Ruido de sables en Washington D. C.
Y
o sabía lo que era que te despreciaran por pertenecer a una minoría étnica. No era negro, pero si tenía origen italiano. «Un sucio espagueti», como nos llamaban a los míos los otros niños de Bay Ridge, el barrio al sur de Brooklyn en el que me crié. Mis padres llegaron a los Estados Unidos a finales de 1918, recién acabada la Primera Guerra Mundial. Lo hicieron en el mismo barco, aunque aún no se conocían. Mi madre viajó con sus padres y hermanos, procedentes de la región de Véneto. Mi padre, que venía de los Abruzos, embarcó en el puerto de Génova junto a otros amigos, en busca de alguno de esos grandes futuros que prometía América. Se conocieron al año siguiente en las calles de Bay Ridge, se casaron poco después y, en 1922, nací yo.
Edoardo Benedetto, me bautizaron. Tal vez pisando uvas bajo el sol de la Toscana ese nombre resultase de lo más apropiado, pero en las calles de Brooklyn era un imán para las peleas. Las que yo iniciaba, naturalmente, a la primera burla. Entonces hacía gala del origen de mi nombre, escogido por mi padre en recuerdo de Edoardo Garzena, un boxeador de Turín peso pluma que a lo más que llegó fue a un bronce en las olimpiadas de 1920. Pero a mi padre le gustaba. Él jamás se metió en una pelea. Dedicó su destreza con las manos a otros fines: era un notable relojero.
El discurso de Martin Luther King aquel día fue algo inspirador para mucha gente, especialmente para cualquier miembro de un grupo menospreciado por razones de color, sexo o raza. Sus palabras en Washington aquella mañana de miércoles resultaron tan emocionantes que hasta el mismísimo creador del Ku Klux Klan habría derramado alguna lágrima. Claro que hablar era fácil. King dibujaba de un sueño muy bonito, el que millones de personas también tenían cada noche al cerrar los ojos. «Sueño que un día —dijo—, en las rojas colinas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos se podrán sentar juntos a la mesa de la hermandad.» Pero yo sabía cómo era la vida en las calles. Y, peor aún, también sabía un poco sobre la cochambre que se movía en las altas esferas. Así que, en mi opinión, todo aquello era mucho soñar.
Janet, sin embargo, dejó el parque del Memorial sintiéndose en una nube. Para ella y otros muchos, aquel día era como el de año nuevo, marcaba un nuevo principio desde el que intentar hacer mejor las cosas.
Bueno, no hacían mal a nadie después de todo. Soñar era gratis. Pero un exceso de entusiasmo por su parte podría traducirse en un exceso de celo por parte de las autoridades para reprimirlos.
El acto terminó pasada la hora de comer, pero no por ello íbamos a perdonar el almuerzo. La mayoría de los participantes en la marcha decidió aprovechar el enclave para disfrutar de un picnic en el que, por encima de todo, paladearon el traicionero sabor de la libertad. Janet y yo teníamos sin embargo demasiadas ganas de poder charlar a solas, y de un bocado más suculento, así que nos despedimos de nuestros amigos y me aseguré de que Sammy quedaba bien arropado. Pasaría el día con tanta gente influyente que se convertía en un blanco menor para cualquier ataque racista. Convinimos en vernos al caer la tarde en el aeropuerto para coger el jet de Sinatra de regreso a Las Vegas, llegando a tiempo para asistir al show del Rat Pack de la noche.
Janet y yo cruzamos media ciudad en taxi, en dirección noroeste, para llegar al Rive Gauche, un restaurante francés en la esquina de la avenida Wisconsin con la calle M. Inaugurado en los años cincuenta, se había convertido en uno de los locales de moda a comienzos de la siguiente década, un restaurante sofisticado para la clase política y la élite social de la capital del país. Costaba días conseguir una mesa allí, pero Janet, además de su amistad con el gerente, había tenido la precaución de reservar con vistas a mi visita. Tan incisiva como de costumbre: sabía que la cocina francesa no era mi fuerte, y por eso precisamente lo hizo.
La decoración era bastante discreta y de buen gusto, para ser francesa, aunque los menús caían en el esnobismo de plasmar los nombres de los platos en la lengua de Maurice Chevalier. Claro que por otro lado era parte del encanto de aquel lugar. Su fundador, Blaise Gherardi, había querido conservar hasta el más mínimo detalle el sello franchute, por lo que incluso se había traído consigo desde la tierra de la Torre Eiffel al chef y a buena parte del servicio. Dado el don de lenguas de mi acompañante, ella se encargó de pedir por mí.
