Cinco segundos para la eternidad

 

A

ntes de repetir receta nos animamos con la última sugerencia de Abraham Pearson, el rebel yell, una efectiva combinación de bourbon, triple seco, zumo de limón y clara de huevo, servido bien frío y adornado con una rodaja de naranja. Creo que fue mi sorbo favorito de la noche.

El bueno de Pepe era todo un rebelde con causa. Era el enlace de la CIA en una operación que implicaba a la Mafia y a varias agencias gubernamentales pero, horas antes de iniciarse ésta, seguía conmigo recorriendo las calles de Dallas, dando bandazos hombro con hombro y enunciando exaltaciones del amor y la amistad como no recordaba desde mis días en el frente. Creo que de alguna forma ambos nos reconocimos como dos tipos con algo en común y formas parecidas de afrontar la vida o alguna chorrada de ésas, como me pasaba con Johnny el Guapo o con Dean Martin.

En cualquier caso, los dos lo estábamos pasando tan bien que fingimos andar más borrachos de lo que estábamos en realidad para evitar abordar cuestiones comprometidas.

Cuando nos despedimos en el lobby del hotel, su voz se serenó, al igual que su actitud.

—Eddie, mañana no hagas tonterías —me dijo—. Tienes tu misión y tus instrucciones. Todo irá bien. Si no te sales del programa, la función acabará pronto y podremos irnos al bar a celebrarlo, ¿de acuerdo?

—No te preocupes, amigo —le respondí estrechando su mano.

—Hasta pronto.

Esa despedida tuvo lugar unas seis horas antes de que me despertara, pasadas las diez de la mañana. Me metí en la ducha y me quedé un buen rato bajo el agua caliente. La buena conversación y la mejor calidad de las bebidas ayudaron a que apenas tuviera resaca. Un buen desayuno a continuación me dejaría como nuevo para afrontar aquella jornada, que se presentaba marcada por la intriga. Y, desde mi punto de vista, la falta de información conllevaba siempre un grado de peligro.

Me vestí y comprobé la automática antes de guardarla en la pistolera bajo el brazo izquierdo. Me asomé a la ventana y comprobé que había amanecido agradable aquel martes 22 de noviembre. Tras una lluvia incipiente a primera hora, ya sólo quedaban unas pocas nubes bajo aquel cielo azul sureño. En el bar tomé zumo de naranja y un par de tazas de café bien cargado, además de huevos, beicon y salchichas. Ojeé el periódico para comprobar que la situación nacional e internacional proseguía tan convulsa como de costumbre. El editorial y algún artículo de fondo de aquel periódico local estaban dedicados, con desafiante fiereza, a la no deseada, según ellos, visita del presidente Kennedy a la ciudad.

Dejé mi bolsa de viaje en recepción y rellené el formulario necesario para que me la enviaran de vuelta al Flamingo. No tenía ganas de andar cargando con ella toda la mañana y convenía ir siempre ligero de equipaje ante posibles imprevistos.

Faltaban pocos minutos para las doce cuando salí del hotel. Había comprobado en un plano que las indicaciones de mi contacto español eran correctas: el Sheraton estaba a poco más de tres manzanas de la calle Elm, una de las que cortaba la plaza Dealey, justo al lado del punto de encuentro.

En cuanto alcancé la calle Mayor me vi inmerso en una multitud que agitaba entusiasmada banderas, carteles y pasquines; hombres, mujeres y niños, aguardando todos el paso de la comitiva presidencial procedente del aeropuerto Fort Worth. Decidí tomar aquella avenida para llegar a mi destino, y observar así el ambiente.

No sólo había gente en las calles aguardando a JFK y a su sofisticada esposa, también asomados a las ventanas había numerosos ciudadanos aguardando para saludar al presidente. Puede que en Dallas hubiese gente que odiaba John Kennedy, pero ante el clamor popular que podía observar, saltaba a la vista que habían decidido quedarse en casa aquella mañana.

A lo largo de mi recorrido pude ver a diversos patrulleros apeándose de sus motos para ayudar a otros compañeros de la policía local a organizar a los curiosos en las aceras, lo que quería decir que la caravana de vehículos oficiales no tardaría en llegar. Por más que intentaba avistarlos, no lograba sin embargo identificar a miembros del Servicio Secreto.

Al llegar a la plaza Dealey me resultó extraño que el público se dividiera en dos. Algunos proseguían a lo largo de la calle Mayor hasta perderse bajo un triple puente sobre el que discurrían las vías del tren. Otros, en cambio, se alineaban en una calle que se abría a la derecha, la calle Houston, proseguían después a la izquierda, a lo largo de la calle Elm, y se encontraban de nuevo con la ruta principal bajo el triple puente; es decir, bordeando la plaza Dealey. El recorrido de la comitiva no debía de estar claro para algunos.

