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Imperio en vez de nación
«¿Qué es lo contrario de nacionalismo?», se preguntaba Sebastián Haffner tratando de definir éste por el ingenioso método de hallar su contrario. Y seguía: «¿El internacionalismo? En modo alguno, nacionalismo e internacionalismo se llevan mutuamente la mar de bien, se complementan, se necesitan. Podría decirse incluso que se entrelazan el uno con el otro: donde hay naciones, debe haber reglas de juego e instituciones internacionales, ya que ninguna nación está sola en el mundo. No, el verdadero polo opuesto del nacionalismo es el imperialismo. La alternativa a un mundo de naciones soberanas es un imperio universal». En otras palabras: el gran enemigo de la nación es el imperio, que la devora, adultera y mixtifica.
No sé si se habrán dado cuenta de la enorme importancia que tiene tamaña afirmación para el tema que estamos tratando. Porque sobre la nación española en ciernes, sobre aquel conglomerado de reinos mal trabados que los Reyes Católicos habían conseguido unir con enorme esfuerzo, van a caer, no uno, sino dos imperios, el europeo y el americano, el que le traen sus navegantes y el que le reporta la política matrimonial. Hubo y aún hay quien lo considera una enorme suerte. Si nos atenemos fríamente a los hechos, no fue así. Esos dos imperios reportarán a España oro, gloria, territorios como nadie había imaginado. Pero le traerán también guerras, envidias y animosidad en grado igual o mayor, aparte de costarle ríos de sangre y bastante más oro del que se obtuvo. Y eso no fue lo peor. Lo peor fue que la aventura imperial se llevó también los afanes y esfuerzos españoles durante los dos siglos siguientes. Esfuerzos y afanes que, de haber sido dedicados a consolidar la recién creada nación española, la hubieran hecho crecer robusta y lozana. Pero no fue así. Al revés, la nación española va a ser la cenicienta, la criada de esos imperios, en especial del europeo, la gran olvidada. Nada tiene de extraño que creciese tan frágil, tan débil, tan desgalichada, como esas madres que lo dan todo para que sus hijos tengan lo mejor.
(Intermedio. Hagamos la comparación con Francia. Durante la Edad Media, Francia estaba también constituida por diversos reinos enfrentados entre sí. No olvidemos que los borgoñones entregaron Juana de Arco a los ingleses. Pero a comienzos de la Edad Moderna, tras varios intentos frustrados de expansión exterior —frustrados en buena parte por España—, llega al trono francés un Borbón, Enrique, que concentra sus esfuerzos en crear una nación francesa, y que convierte a Francia en la nación por excelencia, lista ya para crear un imperio. España, en cambio, recorre el camino contrario. Empieza, por decirlo así, la casa por el tejado. Primero, el imperio [dos, por si uno fuera poco]; luego, la nación. No es ningún milagro que ésta apenas se desarrollase, aplastada por el peso que tenía encima. Ante lo que cabe preguntarse: ¿Fue una suerte o una desgracia que Colón descubriese América y que nos tocara un imperio centroeuropeo en la lotería matrimonial? Preguntas superfluas, naturalmente, a estas alturas. Pero interesantes para todo el que indague las razones de la debilidad crónica de la nación española).
El personaje que va a personificar la conversión de uno de los reinos más periféricos de Europa en la primera potencia del continente es un mozalbete nacido en Gante, hijo de una reina perturbada y de un atractivo infante borgoñón. Ha tenido como preceptor al cardenal Adriano de Utrecht, que le educa en los dogmas de una Iglesia sin reformar y en el mito germano de un imperio universal, suavizados por la tolerancia que desde Rotterdam esparce Erasmo por todo el continente. Habla varios idiomas, los chapurrea mejor dicho, ya que el único que habla bien es el flamenco («Uso el español para hablar con Dios, el italiano para hablar con las damas, el francés para hablar de política y el alemán para hablar con mi caballo»), y se le ha presentado como modelo de príncipe renacentista. Si se le examina de cerca, sin embargo, tiene más de emperador medieval. No sólo por su afición a las armas —Tiziano lo pintó lanza en ristre en Mühlberg—, sino especialmente por su idea de gobierno: los poderes materiales y espirituales unidos en beneficio de los súbditos y de la paz universal, algo más propio del período que había acabado que del que comenzaba. En esto y tantas otras cosas era un típico Habsburgo, un alemán cien por cien. Los alemanes se pasaron la Edad Media tratando de reconstruir el Imperio romano, a través del Sacro Imperio Romano Germánico, tal vez para compensar no haber formado parte de aquél, una de sus grandes frustraciones. Carlos, más V de Alemania que 1 de España, protagonizó el último intento, ya en la Edad Moderna.
