Nos ocuparemos de tu blanquita

 

A

quella tarde se complicó más de lo previsto. Pero después de todo, vivía en Las Vegas, ¿qué podía esperar? Tras nuestro almuerzo, dejé a Sammy en el Last Frontier, donde quería saludar a unos amigos, y yo me pasé por el Sands para revisar el Salón Copa, donde el artista ofrecería su espectáculo en unas horas. Conocía de sobra aquel espacio, pero nunca se me había planteado la necesidad de proteger a alguien en él, alguien subido al escenario, al alcance de cualquier chiflado.

El Salón Copa del Hotel Sands no era muy diferente de la sala de espectáculos de cualquier otro hotel de Las Vegas. Un gran recinto con capacidad para unas cuatrocientas personas, con un par de puertas principales de acceso, dos laterales para el servicio, una más camuflada que comunicaba con las oficinas y, finalmente, el pasaje que daba acceso al escenario desde los camerinos. Ante éste, un par de centenares de mesas con grandes lámparas de araña en el techo, terciopelo en las paredes laterales, cortinas por todas partes. ¿Querías atentar contra alguien? Aquél era el lugar.

No obstante, dudaba que fuese a ocurrir algo. Si podían pillar a Sammy en medio de la calle, en su casa o en la misma sauna del hotel, ¿por qué hacerlo en una sala con más de cuatrocientas personas de la que sería difícil escapar al cundir el pánico? Además, esos grupos supremacistas, hasta donde yo sabía, no solían actuar como los rebeldes irlandeses. Eran demasiado orgullosos. Y demasiado cobardes. Cuanto más pudieran ocultar el rostro, mejor.

Había acordado con Sammy que nos veríamos en su camerino antes de la actuación, así que volví al Flamingo para organizar el asunto, cambiarme y hacer una llamada. Cuando llegué, Clarice, una risueña pelirroja a la que aún no había invitado a escuchar mi colección de discos, me llamó desde el mostrador de recepción y me entregó una nota. Larry Marvin me había llamado. Era urgente, como siempre. Le di las gracias y le guiñé un ojo. Ella sonrió. Siempre sonreía. Eso dificultaba las cosas. Me gusta jugar sobre seguro y esa felicidad constante no ayudaba.

Telefoneé a mi viejo capitán de infantería.

—Agencia Marvin —respondió.

—¿Cómo va esa pierna, Larry?

—Ah, hola, Eddie. ¡Qué afortunado por mi parte! Apenas hace una hora que te he llamado y ya puedo hablar contigo. Últimamente pasan días...

—El mundo se está volviendo cada vez más depravado, Larry, no falta trabajo.

—Ya. Eh... La pierna, bien, gracias. Me quitarán este trasto en una semana. Tengo un trabajo para ti.

—¿Algo gordo? —pregunté, fingiendo misterio—. ¿Tal vez una mujer? ¿Me costará mucho?

Un breve silencio inundó la línea.

—¡Que te den, Eddie!

Solté una carcajada y me disculpé. No había podido reprimirme. Todo el mundo contaba que Larry Marvin se había roto una pierna cuando un marido cabreado por un servicio de su agencia, que dejó en evidencia sus infidelidades, fue a su casa y se enzarzaron en una pelea. Pero un compañero común me había contado la verdad. Tras una noche de borrachera, Larry había acabado en casa de una mujer de notables proporciones. Hicieron lo que pudieron en la cama, más ella que él, y entre los envites y revolcones, Larry acabó cayendo al suelo y la mujer sobre él, rompiéndole una pierna. Para rematar la historia, ella resultó ser una prostituta que lo dejó gritando de dolor tras cogerle de la cartera lo acordado más algún extra por las molestias. Eso sí, tuvo la consideración de llamar a una ambulancia antes de marcharse.

—No te mando al infierno porque tienes razón —dijo finalmente—, hay mucho trabajo últimamente.

—En este momento ando liado con un favor que me ha pedido Sammy Davis Jr.

—Ya —respondió Larry, tajante—. Pero te lo ha pedido a ti, ¿verdad? Y tú trabajas para mí. En ese caso no me compliques la vida. Recuerda que tengo dos ex esposas y estoy deseando que la actual se una a ese club.

—De acuerdo. Cuéntame.

—Rock Hudson —dijo Larry, y aquel nombre ya me resumía bastante el objeto del encargo—. Estará esta noche en Las Vegas para ver el espectáculo de tu camarada Sammy, y planea quedarse un par de días. Me han llamado de la Universal. Al parecer acaba de rodar una película muy bonita: Su juego favorito, creo que se titulará. En el estudio piensan que igual a las damas de medio mundo no les apetecerá ir a verla si algún fotógrafo indiscreto toma imágenes poco adecuadas de Hudson con su amiguito Tab Hunter, que lo acompañará en este viaje.

