Una punta de flecha
U
na vez, en Atlantic City, creo que en el 48, cuando me encargaba de que en el 500 Club de Skinny D'Amato no se escuchasen más gritos que los del público ante las hilarantes actuaciones de Martin & Lewis, fui testigo de un crimen sorprendente. Dada mi responsabilidad, estaba obligado a ser observador, no perder detalle de quiénes eran los que iban y venían, los que rondaban por los alrededores, los que pasaban dos veces con el coche sin la menor intención de aparcar, las parejas mal avenidas con un carrito en el que podrían llevar a una adorable niña de nombre Thompson automática; cosas así. Después de todo, muchos de los clientes de Skinny eran amigos o socios del auténtico dueño de aquel garito, Marco Reginelli, quien controlaba el juego ilegal al sur del río Hudson. Todos eran conscientes de que en cualquier esquina podía sorprenderles la muerte, y para eso estaba yo, para que fuese en otra esquina, no en la del 500 Club. Los tiroteos nunca son buenos para el negocio. Si veía algo sospechoso, enviaba a alguno de los chicos que tenía a mis órdenes para que, discretamente, comprobasen la posible amenaza. Teníamos un sistema de seguridad tan bueno que nadie se atrevió nunca a nada. Además, la comida y los espectáculos de Skinny D'Amato eran demasiado irresistibles como para estropearle el chiringuito. Así que nunca ocurrió nada. Salvo aquella noche.
Cuando concluía el primer pase del espectáculo, siempre había gente que se detenía en la acera para ver salir a aquel grupo de ricos y famosos que reían y comentaban lo genial del programa. Entre ellos siempre solía haber algún cantante o actor relevante, y eso daba color a la noche de esos viandantes y algo de qué hablar cuando aquellos pobres diablos llegaban a casa para proseguir con sus rutinarias vidas. A veces me sonaban algunas caras, gente que regresaba de trabajar siempre por la misma ruta, parejas que reincidían en su paseo... Pero había un hombre que me llamaba la atención especialmente. Debía de rondar los cincuenta años. Vestía con corrección, a veces con traje, a veces con alguna rebeca, siempre con corbata. Un pequeño bigote gris sobre la mueca de su boca subrayaba unas pesadas ojeras. Se quedaba plantado en la acera frente al 500 Club, con un periódico enrollado bajo el brazo. Con el paso de los días pude reparar en el detalle: siempre era el mismo ejemplar. Un New York Times de no podía saber qué fecha, pero siempre el mismo, siempre doblado de la misma manera. Cuando las puertas del club se abrían y el público comenzaba a salir, calándose sus sombreros y embutiéndose en sus abrigos de seiscientos dólares, el hombre cruzaba la calle y se apostaba a un lado. Los observaba en silencio, sin alterar el gesto, y luego él se marchaba.
Así, una noche tras otra.
Hasta aquel día de 1948, creo que en noviembre. Siguió su rutina habitual, pero esta vez sí que reaccionó. Fue justo cuando salía del local Joe Atila Lombardo, que se ganó su sobrenombre durante la guerra de bandas que hubo en Nueva York en 1924, cuando acabó con todos los miembros de la formación enemiga y con los hijos varones de cada uno de ellos para evitar posibles venganzas. Consciente de que no le sobraban amigos, siempre iba bien protegido por varios hombres, que ya habían evitado no pocos intentos de acabar con su vida.
En aquel momento, los tres que lo custodiaban, creando siempre un muro a su alrededor, se volvieron ante uno de los gritos salvajes de Jerry Lewis, que había salido del camerino y se dedicaba a tontear entre el público. Las risas del interior del club contagiaron a los que ya estaban fuera y todos reían sin saber muy bien por qué. Salvo el hombre del bigote, que con mucha calma se acercó a Joe Atila Lombardo, sacó un largo cuchillo de carnicero del interior del periódico y se lo clavó en el vientre. El mafioso ahogó un grito mientras se agarraba con ambas manos a los hombros de su agresor, contrafuerte que éste aprovechó para rasgar poco a poco, metiendo y sacando el cuchillo del rechoncho estómago de Lombardo.
Cuando sus hombres se percataron de lo que sucedía alejaron al agresor varios metros de un empujón y lo cosieron a balazos con sus armas, todas del calibre 38. El hombre del bigote gris se desplomó muerto al instante. La agonía de Lombardo duró bastante más, con el cuchillo hundido bajo el esternón y la sangre Huyendo de un largo surco bajo éste. El rostro descompuesto de dolor y rabia, que descargaba agarrándose con fuerza a uno y otro guardaespaldas.
