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Tanto monta

Los Reyes Católicos vienen siendo considerados los padres de la nación española. Ya que aún no hemos aclarado si esa nación ha cuajado, no podemos darles ese título fundacional. Pero ni nosotros ni nadie podemos negarles que lo intentaron hasta el fin de sus días con todas sus fuerzas. Hay un antes y un después de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en la historia de España. Algunos de sus cálculos no se cumplieron. Varias de sus decisiones pueden considerarse, a la luz de los resultados, desafortunadas. Pero ni sus mayores críticos ponen en duda su afán apasionado de convertir el variopinto mosaico que era la península Ibérica a finales del siglo XV en un reino moderno.

El matrimonio fue todo menos fácil. Buena parte de la nobleza de ambos reinos se oponía temiendo, con razón, un fortalecimiento del poder real. Fernando tuvo que llegar a la boda disfrazado de mozo de mulas. Las capitulaciones matrimoniales, sin embargo, demuestran que ambos cónyuges estaban dispuestos a respetar escrupulosamente las peculiaridades de sus respectivos reinos. Eligen como lema el «tanto monta, monta tanto» que los pone en un nivel de absoluta igualdad. El nombre de Fernando iría delante en los documentos de palacio, pero en la enumeración de reinos, el de Castilla precedería al de Aragón. La única que podría dar títulos y mercedes en el territorio castellano sería la reina. Se mantenían las diferencias existentes en pesas, medidas, arbitrios y legislación. En una palabra, más que una unión se produjo una confederación de dos reinos, con el deseo tácito de sus monarcas de irlos acercando.

En este empeño, sin menospreciar para nada la total entrega de Isabel a la empresa, puede decirse, sin embargo, que Fernando puso más, al ser quien más tenía que perder. Castilla cuadriplicaba en territorio a Aragón y lo sextuplicaba en habitantes. Era también considerablemente más rica, y el poder real mucho más efectivo. A Fernando iba a corresponderle, pues, interpretar el papel de segundón en la andadura que iniciaban juntos. Sin embargo, no vaciló en hacerlo, como habría hecho un monarca más pusilánime. Luego, como rey, mostró un tacto exquisito en los asuntos castellanos, para que nadie pudiera acusarle de inmiscuirse en ellos. Durante el primer viaje que hicieron a Andalucía, la gente decía que parecía un mero figurón, tal era su retraimiento. Sólo tuvo un momento de vacilación: al morir, Isabel deja como reina de Castilla a su hija Juana, en la que ya apuntaban signos de locura. Sólo en caso de incapacidad, su padre gobernaría como regente. Fernando, despechado, se casa con Germana de Foix, sobrina de Luis XII de Francia. El peligro se duplica cuando de tal matrimonio nace un hijo, destinado a ser rey de Aragón. La unión tan laboriosamente conseguida se ve amenazada. Pero el infante muere. Como muere Felipe el Hermoso, esposo de Juana, ya completamente trastornada.

Fernando asume la regencia y, tras conquistar Navarra, la incorpora al reino de Castilla, no al de Aragón. Luego, al morir, deja su reino a su nieto, el hijo de Juana, Carlos, lo que consolida la unión. Tal vez le salió el Trastámara que era, esto es, el castellano. Tal vez, sencillamente, tenía ese sentido de Estado que ha hecho decir a algunos que Maquiavelo lo tomó como modelo de su Príncipe. Aunque hay aragoneses que no se lo perdonan, y le consideran un traidor a su patria chica.

Pero nos hemos ido demasiado lejos en esta galopada político-sentimental y debemos regresar al principio de ese reinado si queremos retomar el hilo en nuestra búsqueda de la nación española. La primera preocupación de los jóvenes monarcas fue hacerse con el control de sus respectivos reinos. Fernando lo tenía más fácil, ya que su padre, Juan II, pese a tener todo tipo de conflictos en Navarra y Cataluña, había conseguido imponerse gracias a su habilidad diplomática y a su suerte militar. Pero Isabel lo tenía realmente (nunca mejor usada la palabra) difícil. La sobre el papel hija de su hermano, y a decir del pueblo hija del favorito de éste, Juana la Beltraneja, le disputaba los derechos al trono, apoyada por el rey portugués y por buena parte de la nobleza. El contencioso se dirimió con las armas, y los vencedores fueron Isabel y Fernando, que se habían puesto al frente de las tropas castellanas.

