Un sueño compartido

 

 

La emperatriz del blues, así llamaban a Bessie Smith. Eso me contó Jerry Jenkings cuando me pasó uno de sus discos. Me sedujo al instante. Aquel tono de su voz y el sentimiento que le imprimía al cantar: era como escuchar el susurro de los árboles de Alabama desde el porche de una casa señorial en una calurosa tarde de verano; puro Sur. Eso decía Louis. Yo nunca había estado en Mississippi. A lo sumo había leído algo de Faulkner y de Tennessee Williams. Aunque Bessie no hablaba de los terratenientes en sus canciones, sino de los que estaban al servicio de éstos. Su grabación de la canción St. Louis Blues junto a Louis Armstrong siempre fue para mí la quintaesencia del blues clásico. Y Jerry coincidía conmigo, lo que no era muy habitual.

Pensar en el final que tuvo una mujer como ella daban ganas de empuñar una escopeta de caza y salir a pedir cuentas.

Tenía cuarenta y tres años cuando en 1937 sufrió un accidente de coche. Una ambulancia la recogió y la llevó al hospital más cercano, y de éste a otro, y algunas crónicas cuentan que incluso fue rechazada en un tercero; todos eran hospitales para blancos. Cuando por fin llegó a un centro para negros ya nada pudo hacerse por su vida.

Dichoso Thomas D. Rice, ¡cuánta sangre se ha derramado en su recuerdo! Este actor blanco fue quién creó a comienzos del siglo XIX un personaje de vodevil llamado Jim Crow el Saltarín, pintándose la cara de negro para parodiar a los afroamericanos. Años después, tras la Guerra de Secesión, los políticos gordinflones y falaces de la gran Unión pensaron que una cosa era haber liberado a los negros y otra muy distinta convivir con ellos, así que, allá por 1876, promulgaron las Leyes de Jim Crow, que establecían la segregación racial en todas las instalaciones públicas y, para que nadie pudiera hablar de racismo, se enunció el lema «Separados pero iguales».

De ésas y de otras muchas cosas me enteré durante el viaje a Washington, aquel miércoles 28 de agosto del 63. Sinatra había puesto su jet privado, el Daggo, a disposición de aquellos que quisieran acompañar a Sammy Davis Jr. para participar en esa Marcha sobre Washington por el Trabajo y la Libertad. Luther Thomas vino desde St. George para viajar con nosotros, así como el cantante Harry Belafonte, los actores Charlton Heston y Sidney Poitier, además de un par de músicos amigos de Sammy.

La organización del acto, una iniciativa de movilización social sin precedentes en la historia del país, respondía a una ensalada de siglas que reunía a las organizaciones de derechos civiles más importantes, como el Congreso de Igualdad Racial, el Comité Coordinador Estudiantil No Violento, la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color y, por supuesto, la Conferencia Sureña de Liderazgo Cristiano, cuyo presidente, el reverendo Martin Luther King, era la voz más esperada en el escenario que habían levantado ante el Monumento a Lincoln.

Aterrizamos en el aeropuerto de Washington cercanas las diez de la mañana y las noticias que recibimos iluminaron los rostros de mis acompañantes. Según las estimaciones oficiales, más de un cuarto de millón de personas comenzaban a llenar los terrenos alrededor del Reflecting Pool, en National Mall, entre los monumentos a Washington y Lincoln, con la cúpula del Capitolio sobresaliendo a un lado. Si esa cifra era la que daban las autoridades, sin duda la real sería muy superior.

Habían llegado de todos los rincones del país. De Arkansas, de Louisiana, de Mississippi... Sólo de Nueva York habían salido 972 autobuses y 13 trenes, todos fletados especialmente para el evento. Mis acompañantes se alegraron del éxito de la convocatoria. Yo no pude evitar pensar que el recelo del FBI y la policía de la capital del país sería proporcional a ese entusiasmo de los asistentes.

Ya antes de empezar la jornada, la cuestión de la seguridad había planteado un debate interno. Según se había filtrado, Robert Kennedy había prohibido el uso de perros por parte de los agentes, algo ante lo que las autoridades policiales protestaron enérgicamente. Pero supongo que el astuto de Bobby quería con esto enviar a los líderes sureños el mensaje de que ni su hermano ni él toleraban sus políticas de represión. En Birmingham, Alabama, habían tenido lugar algunos incidentes en los que la policía había empleado a los perros contra los manifestantes como hacían en Sudáfrica. Después de aquello, los Kennedy, Bobby sobre todo, quería dejar claro que no toleraría como fiscal general aquella clase de actuaciones oficiales.

