Esta tierra no es tu tierra
E
l presidente Kennedy había hablado de enviar un hombre a la luna y de no sé cuántos otros desafíos científicos, pero el gran avance de nuestro tiempo llegó para mí cuando, al viajar en mi Pontiac Silver Streak de 1950, tuve la oportunidad de escuchar algo más que música country. Por fin un par de emisoras de la región habían apostado por ofrecer otra clase de sonido. Y una de ella en especial tenía programas excelentes dedicados al blues.
De este modo, mi viaje hasta St. George resultó bastante placentero, acompañado por las voces, guitarras y armónicas de Sonny Boy Williamson, Big Joe Williams, Elmore James y Robert Johnson. Los ciento noventa kilómetros de distancia desde Las Vegas transcurrieron de forma más agradable de lo habitual.
Al llegar a la pequeña ciudad, aparqué ante el café de Luther. Era media mañana. Las calles de St. George estaban tan tranquilas como cabía esperar de cualquier otra pequeña localidad de esas características del Medio Oeste, sociedades endogámicas en las que todo el mundo conoce a todo el mundo y se quieren tanto de día como se critican de noche. Hasta la economía era algo propio, entre los negocios locales y una refinería petrolífera al norte.
No había avisado a Luther de mi visita, supuse que no sería necesario. En todos los años que lo conocía nunca lo había visto fuera de su local. En esta ocasión lo pillé junto a la entrada, repasando la pared con una brocha sobre una zona que parecía haber sido pintada recientemente.
Hice sonar el claxon mientras completaba la maniobra de estacionamiento.
—¿Redecorando el negocio? —pregunté al bajarme del coche.
—¡Ah, hola, Eddie! ¡Qué sorpresa verte por aquí!
Dejó caer la brocha en el cubo de pintura y se limpió las manos en el pañuelo rojo que colgaba del bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros. Caminó a recibirme arrastrando su pierna maltratada.
Estrechamos las manos con fuerza.
—¿Qué tal, Luther?
—Ya ves —respondió señalando a la fachada—, lavando algunas lenguas sucias.
—¿Qué quieres decir?
—Es la nueva moda en St. George —respondió—, recordarnos a los de color que eso de que esta tierra es nuestra tierra, como dice la canción, no va por nosotros.
—Vaya, lo siento —dije—. Precisamente de ese tema quería hablarte.
—¿De qué? ¿De las canciones de Pete Seeger? —bromeó—. ¿Desde cuándo te gusta la música folk?
—Desde que he descubierto que ellos sí saben tocar la batería —bromeé, siguiéndole el juego—. Invítame a una cerveza bien fría y te contaré qué está pasando.
Era temprano para que los parroquianos habituales ocupasen la barra y las mesas del café de Luther, uno de los más concurridos de St. George por sus suculentas chuletas y su agradable ambiente, siempre con buena música en la máquina de discos y las paredes adornadas con todas esas fotos de actores y cantantes que acudían a la ciudad sólo para saludar al viejo compañero.
Pasó al otro lado de la barra y me sirvió una cerveza. Me acomodé en un taburete frente a él, le di un sorbo a la bebida y traté de resumirle todo lo ocurrido en las horas anteriores.
—Dios mío, pobre Sam —dijo meneando la cabeza cuando concluí el relato—. Debió de pasarlo realmente mal.
—No te preocupes —respondí tocándome la barbilla, aún amoratada—, le ayudé a repartir la carga.
—Están locos, ¿sabes? —dijo pasados unos segundos de lamento mudo.
—¿Quiénes?
—¿Quiénes? ¡Ellos! Los de siempre. Los que no quieren a los negros ni a los hispanos ni a los estudiantes ni a las mujeres ni la paz ni... —ahogó sus últimas palabras con un golpe sobre el mostrador.
—Tranquilízate Luther —dije, y pensé entonces en lo que estaba haciendo cuando llegué—. ¿Qué hay de lo de tu fachada?
—Volvemos atrás, Eddie. Parecía que todo iba a mejor, poco a poco, conquista tras conquista. Nadie se metió nunca conmigo aquí, lo sabes. Podían ignorarme, pero nunca tuve ningún problema. Pero ahora está pasando, aquí y en otros muchos lugares, ciudades donde nunca hubo conflictos raciales. De pronto, salen blancos violentos de debajo de las piedras.
—El ambiente está muy crispado —comenté.