La gente corría gritando de un lado para otro. Yo me acerqué a ver al hombre del bigote gris, tan muerto como Julio César. La curiosidad me carcomía, así que no pude evitar desplegar el periódico. Era de doce años atrás, 1936. En portada estaba la noticia de una bomba en un negocio en el que habían muerto un par de adultos y una niña. Más adelante me enteraría de que Lombardo había sido el autor del atentado, un ajuste de cuentas con un negocio que tenía tratos con la competencia en el negocio del alcohol de contrabando. La niña fallecida pasaba por allí para hacer un recado a su madre. En una fotografía se podía ver a la pequeña junto a sus padres. Él era el hombre del bigote gris.
La suya fue una venganza planeada con calma, con el deseo de que nada fallara, de que no escapara. Por eso noche tras noche se colocaba allí, en la puerta del club al que Lombardo era asiduo. Pero el mafioso solía salir demasiado protegido, cabía la posibilidad de que lo detuviesen antes de lograr su objetivo. Así que esperaba. Hasta que lo consiguió.
Allí tendido, con el torso cubierto por al menos una decena de agujeros de bala, juraría que por primera vez vi en el rostro de aquel hombre insignificante algo parecido a una sonrisa. O, al menos, una expresión de placidez.
Por alguna razón, recordé aquella historia mientras estaba al volante de mi Pontiac Silver Streak internándome en el Estado de Arizona, en dirección al rancho Lorna de Warren Steiger. Tal vez porque la mía también era una acción desesperada. Pero no podía actuar de otra manera. Quizás Janet tenía razón. Janet siempre tenía razón. Puede que me estuviese ablandando, o puede que siempre hubiese tenido un corazón demasiado sensible para el negocio. Tenía más de diez fiambres en mi lista de méritos para ir al infierno, sin contar los de la guerra, y reconozco que no tenía problemas para tirar de gatillo si era necesario. Darle plomo a un malnacido es como darle un beso a una mujer bonita; el crimen sería dejar pasar la oportunidad. Pero cada vez me costaba más soportar todo aquel teatro de corrupción, conspiraciones y criminales intocables que estaba imponiéndose con el avance del maldito siglo XX. Probablemente estaba chapado a la antigua. Sí, lo reconozco, me gustaban los tiempos en los que uno sabía a qué atenerse y se podía trazar una línea que dividía a los malos de los buenos. Aunque esa línea, supongo, me cruzase a mí mismo por la mitad.
Conduje hasta el rancho de Steiger en Arizona porque necesitaba alguien en quien volcar mi rabia por la muerte de Luther Thomas. Sabía que era inútil, probablemente porque tal vez fuera verdad que Steiger no sabía de la existencia de aquel grupo de miembros de su sociedad que iba por ahí colgando negros. Pero, de una u otra forma, no era trigo limpio. Cabía la posibilidad de que acabase con su paciencia y me denunciase. Tal vez buscaba eso, pasar unas cuantas noches a la sombra y sentirme así justificado por no haber podido hacer justicia, y de paso darme de golpe contra los barrotes al seguir insistiendo en resolver un caso que, en realidad, no existía. Sólo se trataba de negros, blancos racistas y un gobierno que se inclinaba según soplase el viento. Steiger sólo era el hombre más visible del asunto; tanto que no tenía nada que temer.
Era media tarde cuando me interné en el polvoriento camino que conducía desde la entrada del rancho Lorna hasta la casa principal. No había visto un solo coche en varios kilómetros y el panorama no cambiaba ahora, teniendo en cuenta además que los vaqueros que cuidaban del ganado de Steiger se movían al norte de la casa, y no al sur, por donde yo había entrado. Al Este se extendía una gran planicie semidesértica, que iría cobrando color a medida que me acercara a la casa. Al Oeste tenía las lomas en las que había reparado en mi anterior visita, mientras me acompañaban amablemente hasta la salida.
