Nadie conoce a Dean Martin

 

E

l mes de agosto del 63 transcurrió caluroso, aunque no mucho más que otros años, no mucho más de lo esperado. Sammy volvió a recibir alguna amenaza antes de marcharse a Florida para una semana de actuaciones en el Fontainebleau, donde los anónimos fueron más numerosos y más vulgares. Le advertí que extremara las precauciones y creo que los temores de su acompañante, Big Joe, se hicieron reales: al comienzo de cada espectáculo decidió salir tonteando con los revólveres, jugando al Llanero Solitario, y cuando se quitaba el cinto lo dejaba sobre el piano, junto a su copa de Jack Daniel's con cola y los zapatos de claque. Porque ahora sí que llevaba ambos 45 cargados con seis balas cada uno. Por si acaso.

Rock Hudson y Tab Hunter se marcharon de Las Vegas sin mayores percances que aquella escena en la piscina del Sands. A pesar de aquel incidente, me había gustado trabajar con Leonard Peabody y estaba seguro de que antes o después acabaría recurriendo a él si necesitaba ayuda en otra ocasión.

Con el paso de los días la ansiedad se hacía fuerte en mí como en un soldado en la trinchera consciente de un ataque inminente. Había telefoneado a Janet Baker tras mi visita a Luther Thomas. Le hablé de Warren Steiger y de la Sociedad para la Preservación de la Historia Blanca. Agradeció mi confianza. Quería saber si ella podía contarme algo, o si bien tenía acceso a información interesante sobre las actividades menos lícitas de la asociación. Me dijo que estaba en Washington, inmersa en otra investigación, pero que haría lo posible por ayudarme y que me telefonearía en cuanto tuviese algo. También me dijo que me echaba de menos, y yo le dije que los atardeceres en Las Vegas ya no eran como antes. Debía de ser cosa de las pruebas atómicas. Supongo que ella sonreiría al otro lado del teléfono, sentada en su despacho de la delegación del Los Angeles Herald en Washington. También yo sonreí al responder. Sonrisas ambas de cortesía incómoda. Me fastidiaban aquellas situaciones. Aprendí desde muy joven que resulta frustrante encapricharse por un flamante Chevrolet si estás destinado a conducir la vieja camioneta.

La prensa estatal se hizo amplio eco del intento de asesinato de Sammy Davis Jr. Yo mismo me encargué de ofrecer todos los detalles a los reporteros. Supuse que, cuanto más público se hiciese el caso, menos probabilidades habría de que intentasen atentar de nuevo contra él. Al describir a los asaltantes, cité la documentación de la Sociedad para la Preservación de la Historia Blanca que obraba en su poder. En un comunicado escueto y férreo, la WHPA exigió que no se relacionase el violento incidente con la pertenencia de los tipos a la Asociación, desmarcándose abiertamente de cualquier iniciativa de carácter racista y violenta que pudiese llevar a cabo cualquiera de sus miembros. Como dijo Luther, eran bastante más sutiles e inteligentes que el Klan.

El verano solía ser una época tranquila en Las Vegas, pero aquel agosto, tras el baile junto a Sammy, Sinatra llamó para avisar de que me quería junto a él en las dos visitas que tenía proyectadas. De una de ellas, además, sería imposible escapar: Frank había conseguido que el Flamingo ofreciese un contrato a su hijo, Frank Jr., para debutar allí como cantante. Diecinueve años. Cantaba como papá y hasta se peinaba como él. El 13 de agosto fue la gran noche. Frank se encargó de que no faltase ninguno de sus habituales a la velada, a la que, por supuesto, le siguió una fiesta por todo alto.

Tuvo suerte Francis Albert de que el Flamingo tuviese un hueco libre en aquellos días. Así pudo disfrutar orgulloso del triunfo de su primogénito. Un par de semanas después le hubiese dado igual que su hijo debutara o que a la pequeña Nancy la hubiesen dejado embarazada. Las cosas iban a ponerse demasiado feas.

Ocurrió justamente durante la segunda visita anunciada de Frank. Esta vez acompañado por Dean y Sammy. Habían cerrado actuaciones conjuntas en el Sands del 23 de agosto al 8 de septiembre. Como cada vez que se anunciaba ese cartel, las entradas para el show y las reservas de hotel volaron en cuestión de horas. Nadie quería perderse a los chicos cuando actuaban en Las Vegas.

