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Euskadi

Si el nacionalismo catalán es esencialmente cultural, el vasco es telúrico, atávico, del latín atavus, tatarabuelo, ancestral, de antecesor, perteneciente a los antepasados remotos, que se pierden en la noche de los tiempos. Y en ese sentido, primario, elemental, incontenible, como todo lo que viene por la sangre. «Lo primero que constituye la esencia de una nacionalidad —decía el capuchino Evangelista de Ibero en su Catecismo vasco— es la sangre, la raza, el origen». Lo de los «diez apellidos vascos» no es una fanfarronada, sino el mejor documento de identidad para aquel nacionalismo. Como el desprecio al maketo, al inmigrante proveniente del resto de España, que en el nacionalista radical se torna odio. «El nacionalismo vasco —escribe Juan Pablo Fusi— fue, por un lado, una reacción a la abolición foral de 1876, pero, por el otro, una reacción a la amenaza que para la identidad tradicional vasca suponían los cambios económicos y sociales que se estaban produciendo a finales del siglo XIX en el propio País Vasco».

Sobre tan firmísima roca —la raza—, el nacionalismo vasco se construye luego apoyándose en paradojas, contradicciones y antinomias, capaces de volver loco a cualquiera que no tenga una fe ciega en lo que cree. El nacionalismo vasco tiene más de sentimiento que de razonamiento, de irracionalidad que de racionalidad, de leyenda que de historia. Pero del mismo modo que la moneda falsa desplaza a la verdadera, la leyenda desplaza a la historia siempre que entran en colisión. Entre otras cosas, porque la leyenda suele ser mucho más bella, mientras que la historia, si es verdadera, tiene más páginas tristes que alegres, como la vida misma que narra. Aparte de que la leyenda podemos manipularla a nuestro antojo. Es como ha ido surgiendo el nacionalismo vasco, como un mito más que como una realidad, como una religión más que como un programa político, con sus ritos, sus héroes, sus mártires y su fanatismo.

De todas sus contradicciones, sin duda la fundamental se refiere a su relación con España y los españoles. Que los vascos vivían en sus valles y montañas antes incluso que iberos y celtas llegaran a la Península es aceptado por la mayoría de los historiadores, aunque nos movemos en épocas donde resulta difícil fijar fechas. Son, por tanto, los primeros españoles, de igual modo que el idioma vasco está en la base del castellano, según afirma Menéndez Pidal y muestran las Glosas emilianenses, en las que un monje vasco apunta los primeros balbuceos del español. Es más, Castilla, la antigua Bardulia, en la frontera nororiental del reino astur-leonés, tenía como capital nada menos que Amaya, nombre sagrado para los vascos. Los valles de La Losa, Valdegovia, Valdejo, Tobalina, donde se tocan Burgos, Álava y Vizcaya, eran gobernados por condes díscolos y guerreros, entre los que destacó Fernán González, que consiguió imponerse a los demás y declararse independiente de la corte de León al filo del año 1000. «En la repoblación —dice Rafael Lapesa— fue poderoso el elemento vasco, asegurado por toponímicos como Vizcaínos, Gascones y Basconcillo». Lo que quiero decir con todo ello es que los vascos se cuentan entre los padres tanto del castellano como de Castilla y, consecuentemente, de España, por mucho que les pese a sus nacionalistas. ¿Acaso el Atlétic de Bilbao, compuesto únicamente por vascos, no fue considerado el equipo de todos los españoles hasta que empezó la furia terrorista? ¿Acaso no hay en Sabino Arana y en todo el nacionalismo vasco un eco del cristiano viejo, con su manía de pureza de sangre? «Si coges a un burgalés y a un vasco —me decía en Nueva York don Emilio González López, parlamentario en las tres legislaturas de la República, desde la perspectiva que da el exilio y los años—, apenas notarás diferencia. A fin de cuentas, ¿cuáles son los rasgos característicos vascos? La religiosidad, el tradicionalismo, el machismo, el cantar en coro, la arrogancia. ¡Pero ésas son precisamente las características del español! Lo que quiere decir que hay un hecho diferencial catalán, gallego, andaluz. Pero no vasco. Lo vasco es, como decía Baroja, “el alcaloide de lo español”».

