Sin cita para una noche de sábado

Brentwood (California), agosto de 1962

 

D

ecir que la esperanza es lo último que se pierde no es ninguna hazaña. Quien suelta esa frase, normalmente, no se encuentra al borde del abismo. Quien pierde la esperanza, en lugar de reflexionar sobre ello, suele preferir prepararse un cóctel letal de vodka y barbitúricos o volarse la tapa de los sesos.

Dicen que ella nunca la perdió. Aunque, a saber, porque también ella tuvo varias vidas. Nació como Norma Jeane Mortenson y a las pocas semanas era ya Norma Jeane Baker. Cosas de familia rota. Las mismas que la llevaron a soñar con una vida de luces y oropel y que la convirtieron en Marilyn Monroe. Y nunca perdió la esperanza en el camino. Ni cuando ignoraron su talento y sólo apreciaron su cuerpo, cuando la obligaron a rodar películas de las que su madre se habría avergonzado a cambio de la promesa, falsa por supuesto, de trabajar a continuación en otras que le darían fama y fortuna. Pero no perdió la esperanza. Tampoco cuando la obligaron a aparecer sistemáticamente como una rubia bobalicona que sólo sabía sonreír, llorar y enamorarse. Al menos de este modo, una parte de ella, el personaje, sí encontraba el amor verdadero que siempre se le escabulló en la vida real. Pero no perdió la esperanza. Y llegó a rodar con los mejores directores, junto a los mejores actores, y a robar los besos de los hombres más deseados del país. Aunque no sus corazones.

Aunque al parecer, aquella noche, sí que había perdido la esperanza.

O eso quería alguien que creyésemos.

Era difícil pensar que aquella mujer hubiera tomado cualquier decisión. Allí, sin vida, su cuerpo era movido como un pelele por aquellos dos hombres desprovistos de toda expresión en sus rostros. Habían sido rápidos en llegar, dadas las circunstancias. Una llamada de Bobby a la Casa Blanca y todo se puso en marcha.

Vestidos con sus impecables trajes oscuros, los dos hombres del Servicio Secreto colocaron a Marilyn boca abajo siguiendo mis instrucciones. Cuando se retiraron, me acerqué a la cama y me agaché junto a ella.

La miré un instante. Yo había tenido ocasión de hablar alguna vez con Norma Jean Mortenson, aunque siempre había visto a Marilyn Monroe. Hasta aquel momento.

Cubrí parcialmente con la sábana su cuerpo desnudo y le retiré el cabello de la cara. Pensé en el siguiente paso, pero tuve que darme otro respiro.

—¿Cómo es que siendo una chica tan bonita no tenías una cita un sábado por la noche? —le susurré al cadáver.

No faltaban fiambres en mi historial, demasiados, pero ninguna experiencia había sido tan dura como preparar la escena del suicidio de Marilyn Monroe.

Descolgué el teléfono que había sobre la mesilla de noche y cerré una de las manos de la actriz a su alrededor. A continuación abrí el frasco de Nembutal, derramé algunas píldoras y lo dejé tumbado junto a ellas, al lado de la lamparita.

Me puse en pie y evité volver a mirar el cuerpo.

Fui hacia la ventana del dormitorio. Saqué mi pañuelo y con él alrededor del puño rompí una de las cuadrículas del cristal desde el lado exterior, cayendo los trozos de vidrio en el interior.

Lawford y los agentes del Servicio Secreto miraban en silencio.

Observé toda la escena y repasé los detalles.

—Bien, creo que ya está —anuncié.

—Muy bien —respondió uno de los agentes, preparando una libreta de notas—. Pues explíquenos qué ha ocurrido aquí y nosotros nos encargaremos de que los testigos recuerden bien los detalles de la historia.

No me gustó el tono de aquella frase. Desafié al agente con la mirada antes de hablar, aunque por supuesto permaneció impasible.

—Marilyn se fue a dormir y la señora Murray se quedó viendo la televisión como cada noche —comencé a narrar, repasando al mismo tiempo una vez más los detalles de la trama que había concebido—. Escuchó la voz de la actriz en varias ocasiones, incluso alguna risa, y supuso que estaría hablando con... ¿Cómo se llama, Peter?

—Jeanne Carmen —respondió Lawford.

—Eso es —asentí. El agente anotó el nombre—. Es una joven actriz a la que no será difícil hacer entrar en razón. Al parecer eran muy amigas. Marilyn la llamó y le pidió que le trajera más pastillas, quería más pastillas, que diga eso —insistí—, pero Carmen estaba demasiado borracha en casa y se quedó dormida en lugar de venir.

—De acuerdo —dijo el agente que tomaba las notas.

—La señora Murray también se quedó dormida y, pasadas varias horas, al despertar, decidió asomarse para ver cómo estaba Marilyn. Pero la puerta estaba cerrada —dije avanzando hacia la entrada del dormitorio para señalar el pestillo—. Golpeó, alzó la voz, pero nada. Entonces, preocupada, telefoneó al doctor Greenson.

—¿Por qué a él y no a una ambulancia o a la policía?