No sé cuántos fueron, pero reduje la velocidad hasta detenerme en cuanto oí aquello. Apagué el motor. Había sido como un petardeo en cadena. El sonido era lejano. Golpes secos arrastrados por el viento. Instantes después, volví a oírlo. Dos más, separados por un par de segundos. Eran disparos. Cazadores. Y eran rifles, no escopetas. Observé aquellos montículos de arenisca roja a mi izquierda y recordé la formación de coches con hombres pertrechados que se habían desviado hacia ellos el día de mi primera visita. Miré a mi alrededor. Me encogí de hombros y pensé que no perdía nada por echar un vistazo. Después de todo, conforme pasaba el tiempo y mi ira se aplacaba, cada vez veía más ridícula mi visita a Steiger. Quizás los publicistas tenían razón: nada como un viaje en coche para ver la vida de otra manera.
Rodeé la formación rocosa más al sur y me detuve a los pies de la ladera que apuntaba en esa dirección. De este modo, supuse, el coche quedaría oculto si el grupo volvía a la casa principal, en dirección noreste. Además, desde aquella posición tendría una visión más amplia de todo el perímetro.
Comprobé que la Colt M1911 automática estaba cargada y lista para ser usada. Después me bajé del Pontiac y fui hasta el maletero. Bajo una manta gris estaba la escopeta Remington 870 que llevaba para ocasiones especiales y un estuche negro del que extraje unos prismáticos. Más tarde me arrepentiría de no haber cogido también el arma.
Cerré el maletero y permanecí unos segundos mirando a mi alrededor. Apenas corría un poco de aire, el silencio era absoluto. O casi. Me parecía captar un lejano zumbido que bien podía ser el motor de algún vehículo.
Busqué el punto con la cuesta menos pronunciado para escalar el montículo. Resbalé varias veces sobre la tierra rojiza y, en un par de ocasiones, tuve que apoyarme con las manos para no morder el polvo. Refunfuñé y mucho temí que mi traje azul marino saliera mal parado de aquella incursión.
Al llegar a lo más alto, tuve una perspectiva bastante amplia del territorio al otro lado de la roca, que era bien distinto del paisaje llano que se avistaba desde la carretera. Tal y como había supuesto, a imagen de otros rincones de aquel Estado, el montículo rocoso en el que me encontraba era parte de otras muchas formaciones erosionadas, similares a las almenas de un castillo, que iban dando forma a un serpenteante camino, cicatriz milenaria del caudal de algún río que habría transcurrido por allí cuando los hombres y las mujeres aún no habían aprendido a complicarse la vida.
La altura de esos montículos era variable, destacando varios especialmente grandes frente a otros que apenas levantaban unos pocos metros desde el suelo. Observaba todo aquello en cuclillas desde mi posición, receloso aún de poder ser descubierto.
Tomé los prismáticos, que llevaba colgados al cuello, y rastreé la zona. No alcancé a ver nada en un primer vistazo, con la excepción de marcas de neumáticos a lo largo del sendero arenoso dibujado por las formaciones rocosas. Eran de al menos dos vehículos diferentes. Las seguí en dirección norte hasta que se perdían detrás de uno de los montículos. Levanté la vista y di entonces con un objetivo.
Eran tres hombres. Estaban sobre el montículo más al norte, justo detrás del último giro del sendero antes de perderse tras las locas. Uno de ellos estaba en pie y tenía en las manos un handie-talkie, el teléfono portátil desarrollado para el ejército durante la guerra. Vestía pantalón oscuro y camisa blanca de manga corta, sombrero de fieltro y llevaba unos prismáticos al cuello. Otro más estaba en cuclillas, también con prismáticos, y tomaba notas en un cuaderno. Un tercer hombre hacía ajustes a la mira telescópica de un rifle tumbado boca abajo sobre el suelo. Estos dos hombres vestían ambos pantalones tejanos y camisas estampadas. El observador usaba sombrero Stetson y el tirador, una gorra vuelta del revés. Un equipo de tiro en toda regla.
Estudié a cada uno de ellos y reparé en que el primero, mientras hablaba, miraba repetidamente hacia dos puntos determinados, ambos hacia el sur de su posición. Giré los prismáticos y traté de localizar al interlocutor.
En el costado izquierdo del camino, desde mi posición, a unos doscientos metros del primer grupo, localicé un segundo, compuesto sólo por dos miembros, un observador y otro tirador. El observador era el que tenía el equipo de comunicación y se giraba indistintamente a izquierda y derecha cuando hablaba, por lo que supuse que más al sur, hacia mi dirección, habría un tercer equipo. Pero no alcanzaba a verlo.
Chasqueé la lengua al verme obligado a tumbarme para serpentear sobre la tierra y aproximarme así algo más al extremo del montículo sin ser visto. Desde allí podría tener una visión más clara del terreno más próximo. Y allí estaba una tercera pareja mortal, tirador y refuerzo, como en los anteriores casos. Aunque en ese caso el rifle era diferente, un Mannlicher Carcano, un arma bastante imprecisa.