Sabía que Dean llegaba el día anterior al comienzo de los espectáculos. Alguien me dijo que terminaría allí un romántico viaje con el que Dino había sorprendido a Jeanne, como buen marido que quería compensar a su esposa por las semanas de giras y rodajes que lo mantenían ausente de casa. Me costaba imaginar a Dino como marido, malo o bueno. Me costaba imaginarlo más allá del personaje de Dean Martin que se había forjado de cara al resto del mundo, el simpático borrachín.

Yo había pasado el fin de semana en Los Ángeles, viendo a Larry Marvin para arreglar asuntos de papeleo de la agencia. Volví aquel día a Las Vegas, a última hora de la mañana. Dejé mis cosas en el Flamingo y me dirigí al Sands para almorzar con los Martin. Pregunté en recepción y me confirmaron que ya estaban allí, probablemente en la piscina. No los encontré. Probé en el bar.

Salía del corredor que conducía a éste cuando me di de bruces con la esposa de Dean Martin, tan rubia y delicada como siempre, embutida en una elegante bata de baño. Antes de que hablara, ya era evidente que estaba nerviosa.

—¡Hola, Jeanne!

—¡Oh, perdone!

—Soy Eddie, Jeanne —dije, quitándome el sombrero—, Eddie Bennett. ¿Me recuerdas?

—Sí, Eddie, claro. Disculpa. Yo... Es sólo que...

—¿Te encuentras bien? —le pregunté, al advertir que sus bonitos ojos azules titilaban irritados, a un paso de derramar alguna lágrima.

—Sí, estoy bien. Un poco alterada, nada más —respondió, tratando de fingir entereza—. Espero que disculpes mi grosería, pero necesito volver a la habitación. Voy a hacer las maletas y a largarme de esta dichosa ciudad.

—¿Has discutido con Dean? —pregunté, incómodo por meterme en problemas caseros ajenos.

—Ojalá —respondió—. Sería todo un lujo poder discutir con él, Eddie. Eso querría decir que al menos hablamos sobre algún problema común. Que al menos hablamos, simplemente. Perdona.

Cabeceó a modo de disculpa y despedida y pasó a mi lado camino del ascensor.

—Vamos, Jeanne —dije como un estúpido, tratando de consolarla—. Ya sabes cómo es.

—No, Eddie, no lo sé —respondió lacónica—. Hace ya mucho tiempo que no sé cómo es mi marido. Ni siquiera creo saber quién es realmente. A decir verdad —suspiró—, creo que nadie sabe quién es el auténtico Dean Martin. Ha fingido tanto su personaje que puede que ni él mismo lo sepa ya. —Esbozó una sonrisa amarga con las primeras lágrimas—. Si lo descubres, Eddie, avísame.

La observé mientras entraba en el ascensor. Antes de que se cerraran las puertas me dirigió una última mirada. Pensé que nadie se merecía sufrir tanto como para llegar a mirar de aquella forma.

Entré en el bar a continuación. Estaba animado. Jerry Jenkings andaba bastante ajetreado tras la barra. Y en un extremo de ésta, Dean Martin jugaba con la aceituna de un martini. Me acerqué a él y de camino saludé a Louis.

—Eh, Jerry, ¿qué tal un gin fizz?

—¿Qué tal un buen plan para el próximo domingo? —respondió mientras agitaba la coctelera—. Por fin tengo un día libre.

—Haré lo que pueda —respondí—. Creo que hay nueva incorporación en la boutique del Riviera.

El barman pelirrojo me guiñó un ojo y siguió preparando el combinado.

Cuando llegué junto a él, Dean ya me estaba esperando. Dejó en un cenicero el cigarrillo que aguantaba entre los dedos y estrechó mi mano con fuerza.

—¿Qué tal, Siete Vidas? ¿Te aburres en alguna de ellas?

—Hay vidas y vidas, Dino. ¿Qué tal la tuya?

Levantó su copa de cóctel, a medio depósito, y me miró.

—Mi pájaro sigue volando y aún no han cerrado los bares —vació el martini en la garganta de un golpe—. ¡Ah! ¿Quién podría pedir más?

Me senté en un taburete junto a él. Él le hizo una señal a Louis para que le preparase otra copa. Después recogió el cigarrillo y clavó la mirada en el cenicero. Aunque en realidad no lo estuviese mirando.

—Acabo de ver a Jeanne —dije.

—Sigue tan preciosa como siempre, ¿verdad? —respondió sin levantar la vista.

—Parecía contrariada.

Entonces se giró hacia mí, sonrió y me dio un par de cachetes.

—Eddie, amigo, eres todo un Doctor Amor.

—¿Habéis discutido?