Sus dominios han sido calificados de «agregado inorgánico» por su diversidad y dispersión: Austria, Tirol, Bohemia, Moravia, Silesia, Estiria, Carintia y Cardiola, los Países Bajos, el Franco Condado, la Borgoña y el Charolais, Castilla y Aragón con sus posesiones en Nápoles, Sicilia, Cerdeña y el Rosellón, aparte, naturalmente, de la América que acababa de descubrirse. Una auténtica galaxia de los territorios más distantes y dispares. En unos era emperador, en otros, rey, en algunos sólo señor. Durante toda su vida, no muy larga (cincuenta y ocho años), va a luchar para mantenerlos unidos bajo la espada y la cruz, hasta que al final abandona, como un don Quijote que ha comprendido la imposibilidad de su empresa, para pasar sus últimos días en un monasterio. Todo ello, como queda dicho, más propio de un monarca medieval que de un príncipe renacentista.
Cuando recibe la noticia de que ha heredado los dominios de sus abuelos maternos, se pone en marcha hacia la Península rodeado de nobles flamencos, que levantan las naturales suspicacias entre los españoles. La desconfianza se agudiza al comprobarse que sus prioridades son los asuntos europeos, concretamente conseguir la corona imperial, para lo que necesita fondos, que pide a sus recién ganados súbditos. No es la mejor forma de empezar un reinado. En este momento se produce su primer gran conflicto: el de los comuneros. A los comuneros se les ha calificado de reaccionarios y de demócratas, de defensores del viejo orden y de adalides de la libertad, de gentes que no veían más allá de sus narices y de adelantados de los derechos del pueblo. Posiblemente tenían de ambas cosas, por lo que toda interpretación exclusivista de su movimiento es errónea. Eran conservadores al no compartir los grandes proyectos de la era que comenzaba, pero eran demócratas al defender los intereses de la ciudadanía. Les interesaba más su bienestar y sus libertades que el mundo que se estaba formando fuera. No eran propiamente burgueses, al estilo de los que estaban surgiendo en el resto de Europa, sino más bien «caballeros villanos», miembros de la baja nobleza que venía gobernando las plazas castellanas desde hacía siglos, muy apegados a los viejos conceptos del honor y los fueros. Les molestó la forma displicente con que les trataban aquellos flamencos que venían a gobernarles y que, encima, les pedían dinero para ello. En estas circunstancias, el conflicto estaba servido y la sublevación se extendió por Castilla como un incendio veraniego. Al principio, llevaron ventaja los sublevados. Pero cuando los nobles se dieron cuenta de que el levantamiento podía dar la vuelta al statu quo vigente en el país, en el que ellos interpretaban un papel privilegiado, se pusieron de parte del emperador para aplastarlo, cosa que consiguieron (Villalar, 1521). Los principales cabecillas del alzamiento fueron decapitados. Así terminó lo que Marx consideró la primera revolución española. «Los conjurados —afirma con esa prosa heroica que utiliza para hablar de asuntos políticos, que contrasta con el lenguaje plúmbeo de los temas económicos— cayeron en el campo de batalla y las viejas libertades españolas desaparecieron».
¿Qué hubiera ocurrido de haber ganado los comuneros? Los escenarios son tan diversos y tan evidente la inutilidad de tales ejercicios de imaginación, que nos abstenemos de hacerlo. Pero que Villalar fue una encrucijada de la historia de España lo discutirán pocos. De haber sido otro el ganador, las cosas hubieran ido de forma muy diferente. Lo que ya no nos atrevemos a decir es si mejor o peor. A corto plazo, no hubiera habido territorios, fama, gloria, imperio. A cinco siglos vista, sin embargo, la cosa cambia, incluso radicalmente. Pero mejor no hacer cábalas.
