Tres paletos y una rubia
E
l espectáculo fue un éxito. Los espectáculos de Sammy Davis Jr. siempre lo eran. La orquesta del Sands era una de las mejores de las Vegas, y sus músicos personales tenían tal complicidad con la estrella que, ya estuviese cantando, bailando, haciendo sus divertidas imitaciones o improvisando con algún instrumento, ellos sabían cuándo y cómo arroparlo.
Tras la presentación de rigor arrancó con Once in a lifetime y siguió con su mayor éxito hasta el momento, What kind of fool I am. También hizo algo asombroso repasando las canciones de la película que había triunfado en los cines un par de años atrás, West Side Story. No era de extrañar que Sammy gustase a los adultos seguidores de Sinatra tanto como a los adolescentes locos por el folk e identificados con la lucha por los derechos de la gente de color.
Y mientras Sammy actuaba y el público lo disfrutaba, yo observaba al público. Antes del arranque estuve hablando con Leonard Peabody, discretamente ubicado en un rincón desde el que podía ver a Rock Hudson y a Tab Hunter, que a pesar de sus treinta y dos años conservaba ese aspecto de inocente niño de mamá que le había hecho popular en Hollywood. Leonard me dijo que todo estaba bien, sin asomo de prensa amarilla, controlada la que había acudido a cubrir el espectáculo. Cascanueces conocía a aquellos fotógrafos, así que no habría problema. No obstante, le indiqué que me acompañara para presentarnos a la pareja de donjuanes de celuloide.
Aunque a priori Hudson nos miró con desconfianza, logré convencerlo de que todo estaba bien. Les dije, señalando a Leonard, que al Sands le gustaba agasajar a sus clientes excepcionales con un servicio especial de seguridad. Hunter se mostró más temeroso, pero Hudson agradeció el detalle. Lógico por otra parte, tenía más que perder. Incluso bromeó sobre las ventajas de esa ayuda si la noche se daba bien con las chicas. Yo sonreí con cortesía, Cascanueces me miró un tanto desconcertado, consciente de los gustos respectivos de los dos hombres. La diplomacia no era lo suyo.
Resuelto ese asunto, me centré en controlar los movimientos en la sala. Con el tiempo había aprendido que en casos como aquél había que buscar la anomalía, el ingrediente que estropeaba el cóctel. Y creí dar con él en una mesa en el extremo oeste de la sala. Había tres tipos sentados a ella, de mediana edad. Miraban más alrededor, o incluso a ellos mismos, que al escenario. Charlaban demasiado mientras Sammy cantaba. Aunque todo eso hubiera dado igual si hubiesen tenido mejor gusto a la hora de vestir. Llevaban trajes claros, demasiado claros. Y demasiado vulgares, a la medida de aquellas cabezas con el pelo cortado a cepillo. Aquellos tres eran tan de pueblo como un picnic dominical junto a la iglesia.
Sammy presentó al matrimonio Tony Curtis y Janet Leigh, presentes entre el público, antes de empezar a cantar Night and day, con aquellos bongos que solía emplear como único acompañamiento. Apenas llevaba unos pocos compases del tema cuando un cuarto sujeto se acercó a aquella mesa que yo no dejaba de observar. Llevaba del brazo a una chica rubia a la que invitó a tomar asiento con los otros tres hombres mientras él permanecía en pie. Intercambió unas palabras con uno de ellos, se despidió de la chica besándole la mano y se alejó. Ella se quedó feliz con los tres amigos, que relajaron su gesto y se entregaron a cuchichear con la rubia, de pelo corto e imponentes medidas. Teniendo la mesa bajo control, decidí seguir al Celestino.
Salí del Salón Copa tras él. Iba vestido de manera muy distinta a sus amigos. Traje azul, sombrero de fieltro en la mano. Tenía algo de sobrepeso y una leve cojera en la pierna derecha, aunque eran unas cejas gruesas, muy pobladas, su rasgo más característico. Miraba demasiado a su alrededor, como si temiese algo, o bien estuviese acostumbrado a estar alerta. Entró en el bar y tomó asiento en la barra. Dejó el sombrero sobre el taburete contiguo, encendió un cigarrillo y pidió una copa.
Decididamente, aquel individuo no tenía tanto aspecto de paleto como los tres de la mesa, pero tampoco era candidato al club de fans de Sammy Davis Jr. Desde la puerta le lancé una señal a Jerry Jenkings, tras la barra, para que agudizase el oído con aquel cliente. Volví al Salón Copa.
