siendo negro. Ya en el Sands me presentó a tres amigos y me dijo que ellos me llevarían a ver al cantante. Me dio un adelanto del dinero y no lo volví a ver. Hasta esta mañana, después de todo lo ocurrido.
Le ofrecí mi paquete de cigarrillos y cogió uno. Yo tomé otro y encendí ambos. Fumamos en silencio. Me eché hacia atrás el sombrero y pensé mi siguiente pregunta.
—Los tres tipos de la habitación —dije—, ya sabe a quiénes me refiero, eran del Medio Oeste. ¿De dónde era nuestro amigo de las grandes cejas? ¿Advirtió algún acento, algo que nos permita ubicarlo?
—Era del Este —respondió sin dudar—, estoy segura. De Nueva York, Washington... Algo así. Y me extrañó conocer a sus amigos, porque diría que no tenían nada en común. Se veía que éste era alguien con dinero. Sus modales, su forma de vestir...
—No pongo en duda la calidad de sus trajes —dije—, pero desde luego no sabe tratar a las damas.
Ella me miró y sonrió. Pero su gesto se ensombreció enseguida.
—Por favor, señor, tiene que protegerme. No diga a nadie que ha hablado conmigo, ni que sabe nada por mí.
—Tranquila, Lorna. Además, no ha podido decirme demasiado. De hecho, supongo que el tipo es sólo un cobarde al que le gusta pegar a las mujeres. Ya se había encargado de que no se le pudiera seguir la pista, por eso usted no sabe nada que pueda delatarlo.
—¡Pero está loco! —exclamó la chica—. Eso es lo que me asusta. Ya le dije antes que tenía ojos de loco, capaz de hacer cualquier cosa. Y sé de lo que hablo, porque he estado enamorada muchas veces.
Alargué la mano y acaricié su mejilla.
—No se preocupe, Lorna, confíe en mí. Daré con ese malnacido y usted podrá seguir sufriendo por amor cuanto quiera, ¿de acuerdo?
—Gracias —susurró ella con una sonrisa amarga.
Salí de casa de Lorna Geller con la traicionera felicidad de un estafador que acaba de sacarle varios miles a una pobre anciana. Le había prometido que atraparía a un sujeto del que no tenía una sola pista, por no hablar de que yo no tenía autoridad para detener a nadie. Por otro lado, le había asegurado que no le ocurriría nada malo, y esa mentira me inquietaba más aún. Cuando no sabes quién es el enemigo menos aún puedes intuir cuál será su próximo movimiento.
El asunto estaba en vía muerta y lo único que podía hacer era mantenerme cerca de Sammy, aunque veía poco factible un nuevo intento de acabar con su vida tras lo ocurrido.
De regreso al Sands me detuve a tomar una copa en el Desert Inn. No era que prefiriese la compañía de Phil Narducci a la de Jerry Jenkings, sino que no deseaba afrontar tan pronto un encuentro con Cascanueces, con Sammy o con Jack Entratter, que no debía andar demasiado feliz con el altercado ocurrido en su hotel.
—¿Un día difícil? —intuyó el camarero italoamericano, colocando ante mí un posavasos—. Y tengo entendido que la noche no fue mucho mejor.
—Algo más complicada que la de Graziano en el 46.
Narducci chasqueó los dedos.
—Contra Tony Zale, el 27 de septiembre, en el estadio de los Yankees.
—Si me pones algo de beber, brindaré por tu memoria prodigiosa.
—Hecho, Siete Vidas.
Phil se volvió, cogió un vaso, hielo y una botella de Southern Comfort. Me sirvió y dejó la botella abierta a un lado.
—¡Menuda pelea! Rocky cayó en el sexto. Y llegó a ponerse en pie, pero el árbitro ya había acabado la cuenta. ¡No sé de dónde sacó las fuerzas para aquel asalto final! A eso lo llamo yo un luchador, el que no se rinde a pesar de todo.
—Pues por el momento, yo tiro la toalla —comenté.
—Sí que van mal las cosas. ¿Te apetece algo de comer? Un buen plato no te hará pensar mejor, pero tampoco empeorará las cosas.