—Yo nunca discuto —respondió, tan sereno como de costumbre—. Creo que eso le molesta. ¿Te lo puedes creer? ¡Se cabrea conmigo porque no quiero discutir!

Cherchez la femme!—intervino Jerry mientras me servía mi gin fizz y retiraba la copa de Dean. Le lancé una mirada—. Estoy ocupado, ya me largo, estoy ocupado...

—Agradezco tu preocupación, Eddie, pero pierdes el tiempo —dijo Dean Martin, llenando el pecho antes de soltar un gran suspiro—. Jeanne es una mujer perfecta en todo con un solo defecto: tiene mal gusto para los maridos. Espero que con el segundo tenga más suerte.

—¿Qué dices? ¿Os vais a divorciar?

—¡No! No al menos esta mañana. Pero algún día, supongo.

Jerry le sirvió su dry martini y Dean lo alzó.

—A tu salud, Siete Vidas, buon amico.

Brindamos y bebimos.

—¿Quieres que me marche? —le pregunté—. ¿Quedarte solo?

—No —respondió Dean—. Quédate.

Así lo hice. Yo tomé tres copas y él alguna más. Permanecimos uno junto al otro, apoyados en la barra sin mediar palabra, durante cerca de una hora. Tal vez por eso nos habíamos hecho buenos amigos, disfrutábamos con las compañías silenciosas. Seguimos así hasta que Dean reaccionó.

—¡Tengo hambre, Eddie! —exclamó, pletórico—. ¿Qué te parece si pasamos por el Desert Inn y dejamos que Phil Narducci nos recomiende lo mejor de la carta?

Me pareció espléndido, claro. Jerry no se tomaba nunca a mal que prefiriésemos la cocina del Desert Inn a la del Sands. Después de todo, su arte no entraba en esa categoría. Sí podría ofenderse si prefiriese las copas de Narducci a las suyas, pero eso jamás ocurriría, del mismo modo que no podía escogerse entre Miguel Ángel Buonarroti y Leonardo da Vinci. Mejor disfrutarlos a ambos.

Phil se alegró de ver a Dino. Y a mí, desde luego, pero nosotros ya conversábamos varios días por semana. Nos encomendó al mejor de los camareros y fue a hablar con el jefe de cocina. Dejó a uno de sus ayudantes a cargo de la barra y se dio la licencia de sentarse a disfrutar de un almuerzo con un par de buenos amigos.

—Enseguida nos traen unos combinados mientras esperamos —anunció.

—¿Y cuál será el menú? —pregunté.

Cappon magro para empezar —explicó.

—Mmm, delicioso —suspiró Dean.

Ante mi gesto de ignorancia, Phil me explicó el plato.

—Es una ensalada de mar, tradicional de la región de Génova. Simplificando mucho, es una torta de pescado y verduras cocidas. Una dorada, una langosta, gambas, setas... Bueno, ya lo probarás.

—¿Y seguimos con...? —preguntó Dean.

—Nuestro jefe de cocina es de familia piamontesa —explicó Phil—, así que al decirme que lo mejor de hoy es el vitel toné, le he encargado tres sin más preguntas. Ya veréis, os chuparéis los dedos. Carne de ternera acompañada de una salsa preparada con yemas de huevo duro, lomitos de atún y crema de leche. Alcaparras y anchoas para culminar. Ya me diréis, ya.

—Estamos en tus manos, Phil —comenté.

—En cuanto al vino, vamos a probar un Brunello di Montalcino que recibimos hace poco, de la Toscana.

—¡Y me pregunta mi mujer que por qué adoro Las Vegas! —comentó Dean.

—¿Qué tal está Jeanne? —preguntó el barman.

—Sigue hablando del vino, Phil —respondí.

Dean no se equivocó al elegir el Desert Inn para comer ni Narducci en pedir recomendación al chef. Todos los platos resultaron exquisitos y las dos botellas de vino, insuperables. Para los postres hubo disidencias: Dino prefirió tiramisú, del que decía que era difícil encontrar uno realmente bueno en Los Ángeles, mientras que Phil y yo fuimos fieles a los cannoli.

Después del espresso llegaron las copas. Y ahí, tras repasar hazañas bélicas y sentimentales, la conversación se tornó más interesante.

—¿Y cómo está él? Por lo de Tahoe, quiero decir —preguntó Phil a Dean Martin—. Supongo que muy cabreado.

—Aún no lo he visto —respondió Dean—. Pero cuando hablamos por teléfono hace unos días quería matar a alguien.

—¿Habláis de Frank? —intervine.