Las alcachofas con mantequilla con las que empezamos no me volvieron loco, pero sí me gustó bastante la sopa de diversos pescados con hierbas y tomates, bouillabaisse creo que se llamaba. El pôchouse que la siguió resultó delicioso, un estofado de pescado en vino tinto del que intenté retener cada ingrediente para comentarlo con Phil Narducci. Creo que no comía tanto pescado en un día desde que mi compañía fue destinada a cubrir la retaguardia en la playa de Salerno. Pasé del flan con frutas de postre que pidió Janet —far breton— y decidí acompañar el primer Pall Mall tras el almuerzo con un Southern con hielo. Con todo, lo mejor del Rive Gauche fueron los martinis que nos sirvieron mientras esperábamos la mesa. Muy secos y sabrosos a un tiempo. Retaría a Jerry Jenkings a que descubriese el toque secreto.
Mientras comíamos hablamos poco de mí, algo más sobre los amigos comunes de Las Vegas y bastante sobre el trabajo de Janet, que era en realidad hablar sobre la situación política y social del país. Lo habitual para no abordar cuestiones personales.
Aproveché el descanso que se dio para dar un sorbo a su copa de pastis y le pregunté por él. Matthew, se llamaba; Mat. Era un médico relevante de la ciudad. Joven, apuesto, con un futuro prometedor. La clase de hombre con el que cualquier buena chica de Illinois se plantearía crear una familia. Se conocieron en una fiesta en el Metropolitan de Nueva York. Una copa de champán, un taxi compartido, una cena, flores... Cosa hecha. Bien por el doctor.
Pedimos la cuenta cuando no supimos cómo continuar. O debería decir cuando temimos cómo podría continuar la conversación. Ambos coincidimos entonces en lo brillante del discurso de Martin Luther King. Todos tenemos algún sueño, supongo.
Tomamos otro taxi para acudir a la cita que Janet me había concertado. No había querido decirme nada sobre la persona que iba a ver, salvo que se trataba de un hombre que arriesgaba mucho al hablar conmigo. Cuando le pregunté por qué lo hacía, me explicó que estaba atado de pies y manos y que su única forma de actuar era filtrar información para intentar que otras personas intentasen librar la batalla por él. Aquello seguía sonándome demasiado poético. Era sin duda el día de los idealistas en Washington D. C.
Volvimos al sur de la ciudad, no muy lejos del Lincoln Memorial. Janet dijo que aquella vuelta tampoco estaba de más. Debían extremar las precauciones por el bien de su contacto. Nos detuvimos ante el hotel Capitol Skyline, cerca de Nationals Park. Subimos hasta la sexta planta y Janet llamó tres veces, espaciando los golpes, a la puerta de la habitación 613.
Escuchamos un ruido al otro lado.
—Soy Janet Baker. Y mi acompañante.
La puerta se abrió y el hombre que apareció tras ella no nos dio la oportunidad de saludarlo. Se volvió para regresar a la estancia principal mientras nosotros lo seguíamos. Llegó hasta la ventana al fondo, junto a la cama, y entonces se giró.
De toda la gente que podría haber imaginado encontrar en aquella habitación de hotel, jamás habría pensado en aquel individuo.
—Vaya, vaya —dije, sin poder reprimir mi cinismo—. Bienvenido a Washington.
—Agente especial del FBI Donald Emery —anunció Janet, señalando al tipo corpulento de las Ray-Ban Clubmaster graduadas que me había salvado el pellejo aquella mañana—, le presento a Eddie Bennett, de Las Vegas.
Los dos nos aproximamos con prudente recelo y estrechamos nuestras manos.
—Señor Bennett.
—Encantado, agente especial Emery —dije—, y gracias por interceder esta mañana. Usted me libró de...
—Dejemos eso —respondió—, aún estoy a la espera de las posibles represalias. Está usted metido en un buen lío, ¿lo sabía?
Miré a Janet y ella se volvió hacia Emery.
—Está acostumbrado —dijo ella—, es su especialidad. —Y añadió a continuación—: ¿Qué os parece si nos sentamos?
—Perfecto —dije, cogiendo una silla pegada a la pared.
—Creo que tomaré una copa —intervino Emery abriendo el pequeño mueble bar.