Apaciguada por completo la escena interna con el aplastamiento de las germanías de Valencia y Mallorca, movimientos ya claramente revolucionarios protagonizados por los sectores más bajos de la población, Carlos puede dedicarse a lo que realmente le interesa y que va a ocuparle la mayor parte de su vida: guerrear en defensa de sus vastas y desperdigadas posesiones. Tiene que luchar con el turco, que amenaza Viena y el Mediterráneo. Tiene que luchar con los ingleses, que inician su política de atacar a la potencia hegemónica en el continente, no importa cual sea. Tiene que luchar, sobre todo, con Francia, la enemiga natural de España en aquellos momentos, que se siente ahogada por el abrazo de oso del imperio Habsburgo. Tiene que enfrentarse incluso con el papa, que como señor terrenal de los Estados Pontificios no ve con buenos ojos cómo se amplía el dominio español en sus cercanías y que, como Churchill frente a Hitler, no repara en aliarse con el mismísimo diablo (los turcos). Son tantas guerras y tantos enemigos que se produjo la paradoja de que las tropas del emperador de la cristiandad saquearon Roma, no respetando lugar profano ni sagrado. Algo que el papado tardará en perdonar y olvidar, si es que alguna vez llegó a hacerlo. A España, el emperador viene sólo a pedir dinero para sus campañas, cosa que unas Cortes ya domesticadas le dan, aunque cada vez con más esfuerzo, tal es la magnitud de las peticiones. Y en medio de ese fragor, una nota político-sentimental: su casamiento con Isabel de Portugal, prima suya. Fue una boda de Estado —se lo habían pedido las Cortes de Castilla (una de las pocas cosas en la que les hizo caso)—, pero se convirtió en el amor de su vida, lo que no impidió que tuviera amoríos e incluso hijos ilegítimos. Del imperio americano apenas se ocupó. Lo único que le interesaba de él era el oro que le traía.
Todo ello hubiera podido soportarse —las guerras y la confusión general fueron la característica de la época— de no haber explotado una mina en la misma línea de flotación de aquel imperio: la religión. Desde la llegada de la nueva era, la Iglesia católica venía atravesando una profunda crisis tanto en sus dogmas como en sus estructuras, que de una forma u otra tenía que estallar. Estalló en el extremo este del imperio, cuando un fraile agustino que había vuelto, como tantos, escandalizado de Roma propuso una reforma de bastante más calado de cuantas se venían barajando. Pues que aquello no podía seguir así lo comprendía todo el mundo, empezando por los verdaderos creyentes. Pero lo que Martín Lutero planteaba iba más allá del reajuste y se convertía en un vuelco completo, al poner el libre examen, esto es, la conciencia de cada uno, por encima de dogmas y potestades. Era un desafío tanto al papa como al emperador, cogidos por sorpresa. Su primera reacción fue intentar atraerse al díscolo monje, con concesiones y buenas maneras. Pero lo único que consiguieron fue que creciese su altivez y se afianzara en sus posiciones heréticas. Y acabó de estropearlo todo que lo que empezó siendo una cuestión religiosa pasara pronto a convertirse en un problema político. Bastantes príncipes alemanes vieron en la herejía un vehículo para sacudirse la autoridad del emperador. Uno de ellos incluso ofreció su castillo a Lutero, que lo tomó como refugio para traducir la Biblia al alemán, algo taxativamente prohibido por la Iglesia. Así fue como la Reforma protestante se convirtió en una auténtica revolución —la primera de las modernas revoluciones europeas—, y la Biblia escrita en alemán, en el germen del nacionalismo germano.
Ante las dimensiones que había tomado la crisis, el emperador no tuvo más remedio que actuar militarmente. Pero sus triunfos en el campo de batalla no le sirvieron de nada, como suele ocurrir cuando se enfrentan las viejas armas con las ideas nuevas. Se pasó décadas combatiendo el protestantismo, pero al final no tuvo más remedio que aceptarlo en la mitad de sus dominios germanos. Y menos mal que dentro de, ellos se produjo una crisis, pues en otro caso hubiera podido perderlos todos. Lo que en principio era sólo una revolución aristocrática se convirtió pronto en revolución de las clases bajas, al intentar éstas conseguir sus libertades (guerra de los campesinos). Los nobles se dieron cuenta de que también ellos podían ser barridos por la riada, e iniciaron una severísima represión, aprobada por Lutero. Pero era ya tarde para dar vuelta atrás a la Reforma, que va a partir en dos el cristianismo y el imperio. El emperador cede a su hermano Fernando los Estados patrimoniales de los Habsburgo y a su hijo Felipe el resto de sus posesiones. Tras esto se retira al monasterio de Yuste, donde pasará sus últimos días en el más puro estilo medieval: contemplando a sus caballeros practicar la esgrima en la sala que ha dispuesto a propósito, oyendo misa diaria a través del pasadizo que comunica su dormitorio con el altar, ya que la gota le tenía cada vez más inmovilizado, y dando cuenta de las patas de oso que se hacía traer de Asturias —no precisamente la dieta más indicada para él—, bien regadas con la cerveza producida por el lúpulo que había mandado plantar en el valle del Jerte, para que no le faltase. Alemán hasta el fin que, sin pretenderlo, dio alas al nacionalismo alemán y ahogó en su raíz al español. Como emperador tal vez merezca el aprobado. Como rey de España, título que nunca ejerció, el suspenso más rotundo.