A pesar del acceso privilegiado del que gozábamos en el coche acreditado que nos recogió, no nos resultó sencillo llegar hasta el Memorial. Dado que Janet tendría acreditación de prensa, habíamos quedado allí mismo, en el área reservada que, aunque caótica, resultaba más controlable a la hora de encontrarse otra persona.

Una vez llegamos a la zona acotada, decidí separarme del grupo, sin perder de vista a Sammy, para echar un vistazo a los alrededores, controlar accesos y demás. Mi conclusión era que más nos valía tener a Dios de nuestro lado, como siempre decían los presidentes en sus discursos, porque con la anárquica ida y venida de políticos, artistas y voceros con sus respectivas camarillas y miembros de seguridad, no había forma de establecer un plan coherente de actuación en caso de una acción violenta.

Decidí entonces que lo mejor era confiar en mi instinto y mantener los ojos bien abiertos. Y ya que tenía controlada la zona de participantes, aposté por echar una ojeada al público. Rodeé el edificio y pasé junto a la inmensa estatua de Abraham Lincoln.

Conforme subía la breve escalinata de madera que conducía al estrado, el murmullo me fue llegando con mayor claridad. Al llegar a lo más alto, junto al atril para los oradores, me quedé inmóvil. Y así permanecí durante un buen rato. A mi alrededor iba y venía gente con los últimos preparativos, además de las decenas de policías de uniforme que había por todas partes; pero apenas reparaba en todos ellos. Estaba sorprendido. Trescientas mil personas son mucha gente. Negros en su mayor parte. En Washington DC.

El marco histórico, sin duda, subrayaba la emoción del momento. Había blancos entre los asistentes, jóvenes sobre todo. Eran esos Viajeros de la Libertad, que recorrían en autobús muchos pueblos y ciudades tratando de convencer a blancos y a negros del derecho de estos últimos al voto. También sobre ellos me hablaron Sammy y Luther durante el viaje, y me contaron cómo no pocos de aquellos blancos fueron apaleados e insultados en muchos sitios, y varios incluso habían sido asesinados por el Ku Klux Klan por su complicidad con los negros.

Una mano se posó sobre mi hombro y lo apretó con calidez.

—Es hermoso, ¿verdad?

Luther Thomas se colocó a mi lado, contemplando a los cientos de miles de personas.

—Sí que lo es, amigo.

—¿Te das cuenta? Ha merecido la pena todo lo que se ha pasado —dijo, y después se dio un par de manotazos en la pierna que le destrozaron—. No hay victoria sin sacrificio. ¡Y sabe Dios que nosotros no dejaremos de sacrificarnos por conseguir lo que es justo!

Vi lágrimas de emoción en sus ojos y, entonces, tuve verdadera conciencia de la relevancia histórica de aquella jornada.

—Me alegra compartir este día contigo, Luther —le dije—. Eres un gran hombre.

—Todos lo somos, Eddie —respondió mirando a la muchedumbre que charlaba, cantaba y disfrutaba ante nosotros.

Un miembro de la organización nos pidió que nos retiráramos. Una joven cantante folk, Joan Baez, iba a cantar a continuación.

No la conocía. Sammy me había recitado los nombres de los cantantes y grupos que actuarían aquella mañana, pero no conocía a demasiados de ellos, salvando a Mahalia Jackson, aunque el gospel no era mi fuerte, y al joven Bob Dylan, del que Jerry Jenkings me había hablado en alguna ocasión. El resto, suponía, se movería por la escena folkie, que tenía su centro en Nueva York, demasiado lejos del bar del Desert Inn.

Me alejé para dejar paso a la actuación.

Empezaba a hacer calor. Me eché atrás el sombrero y encendí un cigarrillo. Pensé que las libertades civiles podrían conquistarse igual con una cerveza helada y me obligué a aceptar que tendría que pasar varias horas sin poder llevarme una copa a los labios.

Sammy estaba bien rodeado de sus colegas de profesión y diversos miembros del comité organizador. No había peligro. Mientras me alejaba del escenario, de nuevo hacia los pies de la estatua de Lincoln, traté de identificar a los numerosos agentes del FBI que, con gesto serio y manos unidas bajo el cinturón, observaban el acto sin el menor esfuerzo por pasar desapercibidos.