Sin embargo, y ahí tropezamos con la gran paradoja, el nacionalismo vasco considera al español su enemigo a muerte, el enemigo al que combatir y destruir. Será su consigna, su bandera de combate: guerra al español y a lo español. Por eso precisamente nos resulta tan difícil combatirle. ¿Cómo se puede luchar con alguien que es la esencia de uno mismo? En el forcejeo que sostienen vascos y españoles desde hace casi dos siglos, los españoles ganan siempre por ser más, pero los vascos no pierden nunca por ser más españoles que el resto. Tal vez la clave, y la tragedia, esté ahí, en que el vasco sea, como se ha dicho tantas veces, el español puro, el español no romanizado, ni visigotizado, ni arabizado, ni afrancesado, ni germanizado, y que al pretender el español «mestizo» imponer su norma en el País Vasco, los vascos la rechacen por impura, por adulterada. De aceptarse esta teoría, no serían los vascos los que se separan de España, sino el resto de los españoles los que se han separado de la España auténtica. Algo que encaja perfectamente en el ideario de las guerras carlistas, como veremos luego.

Pero ya está bien de disquisiciones, volvamos a la historia, ya que uno de los mayores problemas del conflicto vasco es precisamente la abundancia de aquéllas. No hay referencias históricas de desavenencias entre el señorío de Vizcaya, primero con los condes castellanos, luego con la Corona. Los vizcaínos, nombre genérico que se daba entonces a los vascos, intervinieron prácticamente en todas las empresas imperiales de Castilla, como capitanes, pilotos, diplomáticos, clérigos y descubridores, alcanzando algunos de ellos renombre universal. El que durante la guerra de Sucesión apoyasen al candidato Borbón les ahorró las penalidades y castigos que sufrieron los catalanes. Felipe V prefirió posponer las medidas centralizadoras en el País Vasco, donde siguieron vigentes los fueros y privilegios, como una hacienda propia y la exención del servicio militar. Algo parecido a lo que hizo Franco, al mantener parte de la autonomía foral de Álava y Navarra como premio al apoyo que le habían prestado durante la guerra. O sea, que los vascos no fueron siempre víctimas del Estado español, como pretenden los nacionalistas, dicho sea de pasada. También gozaron de privilegios. Y no insignificantes.

El enfrentamiento, que envenenará todo el siglo XIX y se convertirá en endémico, va a venir por el problema dinástico. En su lecho de muerte, Fernando VII deroga la Ley Sálica, que impide acceder al trono a las mujeres, lo que franquea el camino hacia él a su hija. No es a ésta, entonces con dos años, a la que temen en el norte, sino a su madre María Cristina y a su camarilla, sospechosas de tendencias liberales. No se equivocan. Ya los primeros decretos de la regente apuntan en esa dirección. El herma no del rey no lo acepta y se hace proclamar Carlos VI, sublevándose y arrastrando tras de sí a buena parte del norte peninsular, con Navarra y el País Vasco como centro de operaciones. Los partidarios de Carlos, los carlistas, inician la primera de las tres guerras que llevarán ese nombre.