Ya asentados en el trono, emprenden la tarea de armonizar en lo posible sus reinos, tomando una serie de medidas que los vinculaban entre sí, aunque manteniendo siempre un escrupuloso respeto a las instituciones de cada uno. Curioso y significativo para nuestro tema resulta que cuando el Consejo Real debatió su denominación, los monarcas rechazaron la propuesta de algunos consejeros de tomar el título de «Reyes de España», prefiriendo mantener el de los reinos respectivos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Permitieron, sin embargo, que lo usasen sus panegiristas, aunque la mayoría de ellos prefiriera el de «Reyes de las Españas», que no sólo era más literario, sino también más ajustado a la realidad. Los monarcas conocían mejor que nadie las diferencias entre sus súbditos y territorios. Es por lo que buscaron la unidad respetando la pluralidad («yuxtaponiendo sus reinos sin fundirlos», según Gómez Mampaso). Lo formidable de la tarea, el poco tiempo de que disponían y las circunstancias inesperadas que les salieron al paso constituyeron obstáculos impresionantes. Ellos, en cualquier caso, lo intentaron, y recorrieron un buen trecho de ese camino.

Lo más urgente era establecer la autoridad sobre sus reinos, desafiada por un bandolerismo rampante —al que se hizo frente con la Santa Hermandad, nuestra primera policía rural— y una nobleza rebelde, sobre todo en Castilla, donde los últimos reyes habían sido un ejemplo de dejación de responsabilidades y concesiones disparatadas. Con decir que uno de ellos, Enrique II, ha pasado a la historia con el sobrenombre de el de las Mercedes, y otro, Enrique IV, con el de el Impotente, que hacía referencia al ámbito sexual pero que también podría ser aplicado al político, está dicho todo. No sólo se habían creado infinidad de nuevos títulos con sus correspondientes señoríos, sino que tierras y villas hasta entonces de realengo habían pasado a manos de señores no siempre de forma lícita. La Castilla relativamente libre de la Alta Edad Media se había ido feudalizando, en un proceso inverso al del resto de Europa. Buena parte de estos nobles fueron los que se pusieron de parte de Juana la Beltraneja oliéndose lo que se les venía encima. En efecto, una de las primeras medidas que tomó la joven pareja de monarcas tras su victoria fue ordenar la devolución de las tierras ilegalmente ocupadas, reclamar las villas que pertenecían a la Corona y disponer el derribo de las almenas de determinados castillos, para mostrar quién mandaba allí. Son medidas muy jaleadas por la inmensa mayoría de los historiadores. Sin duda fueron en su conjunto positivas. Pero hay que verlas también en su justa proporción. Si se desmocharon almenas, fueron las de castillos fieles al bando de la Beltraneja. Algo parecido puede decirse de los nobles obligados a restituir tierras y privilegios. Por el contrario, los que apoyaron la causa de Isabel fueron recompensados. También recibieron generosa recompensa los que ayudaron en la conquista de Granada. Buena parte de los grandes señoríos de Andalucía proceden de entonces. O sea, que junto a la loada mano dura de los Reyes Católicos con los nobles, hubo también mano blanda silenciada. O más exactamente, mano suave. Isabel y Fernando restablecieron la autoridad real sobre una nobleza que se había salido de madre. Pero en modo alguno redujeron en términos globales el prestigio y la riqueza de ésta. Intuyeron que eran sus aliados naturales frente a los enemigos internos y externos que podían surgirles y presintieron que iban a necesitarla en las grandes empresas que proyectaban, por lo que llegaron a un acuerdo tácito con ella, según el cual se conservaban sus privilegios a cambio de que acudiera en apoyo de la monarquía con dinero y armas siempre que ésta lo necesitase. Era un compromiso beneficioso para ambas partes, que inició un período de colaboración entre la Corona y la aristocracia que se mantuvo durante los siglos siguientes. A partir de entonces, la nobleza española se hace palaciega, la monarquía, aristocrática.