El espectáculo transcurría sin novedad, con Rock y Tub sumidos en las discretas sombras de su reservado y la seductora rubia fingiendo interés por el espectáculo de Sammy mientras sus tres compañeros de mesa suspiraban por sus seductores recovecos, asideros y prometedoras planicies.
Un Sammy jadeante, sin chaqueta, con la pajarita deshecha y la camisa empapada en sudor, puso fin al espectáculo con una arrolladora interpretación de The birth of the blues, otra de sus tonadas imprescindibles. El público se puso en pie, aplaudió y lanzó vivas durante un largo rato, obligando al cantante a salir a saludar una y otra vez. Poco a poco la euforia se fue sosegando y se recicló en charloteo mientras los asistentes iban abandonando la sala.
Me coloqué en un extremo de la misma, sobre un peldaño de la escalinata que daba acceso a los reservados. Desde allí, ahora ya con las luces encendidas, tenía una perspectiva bastante aceptable de todo el lugar. Observé que los tres tipos con mal gusto para los trajes salían con la rubia bromeando entre ellos. Falsa alarma. Bien.
Me despedí de Cascanueces y le rogué que fuese discreto al seguir a Rock Hudson y su amigo. Irían a cenar y no tardarían en recluirse en el hotel. No le llevaría mucho más de una hora, y por la mañana ya le tomaría yo el relevo. Me preguntó si no necesitaba ayuda en cualquier otra cosa. Sí que me caía bien, el bueno de Leonard Peabody. Le agradecí el gesto y le dije que se marchara.
Tras el concierto, como de costumbre, el director del Sands, Jack Entratter, había organizado una fiesta privada para celebrar la nueva temporada de Sammy en el hotel. Fue en uno de los salones principales, de dos alturas, con las paredes llenas de grandes espejos y toda la decoración diseñada en tonos blancos y dorados, ofreciendo a la estancia, bañada por la luz de las grandes arañas que pendían del techo, un buscado efecto ensoñador.
Cuando el artista irrumpió en el suntuoso salón, tan fresco él como su nuevo traje, yo ya andaba por allí, Southern Comfort en mano, comprobando que existía tanto peligro en aquella habitación como en la despedida de soltera de Olivia de Havilland.
Dejé que Sammy saludase a sus invitados, todas aquellas estrellas de Hollywood, ya le daría más tarde mi enhorabuena.
Llegó entonces hasta mí un cacareo desde la planta inferior. Las puertas se habían abierto y una decena de risueñas chicas accedían a la fiesta dispuestas a pasar una gran noche, sacar algún dinero y, con suerte, hacer ese ansiado contacto que catapultase sus carreras.
Entraron todas en tropel, pero a una la detuvieron justo bajo el dintel de entrada. Era la rubia de contundente apariencia. Y eran los tres palurdos los que habían tirado de su brazo. No ocurrió nada. Sólo le dijeron algo al oído y la soltaron a continuación. No me gustó nada de aquello. Ni la violencia del gesto, ni la expresión en el rostro de ellos, ni menos aún en el de ella.
A solas ya, una vez que los tres se marcharon, la joven se dio unos segundos para recuperar la compostura. Después se apresuró a subir la escalinata para unirse al resto de las chicas y dar comienzo a la fiesta.
No sé dónde llevaba escondida aquella sonrisa que se plantó sobre la barbilla, pero con ella por delante llamó la atención de cuantos invitados se fue encontrando a su paso. Un reclamo perfecto para el espectáculo que la seguía cuello abajo.
La curiosidad de lo ocurrido me llevó a intentar hablar con ella, pero fue a mí entonces a quien agarraron de un brazo. Era una mano grande y el envite fue aún más firme.
—¡Eh, amigo! —enunció una voz ruda y profunda, con una inconfundible turbidez alcohólica—. ¿Es usted Eddie Banet?
Mantuve la mirada durante un par de segundos a Robert Mitchum antes de responderle.
—Bennett —dije—, Eddie Bennett.
—¿Está seguro, amigo? —preguntó el actor.
—Creo que bastante.
—En ese caso me pongo en sus manos —respondió, apurando el trago de whisky que sostenía.
—¿Cómo dice, señor Mitchum?
—¡Llámame Bob, maldita sea! —bramó, dándome una palmada en la espalda—. Hacía años que no venía a Las Vegas y, cuando se lo comenté a Duke Wayne, me dijo que eras el hombre clave en la ciudad.