Justo en la esquina de Houston con Elm, comprobé la hora en el reloj de un gran anuncio de la empresa de alquiler de coches Hertz, ubicado en la azotea de un edificio de ladrillo visto, justo sobre las grandes letras que identificaban el inmueble como el Depósito de Libros Escolares de Texas. Eran las 12:22.

Dejé atrás la calle Mayor y me interné en la plaza, sobre aquel césped verde tan brillante como el del estadio de los Yankees. Sólo había algunos árboles en un extremo, lo que permitía tener una visión limpia de toda la zona. Había mucha gente en el interior de aquella mancha verde, supongo que indecisos que no sabían por dónde pasaría la caravana presidencial. Desplegando en mi mente el plano que me facilitó mi contacto español, localicé frente a mí la pérgola y, justo a su izquierda, el montículo de hierba rodeado por una valla de madera que marcaba el límite entre la plaza y el aparcamiento donde debía recoger el Chevrolet.

Caminé hacia aquel punto decidido a cumplir el horario fijado. Crucé la calle Elm, dejando atrás el césped, y reparé en los numerosos curiosos que tenían preparadas sus cámaras de fotos o de 8 mm para captar su propio recuerdo del paso de los Kennedy por la ciudad.

Estudié los alrededores de la pérgola de mármol en busca de un paso al aparcamiento, pero no existía. Para llegar a mi destino, debería rodear el montículo de hierba hasta llegar al puente a nivel del tren, con las tres calles bajo él. Junto a mí, sobre uno de los muretes de la escalinata que llevaba a la pérgola, un hombre grueso, de traje y gafas oscuras, filmaba ya con su cámara de cine casero el ambiente de la plaza. Lo acompañaba una chica más joven y bastante atractiva que parecía ilusionada con el evento. Allá en alto, en aquel punto de la plaza, tendrían una visión privilegiada de cuanto ocurriera durante el paso de los coches oficiales.

—Disculpe, señor... —dije acercándome, pero no pareció oírme—. Oiga, perdone.

Ella me miró y sonrió, y advirtió a su acompañante de mi presencia. El hombre dejó de rodar y bajó la mirada.

—Oh, diga joven. Estaba despistado. Abraham Zapruder, para servirle.

—No quiero molestarles —dije—. Como les veo bien ubicados, me preguntaba si sabe con certeza por dónde pasará el presidente, parece que la gente no tiene claro si por la calle Elm o por la Principal.

—Desde luego —respondió con amabilidad—. Pasará por aquí mismo, a nuestros pies, por Elm. Ha sido un cambio de última hora. Y un poco absurdo si se piensa bien, con este rodeo innecesario a esta pequeña plaza, ya ve usted. Claro que por nosotros, mucho mejor, ¿verdad, cariño?

El hombre miró a su acompañante y ambos sonrieron.

—Muchas gracias, señor Zapruder, y la compañía —me despedí, tocándome el ala del sombrero—. Que disfruten del espectáculo.

Sonreí mientras ellos se despedían y me alejé unos pocos pasos. Al pie de la calle, junto a una señal de tráfico, volví a observar el ambiente, cada vez más animado. Alcé la vista al anuncio de Hertz, que marcaba las 12:27. El Presidente estaría a punto de pasar. Pero no habían llegado aún los agentes en motocicleta para asegurar la ruta.

Intenté de nuevo localizar a los chicos del Servicio Secreto y, aunque había mucha gente en la plaza Dealey, distinguir al personal de Washington sería como descubrir a tres animadoras de fútbol entre un grupo de beatas de la liga antialcohol. Con sus trajes oscuros de quinientos dólares, sus auriculares camuflados y sus miradas nada discretas, no resultaban presas demasiado complicadas.

Vi al primero de ellos en el extremo opuesto de la plaza, justo en la esquina de la calle Houston con Mayor, supongo que atento a la llegada de la comitiva. Hablaba, pero estaba solo, por lo que era evidente que estaría dando alguna información a través de su equipo de radio. Miraba hacia un lado. Seguí la dirección de su mirada y tras unos segundos localicé al otro agente en la esquina contigua, Houston con Elm. Lo vi de frente durante unos segundos antes de que se girara. Se volvió hacia el edificio que tenía a mi lado, el Almacén de Libros de Texto de Texas, y después me pareció que se movía algo más para observar el inmueble de ladrillo rojo que había detrás, al otro lado de la calle Houston, el edificio Dal-Tex.

Observé ambos edificios. Atendí a las azoteas. No era raro que el Servicio Secreto apostara tiradores de élite en algunos puntos para reaccionar ante posibles amenazas. No vi a nadie.