—No, gracias, Phil. Sólo quiero descansar un poco.
—Pillado, Eddie —respondió—. Cerraré la boca.
—Tranquilo, puedes hablar cuanto quieras.
—¿Me estás llamando bocazas?
Los dos reímos. Encendí un cigarrillo y reflexioné durante unos minutos antes de volver a hablar.
—Phil, sé que tu especialidad es la comida italiana, pero no sé si podrás ayudarme con algo de estofado sureño.
—Deduzco que lo que acabas de decir es lo que los literatos llaman una metáfora. ¿Problemas con los tiznados?
—No exactamente con ellos —respondí—. Quería averiguar algo sobre un grupo que se hace llamar Sociedad para la Preservación de la Historia Blanca.
—¿Supremacía de raza y todo eso? —preguntó Phil con un tono de desprecio en su voz.
—Así es.
—No, lo siento, no tengo ni idea. No tengo mucho interés por pisar el viejo Sur mientras pueda evitarlo. Pero tienes a tu alcance a un informador de excepción.
—Ilumíname —comenté mientras rellenaba mi copa.
—Luther Thomas. Por lo que sé, está metido hasta las cejas en el grupo ese que organiza las marchas de los negros por todo el país. La asociación para no sé qué.
—Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color —apunté—. No tenía ni idea que andaba ahí metido. Desde luego siempre ha sido un hombre muy firme en ese asunto. Por eso cojea, ¿lo sabías? Una paliza. Ha sufrido mucho.
—Pues supongo que, si está entregado a la causa, tendrá que conocer bien al enemigo —explicó Narducci—. Habla con él.
—Sabía que venir a verte no sería mala idea —bromeé.
—Eso me dijo anoche una mujer —respondió.
—¿Y?
—Cerró la puerta y se largó con su cheque de la pensión —respondió—. Mi ex esposa, dulce hasta cuando me despluma. ¡Aún no sé por qué la dejé!
—No lo hiciste. Ella te dejó a ti —le recordé.
—Siempre supo hacer realidad mis deseos —añadió con una mueca.
Volví al Sands. El director del hotel, Jack Entratter, estaba en la recepción, hablando con algunos clientes. Se excusó con ellos y vino en mi busca.
—Eddie, ¿estás bien?
—Sí, Jack, gracias.
—¿Bromeas? —respondió sorprendido—. Gracias a ti por salvar a Sammy. Si le hubiese ocurrido algo, habría sido terrible. Para él y para el hotel. Ya sabes, lo que necesites.
—Gracias, Jack.
Intenté marcharme, pero me detuvo.
—Eh, Eddie. Un tal Leonard Peabody, ¿trabaja para ti?
—¿Leonard? Sí, ¿por qué?
—Digamos que... ¿Está protegiendo a Rock Hudson y Tub Hunter?
—Sí —respondí, mientras comenzaba a preocuparme—. ¿Qué ha ocurrido, Jack?
—Hemos tenido que echarlo del hotel. Rock y Tab estaban en la piscina, tomando unos cócteles mientras charlaban tomando el sol en unas tumbonas. Al parecer, alguien estaba haciendo fotos por ahí, un reportero. Se acercó a ellos y este sujeto lo agarró y lo tiró al agua.
—Oh, Jack, lo siento. Le advertí que fuera discreto. ¿El fotógrafo ha presentado una queja?
—No exactamente. Ha sido Rock Hudson quien ha montado en cólera —explicó Entratter.
No pude dar crédito a sus palabras cuando me explicó el suceso. Al parecer, tras tirar al fotógrafo al agua, con toda el área de la piscina llena de gente pendiente de lo que ocurría, Cascanueces se puso ante el reportero, que chapoteaba para no hundirse con todo el equipo al cuello, y le gritó: «¡No quiero volver a verte por aquí! ¿No te da vergüenza?» Y señalando a los dos actores, añadió: «¿No crees que los pobres sufren ya bastante siendo como son?»
Me disculpé con Jack y me contuve para no ir en busca de Peabody. Llevaba ya dos muertos aquel día y no quería añadir uno más a la lista.