—Es algo más que eso, Eddie. El presidente Kennedy y el reverendo King llevan tres años intentando hacer por los afroamericanos lo que no se ha hecho en un siglo en este país. Demasiados cambios, demasiado rápido. —Cogió una botella de Wild Turkey y se sirvió un trago de bourbon—. Después de la guerra, de toda la sangre que derramamos, los negros fuimos por fin aceptados, al menos en una parte del país, y los racistas quedaron reducidos a un puñado de encapuchados sureños. Pero eso ha sido mientras nos hemos quedado en nuestro sitio. ¿Te gustan las películas de vaqueros, Eddie?
—¡Claro! —respondí—. Sobre todo las de mi amigo John Wayne.
—¿Y qué ocurre cuando los indios deciden abandonar la reserva?
Me pasé el índice de lado a lado del cuello.
—Eso es, más o menos, lo que muchos esperan que ocurra con nosotros —apuntó Luther—. Esos blancos no eran racistas hasta que un negro ha querido estudiar con su hijo, sentarse junto a su mujer en el autobús o compartir con él las duchas del club de campo. Ya puede Kennedy aprobar todas las leyes que se le ocurran, que los blancos que controlan el dinero jamás permitirán que un negro se siente a su mesa.
—Ya sé que las cosas están difíciles, Luther —dije dando el último trago a la cerveza y cogiendo un cigarrillo a continuación—, pero nosotros no podemos arreglarlas.
—No sé si podemos, Eddie, pero yo al menos sí quiero intentarlo.
Aquel comentario me hizo sentir bastante egoísta. Y me lo merecía. Miré los ojos inyectados de sangre de Luther y su rostro, que parecía más viejo de lo que era en realidad a causa de los sufrimientos vividos, físicos y emocionales. Yo podía no sumarme a su causa, pero no tenía ningún derecho a negarle la esperanza.
—Perdona, Luther. No era mi intención...
—¡Vete al cuerno, Eddie! —dijo con una gran sonrisa—. ¿Qué puede saber un maldito espagueti como tú que además se cambia el nombre para intentar meterse en la cama de más mujeres?
—¡Mira quién habló! —respondí—. Vas a decirme que te hiciste músico porque te lo pedía tu espíritu. Todo el mundo sabe que las mujeres ven algo especialmente sexy en los baterías. Será por vuestro aguante.
Los dos reímos, y no tuve que decirle nada a Luther para que cogiera otro vaso y me sirviera un trago.
—Disculpa que te entretenga con mi causa, Eddie. Cuéntame a qué haces por aquí.
—No vas desencaminado. He venido a verte precisamente por tu compromiso con la lucha por los derechos de tu gente.
Me han dicho que estás metido en la Organización para el Progreso de la Gente de Color.
—Así es —respondió Luther—. Hace cuatro años que ingresé en la NAACP, y creo que no debe haber muchos miembros más en el Estado de Utah. Tampoco creo que sean demasiados en Nevada. En esta parte del país no hay demasiados negros ni demasiados racistas. En realidad, no hay demasiado de nada. Sólo desierto.
—Entiendo.
—Pero, ¿te das cuenta? Siendo regiones con escasa población negra, los grupos de supremacía blanca sin embargo no nos dejan en paz —apuntó con fastidio—. Nunca había ocurrido. Creo que se están tomando en serio el plantar cara a las políticas de paridad del Presidente.
—De eso quería hablarte —expliqué—, de los grupos blancos. ¿Te suena la Sociedad para la Preservación de la Historia Blanca?
Luther terminó su copa y cogió una vieja caja de latón de la que sacó un cigarro, me ofreció, pero preferí seguir con mi Pall Mall.
—Claro, la WHPA es probablemente el grupo más influyente del Medio Oeste.
Por fin algo de información. Me acomodé en mi taburete para escuchar.
—¿Qué puedes contarme de ellos?
—Bueno, puedo decirte que no es como el Ku Klux Klan —explicó, apoyándose en la barra—. No van por ahí disfrazados ni soltando proclamas y amenazas. De hecho, en su discurso no hay un racismo tan evidente. Hablan de glorias del pasado y de no dejar que los intelectuales del Este tergiversen la historia. Ésa es su clave, ¿comprendes? Hablan del pasado para ocultar su lucha por el futuro que desean. Un futuro blanco, desde luego.
—¿Son más fuertes que el Klan?
Luther se tomó un tiempo para pensar la respuesta.