—Secundo la propuesta —dije—. Bourbon, por favor. Solo.
Emery sirvió las copas y tomó asiento en otra silla. Janet lo hizo a los pies de la cama.
Aquel pollo no tenía pinta de agente del FBI, no al menos de la clase de agente de campo que yo había conocido. Demasiado prudente, demasiado reflexivo, nada arrogante. Estaba claro que se encontraba inquieto, tenso por la situación, pero sabía controlar sus impulsos para que éstos no le hiciesen cometer ningún error. Todo un profesional.
—Eddie, el agente especial Emery está a cargo del departamento del FBI que investiga las agresiones de carácter racista —anunció Janet—. Él puede hablarte del magnate Warren Steiger.
—¿Ajá? —respondí, desviando mi atención de Janet a Emery.
—Puedo hacer algo más que eso, señor Bennett. Podría salvarle a usted la vida.
—Eso nunca viene mal —respondí—. Comience cuando quiera.
Emery sacó una bolsa de cuero de su chaqueta y una pipa y la preparó para fumar.
—Supongo que no es una sorpresa para ustedes saber que este país está al borde de una guerra civil.
—Oh, desde luego —respondí—. No se habla de otra cosa en las barberías.
—¡Eddie! —me reprimió Janet.
—Arriesgo mucho al venir aquí, señor Bennett, así que le pido que se ahorre los sarcasmos. Y si se pregunta por qué estoy aquí, sencillamente lo hago porque no me quedan muchas opciones. Los estamentos oficiales de este país están tan podridos como una manzana pasada. Nadie confía en nadie, salvo que compartan puntos de vista. —Emery me observó en silencio y debió de advertir que no terminaba de captar su intención—. Existe un gobierno paralelo en las sombras, señor Bennett, un gobierno que controla cada una de las agencias de inteligencia y seguridad, con influencia en los poderes ejecutivo, legislativo y judicial.
—Agente Emery —dije—, eso suena bastante... preocupante. Tanto como la posibilidad de que Dios mande otro diluvio, de que nos ataquen arañas mutantes del espacio exterior o de que cierren la destilería de Southern Comfort en Nueva Orleans. Pero, con franqueza, no creo que ninguna de esas cosas ocurra próximamente. Y, de ocurrir, serían sucesos tan desastrosos que nos resultaría imposible reaccionar.
El silencio de Emery, valorando si quedarse o marcharse en aquella habitación de hotel, me hizo darme cuenta de que para él sí se trataba de un asunto de máxima importancia.
—Permítame explicarme, señor Bennett. Poco a poco. Y tenga por seguro que le interesará.
—¿Por qué no empieza por decirme quién era el chimpancé que esta mañana intentó...?
—Señor Bennett —me interrumpió—, deme unos minutos para ponerle en antecedentes. ¿Creé que será capaz de mantener cerrado ese gran buzón de correos que tiene por boca?
Aquella somera pérdida de la compostura me sorprendió gratamente y, por la discreta sonrisa de Janet, a ella le divirtió aún más. Me disculpé con un gesto y lo dejé hablar.
Donald Emery, de 54 años, nos contó que hacía casi veintidós que había entrado a formar parte de la Oficina Federal de Investigación. Cuando John Kennedy nombró a su hermano Robert fiscal general, una de las primeras medidas de éste, consciente de la animadversión que JFK y él despertaban en muchas de las agencias de seguridad estatales, fue emplear su autoridad para imponer a personal de su confianza en cada una de ellas, incluyendo el FBI, bajo el poder inescrutable de J. Edgar Hoover. Uno de los asuntos de mayor interés de los Kennedy era la cuestión racial, por lo que Bobby presionó a Hoover para crear un departamento especial de lucha antirracista, y logró que Donald Emery estuviese al frente.