—Disculpe, señor, ¿sería tan amable de darme fuego?

La voz sonó dulce, pero con fuerza. Una mujer de carácter, supuse mientras me giraba. Torpe de mí, la supuse de una altura media y me vi en el engorroso trance de toparme con sus pechos, nada desdeñables, por cierto.

—No, ellos están bien —añadió ella, divertida—. Soy yo la que necesita su ayuda.

Accioné mi encendedor y complací a aquella joven de larga cabellera rubia y rasgos de ascendencia nórdica. Y sabía de lo que hablaba. Durante la guerra tuve la ocasión de conocer a algunas chicas de la resistencia noruega que luchaban como el más valeroso de los hombres y amaban como la más apasionada de las mujeres.

La chica no dejaba de sonreír, aunque con su mirada marcaba una clara distancia de seguridad. Además de alta, era corpulenta, pero estilizada, con un aire sofisticado, sencillo, y unos radiantes ojos claros. Vestía un traje beis sin mangas y justo por encima de las rodillas. Supongo que algo bastante al uso de la moda universitaria del Este.

—Bueno —dijo ella finalmente ante mi persistente silencio—. Pues gracias.

—¡Oh, perdone! Yo... Estaba pensando...

—Es un día de muchas emociones —dijo—, no se preocupe.

—No, quisiera disculparme —insistí—. Me he quedado embobado como un niño pero, en fin, supongo que no estaba preparado para encontrarme con usted.

—¡Oh, vaya! Lo tomaré como un cumplido.

—Desde luego —respondí—. Hágalo. —Me quité el sombrero y le ofrecí mi mano—. Me llamo Bennett, Eddie Bennett.

—Encantado, Eddie Bennett. Yo soy Mary Travers —respondió correspondiendo al saludo—. ¿Es usted un Viajero de la libertad, o quizás un periodista?

—¿Yo? No, nada de eso. Estoy aquí acompañando a unos amigos.

Percibí cierta decepción en su mirada.

—¿No está aquí entonces en apoyo del Movimiento de Derechos Civiles?

—¡Desde luego que sí! —me apresuré a contestar—. Aunque no de forma activa. Sólo... testimonial.

Saltó entonces hacia mí y me dio un beso en la mejilla.

—Me cae usted simpático, Eddie Bennett. Y me alegro de que no se quede sentado en su casa mientras tanta gente lo pasa mal por una razón tan absurda como es el color de la piel. ¡Tenemos que luchar todos juntos!

Pronunció aquella última frase al tiempo que propinaba un enérgico gancho al aire.

A continuación, ambos nos quedamos observándonos un momento.

—Mary, ¿qué le parecería si tomásemos una cerveza? Esto sin duda va para largo y podríamos...

—Lo siento, Eddie, pero me es imposible. Mis amigos me están esperando. —Miró a un lado y señaló a dos jóvenes. Vestían traje claro y corbata, y ambos lucían perilla—. Nos toca actuar en breve.

—¿Sois cantantes?

Ella me miró y soltó una risa maliciosa.

—Más o menos —respondió, supongo que divertida al no reconocerlos.

Volví a mirar a sus amigos. Estaban hablando con alguien que sólo logré identificar cuando uno de ellos se echó a un lado. Era Janet Baker.

Se volvieron hacia nosotros. Los dos chicos hicieron señas a su amiga para que acudiera, al tiempo que Janet sonreía y saludaba divertida al comprobarme tan bien acompañado. Después me lanzó un gesto de espera.

—Tengo que marcharme —me dijo la chica—, ya ha llegado la periodista que iba a entrevistarnos.

—¿Podremos tomar esa cerveza en otro momento?

—¡Supongo que nos veremos luego por aquí! —dijo mientras se alejaba, su melena rubia flotando en libertad.

Se reunió con Janet y sus amigos y los observé durante el tiempo en el que estuvieron charlando. Aquella otra cantante, Joan Baez, había dejado ya el escenario y uno de los líderes de la marcha enunciaba ahora su discurso, en el que hablaba sobre el derecho a un trabajo y salario dignos para los afroamericanos. Después, presumiblemente, actuarían la rubia Mary y sus dos amigos. Si ella desprendía al cantar la mitad de la energía que al sonreír, iba a ser sin duda uno de los descubrimientos de la jornada. Tal vez por eso Janet, libreta en mano, charlaba con ellos con tanto interés.