Me alegró saber que John Wayne me recordaba con tanto afecto como para hablar de mí a sus amigos.
—¿Y cómo me ha reconocido? —pregunté, al ver que nadie lo acompañaba.
—Duke me explicó que parecías un compañero de promoción de esa generación del Actor's Studio, ya sabes: Brando, Newman y los demás; con buena planta, joven, refinado, pero al contrario que ellos, me dijo que tú no parecías un invertido. —El actor soltó una risotada, divertido con su propio comentario—. ¡Vamos, brindaremos por eso!
Mitchum me empujó hacia la barra de bar y pidió sendos whiskies. A juzgar por su aspecto, juraría que me llevaba bastante delantera.
Era grande. Yo medía metro ochenta y tres, él debía de sacarme varios centímetros y, como ocurría con Duke Wayne cuando estabas ante él, daba la sensación de encontrarte ante un muro difícil de tumbar.
Mientras charlaba con Mitchum, más bien mientras escuchaba sus historias sobre su visita al Festival de Cine de Cannes, en el sur de Francia, y las bellas mujeres que conoció allí, no dejé de seguir los movimientos de la rubia. Hasta que me cansé. Su comportamiento no difería del resto de las bailarinas y aspirantes a actrices con las que el hotel había animado la fiesta. Hablaba con unos y otros, sonreía a todos y revoloteaba alrededor de Sammy y sus íntimos.
Así que me di un merecido descanso y disfruté de la bebida junto a mi nuevo amigo.
Perdí la noción del tiempo y una voz a mi espalda me rescató de las hazañas de bar y dormitorio que me estaba narrando Bob Mitchum.
—¡Eh, Siete Vidas! ¿Qué te ha parecido?
Era Sammy.
—¡Sam! —exclamó Mitchum, aún más borracho ahora, tanto que casi se cayó del taburete al intentar abrazar al cantante—. Ha sido un gran espectáculo, te lo aseguro.
—¡Bob! ¡Gracias por venir! Veo que has conseguido un buen compañero para la velada. —Sammy me puso la mano en el hombro—. Es un gran tipo, mi amigo Eddie.
—Ahora también es amigo mío, ¿verdad? —farfulló Mitchum alzando su vaso vacío.
—Claro, Bob —respondí—. Y coincido con él, Sammy, estuviste genial, como siempre.
—Gracias, Eddie —dijo con una sonrisa sincera.
—Disfruta ahora, muchacho —le aconsejé—. Te lo mereces.
—¡Sí, eso es lo que pretendo! ¿Has visto aquel monumento? —Seguí su indicación hasta llegar a mi rubia, que hablaba ahora con el matrimonio Curtis-Leight, los tres desternillados ante las sutiles payasadas de un radiante Jack Lemmon—. Se llama Lucy, o eso dice ella. Pero qué importa el nombre teniendo ese cuerpo, ¿no te parece?
—No está mal —respondí, aún pensando.
—¿No está mal? ¡Ja, ja! Creo que te hacen falta un par de copas más para relajarte, Eddie. ¿Sabes? Mirándola desde aquí, veo que tiene un parecido interesante a... Mmm...
—¿A quién Sammy? —pregunté.
—Pues no sé, por un lado me recuerda a Kim Novak y, por otro, a mi May.
—Pues sí que es un logro: tus dos grandes amores en una chica de una noche.
—¡Eh, Eddie, no me estropees la diversión!
—Oh, disculpa, Sammy. Olvidé que no se le habla del pecado al pecador.
—¡Bob, nuestro amigo Eddie necesita unos tragos, está demasiado formal! ¿Te ocupas?
—¡Claro, Sam!
Mitchum me agarró del cuello de la chaqueta para atraerme de nuevo a la barra mientras Sammy me lanzaba un gesto de despedida y recuperaba su expresión juguetona. Supongo que mi comentario no fue muy afortunado. Allá cada cual con su administración casera. Después de todo, por eso yo nunca había estado casado. ¿Quién quiere un traje de por vida con la gran variedad que se renueva cada año en los almacenes?
Así que seguí allí sentado, bebiendo con Robert Mitchum, escuchando ahora sus recuerdos sobre una película junto a Gregory Peck en la que había encarnado a un asesino psicópata. Andaba preocupado por haber disfrutado con aquel papel. Yo, por mi parte, no dejaba de darle vueltas a la tensa despedida entre aquellos sujetos de trajes baratos y la rubia explosiva, esa que tanto se parecía al tipo de mujer que volvía loco a Sammy.