Su hijo es un personaje muy distinto. «Rey Prudente», culto, moderado, comedido para unos, «Araña del Escorial», fanático, cruel, ambicioso para otros, ha atraído sobre sí todos los panegíricos, condenas, odios y entusiasmos despertados por el imperio español en el mundo. El juicio exterior ha sido mayoritariamente negativo, aunque últimamente se nota una especie de reivindicación, a caballo de voluminosas biografías tanto de estudiosos extranjeros (Kamen) como españoles (Fernández Álvarez). Posiblemente la verdad esté, como tantas veces, en el medio: que no fuera el pérfido y tenebroso personaje que nos presenta la Leyenda Negra ni el príncipe renacentista que tratan de vendernos algunos autores modernos. Es posible también que sufriese una transformación, que hubiese un Felipe II de los primeros años como rey, optimista, seguro de sí mismo, amante de las artes, la danza incluida, y un Felipe II del final de su vida, retraído, desconfiado, tal vez rencoroso. Pues hay dos épocas completamente distintas en su reinado, que cubre la cumbre del imperio español, una ascendente, en la que queda libre de medio imperio y logra las victorias militares sobre los franceses en San Quintín y Gravelinas y la resonante victoria contra los turcos en Lepanto. Y otra que empieza con la sublevación de los Países Bajos, que no puede ser dominada ni con mano dura ni blanda, ni con sangre ni con oro, largamente invertidos allí, y cuyo resultado es la independencia de la parte norte del territorio. Una pérdida de sobra compensada por la incorporación de Portugal, una vieja aspiración española, al quedar vacante aquel trono y hacer valer Felipe II sus derechos como hijo de infanta lusitana, lo cual amplía sus dominios de tal forma que en ellos «no se ponía el sol». Durante dos años traslada la corte a Lisboa y orienta su política hacia el Atlántico, lo que acrecienta sus problemas con los ingleses, que venían apoyando a los rebeldes flamencos y asaltando cuantos galeones españoles se les ponían a tiro. Felipe II no vio otra salida que atajar el mal en su raíz y ordenó la construcción de la Armada Invencible para la invasión de las islas. El fracaso fue espectacular, y marca el inicio del declive del poderío naval español, imprescindible para una potencia con colonias ultramarinas. El rey se retrae cada vez más en el palaciomonasterio de El Escorial, que ha mandado construir, donde pasa sus últimos años de vida. Hay demasiados contrastes en su personalidad, fría e intensa, crédula y desconfiada, piadosa y rígida, para completar un retrato exacto de la misma. Estamos faltos de una biografía psicológica sobre él, al estilo de las que escribía Stefan Sweig, ya que de su reinado lo sabemos casi todo. Era un hombre metódico, meticuloso, y como tal, puso en pie una burocracia centralizada sobre la que ejercía una supervisión personal. Legisla, ordena, trata de poner orden en aquel caos; crea el Archivo de Simancas, donde deben quedar guardados todos los documentos importantes de nuestra historia; dispone las Relaciones Topográficas, la primera recopilación de nuestra geografía. En las labores de gobierno creó los cargos de secretarios de los distintos asuntos, antecesores de los ministros, y reformó la administración de justicia. Eso no impidió que sus distintos reinos siguieran funcionando según sus propias normas y que uno de esos secretarios, Antonio Pérez, le implicara en uno de los mayores escándalos de su reinado: el asesinato de otro de ellos, Escobedo. Las consecuencias fueron de un alcance inimaginable; cuando se detiene a Pérez, éste se pone bajo el amparo del justicia mayor de Aragón, Juan de Lanuza. El problema jurisdiccional que se plantea es enorme, pero el monarca accede a violar los fueros aragoneses a través de la Inquisición, y llega al extremo de ajusticiar a Lanuza, lo que crea un enorme resentimiento en aquel reino. Y ni siquiera se consigue detener a Pérez, que escapa a Francia, donde escribe unas memorias que van a ser la base de la Leyenda Negra contra el rey y contra España. Peor no podía haber salido.