Tras domesticar a los nobles, a los que se integrará en el proyecto imperial, estos y los siguientes reyes irán vaciando las instituciones representativas, como Cortes y concejos municipales. Quienes van a salir perdiendo con esta connivencia es la baja nobleza y el pueblo llano. Pero, curiosamente, hubo pocas protestas. Sin duda influyó el que buena parte de los españoles se creían nobles de una u otra manera. Fue lo que mantuvo la paz social hasta que el imperio empezó a mostrar sus grietas y España, sus carencias como nación.

El reino de Granada era la asignatura pendiente de la Reconquista. Fácil de defender por lo montañoso de su terreno, había logrado conservarse durante un siglo gracias a los tributos que pagaba y a las intrigas que plagaban la corte de Castilla. Pero aquella situación no podía satisfacer a los nuevos monarcas, que la abordaron en cuanto hubieron despachado los asuntos internos. Isabel, sobre todo, se lo tomó como algo personal. De ahí la leyenda de que prometiera no mudarse la camisa hasta que Granada hubiese caído. Esto no sucedió hasta el cabo de diez años, por lo que esperamos, aunque sólo sea por consideración a su consorte, que no cumpliera su promesa. Finalmente, el 2 de enero de 1492, Boabdil les entrega las llaves de la ciudad, poniendo con ello fin a ocho siglos de dominio musulmán en España. Se habían firmado unas generosas capitulaciones que sólo se respetaron al principio. Los monarcas estaban decididos a conseguir la unidad no sólo geográfica, sino también religiosa como forma de afianzar sus reinos. Es por lo que el mismo año decretan la expulsión de todos aquellos judíos que rechazaran bautizarse. Estamos ante una de las medidas más controvertidas de su reinado, que ha hecho correr ríos de tinta, tras producir ríos de lágrimas. Los judíos, que a lo largo de la Edad Media habían progresado en la Península como en pocos otros lugares, habían sufrido severos golpes en los últimos siglos de este período. Los pogroms eran cada vez más frecuentes y sangrientos, forzando a muchos a la conversión o a la marcha. Quedaban, de todas formas, varios cientos de miles cuando llegó el decreto de expulsión. Se calcula que unos 200 000 emigraron y otros tantos se quedaron, aunque las cifras bailan, ya que hubo quien regresó, como hubo entre los que se quedaron algunos que se fueron después. En cualquier caso, hoy es una idea generalizada que, cualesquiera que fueran los beneficios de la homogeneización religiosa, los perjuicios causados por la salida de esta minoría laboriosa e inteligente fueron mayores. La España que hacía sus pinitos como nación moderna perdió con ellos el germen de una burguesía mercantil y profesional, que iba a ser la clase protagonista en la edad que comenzaba. Sin duda, los expulsados perdieron más, la casa, la hacienda, los medios de vida, la que hasta entonces había sido su patria. Pero los daños sufridos por ésta se han notado hasta nuestros días.