Hacía tiempo que Janet y yo no nos veíamos. Demasiado. O demasiado poco. A veces deseaba volver a tenerla entre mis brazos y en otras ocasiones pensaba que lo mejor era que transcurriesen meses sin saber nada de ella para así poder dejar que su recuerdo se perdiese en mi memoria. Nunca me olvidaría de su nombre, eso seguro, pero quizás fuese lo mejor poder olvidar sus besos.

Janet y yo hablábamos por teléfono con cierta frecuencia. Siempre era por motivos profesionales. Intercambio de información de costa a costa. Ambos teníamos buenos contactos y sabíamos cómo y dónde conseguir el dato adecuado. Sí, era todo muy profesional. Claro que había otros muchos profesionales. Supongo que ninguno de los dos nos dejábamos engañar. En el fondo, recurríamos el uno al otro porque no queríamos cortar definitivamente el lazo que nos unía. Y aquello era jodido, porque nunca antes me había ocurrido algo así. Después de todo yo no era más que un hombre. Podía entender la magia de una bola curvada en el estadio de los Yankees, de un gancho de Rocky Graciano o desmontar y montar mi Colt automática sin titubear, pero sentir esa extraña dependencia de una mujer a casi tres mil kilómetros de distancia era algo que no lograba asimilar.

Había hablado alguna vez con Phil Narducci sobre el tema. Y con Jerry Jenkings. El primero estaba inmerso en su segundo matrimonio. El segundo nunca se había dejado atrapar. El italoamericano pensaba que sólo la estabilidad sentimental le otorgaba el sosiego necesario para preparar los mejores cócteles. El judío pelirrojo opinaba por el contrario que, en el momento en el que tuviese a una mujer esperándolo en casa con la cena preparada, perdería la chispa detrás de la barra. Supongo que, en cuanto a relaciones se trataba, había tantas opiniones como corazones en el mundo. No era algo sobre lo que yo hubiese reflexionado muy a menudo. Nunca conocí a una chica que me hubiese llevado a plantearme la cuestión. O quizás nunca me permití llegar hasta ese grado de intimidad. Quizás me gustaba demasiado mi estilo de vida.

Pero entonces llegó Janet Baker, con su arrojo, sus principios y sus ojos verdes, y mi trinchera comenzó a desmoronarse. Tal vez debía haber pedido consejo a Dean Martin.

Su aspecto había cambiado, se había adaptado a esa moda de la Costa Este que tan bien reflejaba la rubia Mary. Llevaba falda beis y un suéter verde oscuro, también sin mangas, con un colgante sobre él. Probablemente el reloj de bolsillo de su padre del que me había hablado en alguna ocasión. Mantenía el largo habitual de su pelo castaño, aunque su peinado era ahora más sencillo, más natural. Janet era sin duda una mujer de aquella década, parecía más joven y desenvuelta que cuando nos conocimos en 1955. Sí, sin duda el cambio de una a otra costa le había sentado muy bien.

Habían pasado ocho años desde que nos tropezamos en St. George, en el local de Luther Thomas, y estaba seguro de que su imparable carrera dentro del mundo del periodismo también ayudaba a que luciera aquel gesto de satisfacción en el rostro. De cubrir chismorreos para rellenar páginas había pasado a ser enviada especial en Washington para dar cuenta de un evento reivindicativo sin precedentes. Bien por Janet.

Desvié la mirada del grupo cuando advertí el roce de una peligrosa amenaza de melancolía.

A mi alrededor proseguía el ajetreo de organizadores, participantes y policías de uniforme. Mientras, el ponente continuaba con su enardecido discurso, más efectivo en su forma que en su mensaje, algo anodino.

Reparé en un corro de hombres junto a uno de los laterales del edificio del Memorial, en la base de las escalinatas. Apostaba mi Pontiac a que eran agentes del FBI. Sólo podía ver bien a dos de ellos, parcialmente a un tercero y apenas al cuarto. Todos vestían traje a la moda de solapas estrechas y sombreros de fieltro de ala corta. Dos de ellos con gafas de sol y uno graduadas, las tres del mismo modelo que las que yo tenía, unas Ray-Ban Clubmaster; ¿se vendían de otro tipo en 1963?

El de las gafas graduadas era el más alto y corpulento de los tres. Por sus gestos y la atención que le prestaban los otros, debía de ser su superior. No podía saber qué les estaba diciendo, pero sí veía que era un hombre con bastante control. Parecía severo en sus palabras, pero sosegado en sus reacciones. La clase de sujeto capaz de imponerse con una mirada.