Aunque con tantas ventanas abiertas, con el interior sumido en sombras, podían estar emplazados en cualquier parte.

El agente se giró de nuevo y esta vez dirigió su mirada hacia el interior de la plaza Dealey. Volvió a hablar, supuse que enviando información a un tercer agente que traté de identificar. Tras una mujer rubia con un vistoso impermeable rojo, un tipo de espaldas con traje marrón se tocaba la oreja. Podría tratarse de él. Cuando se volvió, comprobé que era algo más que el tercer observador.

Se trataba del agente especial del FBI William Launter.

Miré mi reloj, marcaba un minuto antes de las doce y media. Hora límite. Debía estar ya en el aparcamiento, dispuesto a recoger el coche. Pero no podía dejar escapar a aquel hijo de perra.

Me lancé a la calle Elm y la crucé. Entré en el campo de césped sin dejar de observar a Launter, que seguía recibiendo informes y haciendo comentarios, ajeno por completo a mi presencia. Miró hacia la calle Mayor y después se volvió hacia la izquierda, primero hacia el edificio Dal-Tex y hacia el almacén de libros a continuación, para terminar de describir un giro de 180 grados quedando en dirección al montículo de hierba a mi espalda. Y por defecto, acabó viéndome a mí.

Nuestras miradas se cruzaron y yo seguí avanzando, pero sólo por unos segundos. Me detuve, y comprobé que a la expresión de sorpresa, que había borrado la severidad de su rostro, la siguió una sonrisa siniestra.

De pronto, como una tubería que revienta, una imagen golpeó mi mente.

Me quedé petrificado en aquel lugar cuando los primeros gritos y aplausos de la gente anunciaron la llegada de la comitiva presidencial a la plaza Dealey.

Launter seguía hablando por su intercomunicador, pero yo sólo trataba de aclarar las brumas de aquel esquema que había colapsado mi capacidad de reacción. El edificio Dal-Tex, el almacén de libros y la valla de madera sobre el montículo.

Tres puntos, tres alturas, tres hombres junto a ellos en contacto por radio. Cerré los ojos, sobrevolé el desierto de Prescott, Arizona y visualicé los promontorios a lo largo del curso seco de aquel río milenario. Los tiradores, los observadores y el jeep tirando de la diana móvil que describía aquel giro tan cerrado. Justo como el que en aquel momento encaraban las motocicletas que abrían el grupo, al internarse en la calle Elm desde Houston.

Un estallido de vítores me devolvió a la plaza Dealey cuando la limusina presidencial giró en la calle Mayor para tomar Houston.

Miré hacia la valla de madera. Delante de ella, a pocos metros, Abraham Zapruder ya enfocaba con su cámara de 8 milímetros el coche del presidente. Tras él, sobre los tablones, entre las ramas de los árboles, me pareció advertir un par de cabezas.

Los primeros coches ya pasaban por la calle Elm a mi altura, precedidos por los motoristas de la policía. Más atrás, un pictórico John Fitzgerald Kennedy y la encantadora primera dama, vestida de rosa, saludaban a los ciudadanos desde el asiento trasero de la limusina descapotable.

Levanté de nuevo la mirada sobre ellos, hacia el edificio Dal-Tex de ladrillo rojo al fondo y, más próximo, el Almacén de Libros de Texto de Texas. ¿Había visto moverse algo en la ventana del sexto piso?

Mi corazón había comenzado a bombear sangre como si tratase de vaciar todo el agua de la maldita presa Hoover, y mi mente no sabía discernir entre la certeza y la especulación. Como resultado, seguía inmóvil sin saber cómo reaccionar ante lo que estaba ocurriendo. Si es que estaba ocurriendo algo.

Busqué a William Launter y aún estaba allí, justo en el centro de la plaza Dealey, el lugar que le permitía tener la mejor perspectiva del recorrido de la caravana así como de aquellos tres puntos que parecían superponerse, en un plano imaginario, sobre las tres cumbres del desierto de Prescott. Desvió su atención para mirarme y volvió a hablar por el intercomunicador.

Parecía tranquilo. Demasiado, pensé, para lo que yo estaba dispuesto a hacer con él. Pero entonces una mano se posó en mi hombro. Y una voz me susurró:

—Señor Bennett, usted no debería estar aquí. Espere el momento y corra al punto de encuentro.

No conocía aquella voz. Quise girarme para identificar al individuo, pero el coche presidencial enfilando la calle Elm captó mi atención.

El vehículo había bajado la velocidad hasta no más de diez kilómetros por hora. La mujer rubia del impermeable rojo pasó ante mí junto a otra chica y gritó «¡Eh, señor presidente!», mientras saludaba con la mano.