Bastaba oír hablar a Emery para darse cuenta de que no era un neurótico de los que veía amenazas comunistas por todas partes, y eso hacía que sus palabras resultasen más preocupantes. El agente nos contó en este sentido que el gran despliegue del FBI que habíamos visto aquel día con motivo de la marcha sobre Washington no era para contener posibles tumultos, sino para fichar rostros de los integrantes del movimiento de lucha racial. Hacía tiempo que J. Edgar Hoover había catalogado a Luther King como comunista peligroso. También tenía dossieres marcados con el mismo sello rojo sobre Marilyn Monroe, Frank Sinatra e incluso el propio Bobby Kennedy. Al fin y al cabo, King quería cambiar el modo de vida americano y hablaba de igualdad, de compartir y de todas esas cosas que gustaban tan poco a algunos contribuyentes. Tal vez por eso, aquel día, cuando se dieron cita en Washington más afroamericanos que en ninguna otra fecha o lugar, Hoover movilizó a sus principales unidades y decidió ignorar, precisamente, a la oficina que se ocupaba de asuntos raciales. Otro movimiento en el tenso juego en el que se medían el viejo funcionario y los hermanos Kennedy.
Emery pasó entonces a hablarme de mi amigo de las cejas como viseras de gorra de béisbol. Era el agente especial del FBI William Launter y respondía directamente a las órdenes de J. Edgar Hoover. Aunque oficialmente tenía un destino administrativo, en realidad era uno de los diversos enlaces que Hoover tenía por todo el país. «Sus palomas», los llamaba. Eran agentes sureños simpatizantes con las ideas racistas que servían al director del FBI para una doble función aparentemente contrapuesta. Por un lado, apoyaban a los grupos racistas en sus acciones de oposición a las políticas de integración racial de los Kennedy, a veces incluso tapando casos de incendios, linchamientos o asaltos a caravanas de Viajeros de la Libertad. Por otro lado, de esta forma, al tener hombres colaborando con esos grupos, Hoover se aseguraba de que esas asociaciones no llevasen a cabo acciones demasiado drásticas como para alterar en exceso la conciencia del americano medio en la de sala de estar de su casa.
Aproveché que Emery se levantó para servirse otra copa y le pedí a Janet un cigarrillo. Había acabado con mi reserva de Pall Mall. Un Lucky Strike no me mataría.
Cuando el agente del FBI volvió a su sitio removió las ascuas de la cazoleta de la pipa y la prendió de nuevo antes de proseguir con su exposición.
—¿Está diciéndome entonces —pregunté— que el FBI tiene constancia de los crímenes que el Ku Klux Klan y otros grupos racistas están cometiendo en pueblos y ciudades de muchos estados, y se quedan cruzados de brazos?
—Técnicamente no, señor Bennett —respondió el agente—. Todo el mundo sabe que Hoover es un racista, por encima de todo porque considera que conceder libertades a los negros supone dar un paso hacia su temido comunismo. Pero también es un profesional exhaustivo. Un problema de conciencia. ¿Cómo lo soluciona? Siempre se escuda en el hecho de que estos crímenes competen a la autoridad local y no a la federal. Es igual que cuando los grupos de derechos civiles han pedido nuestra protección: el viejo siempre ha manifestado que el FBI no es como la policía, que somos un grupo de investigación, no de protección.
—Palabrería —resumí.
—Bienvenido al mundo de la política —respondió Emery, y se tomó un instante para darle un par de pitadas a la pipa—. En cuanto a ese Warren Steiger por el que usted se interesaba, es lo que aquí en Washington llaman un jugador de pasillos.
Me volví hacia Janet en busca de una aclaración.
—Es como cuando juegas a la ruleta y apuestas a todos los números —aclaró—: sabes que no puedes perder. En el caso de la política, son aquellos que aportan financiación a las campañas del candidato demócrata y del republicano, más a uno que a otro, pero ambos quedan contentos. Después de todo sus verdaderos ideales son los que marca la banca. De este modo se aseguran un trato de favor de uno u otro lado del senado, llegue quien llegue al poder.
Agradecí la explicación con una inclinación de cabeza y una sonrisa.
—Steiger es uno de los principales proveedores de crudo de este país —prosiguió el agente Emery—. Puede que en Texas haya más petróleo, pero también hay más empresas. En todo el Medio Oeste es difícil encontrar a nadie más poderoso que Steiger. Ni más discreto. Hace lo posible para que su nombre no aparezca en los periódicos, y mucho menos relacionado con ningún escándalo.
—Si hace falta, incluso —aclaró Janet—, compra el periódico.
—Así es. Así que no es de extrañar que lo hayamos incluido en la Lista de Bruto.
Me giré hacia el agente especial Emery al tiempo que apagaba mi cigarrillo.
—¿Qué es la Lista de Bruto?