El aplauso de la masa festiva me devolvió al acto. El orador había concluido. Vi que Janet se despedía de los tres jóvenes. Mientras ella guardaba su libreta de notas en el bolso, los dos chicos de las perillas sacaron sendas guitarras de sus estuches y se dirigieron al estrado. Al mismo tiempo, Janet Baker emprendió camino para reunirse conmigo.

Alguien dijo unas palabras sobre el compromiso del trío con la lucha por los derechos de todos los norteamericanos y la fuerza contagiosa de sus canciones. «Con ellas hablan sobre todo esto que estamos pidiendo hoy aquí», dijo el presentador, antes de añadir: «Aquí tenéis a Peter, Paul & Mary». Un nombre muy folk, desde luego.

—Perdona —dijo Janet al llegar hasta mí—, tenía concertada una entrevista con ellos.

—Hola —respondí, sin poder evitar mirarla fijamente—. Estás muy guapa.

Ella levantó las cejas y sonrió.

—¡Oh, gracias!

—Disculpa —reaccioné—, he pensado en voz alta.

—No, en absoluto. Ojalá se escaparan pensamientos como ése más a menudo.

Me miró un instante antes de alzarse para darme un beso en la mejilla.

—Tú tampoco te conservas mal.

El ímpetu de los aplausos comenzó a descender cuando comenzaron a sonar las dos guitarras que custodiaban a mi amiga Mary.

—Te vi antes hablando con ella —dijo Janet—. Es una gran chica.

—Eso parece.

—No sabía que te gustara el folk.

—No sé si me gusta. No he escuchado demasiado.

—Pues escúchalos a ellos.

Y se giró ligeramente para poder ver el escenario, a unos pocos metros de donde estábamos. Yo mantuve mi mirada en Janet hasta que las voces de los tres chicos y el interés por ellos de mi acompañante me hicieron prestarles atención.

Tal y como había supuesto, la voz de Mary era tan vibrante como su temperamento. Agitaba la cabeza al cantar y su cabello se movía con ritmo. Le resultaba difícil retener también su cuerpo. Aunque creo que más que la música, lo que le impulsaba era la emoción del texto. Ella llevaba la voz principal y ellos la arropaban con sus armonías. No sonaban nada mal. Cantaban un tema con aires de espiritual, bastante rítmico. Hablaba de un martillo de justicia, una campana de libertad y una canción de hermandad entre todos los hombres y las mujeres. El presentador había sido bastante preciso: creo que nadie podría haber resumido mejor el espíritu de la jornada en los dos minutos y pico que duró aquella canción.

—Me alegra que hayas venido —me susurró Janet al comenzar la interpretación.

—Y a mí que me invitaras a venir —respondí.

—¡Pero yo no te invité! —contestó. Nos miramos y sonreímos—. Aunque no me hubiese importado hacerlo.

Seguíamos escuchando, tratando de actuar con naturalidad, aunque teníamos demasiadas ganas de hablar a solas.

Noté su mirada escudriñándome y traté de permanecer impasible escuchando la música.

—Hacía mucho tiempo —susurró.

—Algo más de un año.

—La noche que murió Marilyn —recordó Janet—. Fue la última vez. Yo volví a Nueva York a la mañana siguiente.

—Cierto.

—Hicimos el amor por última vez la noche que este país perdió su sensualidad.

—Muy poético —respondí.

—Y también un poco triste.

No respondí.

La química del grupo con el público era evidente. Incluso el personal a su alrededor era incapaz de reprimir el impulso de llevar el ritmo o de dar palmas para sumarse a la emoción de la canción.

—Esta tarde he conseguido cerrar una cita con una persona —dijo Janet—. Te interesará. No ha sido fácil conseguirla, pero creo que podrá ayudarte en ese caso de los grupos racistas. Te hablará de Warren Steiger.

—Gracias, Janet. Eres la mejor.

—Sí, ya lo sabes. Si necesitas información, soy tu chica.

—Lo sé.

—Si necesitas información... —repitió para sí, encerrando en esa frase una frustración a la que yo no era ajeno.

—Janet, no queremos volver a caer en errores del pasado, ¿verdad? —le dije, volviéndome para mirarla—. Ya sabes, tú y yo nunca podríamos...

—Eddie, Tú y yo es sólo una película. Olvídalo. Además, eso ya no es posible. No quise decírtelo por teléfono por si...