Bajé los prismáticos y observé de nuevo todo el escenario, teniendo localizados ahora a todos los invitados a aquel particular entretenimiento. Y eso, dando por sentado que fueran los únicos. Tres grupos de tiradores ubicados a lo largo de aquel sendero, en lo que podía identificar desde mi posición como una punta de flecha, de cuerpo bastante ancho, con un grupo en cada vértice.
Y esperaban.
No eran cazadores, desde luego. Una organización demasiado compleja. No al menos cazadores de animales. Los observadores no dejaban de comunicarse entre ellos, y el primero al que localicé parecía ser el más rotundo en sus indicaciones; el hombre al mando.
Un tercer miembro se sumó al segundo grupo, vestido también con pantalón de traje y camisa, igual que el observador jefe. Pero a este tipo sí que lo conocía. Era el sujeto bajo y regordete, de bigote oscuro, gafas y acento hispano, que había visto echando una bronca al cocinero de Warren Steiger. Estaba comiendo algo y llevaba bajo el brazo una botella de vino.
De pronto, aceleró el paso y se apresuró a dejar la botella en el suelo. Los miembros de los tres equipos reaccionaron y centraron su atención en el sendero entre las rocas. Los tiradores accionaron los cerrojos de sus rifles y se concentraron en sus miras telescópicas, mientras los observadores dejaban en el suelo los teléfonos de campaña y esgrimían los prismáticos dispuestos a dar las correcciones de tiro precisas.
Un Jeep Willys CJ de 1954 apareció tras el montículo más al norte a baja velocidad. No debía de pasar de los veinticinco kilómetros por hora. Un hombre iba al volante y otro más repanchigado en el asiento trasero, observando a su alrededor.
—¿Qué tal, bastardo hijo de perra? —susurré al reconocer al segundo de ellos como William Launter.
Usaba gafas de sol y sombrero. Sujetaba unos prismáticos con una mano y un teléfono de campaña con la otra. Y no dejaba de mirar a su espalda.
El todoterreno arrastraba un remolque largo y estrecho, un sencillo cajón sin más carga que una silueta humana plantada al final del mismo a modo de diana. Carecía de detalles, tan sólo un busto y una cabeza simulando a un hombre sentado. A sus pies parecía haber al menos un par de modelos más, astillados y agujereados.
Esperé el disparo al pasar junto al primer grupo, pero no se produjo. Tampoco al pasar junto al segundo. Fue una vez superado éste, cuando el remolque alcanzó el vértice de la punta de flecha, entre el segundo y el tercer tirador, cuando los tres rifles sonaron.
Inmediatamente levanté los prismáticos y busqué el objetivo.
El busto recibió dos de los tres disparos. Debían de emplear una munición potente, porque los gruesos tablones de madera de los que estaba hecha la diana quedaron muy dañados. Aún estaba intentando captar esos detalles cuando me sorprendió una nueva descarga, un par de segundos después de la anterior; el tiempo de accionar los cerrojos o de recibir una orden. El círculo que hacía las veces de cabeza quedó destrozado.
Bajé los prismáticos hasta localizar a Launter, que observaba atento la diana unos pocos metros por delante de ésta. Levantó el teléfono de campaña y dio algunas indicaciones. Después se inclinó y le dijo algo al conductor. Éste cabeceó y aceleró. No tardé en perderlos de vista.
Los tiradores de los tres equipos desmontaron las miras de sus rifles y los guardaron en las fundas rígidas que tenían junto a ellos. Los observadores recogieron el resto del material así como los casquillos de las balas.
En cuestión de un par de minutos, volví a verme en aquel rocoso trozo de desierto tan solo como pensaba que estaba al principio. No obstante, decidí esperar.
Un hombre apareció entonces en el segundo puesto. Vestía un uniforme caqui, camisa de mangas cortas y sombrero Stetson blanco. Llevaba un revólver al cinto y un rifle colgado al hombro. Tenía aspecto de sheriff, pero en realidad sólo era un agente de seguridad, supuse que del cuerpo personal de Warren Steiger. Revisó todo el perímetro con un vistazo rápido y después volvió a desaparecer por donde había llegado.
El sonido lejano de varios motores me indicó instantes después que el contingente volvía al rancho tras aquellas particulares maniobras.