—¿No te has enterado? —explicó Dino— La Oficina de Control del Juego de Nevada le ha dicho a Francis Albert que el FBI tiene pruebas de las visitas de Sam Giancana a su hotel de Lago Tahoe.

—Como sospechoso de implicación en crimen organizado, Giancana tiene prohibida la entrada en los casinos de todo el país —recordó Narducci.

—Y Frank lo sabía —intervino Dean—. Pero ya sabéis, Frank es Frank.

—Pero eso no era ningún secreto —dije—. No creo que sea nuevo para la Comisión ni para el FBI que Giancana es un habitual del Hotel Cal Neva.

Recordé los micrófonos que habían repartido por la mitad de las instalaciones en los días previos a la muerte de Marilyn. Pensé entonces en aquella visita de Bobby, con Momo Giancana por allí. Tal vez la paz tácita se había roto.

—Dicen que Frank lo tiene difícil para conservar su licencia —explicó Phil—. Eso supondría perder el Cal Neva.

—Y puede dar gracias si sólo pierde eso —comentó Dean encendiendo un cigarrillo—. El maldito Joe Kennedy debió plantearse tener un hijo bombero, para contrarrestar así a los otros dos, a los que parece que les encanta jugar con fuego.

—¿Crees que John o Bobby están detrás de esto? —preguntó Phil.

—¿Crees que si Gina Lollobrigida aporrease desesperada la puerta de mi habitación iba a dejarla fuera? —respondió el cantante.

—No sé cuál será el precio a pagar —intervine—, pero Robert Kennedy está llevando a cabo la promesa que hizo. Está cerrando el cerco alrededor de nuestros amigos y apenas están dejando margen de movimiento a los chicos listos.

—El precio será muy alto —susurró Dean, que poco a poco volvía a sumergirse en esa extraña burbuja personal—. Tanto que los Kennedy podrían quedarse sin saldo.

—Y todavía se rumorea algo más —dijo Phil—. Se habla de un soplón.

—¿Un soplón? —reaccionó Dean.

—Todo un canario dispuesto a repasar lo más selecto de Nueva York, Chicago, Las Vegas, Salt Lake City y Los Ángeles, y no dejar de cantar hasta que no pare la música —Phil nos miró a ambos con una seriedad extraña en él—. Por lo que me ha llegado, parece que este tipo ha largado cosas de nuestros amigos que nadie jamás se había atrevido a contar. Rituales, juramentos, organización... Todo eso. Justo lo que necesitaban Bobby Kennedy y sus chicos de Harvard para terminar de vislumbrar la organización. Habrá comisión investigadora del congreso en octubre, dicen.

—Va a ser un otoño caliente —musitó Dean.

Asentí.

—Por cierto, te recomiendo que duermas con los pantalones puestos —sugirió Dean señalándome con su cigarrillo—. Johnny el Guapo quiere hablar contigo.

—¿Johnny Roselli?

—Sí.

—¿Quiere verme?

—Sí —recalcó Dean, y dio un trago a su copa—, quiere verte.

—¿Te lo ha dicho él?

—Me lo ha dicho él.

—Pues que hable conmigo —concluí, indiferente.

—Eso va a hacer.

Miré a Dean y luego a Phil. Y apuré mi trago aunque aún quedaba demasiado en el vaso.

—¿Y qué quiere? —le pregunté incapaz de mantener mi indiferencia.

—Tiene un trabajo para ti. En otoño. No sé más.

—En otoño —repetí.

—Eso es.

—¿Algo suyo?

—De Momo.

—Giancana —dije.

—Eso es —confirmó Dean.

—¿Un otoño caliente? —repetí.

—Ajá —cabeceó el artista.

Se hizo entonces un silencio algo tenso en aquel reservado del restaurante del hotel Desert Inn de Las Vegas. Los tres comensales intercambiamos miradas, y supongo que los tres calibramos por igual la situación. Bueno, tal vez Dean no.

—Ya nos refrescaremos cuando lleguen esos días ardientes —comenté—. Hasta entonces, qué tal si entramos otro trago.

 

 

Al día siguiente, Las Vegas estaba resplandeciente a la espera del espectáculo en el hotel Sands de Frank Sinatra, Dean Martin y Sammy Davis Jr., el cartel de artistas que, con diferencia, mayor número de personas atraía a la ciudad procedente de todo el país.