—Recuerda que ahora me llaman Siete Vidas —le respondí, lanzándole un suave toque a la barbilla—. Dispara sin miedo.

—Eddie, ahora estoy saliendo con alguien.

Las dos guitarras marcaron un férreo final a la canción con sendos golpes a los que siguió el entregado aplauso del público. Janet se unió a éste tras lanzarme una mirada en la que era fácil advertir un asomo de tristeza. Quizás era lástima.

Me miró fijamente, supongo que esperando una reacción por mi parte.

—Bien por ti, nena —dije—. Sólo espero que esté a tu altura.

—Yo también lo espero.

—No lo tiene nada fácil. —Le guiñé un ojo—. Eres una gran mujer. ¡Y alegra esa cara! C'est la vie.

—Sí —suspiró Janet volviéndose hacia el trío musical—. Así es la vida.

Mary llegó hasta nosotros eufórica, acompañada por sus dos amigos. Me los presentó y luego atendieron a otra gente que se acercó a darles la enhorabuena.

—Espero que te haya gustado —me dijo la chica.

—Puedes jurarlo —respondí—. Sois muy buenos, encendéis al público.

—Esta gente tiene mucho fuego dentro desde hace generaciones. Cualquier canción, cualquier discurso que hable de las cosas que hasta ahora no se podían hablar, hace que ardan como antorchas.

—Pues bravo por vosotros. Sois una chispa magnífica.

—Me alegro de contarte entre nosotros, Eddie. En cuanto a esa cerveza —dijo Mary Travers mientras se alejaba con sus amigos—, ¿quizás volvamos a vernos?

—Claro —respondí—. Nunca se sabe.

—¡Hasta la vista! —se despidió de Janet.

Al volverme hacia ella, mientras Mary se alejaba, me topé con su recuperada sonrisa. Y con ello di por zanjado nuestro melodrama. ¿Acaso esperaba un apasionado reencuentro? ¿Uno al año? Ella valía mucho más que eso. Demasiado. Y se merecía algo menos complicado. En cuanto a mí, en Las Vegas nunca faltaría calor en los escenarios ni frío en las barras de los bares.

Janet comenzó a hablarme cuando en una visual a nuestro alrededor volví a localizar a los cuatro tipos que suponía agentes del FBI. Habían cambiado de posición entre ellos. Ahora era a uno de los que llevaban gafas de sol al que no podía ver. Por el contrario, reconocía con claridad al cuarto hombre. Era el individuo de la cojera y las grandes cejas que había contratado a Lorna Geller para tender la trampa a Sammy.

—¡Janet! —la interrumpí—. Janet, ¿tienes un fotógrafo contigo?

—Sí, Bernie. Creo que anda...

—¿Ves a ese grupo de hombres? Allá atrás. Necesito fotos de ellos, especialmente del tipo de las cejas gruesas, el que no lleva gafas.

—El de las cejas... —balbuceó mientras los observaba—. ¿Ése que se marcha?

—¡Mierda! ¡No te muevas de aquí!

Me moví con tanta agilidad como pude, pero sin llegar a correr. Me habría costado hacerlo, con la cantidad de gente que ocupaba la zona. Además, no pensé que en un lugar con tantos policías y agentes del FBI fuese prudente emprender una carrera.

Por suerte, mi objetivo no era consciente de ninguna amenaza, por lo que caminaba con calma, observando la gente a su alrededor. Lo seguí con precaución hasta que llegó a la parte trasera del mausoleo, de cara al río Potomac. Aunque también había gente en ese lugar, era una zona menos concurrida.

Al internarse entre las columnas del edificio, me otorgó la discreción que necesitaba para atraparlo. Sacó un cigarrillo y estaba a punto de encenderlo cuando le toqué en el hombro. Apenas se volvió, le envié un directo a la cara que le impactó en la mejilla derecha. Tenía unos huesos fuertes.

Me lancé sobre él sin darle tiempo a recuperarse. Lo agarré por las solapas y lo estampé contra una de las columnas. Después cogí impulso y lo empotré contra la pared opuesta, alejándonos así del paso de la gente. Le había abierto el pómulo y sangraba.

—¡Hijo de puta! —gritó—. ¡Te voy a matar!