Algo parecido puede decirse de la Inquisición, que aunque sólo indirectamente está relacionada con este asunto, pertenece a la misma línea de actuación. Nacida en Francia en el siglo XIII, venía funcionando en Aragón de forma intermitente como defensora de la fe. Pero serán los Reyes Católicos quienes la adopten dentro de su política de unificación. Técnica y legalmente, su cometido era vigilar que los judíos conversos lo fueran realmente, esto es, que no siguieran practicando a escondidas su anterior religión. Pero pronto el Santo Oficio empezó a perseguir a todo tipo de pecadores, desde los bígamos a los falsos místicos, pasando por los clérigos que se aprovechaban del confesonario para conseguir favores sexuales, además de moriscos y protestantes. A estos últimos con especial inquina, pues representaban el último peligro: la Reforma luterana. La Inquisición se convierte así en guardiana del orden establecido, en freno de procederes, en dique de conciencias. Estamos ante lo que Ángel Alcalá llama una represión inmanente, que va a dejar su impronta rebanadora, tanto en la nación como en el modo de ser español. A la Inquisición no le hacía falta actuar, aunque lo hiciese de forma implacable siempre que lo considerase necesario. Le bastaba con que todo el mundo supiera que «estaba ahí», con su red de confidentes (familiares se les llamaba, en una de las mayores tergiversaciones que haya tenido esta palabra), alerta a cualquier desviación de lo política o religiosamente correcto. En este sentido, puede considerársela la primera policía secreta de Estado, como fueron luego la Gestapo, la GPU o la Stassi. El freno que supuso para la intelectualidad española fue parecido al que éstas impusieron en sus sociedades respectivas. La escasez de pensamiento crítico en España se debe a ella. Trajo tranquilidad ciudadana en una época tumultuosa de enormes cambios políticos, culturales y económicos en Europa. Pero el precio pagado —la ausencia de esos cambios— fue demasiado alto. Y aquí no tenemos más remedio que abandonar la Península para echar una ojeada más allá de los Pirineos.

El reinado de los Reyes Católicos coincide con la llegada de la Edad Moderna, uno de los períodos más creativos y, al mismo tiempo, convulsos de la historia universal. Impulsado por artistas, pensadores, científicos, políticos, clérigos inquietos, hombres de acción y todos aquellos a quienes las normas medievales les venían estrechas, el mundo da la vuelta. La Tierra deja de ser el centro del universo para convertirse en un pequeño planeta que gira alrededor del Sol, y en el ámbito del conocimiento, la teología es sustituida por las humanidades como saber supremo. El hombre empieza a estudiar su cuerpo más que su alma y esta vida adquiere más importancia que la eterna. Los que habían sido considerados dogmas irrebatibles se ponen en duda y da la impresión de que tanto el cielo como el suelo tiemblan. Kepler, Copérnico y Galileo invierten la concepción que se tenía del universo, inaugurando un capítulo completamente nuevo de la ciencia, mientras Erasmo invita a media Europa a dejar de utilizar el entendimiento para confirmar los supuestos conocidos y emplearlo para someterlos al implacable escrutinio de la lógica y de la ironía. Ya no hay nada sagrado. Todo es cuestionable en ciencia, religión, política y arte. La burguesía, por saber unir ideas y sentido práctico, se adapta mucho mejor a las nuevas condiciones y va a sustituir a guerreros y clérigos como clase predominante. El papa, como los reyes, ve desafiada su autoridad. Estamos ante un vuelco copernicano —de entonces precisamente viene el adjetivo—, cuyas repercusiones, como ese eco del big bang que detectan todavía los astrónomos en el espacio, duran hasta nuestros días. Europa se incendia en el primer gran debate sobre la libertad individual, el libre albedrío, que suscitará la Reforma protestante, la primera de las grandes revoluciones modernas. Y aquí me permito recordar lo que advertíamos en la introducción: las naciones modernas son hijas de la revolución. ¿Vivió España ésta?