—Verá, Bennett, ese grupo dentro del FBI de hombres afines a las ideas más progresistas de Robert Kennedy, empezamos a estar preocupados por la proliferación de rumores. —Dio un largo trago a su copa y suspiró al paladear—. ¿Quiere que le cuente cuantas posibles conspiraciones para matar a los dos Kennedy, a Martin Luther King o a Malcolm X barajamos de media cualquier semana? Pero eso no nos roba el sueño. Lo que nos inquieta es la cantidad de peces gordos a los que estos personajes llevan fastidiando en tan sólo un par de años.
—¿Tan grave es? —pregunté.
—¿Nunca lees la prensa entre líneas, Eddie? —intervino Janet.
—Podríamos empezar por Allen Dulles —dijo Emery—, el sacrosanto jefe de la CIA desde 1953, al que Kennedy cesó nada más llegar al poder, o la resolución presidencial tras lo de Bahía de Cochinos mediante la que obligaba a rendir cuentas a la Agencia por todas sus operaciones encubiertas. Por no hablar de la forma en que Robert Kennedy puso firme a J. Edgar Hoover, algo que ni siquiera los anteriores presidentes se habían atrevido a hacer. Respecto a los militares, no es ningún secreto que creen que los Kennedy los están convirtiendo en un hazmerreír al no haberles permitido actuar en Cuba y obligarles ahora a retirarse de Vietnam. Cuando JFK llegó a la Casa Blanca había novecientos consejeros de la CIA en el Sudeste Asiático. Actualmente, tenemos allí dieciséis mil hombres, siguiendo el Acta de Asistencia Extranjera que el presidente firmó hace un año. Este verano, sin embargo, ha llevado a cabo los primeros movimientos para retirar de allí todas las tropas antes de la Navidad de 1965. ¿Sabe lo que podría suponer que diesen fruto los esfuerzos de Kennedy por acabar con la Guerra Fría en su segundo mandato? ¿A qué iba a destinar la CIA los millones de dólares que recibe ahora? Después de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría ha sido el gran negocio del siglo para este país, incluida la Mafia. No puede imaginarse cuántos encargos de la CIA han ejecutado gente como Marcello, Trafficante o Giancana. Hay hombres que han trabajado tanto para la CIA como para la Mafia que es difícil saber en qué saco meterlos. ¿Recuerda cuando cayeron los sindicatos con conexiones comunistas en Marsella, aquellos que traficaban con droga? Fue una operación de gran envergadura dirigida por la CIA y ejecutada por la Mafia. Si la tensión internacional desapareciese, esa clase de relaciones resultarían del todo... inapropiadas.
—Los civiles no andan mucho más contentos —intervino Janet—. Con todas estas movilizaciones civiles encabezadas por Luther King e importantes artistas blancos, muchos echan cálculos de las posibles subidas de sueldo o costes en derechos sociales que esto podría suponerles. Y por encima de todo están los magnates de la industria y el petróleo, claro. Si se acaba la Guerra Fría, si ya no es necesario tener tropas y bases por todo el mundo, ¿quién va a darles los contratos millonarios que han estado recibiendo de los candidatos presidenciales que han apoyado previamente con sus generosas donaciones?
Alcé las cejas. Janet estaba más metida en política de lo que había imaginado.
—Entiendo —asentí—, con Warren Steiger entre ellos.
—Así es —cabeceó Emery—. Y a todos esos personajes potencialmente hostiles con los Kennedy los incluimos en la Lista de Bruto.
—¿Shakespeare? —pregunté, en referencia a Julio César.
Emery se encogió de hombros.
—Veamos, dejad que lo adivine —comenté tras tomar un sorbo de mi bourbon—. En el 59 estaban frotándose las manos al pensar que volvían esos tiempos de prosperidad de la Segunda Guerra Mundial. Una guerra en Asia supondría armamento y gasolina para las tropas, inversiones posteriores para la reconstrucción y un nuevo mercado para explotar. ¡Una nueva Alemania!
—Usted lo ha dicho, señor Bennett —asintió Emery.
—Y por tanto... —dije, a la espera de que alguien concluyese mi frase con alguna revelación lapidaria.
—Por tanto, ¿qué? —dijo Janet.
—Por tanto, nada —concluyó Donald Emery—. Por tanto, sólo quería explicarle que la situación actual es muy delicada, que existe una tensión política y social muy marcada, y que incluso no descartamos que en cualquier momento pueda ocurrir lo impensable en este país.
—¿Un magnicidio? —pregunté.