—Tal vez, pero no hoy —respondí—. Y ahora, empieza a hablar. —Subí una rodilla hasta colocarla sobre su entrepierna. El pollo debía rondar el metro setenta, no era demasiado esfuerzo—. Háblame de tus amigos de Las Vegas o te prenso las pelotas hasta dejarlas como dos chapas electorales.

—¿Mis amigos de dónde?

Empujé.

—¡Ah, joder, para! —gritó antes de ponerse a jadear—. ¡Te has metido en un buen estanque de mierda!

—No es la primera vez —dije—. Al grano. Háblame sobre la Sociedad para la Preservación de la Historia Blanca. ¿Por qué queríais liquidar a Sammy? ¿Vais a empezar una campaña de violencia racista en Nevada? ¿Tenéis amiguitos en el FBI que os brindan protección?

El tipo me miró y, por un momento, no sabía si le iba a estallar la cabeza. El muy bastardo estaba aguantando una carcajada que soltó pasados unos segundos.

—¡No te has enterado de un carajo! —dijo—. Y deja que te aclare algo. Aunque yo hablara, entenderías aún menos. Pobre idiota.

—Quizás lo sea, pero tú...

No tenía ninguna frase brillante para responder, pero tampoco me hubieran dado la oportunidad de lanzarla. Me agarraron por ambos brazos y me apartaron de mi objetivo. Eran los tipos de las gafas de sol. Mientras me retenían, cada uno me propinó varios golpes en el estómago, aunque dada la postura no lo hicieron con todas sus fuerzas. Pero dolieron. Mi amigo de las cejas pobladas los detuvo. Me había demostrado que la amabilidad no era lo suyo, así que ya suponía lo que seguía.

—Ahora te voy a dar espectáculo, italiano de los cojones —dijo mientras se limpiaba la sangre de la mejilla—. Pero lo mío no es cantar, sino llevar el ritmo. ¿Te gusta la batería? Veremos qué opinas de mi estilo.

Aún jadeante, recompuso su ropa y se dio un ligero masaje en la entrepierna. Después metió la mano en la chaqueta y sacó una porra plana de bolsillo, con las que solían ir armados los detectives de policía.

La levantó en el aire y descargo el brazo contra mi cabeza. Cerré los ojos. Pero el golpe no llegó.

Cuando los abrí, una mano ajena agarraba con fuerza el brazo en alto de mi agresor. Era el cuarto hombre, el de las gafas graduadas. Y tal y como supuse, era el jefe.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó.

—Este individuo ha atacado a Launter —dijo uno de los que me agarraban—. Hemos llegado justo a tiempo.

El jefe fijó su mirada en mi amigo de las cejas, el tal Launter, que seguía haciendo fuerza con su brazo armado. Ambos mantuvieron un pulso silencioso hasta que la disciplina se impuso.

—Es cierto, Donald, se lanzó sobre mí y me atacó. Iba a detenerlo para llevármelo. Habrá que interrogarlo y...

—Déjalo libre.

—¿Que lo deje libre?

El jefe se acercó a Launter y repitió con severidad:

—Déjalo libre, Robert. Es un invitado de la organización.

Me soltaron, pero yo seguía atento al duelo entre aquellos dos hombres, que entre otras cosas, me confirmaba que el cojo de las grandes cejas era agente en activo del FBI, lo que deba un giro bastante desconcertante a todo lo ocurrido en el Sands semanas atrás.

—Estoy hasta las narices de ti, Emery —susurró Launter.

—Ya nos parecemos en algo —le respondió su superior.

Llevaba el cabello cortado a cepillo, tenía un mentón redondeado y la línea de su boca hacía intuir una sonrisa incluso en aquellos momentos de tanta severidad.

—Usted —me dijo—, largo de aquí.

Tal vez hubiese sido interesante hablar con aquel hombre sobre todo lo ocurrido, pero desde luego no era el momento ni el lugar.

—En el acto —respondí—. Espero no volver a verlos, caballeros.

—Pues lo harás —susurró Launter—. Ya lo creo que lo harás.

Tras mi partida, el ambiente entre aquellos hombres no debió de ser demasiado cordial. Volví junto a Janet, que me explicó que su fotógrafo ya había tomado imágenes de aquel grupo al comienzo de la jornada. Como era de esperar, quiso saber de qué se trataba y, tal como ella supondría, le di largas con un par de bromas para obviar la cuestión.

Por suerte, alguien vino a mi rescate y pude ahorrarme las evasivas.

El conductor del acto anunció la comparecencia ante todos los presentes del reverendo Martin Luther King.