Los carlistas se sublevan contra el gobierno central, no porque sea español, sino porque es liberal, antirreligioso y, según ellos, antiespañol. La Constitución de 1834, de corte europeizante y, sobre todo, la desamortización que Mendizábal pone en marcha a continuación, poniendo en venta buena parte de los bienes eclesiásticos, no hacen más que confirmar los peores temores de los carlistas, que se baten con fiereza y en más de una ocasión ponen en apuros al ejército «cristino». Pero son incapaces no ya de conseguir una victoria decisiva, sino de tomar Bilbao, al que sitian. Las deserciones en sus filas, las divisiones en su mando y la promesa de que serán respetados en lo posible sus fueros e integrados sus oficiales en el Ejército regular conducen a la contienda a su finalización, rubricada por el Abrazo de Vergara. Pero habrá otras dos (1846-1849 y 1872-1876), puesto que un Estado que deseaba modernizarse no podía seguir con las normas del Antiguo Régimen, tal como querían los carlistas. El resultado fue siempre el mismo: victoria de los liberales y recorte paulatino de los fueros, que en 1876 fueron suspendidos definitivamente. Se trata de una fecha clave para el nacionalismo vasco, el momento en que «perdimos las libertades», y «empezamos a estar sometidos a los españoles». Una exageración, si no una mentira, ya que las guerras carlistas no fueron guerras entre vascos y españoles, sino guerras civiles entre españoles. Hubo vascos que luchaban con los carlistas y los hubo que luchaban con los liberales, como demuestra que Bilbao resistió todos los sitios de los partidarios de don Carlos. Pero sobre esa última derrota se levanta, como una pira funeraria, todo el doliente, sollozante, victimista y a menudo poético y frenético nacionalismo vasco. No hay que olvidar que el romanticismo dominaba en Europa. La verdad no era tan importante como la melancolía, y como ha demostrado Jon Juaristi, la melancolía es el alma del nacionalismo. A falta de victorias reales, el nacionalismo vasco se alimenta de leyendas. Una novela de Francisco Navarro Villoslada, Amaya o los vascos del siglo VIII, se convierte en la epopeya de aquel pueblo. Amaya es la princesa que, oponiéndose a la sacerdotisa pagana Amagoya, integra a los vascos en el cristianismo y los conduce a Covadonga, a luchar contra los infieles. La alegoría es clara: los carlistas son los descendientes de aquellos vascos, y como ellos, están luchando contra los paganos liberales, como Pelayo y sus fieles lucharon contra los musulmanes. El éxito de la novelita fue inmenso. A partir de ahí, todo está permitido para recobrar una patria que nunca existió, incluida la llegada a Vizcaya de un infante inglés, que dirige a los vizcaínos en la batalla de Padura contra los leoneses y deja el campo cubierto de sangre enemiga. Vicente de Arana es el primero en abordar la leyenda del Caudillo Blanco, de Jaun Zuría. Pero quien la llevará a la apoteosis del nacionalismo vasco es el padre del mismo, Sabino Arana, que convierte a Jaun de Zuría en Lope de Zuría, natural de Busturia e hijo de un vizcaíno del mismo nombre y de una infanta de Escocia. Hemos dicho que Arana es el padre del nacionalismo vasco y nos quedamos cortos: es su profeta, su maestro, su precursor y su mesías, su alma y su cuerpo. El mensaje que predica es muy simple, como el de todos los iluminados: España es la enemiga secular de la nación vasca, que abolió sus libertades, acabó con sus honestas tradiciones, violó sus montañas vírgenes, emponzoñó sus ríos cristalinos y la invade con los maketos que llegan a trabajar. Es el mensaje que el nacionalismo vasco ha mantenido hasta el día de hoy. No importa que quien horadara esas montañas y ensuciara esos ríos fueran los capitalistas vascos en busca de mineral de hierro, y que fueran también ellos quienes trajesen a los obreros españoles que necesitaban para sus minas y altos hornos.

España es la culpable, la enemiga, aunque Arana reserva algunas críticas para los empresarios vizcaínos. En cualquier caso, el programa que propone se compone de dos elementos que son en realidad las caras de una misma moneda: por un lado, reconstruir la nación vasca a base de recuperar sus elementos autóctonos, diferenciales, empezando por el euskera. Por el otro, limpiarla de toda contaminación españolista, desde el liberalismo (hacía falta imaginación para considerar liberal a aquella España) al baile agarrado. Con materiales tan elementales, Sabino Arana se lanza a la arena política. Que tenía madera de profeta lo demuestra que aún hoy, un siglo más tarde, su mensaje constituye la esencia del nacionalismo vasco. No puede decirse que tuviera mucho éxito en vida, pero no era de esos hombres a los que el fracaso desanimase. Creía en lo que decía, tenía fe en ello y, lo más importante, era capaz de transmitírselo a otros. El Partido Nacionalista Vasco que creó ha corrido toda suerte de avatares y ha sufrido una serie de divisiones, que podrían considerarse más bien cismas, ya que el nacionalismo vasco tiene casi más de religión que de política. Sin embargo, ha aguantado, siempre en la cuerda floja, siempre en la contradicción, siempre al borde del precipicio, pero siempre representando una parte importante del pueblo vasco.