—Greenson es su psiquiatra —intervino Peter—. Y, además, la señora Murray trabaja para él.

—Al llegar el médico y seguir sin respuesta de Marilyn, salieron al jardín y rompieron el cristal para entrar. Y la encontraron así.

—¿Hora? —preguntó el otro agente, que escuchaba con las manos a la espalda.

Miré el reloj. Eran las cuatro y doce de la madrugada.

—La señora Murray se levanta pasadas las cuatro, no lo recuerda con exactitud —expliqué—. Los nervios, ya se sabe. Llama a la policía a las cuatro y veinticinco. Y ya veremos a qué hora llega el primer patrullero. No creo que tarde más de cinco minutos. —Miré a Peter a continuación—. El forense debería establecer la hora de la muerte entre las diez de la noche y las dos de la madrugada, cuando la señora Murray dormía.

—No habrá problema —dijo uno de los agentes.

—Tampoco con esa marca de aguja en el brazo —apuntó su compañero.

Cabeceé mientras volvía a revisar la habitación.

—¿Qué hay de la nota de suicidio? —preguntó el segundo agente.

—No habrá nota de suicidio —respondí.

—¿No habrá nota? —intervino Peter.

—No habrá —repetí sin mirarle—. Es todo por el momento.

Los dos hombres salieron del dormitorio y Lawford se acercó para hablar con mayor privacidad.

—¿Crees que funcionará, Eddie?

—No lo sé, Peter. Me temo que hay demasiada gente implicada en todo esto, demasiada gente que primero amó y después odió a Marilyn. Decir que se ha suicidado puede dar precisamente alas a la imaginación de muchos para dar forma a teorías conspiratorias. Sería casi tan malo como esa burda carta lamentando sus amores con el Presidente que han dejado junto al cadáver. Ni siquiera se han molestado en intentar imitar bien su letra.

Peter miró alrededor, como si en aquel pequeño dormitorio pudiese haber alguien más disimulando tras un periódico escuchando nuestra conversación. Y fiel a ese temor habló entre susurros.

—¿Crees que han sido nuestros amigos?

—¿Qué fue lo que dijo la señora Murray sobre esa visita inesperada? ¿Dos hombres con cara de vender qué?

—Dos hombres con aspecto de charcuteros, pero con trajes limpios en lugar de mandiles sucios.

—¿Y se asustó Marilyn al verlos? —pregunté para animar a Peter a reflexionar sobre lo que el ama de llaves de la actriz nos había contado acerca de las horas previas a encontrarla muerta.

—No. Bueno, no lo sabemos —respondió el actor británico—. En cualquier caso, uno de ellos ordenó a la anciana que se encerrara en su cuarto y Marilyn le insistió para que lo hiciera. Intentó salir una vez, pero uno de los charcuteros la devolvió al dormitorio y le advirtió sobre las consecuencias de volver a salir.

—Eran hombres de Giancana, Peter. Suyos, de Roselli o de cualquiera de sus socios. —Saqué el paquete de cigarrillos y le ofrecí uno a Lawford antes de coger otro—. Tus cuñaditos se han pasado de listos con esta gente. Y parece que les han declarado la guerra.

Ver fumar a Peter me permitió comprobar que su estado de ansiedad no había mermado en absoluto. El Pall Mall le temblaba entre los dedos, mientras con la otra mano no dejaba de acariciarse las mejillas.

—Pobre Marilyn —murmuró, mientras se volvía hacia el cadáver.

—Sí, debió hacer caso al consejo de su madre y no ir con malas compañías. Ha sido un buen intento por parte de los chicos listos. Matar a la gran estrella de América y hacer recaer las culpas sobre el Presidente y su hermano.

—El asunto está tan enredado que es difícil separar a unos de otros —dijo una voz desde la puerta del dormitorio.

Peter y yo nos volvimos para encontrarnos con un sujeto alto y delgaducho, con la cabeza lisa y brillante como una bola de billar. Sostenía el sombrero entre las manos y esbozaba una gran sonrisa. Escuchamos entonces unos golpes en la sala de estar.

—Tranquilos, caballeros —dijo el recién llegado, al tiempo que sacaba una cartera y nos mostraba su identificación—. Jeffery Gardner, FBI. Mis hombres están llevando a cabo un pequeño registro.

—¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó Peter, alarmado.

—Tranquilo, señor Lawford. Estamos al corriente de lo ocurrido. —El pollo me miró y se tocó el ala del sombrero—. ¿El señor Eddie Bennett? Creo que usted es quien decidirá qué ha ocurrido aquí esta noche.

—Y debo admitir que en mi historia no aparecía el FBI.

—El FBI siempre está presente aunque nadie lo espere —respondió el tal Gardner con una sonrisa de cortesía—, o nadie lo sepa.

—¿Cómo se han enterado? —preguntó Peter, sobrepasado por la magnitud de cuanto sucedía.

—Es el juego de moda, ya lo saben —respondió el agente Gardner observando el dormitorio, charlando los tres como si el cadáver de Marilyn Monroe sobre la cama no fuese más que otra pieza del mobiliario—. La escucha. La primera alarma nos llegó por Jimmy Hoffa.