Aunque sí, hubo algo peor: que toda esa burocracia y ordenancismo, sin duda beneficiosos, no impidieron que la hacienda española estuviera siempre en números rojos. Pese al oro y la plata que llegaban de América, pese a los impuestos cada vez más gravosos, pese a los títulos que se vendían y las tierras de realengo que se enajenaban, las cuentas no cuadraban y el rey tuvo que declararse en bancarrota tres veces (1560, 1575 y 1596), una situación realmente embarazosa para la monarquía más poderosa de la Tierra. España, Castilla en particular, estaba aguantando un peso demasiado grande para sus fuerzas.
Y eso empieza a traducirse en síntomas de fatiga y descontento, como el alzamiento de los moriscos en Granada y el que la flota anglo-holandesa tomase en 1590 Cádiz, mal fortificada y peor defendida. El ejército que peleaba fuera en media docena de escenarios no era capaz de defender una de sus ciudades. Felipe II hubiese podido aprovechar la partición del imperio para desentenderse de las luchas contra los protestantes en Centroeuropa. Pero su celo religioso se lo impidió. Flandes se convierte así en un pozo sin fondo, que, para colmo, arruina la principal industria castellana, la de la lana, que no podía seguirse exportando allí, como venía haciéndose. No importa. El rey siguió invirtiendo en aquella lucha hombres y doblones, incluso cuando no los tenía. Su respuesta a las objeciones es la misma que da a Bartolomé Leonardo de Argensola cuando, en su Conquista de las islas Molucas, se atreve a proponerle que, dadas las enormes distancias «sería recomendable que el rey concentrase sus fuerzas en España». Felipe II le contesta que «la causa de la fe» no permite abandonar las almas de los nativos del Pacífico a «los heréticos holandeses y a los abominables mahometanos». Una actitud bien distinta a la de Enrique de Borbón, del que hablábamos antes, que, puesto a elegir entre ocupar el trono de Francia y mantenerse en su fe protestante, dijo aquello de «París bien vale una misa». En España, una misa valía más que todo. Esa mentalidad antimoderna se impuso en aquella sociedad y la desvinculó del mundo mercantilista que se estaba creando fuera. Pues no era sólo el monarca y su corte, también el ambiente general estaba dominado por valores e ideales desfasados. La España de Felipe II se convierte en la campeona de la Contrarreforma. La Compañía de Jesús, fundada por un español, es una réplica religiosa de las órdenes militares y los teólogos españoles llevan la voz cantante en el Concilio de Trento. Esto quizás nos enorgullezca, pero si recordamos que la Reforma protestante fue la primera gran revolución moderna, debería también preocuparnos. No tuvimos Reforma y tuvimos en cambio Contrarreforma. Empezábamos a ir contra corriente, aparte de ir contra todos, lo que no auguraba nada bueno.
Pero sería erróneo deducir de ello un descontento popular. El cordón sanitario impuesto por la Inquisición para que no se filtrasen ideas «subversivas», la coincidencia de valores en los distintos niveles de la sociedad y las victorias que todavía se alcanzaban, aunque cada vez más espaciadas y con más esfuerzos, permitían mantener dentro del país un clima tranquilo e incluso satisfecho. Existía en aquella España que se divertía, pasaba hambre, exploraba mundos y moría en los más lejanos campos de batalla un consenso entre gobernantes y gobernados que hubiera producido una de las naciones más sólidas que se hayan conocido de haber satisfecho un requisito indispensable: que ese consenso hubiera estado a la altura de su tiempo. Pero no lo estaba. El proyecto español en el momento álgido de su historia era un proyecto desfasado, pertenecía al ayer, no al presente ni al futuro. Fue lo que impidió que cristalizase como designio político, y a España, cuajar como nación moderna. Se quedó en antigua, aplastada por el imperio, que como todos, acabaría esfumándose, dejando al descubierto nuestro anacronismo nacional. Tal vez, como queda dicho, habíamos empezado la casa por el tejado, posiblemente hubiéramos tenido que modernizar primero la nación, para levantar sobre ella el imperio, como hicieron otros países. Pero es muy fácil arreglar los errores pasados y puede incluso que lo único factible en aquellas circunstancias fuera actuar como se actuó. «¡España no existía como país!», exclama Henry Kamen, autor del último libro sobre su imperio. Y añade: «Y todavía hoy existe difícilmente. Ha tardado siglos en realizar su existencia». El historiador británico advierte del carácter «plurirregional» del imperio español, al contribuir a él gentes de toda la Península más bastantes de fuera de ella: flamencos, italianos, nativos americanos, chinos incluso, «siendo en muchas cosas más importantes los vascos y los castellanos, aunque convertidos todos ellos en españoles».