La primera contradicción que ha tenido que orillar ha sido la de quién es realmente vasco. La segunda, quién es nacionalista. Y la tercera, qué relaciones debe tener el País Vasco con España. Analicémoslas siquiera sucintamente.

Para Sabino Arana «lo vasco» viene definido por la estirpe —que demostrarán los apellidos—, por la lengua, distinta a todas, y por la religión, la católica romana, en su versión más integrista. Se trataba de un programa de máximos, como podía esperarse de un profeta, que chocaría pronto con la realidad. Hay vascos con apellidos no vascos, extranjeros incluso algunos de ellos (como los hay, y muchos, que no hablan euskera), tibios, e incluso escépticos en materia de religión. Todos ésos no podían ser, según Arana, nacionalistas. En realidad, ni siquiera los consideraba auténticos vascos, ya que identificaba al vasco con el nacionalista. Pero los que le siguieron, sobre todo quienes se lanzaron con su ideario a la batalla política, tuvieron que hacer concesiones, ya que, de otro modo, se arriesgaban a permanecer como un grupo marginal, sin posibilidades de ocupar nunca el poder en su tierra. Qué concesiones hacían ha venido siendo motivo de debate eterno entre ellos, y ha provocado todo tipo de divisiones, expulsiones y cismas en el seno del PNV. Los «puros» defienden íntegramente la doctrina del fundador. Los pragmáticos dicen que hay que ser flexibles para alcanzar la meta final. Pues en ésta están todos de acuerdo: el objetivo es lograr un Euskadi independiente de España. Es en los métodos para lograrlo donde surgen las diferencias. Y los pragmáticos, por su mayor adaptación a la realidad, se imponen, dibujando en la escena política española la imagen de un partido nacionalista moderado, que acepta las reglas de juego democráticas, pero que no olvida las consignas de su fundador, el PNV Su mayor lastre es una alta burguesía vasca, que ha asumido un papel dominante en la banca y la industria españolas e incluso aceptado títulos de la monarquía. No está por tanto interesada en veleidades independentistas. El PNV se convirtió así en el partido de las clases medias urbanas y, sobre todo, del campo vasco, donde el clero mantenía y aún mantiene viva una religión muy tradicional y donde las costumbres ancestrales siguen vigentes. En cierto modo, es el heredero del carlismo, aunque con concesiones a los nuevos tiempos. La decadencia de España, que se evidencia de un modo espectacular en 1898, ayuda al distanciamiento con ella, mientras que la llegada de obreros procedentes de otras regiones españolas agudiza la conciencia vasca de pertenecer a una entidad distinta. La Segunda República genera tantas esperanzas como suspicacias entre los nacionalistas vascos. Por una parte, viene dispuesta a realizar las reformas que España necesita para convertirse en un país moderno, entre las que figura abandonar el centralismo y reconocer la personalidad de las regiones. Pero, por la otra, su espíritu laico, aconfesional, que en algunos de sus dirigentes es claramente antirreligioso, no puede en modo alguno converger con el de una gente, como la del PNV, de misa diaria y Primeros Viernes. Esta desconfianza mutua hace que mientras Cataluña recibe su estatuto de autonomía muy pronto, el País Vasco no lo recibirá hasta comenzada la guerra civil, cuando se pone al lado del gobierno de la República. Aunque no crean que todos los nacionalistas vascos estuvieron de acuerdo. Había entre ellos quienes consideraban el conflicto «una guerra entre españoles» e incluso quien propuso aprovecharlo para declarar la independencia. Fue lo que hizo que los vascos luchasen como unidades independientes dentro del ejército de la República y que negociasen su rendición por separado, con un general italiano, por cierto.