—Es difícil de decir, Eddie. Hasta hace muy poco el Klan controlaba el gobierno de al menos media docena de Estados. Tennessee, Indiana, Oklahoma, Oregón... además de Mississippi y Alabama, claro. Ahora siguen teniendo algunos simpatizantes en Washington, pero lo de colgar a la gente de los árboles ya no da votos.
—Afortunadamente —apunté.
—Warren Steiger, sin embargo, es más sutil. Él no suele emplear la violencia directa. Arruina los negocios de los negros, cierra fábricas, consigue que se expropien sus viviendas... La suya es una violencia legal.
—Aguarda un segundo, Luther —le interrumpí—. ¿Warren Steiger? ¿El dueño de US-Oil?
Luther asintió y tamborileó sobre el mostrador.
—Así es, Eddie. El dueño de una de las mayores compañías petroleras del país. Él es el Mago, por decirlo en palabrería del Ku Klux Klan, el jefe, el nombre en lo más alto de la Sociedad para la Preservación de la Historia Blanca.
—Vaya, no sé si debería sorprenderme.
Luther concluyó su solo de mostrador con un redoble en mis mejillas.
—No lo hagas demasiado, amigo, porque te cansarías de exclamar si te contara todos los que están en sus filas. El Klan es un grupo que ha perdido mucha fuerza, ahora se nutre en su mayor parte de gente llana, gente de pueblos y pequeñas ciudades en su mayor parte, trabajadores sin demasiada influencia. Paletos. Algún pez gordo, sí, pero no quedan ya demasiados. La WHPA, sin embargo, sí que aglutina a gente muy poderosa. Supongo que por eso son menos... estridentes en sus actuaciones. Los cachorros se les escapan —dijo señalando a su fachada—, y hacen pintadas, rompen cristales o envían anónimos. Pero para eso no hay que estar apuntado a ningún club. Malnacidos hay en cualquier parte, ¿no es cierto?
—Tan cierto como que no eres guapo.
—Lo de la pintada en mi fachada ha sido lógico, después de todo —dijo Luther sonriendo—. Hace un par de días descubrí en el callejón a dos muchachos increpando a una chica y acabé dándoles una paliza a ambos. Supongo que los golpes fueron lo de menos. Les dolería que un negro tullido les hiciera besar el suelo.
—Pues deberías andarte con cuidado, Luther —le sugerí.
—No te preocupes, para evitar sorpresas ya anuncié hace algunos meses que soy el delegado oficial de la NAACP en el Estado de Utah —y sonrió con orgullo—. Así no cabe suspense. Todos saben que, si un día vienen a por alguien los del capuchón blanco, será a por mí.
Me levanté del taburete y meneé la cabeza en gesto de desaprobación. Comprendía la entrega de Luther a la causa, pero me preocupaba que se expusiera de aquel modo en un lugar en el que nadie movería un dedo por ayudarlo. Eso me hizo recordar al sheriff de aquel mismo pueblo, Buford Dodd, muerto ocho años atrás. Él sí que hubiera sido un buen compañero de batalla para Luther.
—Me interesaría saber algo más sobre Warren Steiger y la WHPA —comenté mientras echaba a andar.
—Pues yo no puedo contarte mucho más —respondió Luther—. Es uno de esos tipos importantes por los que la prensa siente un respeto especial. ¿No quieres otra copa?
—No, Luther, gracias. Estoy comprobando que va a ponerse peligroso estar a tu lado —bromeé—. Quiero llegar a Las Vegas para comer.
Luther salió de detrás del mostrador y forzó su paso para interponerse en mi camino.
—De acuerdo, Eddie. Imagina que soy una pelirroja con tantas curvas como la carretera de Santa Mónica, y valora mi oferta.
—Eso es imaginar demasiado, Luther.
—¡Cállate, blanquito! Un buen bistec, cerveza helada, pastel de manzana, unos tragos de Wild Turkey, una nueva grabación de Howlin' Wolf y...
—Si sigues así —le interrumpí—, tendré que casarme contigo.
—Y —recalcó— te contaré algunas historias jugosas sobre políticos que guardan su racismo en la cartera antes de entrar en el Capitolio. Y que nunca serán candidatos al club de fans de los hermanos Kennedy.
Le di una palmada en la espalda y los dos volvimos a la barra.
—Me has convencido, Luther. Veo que mi nueva loción para después del afeitado es tan efectiva como dicen.
—No creas —respondió mi amigo, con una extraña melancolía—, es que me encuentro algo solo últimamente, nada más.