—Comprendo —respondí.

—Me alegro —dijo Larry.

—El caso es que, como decía, Sammy me ha pedido ayuda y...

—Eddie, ¿sabes lo que cuentan del último amante de Ava Gardner? —me interrumpió Larry.

—No, no lo he oído. ¿Quién es esta vez?

—Eso da igual —respondió—. Pero cuentan que un amanecer, tras pasar la noche haciendo el amor una vez tras otra, el individuo, bastante joven, por cierto, cuando vio que la ex mujer de Sinatra volvía al ataque, le dijo que no le quedaba munición. ¿Sabes que le respondió la Gardner? —Guardé silencio a modo de respuesta—. Le dijo: «Cariño, ése es tu problema. Porque yo sí que quiero guerra».

—Pillado, jefe —respondí.

—Lo suponía, Eddie, por eso sigo teniéndote a mi lado. Eres perspicaz.

Colgué. Me preparé una copa y dejé correr el agua de la ducha. Me gusta tomar las cosas con calma y resolver los problemas poco a poco. Pensé que lo de Rock Hudson sería un caso rutinario, en no pocas ocasiones había hecho de sombra de una pareja para evitar fotos indeseadas, fotos que al final nadie tomaba. Cuando se han roto varias cámaras y algunos dedos, los fotógrafos van captando la idea de los lugares que resultan perjudiciales para su profesión. Y para su salud.

Aunque la experiencia me decía que si quieres verte envuelto en complicaciones, bastaba con dar por hecho que un encargo iba a ser coser y cantar.

Recurrí a la solución más sencilla: buscar un socio. Y esta vez lo tenía fácil porque alguien me debía un favor.

Contacté con Leonard Peabody, el Cascanueces, y no tuve que recordarle la cuenta pendiente. Además, le pagaría. Sólo debía estar cerca y no perder ojo a cuanta cámara de fotos apareciera alrededor de los actores. Las copas también corrían por cuenta de Larry Marvin. Peabody aceptó y se mostró amable. No me parecía mal tipo. Al fin y al cabo, ¿qué había hecho? ¿Intentar abrirle la cabeza al bocazas de Jerry Lewis? ¿Quién no lo había deseado alguna vez?

El tiempo pasó rápido entre llamadas y reflexiones. Puse uno de los discos que me había pasado Jerry Jenkings y me ayudó a relajarme. Era una grabación en directo, en Newport, de un tal Muddy Waters. Según Louis, aquel guitarrista estaba revolucionando el sonido de los discos de blues. Me gustaba.

Opté por un traje azul marino y una corbata granate con diamantes blancos. Sabía que con el esmoquin pasaría más inadvertido, pero la idea era precisamente que, llegado el caso, se advirtiese mi presencia.

Al llegar al Sands, fui directamente a los camerinos. Al abrir la puerta me topé con Sammy Davis Jr. apuntándome con un revólver.

—¡Eh, vaquero, deberías llamar antes de entrar! —bromeó.

Aún vestía el traje marrón con el que lo había visto aquella mañana, salvo que ahora llevaba a la cintura una canana con un Colt 45. A un lado de la habitación, cepillando el esmoquin del artista, estaba su amigo, ayudante y pianista de confianza, Gran Joe, una mole de paso lento y sonrisa bobalicona que me saludó con un gesto de cabeza tan lento como una madrastra avariciosa cediendo a sus hijastros la mitad de su herencia.

—No estoy del todo seguro de que necesites mi protección, Sammy —bromeé mientras cerraba la puerta señalando a las armas que empuñaba.

—Sabes que me relaja hacer esto —explicó—. ¿Quieres que probemos? He ganado mucha práctica. Hace unos años, cuando Dino rodó aquella película con John Wayne, ¡incluso fui capaz de ganar al Duke! Aunque sólo lo hice una vez, ¿sabes? No me pareció... adecuado que un pequeño negro ganase al gran vaquero.

Sammy dibujo una mueca que lanzó como sonrisa. Sammy era todo compasión. Y estaba en lo cierto, le gustaba jugar a desenfundar, no era la primera vez que lo veía haciendo eso. En alguna ocasión incluso exhibía su pericia entre canción y canción, en el escenario, durante algún solo de batería.

—Creo que saldré con ellos esta noche —dijo contemplando los dos revólveres cromados que tenía en las manos. Los hizo girar alrededor de sus dedos índices antes de enfundarlos—. Los cargaré esta vez. Y ojalá alguno de esos bastardos intente acercarse al escenario.

—Sammy —dije—, ¿qué tal si me dejas a mí lo de las balas y tú te dedicas a la música?