—Peor aún —respondió el agente federal—. Algunos de mis contactos hablan de ruido de sables, de un posible golpe de Estado. De ahí lo que le decía al principio. El presidente da órdenes que se malinterpretan intencionadamente, se puentea o directamente se ignora su autoridad. Piense en un ejército. El comandante en jefe puede dar las órdenes, pero sus generales pueden conspirar para llevar a cabo sus propias maniobras. Y lo mismo ocurre en el caso de Robert como fiscal general. —Metió la mano en su chaqueta y sacó una hoja de papel—. Incluso hemos vuelto a las listas negras.
Me entregó el documento, que contenía medio centenar de nombres.
—La obtuvo la semana pasada un agente infiltrado en la Sociedad para la Preservación de la Historia Blanca —dijo Emery, mientras yo repasaba el documento—. Cuando Janet me comunicó su interés, solicité toda la información disponible y me topé con ella. Efectivamente, Warren Steiger es el benefactor de ese grupo, que se dedica eminentemente a ejercer presión política. Pero, desde hace algunos años, cuando en otros estados los afroamericanos empezaron a llevar a cabo acciones para reivindicar los derechos que la Constitución les reconoce, la WHPA comenzó a actuar para evitar que en los estados de Nevada, Utah, California o Arizona surgiesen valientes con similares intenciones.
Creo que Emery dijo algo más, pero no lo recuerdo. Mi mente se había bloqueado releyendo uno de los nombres de aquella maldita lista: Luther Thomas.
—¿Y qué piensan hacer al respecto? —pregunté, agitando el papel en el aire.
—¿Al respecto de qué? —dijo Emery—. ¿De una simple lista de nombres obtenida por unos agentes infiltrados extraoficialmente en un grupo respaldado en secreto por el FBI, un grupo que está patrocinado por uno de los empresarios más importantes del país que financia con sus fondos a los dos partidos que nos gobiernan alternativamente, un grupo que no ha hecho nada ilegal que pueda probarse? No sé, señor Bennett, ¿qué se le ocurre a usted que podemos hacer?
No suelo cabrearme a menudo. Tal vez por eso, cuando lo hago, paso de cero a cien tan rápido como un Porsche 550 Spyder.
Me puse en pie con ímpetu y le devolví el documento a Emery.
—No tengo la más remota idea de lo que ustedes podrán o querrán hacer, agente especial Emery —exclamé—, pero si por mí fuera, esa gente...
—¿Cree que no hemos intentado todo lo que estaba en nuestra mano? —estalló Emery, poniéndose también en pie—. ¡Robert Kennedy está al tanto de todo esto, pero atado de pies y manos! ¿Qué más se puede hacer cuando se llega a lo más alto? —Ambos nos serenamos—. En doscientos años de democracia, nadie ha destituido a tantos fascistas como esos dos católicos irlandeses. Y, precisamente por eso, si se pasan de la raya un poco más, alguien les meterá una bala en la cabeza. Tienen que andar con pies de plomo. Y eso nos limita también a nosotros.
—¡No me hable de conspiraciones! —grité.
—Eddie, por favor —intercedió Janet.
—Ese William Launter es un criminal —añadí—. De una u otra forma participa, y a saber cuántos más como él, en agresiones a gente inocente.
—Así es —asintió Emery—, y lo hacen porque tienen el beneplácito de sus superiores.
—¿Por qué me cuenta todo esto entonces? —le pregunté.
El agente del FBI pensó un momento y suspiró. Parecía bastante abatido.
—Como le he dicho, no puedo hacer mucho más —reconoció—. Pero de una forma u otra, el pueblo americano debe saber qué es lo que ocurre. Janet me dijo que usted buscaba respuestas, y por el momento eso es lo único que puedo hacer con todo lo que sé: contarlo. Sin pruebas que se mantengan ante un tribunal, no podemos ni acercarnos a gente tan influyente.
Aunque más tranquilo, la sangre seguía quemándome por dentro.
—No se preocupe, agente especial —dije—, tendrá pruebas.
—¡Eddie, no seas estúpido! —exclamó Janet con rabia.
—Agradezco su solidaridad —dijo Emery—, pero si se cruza en el camino de William Launter puede salir muy mal parado. Y si hablamos de Warren Steiger... Señor Bennett, podría acabar muerto en cualquier callejón.
—Bueno —respondí, apurando mi bourbon—, supongo que eso le proporcionaría una prueba.