De poco iba a servirles. Con la entrada de sus tropas, Franco liquida el estatuto, aunque premia a Álava, que se había puesto de su parte, con el mantenimiento de las prerrogativas fiscales de las que disfrutaba. No hay que olvidar tampoco a los vascos que le apoyaron, que fueron muchos e importantes, en el campo de la banca, en el de la industria y en el de la intelectualidad. Algunos de ellos ocuparon cargos relevantes en su régimen.

El nacionalismo vasco se refugia en el exilio exterior, donde lleva una vida lánguida pese a mantener su gobierno, y en el interior, donde se mostrará mucho más activo, pese a la represión, o puede que debido a ella. No hay que olvidar que el nacionalismo vasco es victimista y fabulador por naturaleza, y es frente a la persecución como mejor se mueve. Los colegios religiosos se convierten en auténticos invernaderos de jóvenes nacionalistas, aleccionados por sacerdotes que hacen pocos distingos entre religión y nacionalismo. El de los Escolapios de Bilbao, según Juaristi, fue la verdadera cuna de ETA. La doctrina se la proporcionaban sus profesores o se la procuraban ellos a través de publicaciones clandestinas. La justificación práctica la tenían ante sus ojos: la represión franquista, a la que se unía la nueva «invasión» española, los miles de obreros que llegaban de otras regiones en busca de un puesto de trabajo que en la suya no tenían. Que fuera una situación generalizada en toda España no les importaba. Ellos sólo veían la de su patria hollada y esclavizada. Otra de las características más destacadas del nacionalismo es su perspectiva selectiva.

Cuando esos chicos se hacen adultos, el mundo ha entrado en una fase revolucionaria. Corren los años sesenta del pasado siglo, los de la descolonización, la revolución cultural, el cambio de costumbres y el no fiarse de nadie con más de treinta años. Y aquellos cachorros del nacionalismo no pueden ser inmunes a ello. Han leído a Mao y al Che, han visto nacer a docenas de nuevas naciones, han seguido los alzamientos de Castro en Cuba, del FLNA en Argelia y del vietcom en Vietnam. Saben que «el poder viene por el cañón de un fusil» y que la guerrilla es el arma del débil contra el fuerte. Están convencidos de que con la negociación no alcanzarán nunca el objetivo buscado, entre otras cosas porque muchos vascos no lo quieren. Pero no les importa. Se lo impondrán. ETA se convierte así en un Frente de Liberación Nacional, con todas sus características de radicalismo y violencia. El nacionalismo vasco adquiere un nuevo ingrediente, el marxismo, no tan extraño como a primera vista pueda parecer, pues el marxismo, a fin de cuentas, es también una religión. Sin Dios, pero religión, con sus dogmas, santos, mártires, paraíso e infierno. Los biznietos de los viejos carlistas se convierten en la izquierda abertzale. La táctica que siguen es la más pura de Hó Chi Minh: golpear donde y cuando puedan, sin pararse en barras, para obligar al Estado español a responder con una violencia indiscriminada, que les atraiga la repulsa del pueblo. Es la que siguen utilizando hasta nuestros días. Una nación española desarmada ideológicamente tras una dictadura que monopolizó el patriotismo y un Estado español que trata de reestructurarse bajo todo tipo de presiones, ceden una y otra vez ante el empuje de los nacionalismos periféricos, el vasco especialmente, que se hacen dueños de su feudo, ayudados incluso por los socialistas, aunque algún apoyo reciben también de los populares. Así logran una autonomía con competencias difíciles de igualar en Europa. El drama, y la fuerza, del nacionalismo es que no conoce fronteras. Dentro de las propias, no parará hasta adquirir todos los poderes de forma práctica. Fuera, trata de expandirse por los territorios vecinos. Desde luego, la autonomía no es la estación final para los nacionalistas vascos, tanto moderados como radicales. Es una mera parada intermedia hacia el último destino, la independencia. Y si el PNV gobernante en Euskadi se olvida de ello, allí está ETA para recordárselo, con sus atentados y amenazas, dirigidos también a los nacionalistas tibios. Aquí conviene hacer un pequeño alto para abordar un punto fundamental para el nacionalismo vasco y su lucha por la independencia. Aun manteniendo los principios diseñados por Sabino Arana sobre la esencia, medios y fines del vasquismo, los ideólogos de ETA no podían ignorar dos cosas. Una, la irrupción de cientos de miles de españoles en su territorio durante las últimas décadas. Otra, su condición de marxistas, que les obliga a la solidaridad con la clase obrera, no importa su procedencia. Resuelven el dilema con la agilidad con que sus predecesores resolvieron otros parecidos: serán aceptados tan sólo aquellos españoles que colaboren en la lucha por la liberación vasca. Todo el que no lo haga, y no digamos ya los adheridos a una organización no nacionalista, serán considerados enemigos y tratados como tales. Por eso hay en los comandos de ETA apellidos españoles. Fíjense en los de los etarras más sanguinarios: abundan los Hernández, López, Díaz, Torres y Martínez. Los hijos e hijas de algunos trabajadores gallegos, extremeños o andaluces quieren ganarse así el derecho de ser vascos. Ya que no tienen pura sangre vasca, pueden «lavarla» derramando sangre española.