España aporta a la Edad Moderna el descubrimiento de América, el ensanchamiento del mundo, la prueba documental de que los supuestos medievales de un planeta plano eran falsos y una muestra de lo que el hombre es capaz con audacia y fantasía. Pero nuestra aportación se quedó ahí. Existe en España un Renacimiento, pero refrenado en todos los aspectos, lo que le impide estallar con la exuberancia que alcanza fuera y, digámoslo también, caer en sus tumultos y excesos. Los Reyes Católicos amaban sin duda la cultura: la propia Isabel se esforzó en ampliar la suya buscando las enseñanzas de Beatriz Galindo, la Latina. Pero amaban más el orden y la tranquilidad de sus reinos. Es por lo que tuvieron mucho cuidado de que no se alterasen. La Inquisición sirvió así de filtro de «ideas peligrosas y subversivas». Hubo erasmistas en aquella España, pero los más destacados (Vives, los hermanos Valdés) prefirieron emigrar por si las moscas. En cuanto a los pocos luteranos, acabaron todos en la hoguera. Pensar por cuenta propia, una de las características de la Edad Moderna, comienza a ser peligroso en España, donde todo el mundo se guarda muy bien de expresar opiniones que puedan parecer heréticas. Incluso el arte renacentista español, el plateresco, añade al modelo italiano motivos del último gótico, como si quisiera disfrazarse por miedo a parecer demasiado avanzado. Los Reyes Católicos establecieron un círculo de seguridad, una especie de cortafuegos que aisló España del incendio declarado fuera. Pero, al mismo tiempo, ahogaron el sentido crítico, clave del mundo moderno. Es una carencia que acusará el espíritu español en los siglos por venir. Una carencia que encontrará su cauce en una fabulosa perfección formal —barroquismo, culteranismo— y en un agresivo sarcasmo. Brillante todo ello pero improductivo la inmensa mayoría de las veces, como todo aquello que se preocupa más de la forma que del fondo. Podría incluso decirse que, en parte por imposición, en parte por comodidad, aquella España prefiere prolongar la Edad Media y adopta sólo lo más imprescindible del Renacimiento. La misma conquista de América se hace como una prolongación de la Reconquista, «ganando tierras para la Corona y almas para Cristo». Un ideal muy alejado del mercantilista y práctico que presidirá los siguientes imperios modernos. Incluso las controversias que suscita —como el trato de los indios—, que hoy nos parecen tan modernas, y desde el punto de vista de los derechos humanos sin duda lo fueron, eran en el fondo cuestiones teológicas (¿tienen alma los indios?) más propias de la Edad Media que de la Moderna. En aquel momento, España empieza a elegir su propio camino. Que no es exactamente el europeo. Empieza a «ser diferente», a preservar como oro en paño sus rasgos antiguos, que la harán tan romántica, tan atractiva a los demás europeos cuando éstos se harten de modernidad, pero unos rasgos que van a retrasar su desarrollo.

Naturalmente, los Reyes Católicos no eran conscientes de ello. Ellos iban a lo suyo, a establecer un Estado nacional lo más fuerte posible, basado en la unidad geográfica, política y religiosa. Lo persiguen de todas las formas posibles: la guerra y la paz, la astucia y la fuerza, la diplomacia y los matrimonios. Estos últimos constituyen todo un capítulo de su reinado. Isabel y Fernando casaron a sus hijos e hijas con casi todas las dinastías europeas, empezando por la portuguesa, con la esperanza de conseguir alianzas contra Francia, la gran enemiga, y de paso, algún nuevo territorio si había suerte. Con toda la buena intención que les animaba —siempre es mejor conseguir reinos en la cama que en el campo de batalla—, fue una política que trajo más calamidades que venturas. Sólo en Portugal, tras varios matrimonios y dos generaciones después, dio resultado, al unirse ambas Coronas, aunque por poco tiempo. En Inglaterra desencadenó Un conflicto que se convertiría en endémico entre ambos países e incluso entre ambos pueblos (el reino insular pasó a ser la pérfida Albión); por otra parte, el enlace con la casa de Borgoña nos reportaría un imperio en Centroeuropa que nos trajo más desgracias que provechos.

Algo parecido puede decirse de sus logros interiores. Los éxitos de las armas españolas frente a las francesas y el oro de América, junto a una hábil política hacia los nobles, proporcionaron una riqueza y poderío tan real como artificial. «Lo que vemos —dice Felipe Fernández-Armesto al enjuiciar el período— no es un Estado nacional, sino un marco político que funcionó durante un tiempo; no una centralización “moderna” del poder, sino una moral y unos hábitos difundidos que facilitaron la obediencia; no una bonanza, sino una moderada productividad fiscal (para los criterios de la época); no unas proezas heroicas, sino una capacidad tenaz para mantener ejércitos en el campo de batalla y flotas en el mar […]. Al mismo tiempo, persiste la paradoja en el centro de la cuestión: la fragilidad de los logros es siempre evidente; y su perdurabilidad, siempre impresionante».