—¿Hoffa? —exclamé, sorprendido ante la entrada en escena del líder sindicalista más poderoso del país. Con el sindicato de camioneros bajo su poder, Hoffa era tan socio del crimen organizado como objetivo de las investigaciones de Robert Kennedy.

—Bueno, ya saben que a Jimmy no le gusta demasiado que Bobby le esté buscando las cosquillas —explicó el agente Gardner—, así que para cubrirse las espaldas, conocida la relación de Marilyn con el Presidente, decidió poner micrófonos en su nidito de amor habitual.

—¿Hoffa tiene pinchada mi casa? —exclamó Peter.

—Sí —admitió el agente del FBI—, y nosotros a su vez lo tenemos pinchado a él.

—¡Dios mío!

—Tranquilízate, Peter —le recomendé a mi amigo.

—Señor Lawford, necesito que le haga llegar un mensaje a sus cuñados —dijo el agente Gardner avanzando hacia el marido de Patricia Kennedy—. Dígales que J. Edgar Hoover, tras conocer los hechos, ha ordenado revisar las últimas llamadas hechas desde este teléfono y ha eliminado una del registro, la última, hecha a la Casa Blanca. Nadie lo sabrá jamás, pero el señor Hoover quiere que los hermanos Kennedy no olviden este favor.

—Así lo haré —susurró Peter.

—¿Qué buscan sus hombres? —intervine.

—El diario —respondió el agente Gardner.

—¿El diario?

—El diario de Marilyn —aclaró—. Al parecer anotaba en él sus quebraderos de cabeza. Ese cuaderno podría suponer una importante amenaza para la seguridad nacional.

Gardner y yo nos mantuvimos la mirada hasta que Peter Lawford rompió la tensión.

—No lo encontrarán —dijo—. Ya lo he buscado.

—¿Podría tenerlo su psiquiatra, ese doctor Greenson?

—No lo sé, agente Gardner —respondió Peter—, quizás. Si así fuera, era su médico, es algo confidencial. Aunque ustedes son el FBI, supongo que están por encima de la ley.

—No, señor Lawford, eso nunca —respondió el agente Gardner—. Nosotros jamás nos saltamos una ley. En todo caso hacemos que nos ceda el paso.

Sonrió con cinismo a modo de despedida y se giró para volver al salón. Peter esperó unos segundos antes de hablarme.

—¡Esto es una locura, Eddie! Esta noche ha pasado tanta gente por esta casa que parece un picnic del 4 de julio.

—Conserva la calma, Peter. Pronto nos iremos a dormir y, cuando despertemos, esto no será más que otra pesadilla de este país, como el asesinato de Lincoln o los discursos de Richard Nixon.

Peter Lawford comenzó a caminar por la habitación, meneando la cabeza mientras se masajeaba el cuello con la mano.

—Están perdidos, Eddie. Los Kennedy, están caput —dijo sin mirarme—. La Mafia les tiende una trampa y el FBI lo sabe y guarda el secreto para poder chantajearlos. Son demasiados frentes abiertos.

—Para eso me has llamado, ¿no? —dije—. Sea lo que sea lo que haya ocurrido esta noche aquí, le daremos la vuelta. Nadie encontrará el cadáver de Marilyn Monroe con un pinchazo y una carta mal escondida hablando sobre los amores presidenciales. Mañana por la mañana se hablará sobre un suicidio algo confuso. Eso será lo mejor. Cuanto menos claro esté todo, más serán las especulaciones. Para siempre.

Peter se detuvo, pensó unos segundos y me miró con expresión asustada.

—En ese caso, fastidiarás los planes de gente muy poderosa.

—Bueno —respondí—, de algo hay que morir.

Lawford agitó la cabeza, doblegado. Me acerqué a él y le di una palmada en la espalda.

—Vamos, Peter —dije—. Hablemos con la señora Murray y con ese doctor Greenson. Quiero comprobar que los chicos del Servicio Secreto han hecho bien su trabajo. En cuanto al diario de Marilyn...

—Tranquilo —respondió Lawford—. Ese diario nunca existió.

—Es posible que esta noche haya más gente buscándolo por aquí —advertí.

—Les deseo suerte —respondió, desplegando una sonrisa que ponía de manifiesto su bondad y sus nefastas dotes interpretativas. Convertirse en custodio del diario de Marilyn fue el mejor papel de su lamentable carrera.

—Bien —concluí—. Vamos.

Peter salió del dormitorio y yo lo seguí. Me detuve en la puerta y me giré. Dediqué una última mirada al cadáver de Marilyn y resonó en mi cabeza la confesión que me hizo un día: «En Hollywood te pagan mil dólares por un beso y cincuenta centavos por tu alma». En su caso había obtenido bastante menos que cincuenta cochinos centavos, y eso que se había relacionado con lo mejorcito del país. Corrían malos tiempos, y nada presagiaba días mejores.

—Descansa, Norma Jean —susurré antes de salir de la habitación—. Al final, tienes que pasar la noche a solas.