La estrategia ha tenido sus éxitos. El más importante de todos, haber atraído al PNV a la línea dura de los abertzales, hasta el punto de que firmaron un pacto con ellos (Lizarra, 1998). En qué medida influyó en ello el miedo —a fin de cuentas, los etarras no discriminan demasiado en sus blancos— y en qué medida una comunión última de objetivos —«Unos sacuden el árbol, otros recogen las nueces», dijo Arzalluz— es una cuestión que pertenece a la esfera privada de cada uno y suponemos que habrá de todo. Pero que esta aproximación del PNV es un gran triunfo de ETA está a la vista.

No obstante, ETA ha debido también pagar un alto precio por ello. En primer lugar, en prestigio, no sólo suyo, sino del entero mundo nacionalista. No se asesinan niños impunemente y, al hacerlo, ETA ha dejado de ser el movimiento de liberación que pretendía ser para colocarse a la altura del más brutal de los fundamentalismos. Son cosas que a la larga se pagan, aunque la organización terrorista parece decidida a pagar ese precio.

Aunque el error fundamental no es creer que la España de comienzos del siglo XXI es la Argelia o el Vietnam de 1960, sino aquel que vienen cometiendo inconscientemente o a sabiendas los nacionalistas vascos desde el principio: Euskadi no es, como dicen, un país ocupado. No existe comparación con Quebec o Irlanda del Norte, sus grandes referencias. Los vascos no son un pueblo oprimido. En Euskadi mandan, hoy más que nunca, los nacionalistas. Y si hay allí alguien perseguido, amenazado, «segregado», son los no nacionalistas, que constituyen la mitad de la población. A lo que puede añadirse que Euskadi es un país moderno, desarrollado, plural, donde los nacionalistas constituyen sólo una parte, y los nacionalistas radicales, una minoría. Esto significa que sus objetivos exclusivistas sólo podrán alcanzarse con una limpieza étnico-político-cultural que recuerde los peores tiempos de las guerras balcánicas. Pero es la estrategia que ETA está poniendo en práctica. El que no esté conmigo, está contra mí. Y con insultos, amenazas, secuestros y atentados contra todos los que se supone que no están en su línea, vascos y no vascos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, civiles y militares, trata de implantar el sueño de Sabino Arana de una Euskadi donde sólo vivan los vascos nacionalistas. El PNV, siempre un paso por detrás, busca una sociedad con dos clases de ciudadanos: los vascos de pleno derecho y los «otros», a los que se permitirá seguir viviendo allí pero ya como extranjeros. «Como los alemanes en Mallorca», según la frase, siempre oportuna, de Arzalluz. ¿Puede ocurrir algo así en la Europa del siglo XXI, en un país miembro de la Unión Europea, el club más exclusivo y democrático de la escena internacional? Teóricamente, no, y las condenas de distintas instituciones europeas del carácter «xenófobo» y «étnico» de parte del nacionalismo vasco advierten que un proyecto de este estilo no puede salir adelante. Pero hemos visto también tantas estupideces, tanto fanatismo, tanta cobardía, que debemos estar preparados para todo.