Aquel pensamiento fue el que hizo saltar las alarmas en mi mente. Me excusé ante Mitchum, aunque creo que ni se enteró de mi partida. Salté del taburete y busqué a Sammy en la sala.
También trataba de localizar a la rubia. Había muchas, pero ninguna tan llamativa. No estaba ninguno de los dos.
Se habían marchado, me dijo una de las chicas, se habían retirado a la suite de Sammy. Pregunté por la rubia, pero no la conocían. No era ninguna de las habituales en las fiestas del hotel. Sentí entonces ese estremecimiento a modo de advertencia con el que los años y la experiencia acaban dotando a tu cuerpo.
Dejé atrás el salón y avivé el paso hacia los ascensores. Comprobé con el codo que la 45 seguía en su pistolera, en el costado izquierdo. Cuando llegué a la octava planta estudié el pasillo a ambos lados antes de salir. No había nadie.
Avancé despacio, tratando de agudizar el oído. Me detuve ante la puerta de la 812, tal y como Sammy me había indicado, y presté atención.
Sólo acertaba a oír algunos murmullos. Eran al menos dos voces masculinas diferentes. Ninguna era la de Sammy. Hablaba uno y otro, alternativamente. No sabía si optar por una entrada diplomática, llamando a la puerta, o bien irrumpir pistola en mano por si existía algún peligro. Un grito de Sammy me sacó de dudas: «¡Miserables! ¡Largaos al infierno!»
Desenfundé la Colt M1911, la cargué tirando de la corredera y cogí aire.
Jugaba con el elemento sorpresa, algo fundamental dado que me aventajaban en número.
El puntapié con el que abrí la puerta hizo que todos se volvieran hacia mí. Sammy estaba al fondo, junto a una ventana abierta, con la cortina agitándose por la fuerza del viento en aquella octava planta. Entre él y yo estaban los tres paletos, sólo uno de ellos empuñaba un arma. En un extremo de la habitación, acurrucada, temblorosa junto a una mesita con una lámpara y un teléfono sobre ella, estaba la chica.
Sammy tenía la camisa rota y sangre en la nariz y la comisura de los labios, pero no parecían ser más que rasguños de un forcejeo.
Nadie se movió.
—Creo que os habéis equivocado de planta —dije finalmente—. La fiesta es en la primera.
—Lárgate de aquí —dijo el que sostenía la pistola, en el centro del grupo.
—¡Sí, lárgate de aquí! —apostilló el que tenía a su derecha, que era alto y delgaducho, con aspecto de lombriz.
—Eso no va a poder ser —respondí—. Todo el mundo quiere ver a Sammy, el rey de la noche, y he venido a devolverlo a la fiesta.
—No te preocupes —respondió el tercero, el más viejo, con un rostro tan estriado y desagradable como una camisa arrugada—. Nosotros también queríamos enviarlo de vuelta a la primera planta, ¿verdad que sí, negrito?
Sammy, que conservaba bastante entereza, miró hacia la ventana abierta a su espalda. El silbido del aire adquirió un dramatismo inusual en aquella escena.
—¿Qué hacemos, Billy? —preguntó el Lombriz.
—Lo que hemos venido a hacer, ¿verdad, Billy? —respondió Camisa Arrugada.
Pero el tal Billy, que empuñaba el arma, no respondió. Los tres se volvieron muy despacio para quedar de frente a mí. Y entonces intercambiaron miradas. Mala señal. Ahora era cuestión de actuar antes que el contrario.
—¡Sam!
Lancé aquel grito con la esperanza de que mi amigo se arrojase al suelo, tal y como hizo. Al mismo tiempo deslicé la pierna izquierda a un lado mientras avanzaba los brazos, para quedar así en posición de disparo.
Disparé.
El tal Billy fue muy lento, lo que me indicó que no era hombre habituado a trabajar con armas. Recibió dos impactos en el pecho y cayó de espaldas, con los brazos abiertos, haciendo añicos una mesa de café que había delante el sofá.
El Lombriz se tiró al suelo, tras uno de los sillones. Su movimiento me despistó lo suficiente como para que Camisa Arrugada desenfundase un revólver y me obligase a refugiarme rodilla en tierra. Disparó dos veces antes de ocultarse también tras otro sillón.