Es por aquel entonces cuando el español —orgulloso, apasionado, dogmático, seductor— irrumpe con fuerza en la escena internacional, como una síntesis de sus variedades internas. Lo llevan los tercios, los teólogos, los conquistadores, los predicadores, los pícaros, los diplomáticos, y desde entonces no hará más que universalizarse y afianzarse. Julio Camba nos lo explicará cuatro siglos más tarde, en un artículo rebosante de agudeza e ironía, como todos los suyos, tras conocer en un café de Ginebra a un danés que le asegura sentirse español. «Yo no creo que eso de ser español —le dice— sea una cuestión de nacionalidad, sino de temperamento. De Suiza hacia el norte, cuando una mujer dice que un hombre es muy español, está muy lejos de decir que ha nacido en España. Lo que quiere decir es que es muy apasionado, violento y celoso». Camba cierra el artículo confesando sentirse «achicado» ante el personaje.
Agrada saber que el español se ha mantenido como uno de los arquetipos humanos, junto al inglés, francés, italiano, alemán, ruso, chino y algunos más, no muchos. Lo malo es que, dentro de la Península, seguía habiendo lo de siempre: La lozana andaluza, El celoso extremeño, El vizcaíno fingido y otras variedades regionales. Complica las cosas que ese español surgido por entonces no es sólo una personalidad artificiosa. Es también algo obsoleto, que puede despertar curiosidad, simpatía, rechazo, sorpresa, hilaridad, admiración incluso, pero en ningún caso una voluntad de imitación. Lo vemos en el mito español por excelencia, nacido en esta época, don Quijote. ¿Quién es don Quijote? Pues un anacronismo andante, un héroe trasnochado, un personaje patético que no recibe más que palos en su empeño de conservar el ayer. No sabemos si Cervantes se dio cuenta de que estaba haciendo el retrato más exacto, más cruel, más espléndido de la España que le tocó vivir, la de Lepanto y la de la Armada invencible, o fue, simplemente, uno de esos golpes de genio que de tanto en tanto produce la mente humana para definir una realidad mucho mayor que ella. El caso es que la realidad quedó así inmortalizada en el que ha pasado a ser mito español por antonomasia. En adelante, España se empequeñecerá al tiempo que lo español se universalizará. La historia gusta de estas paradojas.
Pues la nación española seguía tan lejos o más que hacía un siglo. «Don Phelipe Segundo por la gracia de Dios rey de las Españas, de Aragón, de León, de las Dos Sicilias, de Herusalén…», así comenzaban las cartas que los hermanos Doria escribían al monarca desde Italia. Un autor nada sospechoso de antiespañolismo como Sánchez Albornoz, al tratar de Carlos I y Felipe II tiene que reconocer que «ni en sus mentes ni en las de sus colaboradores emergió la idea de articular a todos los españoles en un Estado unitario. Es verdad que organizaron el moderno Estado Castellano, pero al hacerlo acumularon los obstáculos creados en la misión española. Por colocar a Castilla, convertida en eje político de su monarquía, y a los demás reinos peninsulares a distintos niveles, transformados en meros satélites, de igual importancia a otros Estados Europeos insertados en el marco general de su inmenso imperio…». Y concluye: «Es la enorme responsabilidad de Carlos V y Felipe II: el haber relegado la unidad de España. Puede exigírseles por ello una gran deuda».
Una deuda que estamos pagando todavía. Con intereses.