La última paradoja es que aquellos reyes que buscaban tan ansiosamente la unidad se habían autoimpuesto límites a la misma. El mejor ejemplo lo tenemos en Fernando, obligado a renunciar al trono de Castilla, o en la propia Isabel, que no se interesó más que proforma en los asuntos aragoneses. Era la suya una unidad prendida con alfileres, arropada por el oropel de los éxitos logrados fuera, que podían ocultar las disimilitudes internas, pero no borrarlas. «Confederación de reinos, unidos por la dependencia común de un monarca», es la definición de José María Jover. Los reyes ejercen un poder hegemónico sobre una serie de territorios muy distintos en leyes, costumbres e incluso lenguas. Las diferencias establecidas durante la Edad Media se mantienen y, aunque la autoridad real llega a los últimos rincones del país, es más teórica que efectiva, primero por lo extenso de los dominios y las dificultades de desplazamiento; luego, por esa «red de competencias locales y regionales» que era de hecho la primera y a menudo última instancia de autoridad, pues los reyes no podían estar en todo, pese a lo que dice nuestro teatro clásico. Hay que subrayar, sin embargo, que los monarcas ejercieron un poder muy personal, procurando estar lo más posible en contacto con sus súbditos, concediendo audiencias y desplazándose incluso a los puntos más apartados de sus dominios (Galicia, Cataluña, Andalucía) como parte de esa labor unificadora. Pero las diferencias internas estaban ya claramente grabadas en el «disco duro» de los distintos reinos. Los dos principales, Castilla y Aragón, conservaban sus Cortes respectivas, independientes, muy celosas de sus derechos y prerrogativas, que los reyes no podían ni querían pasar por alto. Resumiendo, pudieron gobernar como auténticos soberanos en todo el territorio nacional y llevar adelante una Staatpolitik, una política de Estado, en asuntos religiosos e internacionales de largo alcance y gran envergadura. Pero sólo tuvieron tiempo material para poner los cimientos de una nación propiamente dicha y empezar a desmontar las barreras de todo tipo existentes dentro de ella, al mismo tiempo que emprendían una serie de proyectos exteriores tan audaces como arriesgados, por lo que representaban de distracción de fuerzas y medios para la tarea interior. Pero más que «españoles», sus súbditos seguían siendo castellanos, aragoneses, catalanes, gallegos, etc. Tan marcados eran ya esos rasgos que incluso los llevan consigo los judíos expulsados, «no mezclándose los catalanes con los aragoneses», «afincándose los procedentes de Galicia en los cortijos» y «no tardando los castellanos en mostrar su superioridad, llegando el caso de llevar capa y espada», según nos cuenta Joseph Nehama en su Historia de los israelitas de Salónica. Incluso los propios reyes prefirieron mantener sus títulos particulares, como queda dicho. Consiguieron, en fin, la unión formal, pero no la fusión efectiva. Pusieron los cimientos de la nación española, pero en modo alguno la levantaron y, menos, la consumaron. Aunque el verdadero problema es si a estas alturas está acabada.

Nada de ello disminuye el mérito de los Reyes Católicos. Y no nos referimos sólo a que lograron convertir, a base de tesón, habilidad y firmeza, un reino de la periferia de Europa en la primera potencia del continente. Nos referimos a que sin su esfuerzo unificador, la península Ibérica se hubiera convertido en algo parecido a los Balcanes, donde diversos y pequeños reinos defendían enérgicamente sus peculiaridades frente a sus vecinos, con las armas de ser necesario. Sin que hubiese muchas posibilidades de que, luego, la Revolución francesa sirviera de crisol nacional entre ellos. Pues si en el siglo XV esos reinos eran ya distintos, tres siglos más tarde lo serían bastante más. Los españoles, pues, tenemos una importante deuda con Isabel y Fernando, aunque su reinado no fuese exactamente lo que nos han contado.