—¡Mata al negro! —gritó el Lombriz—. ¡Mátalo!
No sabía si el larguirucho también iba armado. En aquel momento, me encontraba en clara desventaja. Pero un grito de Sammy hizo que la adrenalina se antepusiera al sentido común.
—¡Eddie! —exclamó. Y no tuve más remedio que responder.
Me lancé al suelo y rodé hacia un lado al tiempo que disparaba contra un gran espejo que pendía sobre el Lombriz, en el extremo opuesto de la sala. Lo escuché lamentarse de la lluvia de cristales. Al incorporarme, me topé con la espalda de Camisa Arrugada, vuelto hacia los gritos de su amigo. Le hundí el cañón en los riñones, tan fuerte como pude.
—Si no veo tus manos en alto ahora mismo, te abro un segundo agujero en la espalda.
Obedeció.
—Sam, coge la pistola —dije.
Así lo hizo.
—En pie —ordené—. Sam, encañona a su amigo.
—Desde luego, Eddie —respondió el cantante, aún asustado, volviéndose hacia el Lombriz.
Pero Camisa Arrugada me cazó por sorpresa. Desvié la mirada para ver si su compañero aparecía tras el sillón y no me percaté del giro de éste, que agarró mi mano armada con las suyas, la levantó, y aprovechó el paso franco para propinarme un cabezazo en la nariz.
Apenas podía ver tras el golpe, pero sí que advertí cómo Sammy se volvía para ayudarme mientras el Lombriz aprovechaba para huir de la habitación.
Viéndome paralizado, Camisa Arrugada se lanzó contra Sammy como un tren de mercancías. Le arrebató el revólver con facilidad y agarró el escaso metro sesenta de cantante negro como si fuera un simple almohadón. Con él en brazos se dirigió hacia la ventana abierta.
Agité la cabeza para espabilarme y me incorporé. También yo aproveché todo mi peso para lanzarme contra Camisa Arrugada con tanta fuerza como me fue posible reunir.
El impacto nos hizo caer a los tres y golpearnos contra la pared, y Sammy se llevó la peor parte. Consciente de la mayor fuerza de mi adversario, no quise darle tiempo a reaccionar. Le lancé sendos puñetazos a ambos lados del estómago y dos más a la barbilla. Se quejó, pero estaba lejos de quedar noqueado. Por el contrario, desvió con la mano mi tercer golpe y me propinó uno durísimo directo a las tripas que me dobló por la mitad. Desde aquella posición vi cómo alzaba su brazo, supuse que para asestarme un puñetazo demoledor en la espalda. Al ver que tenía sus piernas a mi alcance, decidí bajar la línea de ataque y le lancé un puntapié a la espinilla que le hizo saltar de dolor. Aunque no el suficiente.
El primer rodillazo me dio en el pecho, el segundo en la cara. Quedé entonces apoyado en el suelo con las manos y las rodillas, resoplando, agradeciendo cada brizna de aire que me llegaba de la ventana, justo sobre mí. Sammy, dolorido en un rincón, me observaba asustado. Camisa Arrugada, aún cojeando, avanzó hasta casi pisarme los dedos.
—Creo que deberías bajar tu primero —dijo con una voz ronca desagradable—, para que cuides de la fiesta hasta que llegue el negrito. ¿Te parece?
Alzó ambos brazos uniendo las manos. Tras haber probado su fuerza, sabía que un golpe así en mi espalda me destrozaría. Me concentré y calculé.
Se lanzó con decisión hacia mí, inclinando su cuerpo hacia adelante. Tan rápido como pude, me aferré a sus piernas y las impulsé hacia arriba.
El grito de su asalto se fundió con el de pánico cuando Camisa Arrugada se precipitó al vacío desde la octava planta del Hotel Sands.
Al final tuvo suerte, no todos los que caen desde tan alto pueden admirar antes de morir el espectáculo de luces de la noche de Las Vegas.
Quedé sentado en el suelo y resoplé. Desde la esquina, Sammy me miró y me guiñó un ojo.
—Creo que nunca me he alegrado tanto de verte, Siete Vidas —dijo intentando sonreír.
—También para él ha sido un shock mi visita —comenté señalando hacia la ventana abierta a mi espalda.
Los dos hicimos el amago de reír antes de quejarnos por nuestras heridas.
Me di cuenta entonces de que la rubia había desaparecido.