Sobre el murete de mármol, la joven atractiva también saludaba al lado de Abraham Zapruder, que no dejaba de rodar.

John Kennedy miraba hacia aquel lado y también sonreía y agitaba su mano. Hasta aquel ruido.

El presidente dejó de saludar al escucharlo. Fue como el petardo de un niño. Demasiado parecido a un disparo. Todo ocurrió tan deprisa que resulta difícil creer que pasaran tantas cosas.

Una bandada de palomas emprendió el vuelo desde lo alto del edificio del almacén de libros.

Cuando escuché aquel sonido por segunda vez, ya no tuve dudas de que se trataba de disparos. Me deshice de aquella mano extraña con un movimiento violento del hombro. Cuando volví a mirar al presidente tenía ambas manos en la garganta. Su esposa gritaba. Un tercer disparo y Kennedy se inclinó hacia adelante. Sonó casi a la vez que el cuarto, tal vez su eco, pero con la limusina a pocos metros de mí, pude escuchar gritar al gobernador Connally, sentado delante del presidente: «Dios mío, nos matarán a todos», al tiempo que gemía; también él había sido alcanzado.

El coche redujo la velocidad por un instante, supongo que ante el desconcierto del conductor, y tal vez eso hizo que un nuevo disparo errase su objetivo. Miré al conductor dispuesto a gritarle que acelerara, pero ya debió de recibir esa indicación de su propio instinto, y el coche se puso en marcha justo al tiempo que, sobre él, desde el otro lado de la valla de madera, una nube de humo se perdía entre los árboles al tiempo que se escuchaba una nueva detonación.

A escasos metros de mí, entre la gente gritando, corriendo y tirándose al suelo, la cabeza del presidente Kennedy reventó como un melón al caer al suelo.

El violento impacto empujó su cuerpo hacia atrás, antes de caer dramáticamente a la izquierda, sobre el regazo de la primera dama, que lo observaba horrorizada.

El tiempo, que pareció haberse congelado durante aquellos escasos cinco segundos en los que ocurrió todo, pasó a correr entonces a doble velocidad.

Los agentes del Servicio Secreto que rodeaban la comitiva saltaron sobre la limusina, que desapareció de allí en cuestión de segundos. La gente en la plaza Dealey corría sin dirección, unos para salvar su vida ante el temor de nuevos disparos, otros con el patriótico objetivo de perseguir a los asesinos.

Yo, al borde de la calle Elm, me volví en busca de William Launter, pero ya no estaba. Sí me encontré, sin embargo, con el sujeto que me había agarrado del hombro. Se tocó la oreja mientras me miraba tras sus gafas de sol.

—Sí, señor, entendido. En camino —dijo al tiempo que me agarraba del brazo—. Venga conmigo, le acompañaré a su posición. No se resista, por favor.

Seguí a aquel hombre. No sabía de qué otra forma reaccionar. Veía en los que me rodeaban la misma expresión de horror y desconcierto que supuse en mi rostro.

Rodeamos el montículo de hierba en dirección al aparcamiento. Nos cruzamos con varios policías de uniforme ante los que mi acompañante se identificó como agente federal mostrando su placa. «Detengan a cualquier sospechoso», le indicó a uno de ellos, consciente de que un agente del FBI suponía siempre un personaje intimidatorio para cualquier funcionario local.

El aparcamiento estaba embarrado como consecuencia de la lluvia de aquella mañana. Había varios hombres en aquel descampado; varios hombres que controlaban cuanto ocurría en aquel lugar en el que, en apariencia, no pasaba nada. No llegué a saber si eran del FBI o del Servicio Secreto, pero sí que recuerdo con claridad que me sorprendió sentir mayor presencia de seguridad en aquel barrizal insignificante que en la plaza en la que acaban de disparar contra el presidente de los Estados Unidos.

Llegamos hasta el Chevrolet, en la salida norte del aparcamiento, junto a las vías del tren. Tras un cristal sucio y con algunas notas pegadas pude ver a un par de tipos trajeados hablando con el que parecía ser el encargado del lugar.

Alguien estaba enredando en el maletero del coche. Lo cerró con un golpe seco y dio un par de palmadas sobre la chapa.

—Paquete listo para el envío —anunció.

Era de mediana altura, un poco grueso, con nariz grande y el mentón dividido en dos por una marca en la barbilla. A pesar de las gafas de sol, resultaban bien reconocibles sus características cejas. Sonrió al extenderme el brazo con las llaves del coche.

—Todo tuyo, Eddie. Eres Eddie, ¿verdad?

Asentí a Jack Ruby, el hombre que el capo de Nueva Orleans, Carlos Marcello, tenía a cargo de sus negocios en Texas.

—Johnny Roselli te envía saludos —dijo suavizando su expresión risueña.