Aunque no es menos cierto que, tras haber perdido la razón moral, los nacionalistas empiezan a perder la política. Un partido, como Batasuna, que sirve de tapadera a una banda terrorista, no merece la cobertura legal y ha sido ¡legalizado! El propio PNV ha sido excluido de la Internacional Democristiana, que ayudó a crear, y de otras organizaciones de partidos de centro, de modo que cada vez más adquiere un papel de paria en el exterior. A su vez, dentro de España ha perdido prácticamente todo el prestigio que tenía como representante de un nacionalismo democrático, excepto para una Izquierda Unida que se apunta a todo con tal de recoger las migajas del poder. Y es que un gobierno que no garantiza la seguridad ni la libertad de sus ciudadanos no merece el respeto de ningún auténtico demócrata. Incluso en el propio País Vasco la oposición individual se ha ido convirtiendo en abierta rebeldía de los amenazados, como queda de manifiesto tras cada nuevo atentado. Desde el asesinato de Miguel Ángel Blanco, hemos asistido a una movilización cívica contra una situación asfixiante. Las víctimas, en lugar de callar y aguantar como hasta ahora, se han echado a la calle tras la pancarta del «¡Basta ya!», y denunciado abiertamente al PNV como cómplice de ETA, lo que arrebata a aquél sus dos joyas más preciosas. Por un lado, le expulsa del centro del conflicto vasco, en el que pretendía estar, para arrojarle a uno de los extremos, el de los que matan. De ahí sus esfuerzos desesperados de recuperarlo igualando «¡Basta ya!» y ETA. Por el otro, negándole la representación de todo el pueblo vasco que se arrogaba. Hoy ni siquiera tiene la de todos los vascos-vascos.

Hay vascos con diez apellidos vascos que rechazan un proyecto soberanista de ruptura con España. ¿Qué hacer con ellos? ETA, sencillamente, los elimina. El PNV, siempre sinuoso, los considera «michelines» superfluos. No dice que conviene eliminarlos, pero sin duda considera que sobran, pues no caben en el proyecto nacionalista, se han autoexpulsado del mismo. Ahora bien, el proyecto de una nación de este tipo resulta inadmisible en la Europa del siglo XXI. Las últimas guerras balcánicas sólo han dejado clara una cosa: no se acepta una nación étnica.

El PNV ha reaccionado a esta pérdida de posiciones y prestigio con una huida hacia adelante: un programa nacionalista de máximos, con la meta clara de la independencia. Aunque se le pone la hoja de parra de una «reforma del actual Estatuto», choca frontalmente con varios puntos de la Constitución española —nacionalidad y ciudadanía vasca, libre asociación con el Estado español, representación exterior, seguridad social propia, poder judicial totalmente autónomo, superioridad de las leyes vascas sobre las del Estado—, e incluso no tiene cabida en la Constitución europea que se está gestando. Pese a ello, el lehendakari Ibarretxe se ha marcado un calendario de ejecución de su plan y Arzalluz ha advertido que la única alternativa al mismo es la independencia. Esperan contar con el apoyo de todos los nacionalistas, moderados y radicales, con la complicidad de Izquierda Unida y la no beligerancia del PSOE. Su primer problema es que un programa tan maximalista resulta difícilmente digerible para todos los vascos, empezando por los empresarios, que ya han advertido de los daños que puede causar a su economía. El segundo, que si quieren cumplir, como dicen, todos los trámites legales, no van a superarlos, empezando por la ratificación del Parlamento español y terminando por la diputación foral de Álava, que ha presentado recurso contra el Plan por defecto de forma y fraude de ley. También lo ha hecho el gobierno central ante todos los tribunales pertinentes, con la amenaza añadida de reformar el Código Penal para convertir en delincuente a todo cargo público que vulnere la Constitución. Lo malo es que las autoridades vascas no reconocen la jurisdicción de ningún «tribunal español».