Pude comprobar entonces la profesionalidad de Sinatra, que en el escenario se desenvolvía con el desenfado y la naturalidad habituales pese a que fuera de él no cejara en despotricar, escupir y lanzar amenazas contra los hermanos Kennedy, especialmente Bobby, por la bochornosa situación que le hacían atravesar. No obstante, él se mantenía firme: mientras el Cal Neva fuese suyo, allí entraría cualquiera de sus amigos, Sam Giancana entre ellos, dijese lo que dijese la Comisión del Juego o la Fiscalía de los Estados Unidos.

A su lado en aquellas cenas, Dean callaba y bebía. No creo que escuchase. Sammy sonreía. El resto cabeceaba y le daba la razón.

El concierto de apertura, el 23 de agosto, fue tan triunfal como cabía esperar. Seguían produciendo magia en el escenario. Cantaban, bromeaban, bebían... Se comportaban como adolescentes con un talento especial y el mundo bajo su control. Si la sociedad bienpensante apoyaba la lucha racial, ellos no tenían problemas en bromear sobre un negro en escena, porque resultaba que el negro era uno de ellos. Y Frank se encargaría de que, si alguien que no fuera ellos se atrevía al menor chiste sobre Sammy, no le quedaran dientes para volver a hablar.

Tras el espectáculo, la consabida fiesta se celebró en uno de los salones privados del Sands. Digamos que era la prefiesta, en la que Frank, Dean y Sammy, además de algunos de los otros amigos habituales, pasaban el filtro a las chicas para, más tarde, tener una celebración privada en la última planta del hotel, reservada en exclusiva a tal efecto para Sinatra y los suyos. Yo sólo participé en una de aquellas orgías, en enero del 60, pero me despisto con facilidad. Digamos que prefiero afrontar los desafíos de uno en uno.

Antes de que llegase el momento de pasar a la planta reservada, Sammy se acercó a mí.

—¿Todo bien, Eddie?

—Claro, Sam —respondí.

—¿Te ha gustado el espectáculo?

—Sois geniales —le dije.

Él sonrió y dio un trago. Me di cuenta de que había sido una conversación de relleno antes de hablar con franqueza.

—Tengo que pedirte un favor, Eddie —dijo finalmente, agarrándome las manos—. Me gustaría que vinieras a Washington.

—¿A Washington?

Desde luego no me esperaba algo así.

—Sí, dentro de cinco días —me explicó—. El miércoles. Veintiocho de agosto.

—¿Actúas allí?

—Todos deberíamos hacerlo.

—Explícate —le pedí.

—La llaman Marcha por el Trabajo y la Libertad. La organizan entre no sé cuántas asociaciones de derechos civiles. El reverendo King me llamó para contármelo. No me lo pidió, pero buscaba mi respaldo. Habrá otros artistas. Tenemos que estar allí.

—Lo entiendo, Sam —respondí.

—Pero, Eddie —su mirada me sorprendió—, tengo miedo. Ante ti puedo dejar de sonreír un momento. Y así es como me siento en realidad: asustado y angustiado. Podríamos conseguir algo importante para nuestros hermanos y nuestros hijos, y no sé si todo esto acabará en una nueva guerra civil, pero hay que intentarlo. Y por más que trato de olvidarlo, lo ocurrido aquí hace unas semanas, cuando me salvaste de esos tipos... Me sentiría más seguro si te tuviese a mi lado en Washington.

Lo pensé un momento y Sammy no dejó de mirarme. Se me ocurrían una decena de razones para no acompañarlo, entre otras, no buscarme más problemas de los que ya tenía. Pero no era capaz de encontrar un argumento de peso para negarle ayuda a alguien como Sammy Davis Jr.

—¿Crees que alguna de las hermanas estará interesada en un buen chico blanco de Brooklyn? —bromeé.

Sammy sonrió y se emocionó. Me dio un abrazo fuerte.

Frank Sinatra me sorprendió entonces propinándome una palmada en la espalda y anunció a voz en grito que la fiesta se trasladaba a la última planta. Yo me quedé en aquel salón, apurando mi copa mientras observaba desde la ventana las luces de la ciudad.

Pensé que Janet no se perdería un evento como el de Washington. Una reivindicación así... A Janet le encantaban las causas perdidas, supongo que por eso no dejaba de quererme. No estaba del todo seguro de querer volver a verla. Quería tener la mente clara para afrontar cuanto estaba ocurriendo, y cada vez que Janet Baker se colaba en mi cabeza me costaba pensar en cualquier otra cosa.

De pronto, me sorprendí valorando la posibilidad de estar enamorándome. Y eso sí que me pareció terrible.

Así que fui hasta el ascensor y marqué el botón de la última planta.