Una propina inspiradora
D
icen que todos llevamos dentro un asesino en potencia. Las razones por las que mataríamos son lo de menos, lo que cuenta es que podemos domar el instinto animal con el que nacemos, pero no extirparlo del todo. Y, a veces, si las circunstancias nos sobrepasan, ese instinto lo devora todo.
Hicieron falta tres hombres en la comisaría de St. George para reducirme y esposarme a una silla, los dos ayudantes del sheriff y uno de los médicos que me atendió en la calle y que me acompañó en el trayecto en ambulancia. Tras los primeros instantes de desconcierto se apoderó de mí un único e irrefrenable deseo: encontrar a William Launter, meterle el cañón de mi 45 en la boca y apretar el gatillo.
Forcejeaba por liberarme, lanzando mis puños y pies en torpes golpes que sólo en algunas ocasiones alcanzaban a mis captores o el mobiliario que nos rodeaba. En esos momentos, al cerrar los ojos para ahogar la ira, una imagen se repetía una y otra vez en mi mente; la de Luther Thomas encogido de hombros, con aquella sincera expresión de bondad en su rostro, al otro lado del ventanal de su local, antes de ser tragado por una bola de fuego que aún sentía quemarme por dentro.
El médico debió de inyectarme algo, porque perdí el sentido y desperté horas después tirado en el camastro de una celda. Me informaron de que no estaba detenido, sólo estaba allí por mi propia seguridad. Más tranquilo, acepté un café y un bourbon en el despacho del sheriff.
No me caía bien aquel nuevo jefe del orden público de St. George. Ojalá Buford Dodd hubiese estado allí. Pero murió. También Dodd había muerto a mi lado, empuñando su revólver, ayudándome en uno de mis casos. Empezaba a convertirme en la peor enfermedad de mis mejores amigos.
Le hablé al sheriff sobre Warren Steiger y sobre la Sociedad para la Preservación de la Historia Blanca, y también sobre William Launter. Le hice una descripción detallada de él y de sus compinches de aquella noche, en especial del sujeto del refresco y las patatas fritas, al que había tenido ocasión de observar con calma.
Pero la parsimonia con la que el sheriff asentía me hizo entender que había tantas posibilidades de que él atrapase a alguno de aquellos hijos de perra como de que los rusos bebiesen Coca-Cola para desayunar. Aquello, claro está, hizo que empezara a alterarme de nuevo. Le increpé diciéndole que estaba seguro de que era más que probable que aquellos hombres aún siguiesen en el pueblo. Entonces el sheriff se dejó de rodeos y puso de manifiesto sus temores: tras ser víctima de una explosión, yo podía estar afectado, influenciado. Yo era el único testigo de un supuesto atentado del que acusaba a un agente del FBI y a miembros de una respetable asociación propiedad de uno de los hombres más influyentes del país.
Según él lo veía, no había que ser Albert Einstein para resolver la ecuación. Lo ocurrido en el local de Luther Thomas habría sido un desgraciado accidente, seguramente un escape de gas. Incluso llegaba a aceptar que pudiera ser cosa de un grupo racista, pero toda esa teoría conspiratoria que yo había expuesto le parecía desvariar en exceso.
Recuerdo que me sorprendió la tranquilidad, casi indiferencia, que desprendían las expresiones y gestos del sheriff. Comprendí en ese momento por qué apenas se veían ya capuchas blancas en el viejo Sur: cada vez necesitaban ocultarse menos.
Para evitar nuevos incidentes por mi parte, el sheriff encargó a uno de sus ayudantes que me escoltara hasta la salida de St. George y se asegurara de que tomaba la interestatal hacia Las Vegas. Mientras me alejaba, envuelto por la oscuridad del desierto, aún podía ver en mi retrovisor el suave halo anaranjado de las llamas que todavía ardían en el lugar donde antes se erigía el restaurante de Luther Thomas. Suspiré y devolví la atención al escaso tramo de carretera iluminado por los faros del Pontiac.
—Hasta nunca, St. George —susurré.
Estaba amaneciendo cuando llegué a Las Vegas. Me detuve a la entrada a tomar otro café y pensar un poco. Estaba demasiado inquieto como para irme a dormir, aunque antes o después tendría que hacerlo, lo necesitaba de veras. El saco de nervios que llevaba en el estómago y las magulladuras de la explosión y el forcejeo posterior estaban pidiendo a gritos una ducha y diez horas de sueño.
La camarera del diner tenía una bonita sonrisa. No había demasiados clientes en el local y se tomaba su tiempo para servirnos a cada uno. Era una de esas sonrisas impregnadas de melancolía que uno podía ver en tantas chicas que se veían obligadas a ser agradables en todo momento porque sabían que no hay nada como una cara iluminada para animar las propinas.
Fui especialmente generoso con la mía, porque aquella sonrisa me hizo recordar a Lorna Geller. Ella sí que podía relacionar a William Launter con los supremacistas, al menos en el caso de Sammy, y eso podía ser causa suficiente para investigar lo de Luther. Desde luego no sería un asunto para la policía local, pero si iba con todo eso al agente especial Donald Emery, podríamos darle una lección a ese hijo de perra.