¿Qué puede hacerse ante ello? ¿Meter en la cárcel a Ibarretxe? Nada les gustaría más. La foto del lehendakari esposado entre dos guardias civiles sería presentada como prueba de lo que proclaman y no es cierto: que están subyugados por España. Pero tampoco el Estado puede cruzarse de brazos ante tamaño desafío. Quiero decir que la situación, aparte de explosiva, es peliaguda. Y por si todo ello fuera poco la ya citada batalla a muerte que libran PP y PSOE, olvidando que el verdadero enemigo es un nacionalismo excluyente, pese a sus disfraces, y violento, pese a sus jeremiadas. El divorcio de los dos grandes partidos constitucionales ante un tema tan crucial es, sencillamente, suicida. Suicida para ellos y suicida para la nación española, cuya defensa, y la de los ciudadanos amenazados, se deja a cargo de un solo partido. Demasiado poco ante el asalto combinado de fuerzas que escatiman en medios. «¿Cómo puede llamarse a la rebelión ciudadana (contra el terrorismo y quienes están tras él) sin el respaldo unitario de esos dos partidos?», se pregunta tan angustiado como contrariado el catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco Aurelio Arteta. Y recuerda a los socialistas vascos que hace año y medio declaraban solemnemente que «la vida y la libertad son exigencias tan básicas, tan primarias y tan urgentes, que no admiten diferencias partidistas». José Luis Rodríguez Zapatero ha rechazado, no una, sino varias veces, el Plan Ibarretxe. Pero al mismo tiempo sigue distanciándose del PP y buscando una equidistancia entre éste y el PNV En una situación normal sería lógico. Pero la situación que reina hoy en el País Vasco es todo menos normal, aparte de que nos encontramos ante un auténtico golpe de Estado a plazos. Ibarretxe trata de conseguir, escalonada y legalmente, lo mismo que ETA con sus bombas: la separación de España. Cuando se ha puesto sobre el tapete algo tan grave como la secesión, hablar de profundizar en el estatuto, de diálogo con el PNV, al mismo tiempo que se negocian alcaldías con él, en vez de resolver la crisis, la agrava, al dar alas a los que van a por todas. Lorenzo Contreras lo ha dicho con esa prosa conceptual que se gasta: «El Plan Ibarretxe no puede sentirse inquietado, más bien esperanzado, por la política del PSOE».

Es por lo que no conviene hacerse ilusiones y hay que estar preparado para todo. Estamos ante un conflicto muy viejo, muy enquistado, tal vez con un cáncer con el que tengamos que vivir. O morir. Lo peor del mismo es el ingrediente de leyenda, irracionalidad y atavismo que encierra. Dado que viene envuelto de visceralidad, con el nacionalismo vasco no sirve ni la razón ni apelar a la historia, pues, como apunta Juaristi, es «intrahistórico», transcurre por debajo de ella. Ni siquiera sirve derrotarle, porque vive del victimismo, y cuantas más derrotas cosecha, más justificado se cree. En realidad se alimenta de ellas. Dicen que el amor se cura con el tiempo. Pero ¿se cura el odio? Parece que no, que es al revés. El tiempo lo alimenta. Y el nacionalismo vasco se fundamenta en el odio. Odio a lo español, ese hijo espurio que le ha salido. El odio sólo puede acabar con la muerte. Es lo que está proclamando ETA a todas horas, en todas partes.

Para el resto de los españoles, al drama se une la impotencia: ¿cómo luchar contra quien es más español que uno mismo? Pues ¿han visto ustedes algo más castizo que la chulería de Otegui, más tridentino que la militancia de Arzalluz, más parecido a las viejas procesiones que una manifestación nacionalista por las calles de cualquier villa o ciudad de Euskadi?