—Eso le he dicho yo, señor Bennett —intervino Gran Joe.

—Pues deberías seguir nuestro consejo —insistí, mirando al cantante—. Si es que nos tienes en alguna consideración.

Sammy miró a Gran Joe y después se volvió hacia mí. Tomó un sobre que tenía sobre la mesa de maquillaje, ante el espejo de camerino con las bombillas encendidas, y me lo entregó sin mediar palabra.

Lo abrí. Dentro había una nota, construida a base de letras recortadas de alguna revista. Eran de diversos estilos, colores y tamaños. «Canta esta noche tu réquiem judío, negrito. Nosotros cuidaremos de tu blanquita.»

Miré a Sammy. Su boca sonreía pero sus ojos titilaban. Era duro ver así a alguien que solía contagiarte con su felicidad.

—¿Cuándo has recibido esto? —pregunté.

—Estaba sobre esta mesa cuando entramos, hace un rato —respondió Gran Joe.

—Así que ha sido esta tarde... —dije—. Es raro.

—¿Por qué? —preguntó Sammy, intrigado.

—Una nota tan estúpida, tan falta de gracia... —respondí—. ¡Pero el caso es que hace ya varios días que Jerry Lewis se marchó de Las Vegas!

Sammy rompió a reír con una gran carcajada y Gran Joe se limitó a sonreír. Yo no era ningún predicador que diese la vida por su rebaño, pero me cabreaba que un puñado de ignorantes desalmados maltratasen de aquella forma a alguien como Sammy Davis Jr., así que hice lo que pude por devolverle su sonrisa.

—Gracias, socio —me respondió.

Se impulsó hacia mí e hizo el amago de lanzarme algunos golpes mientras yo me zafaba. Mantuvimos el juego pugilístico unos segundos, hasta que Sammy recuperó el aliento y se volvió hacia su ayudante.

—¿Has visto, Gran Joe? Ya te dije que con Eddie Siete Vidas cerca no habría nada que temer. ¡Vamos a prepararnos!

Me retiré a un rincón para no estorbar.

Me serví un whisky con hielo del aparador con bebidas que había a un lado de la habitación y observé a Sammy vestirse para la actuación. Lo hacía con la misma solemnidad que había comprobado en otras ocasiones en Frank y Dino. Todo un ritual que difícilmente se veía en otros hombres.

Los chicos del grupo eran, además, fieles a sus prendas y acicates preferidos. Por ejemplo, cada uno tenía su forma predilecta de afeitarse: Sinatra lo hacía a navaja, Dino con maquinilla eléctrica y Sammy a cuchilla. Después, a los tres les gustaba bañarse en colonia. La favorita de Frank, igual que la mía, era Agua Lavanda, mientras que Dino prefería Woodhue de Fabergé; Sammy, en cambio, encargaba que le preparasen una combinación de Lactopine, Hermes y Au Savage que resultaba bastante contundente.

El esmoquin de Sammy, como casi todos sus trajes, estaba cortado por el sastre más famoso de Beverly Hills, Sy Devore, al que Frank y los chicos llamaban «el custodio de los trajes reales», a quien incluso se llevaban con ellos de gira cuando tenían en mente lucir diversos modelos y querían tenerlo cerca.

Camisas siempre nuevas, blancas, almidonadas. Corbata o pajarita de seda, igual que el pañuelo para el bolsillo de la chaqueta, siempre rojo. Sammy compartía con Frank las marcas para estos complementos, Sulka y Turnbull & Asser, normalmente. Hasta que Sinatra lanzó su propia colección de corbatas, claro. Para otros detalles, como gemelos, colgantes o pulseras, Sammy tenía en su joyero piezas de Swifty Morgan, su favorito. Una vez le propuso a los chicos encargarle unas pulseras tipo esclavas con sus nombres. Pero Dino rechazó la idea: «No necesito una cadena con mi nombre, Sammy. Sé muy bien quién soy».

Cuando hubo terminado de prepararse, Sammy Davis Jr. se quedó un momento sentado, expectante, mirándose en el espejo. Dio los últimos tragos a su Jack Daniel's con cola y las últimas caladas a su Camel sin filtro. Se observaba, sin gesto en su rostro. Tal vez pensaba en el repertorio que iba a interpretar, o quizás aquellas palabras de la nota —«Nos ocuparemos de tu blanquita»— golpeaban violentamente contra las paredes de su cabeza. No obstante, se le veía calmado. Eran muchos años como artista. Muchos años como negro. Sabía que el espectáculo debía continuar.

Sonaron unos toques en la puerta, y una voz avisó: «¡Señor Davis!»

—Es la hora, Sammy —anunció Gran Joe.

—Muy bien —respondió, y se giró hacia mí—. ¡Que empiece la acción!