Subí al coche y conduje hasta casa de Lorna. Aporreé la puerta. Estaba excitado, como si tuviese una atractiva pieza en el punto de mira y me embargase el miedo a que el menor ruido pudiese espantarla.
Insistí varias veces, hasta que escuché ruido al otro lado. Abrió un chico joven y fuerte, en ropa interior, con el pelo revuelto y los ojos aún hinchados de sueño.
—¿Qué diablos quiere llamando así a estas horas?
—Quiero hablar con ella —respondí.
—Claro, y yo quiero con Ann-Margrett —respondió el chico—, pero tenemos que conformarnos con lo que nos toca, y ella está...
Le lancé ambas manos al pecho con fuerza, y la suma de mi impulso y de su desconcierto le hicieron retroceder a trompicones hasta caer al suelo. En el trayecto se llevó consigo una silla y unas figuritas de porcelana que había sobre una mesa de té contigua. La caída fue aparatosa.
—¿Qué ocurre, Freddie? —gritó alguien desde el dormitorio.
Instantes después, cuando el tal Freddie aún se recuperaba del golpe, hizo acto de presencia una chica envuelta en una sábana, cabello moreno corto, acento del Sur y demasiado delgada para mi gusto.
Y desde luego no era Lorna Geller.
—¿Dónde está Lorna? —pregunté.
—¿Quién? —Ella estaba asustada.
—Llama a la policía, Maybelle —dijo él, mientras intentaba incorporarse.
Le coloqué un pie sobre el hombro derecho y lo obligué a caer de nuevo. La chica gritó.
—Calma los dos —dije—, no voy a haceros daño. Sólo quiero saber dónde está Lorna Geller.
—¡No sé quién es! —respondió el chico, y se volvió a continuación hacia ella—. Te lo juro, Maybelle, no sé quién es esa zorra. Oiga, sea lo que sea lo que le hayan dicho, yo nunca he...
—¡Cállate! —grité, y miré a la chica—. Maybelle, no voy a haceros nada, ¿de acuerdo? ¿Lorna es tu amiga, ella te dejó la casa por unos días?
—Ésta... Ésta es mi casa —respondió la morena mientras ahogaba las lágrimas—. Vivo aquí desde hace algunas semanas. No sé quién viviría aquí antes. Me la facilitaron en la agencia. Yo... Soy nueva en la ciudad. Por favor, no le haga nada a Freddie.
Los miré a ambos. Despacio, levanté el pie del hombro del muchacho. Fue lo único que pude hacer durante un rato. Ella corrió a arrodillarse junto a él y ambos se abrazaron. Saqué algunos dólares y los dejé caer antes de salir.
—Disculpad el susto, chicos. Volved a la cama.
También yo hice eso. Conduje hasta el Flamingo y me marché a mi suite. La desaparición de Lorna me había asestado una patada por dentro, desmoronándome, como si alguien abriera las compuertas de una presa dejando salir toda el agua. De pronto, todo el cansancio y el dolor, físico y emocional, me doblegaban.
No obstante, ya desnudo en la cama, me resistía a cerrar los ojos. Me incorporé, levanté el auricular del teléfono y marqué el número de Lola Jones.
Tras varias llamadas, descolgó.
—Seas quien seas —respondió con voz afectada—, lo serás por poco tiempo si no tienes una buena razón para despertarme.
—Lola, soy Eddie.
—¡Eddie! Tú sí que puedes despertarme cuando quieras, cielo. Es más, me encantaría que me despertaras más, pero no a través del teléfono.
—Lola, es importante —dije—. Necesito encontrar a Lorna Geller. —Hubo un breve silencio—. Lola, es...
—Se marchó, Eddie. Volvió al Norte, a su pueblo.
—Necesito dar con ella.
—No, Eddie —respondió—. Por tu voz, lo que necesitas es dormir. Y olvidarte de ella. No sé en qué andaba metida, pero no es la primera vez que veo a alguien desaparecer de ese modo. Cuando eso ocurre, siempre es mejor olvidarse de los ausentes. Hazme caso.
—Lola, es muy importante. Necesito que me hagas un favor. Consigue los datos de esa chica y dáselos al inspector Herbert Reynolds, de la policía de Las Vegas. Dile que yo iré a verlo luego. Tiene que encontrarla. Tenemos que hablar con ella.
—Sabes que no me gusta meterme en asuntos ajenos, Eddie, es malo para el negocio.
—Los muertos son malos para el negocio, Lola —respondí tajante, desagradable: me arrepentiría—; y las investigaciones; y los interrogatorios.
—De acuerdo —accedió finalmente, molesta por mi tono—. Lo haré. Pero espero que exista una buena razón para todo esto. Podría perder mucho por ayudarte.
—Lo sé, Lola —dije—, suele pasarle a mis amigos. Gracias.
Entonces sí. Dejé caer despacio la cabeza sobre la almohada y no me desperté hasta ocho horas después.