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La Gloriosa

Esa tendencia tan española de preferir el adjetivo, rimbombante o degradante, al sustantivo, convirtió la revolución de 1868 en la Gloriosa, cuando en realidad tuvo más pena que gloria. Si se la compara con la francesa de un siglo antes, se comprueba que mientras que ésta suelda y solidifica Francia, convirtiéndola en un torbellino capaz de enfrentarse a todos sus vecinos juntos, la española de 1868 hace estallar como una granada aquel país mal soldado, hasta el punto de llevarlo al borde de su desintegración. Vicens Vives habla del «ataque al gobierno central de la periferia peninsular». Miguel Artola, de «la última ocasión en que la burguesía (española) protagoniza un movimiento revolucionario». Ambos se refieren a Cataluña y Andalucía, que trataban de imponer al centro la más que prescrita revolución nacional burguesa, a través de sus generalespolíticos más dinámicos. Intento que se frustra por haberse creado entretanto una nueva situación y un peligroso desfase: debido al retraso con que dicha revolución llegaba a España, quien venía exigiendo sus derechos ya no era la burguesía, sino el proletariado. Un proletariado eminentemente industrial en Europa, eminentemente agrícola en España, aunque con importantes focos industriales, que no se contentaba ya con las reformas burguesas. Quería su propia revolución, la proletaria, la marxista. Debe recordarse que Marx había redactado con Engels el Manifiesto comunista en 1848, que El capital se publicó en 1867 y que la Primera Internacional se fundó en 1864, para espanto de la burguesía europea, que deja a la carrera de ser revolucionaria y se hace conservadora. Y España «con estos pelos», quiero decir, sin siquiera haber tenido una revolución burguesa.

El gran problema de la burguesía española durante el medio siglo que media entre ambas Repúblicas será cómo hacer «su» revolución, sin ser desbordada por la que pretenden las clases inferiores, la marxista. A partir de 1868 habrá dos revoluciones que forcejean por imponerse en el país. Dos revoluciones «pendientes» que, pese a luchar contra un enemigo común —la España tradicional, conservadora—, no acaban de complementarse. Al revés, pugnan entre sí, llegando incluso a anularse mutuamente en distintas ocasiones, como veremos más adelante. Como consecuencia, la nación que una y otra trataron de levantar siguió sin fundarse e incluso se mantuvo la anterior, la vieja, con algún que otro revoque.

En 1868, lo primero que se hizo —era ya costumbre inveterada— fue redactar una nueva Constitución. Recogía ésta las ideas más puras del liberalismo e incluso libertarismo, de acuerdo con los tiempos que corrían: sufragio universal, la nación como única depositaria de la soberanía nacional, libertad de culto, separación de Iglesia y Estado, matrimonio civil, plenas libertades cívicas. Pero apenas tenía provisiones para una revitalización económica que beneficiase a los trabajadores. Surge así el divorcio, fatal para todos los intentos reformadores españoles, entre unos políticos liberales que sólo piensan en «regenerar» el alma española y unos obreros que sólo piensan en mejorar su nivel de vida. La mezcla es explosiva; el caos, inmenso; la confusión, general. Hay una burguesía que apoya las reformas, «pero con orden», y hay una clase trabajadora que quiere cambios inmediatos y radicales. La solución de este acertijo es una «monarquía democrática», distinta a la borbónica. Pues, curiosamente, la mayor parte de los españoles seguían siendo monárquicos, aunque en las elecciones habían sido elegidos 52 diputados republicanos. Por tanto, un militar progresista, Juan Prim, se pone a buscar afanosamente en el exterior el rey idóneo que no encuentra en el interior. La elección viene a recaer en Amadeo de Saboya, tal vez influido por el hecho de que su casa no sólo acababa de unificar Italia, sino que también la estaba convirtiendo a la carrera en una nación moderna. Pero aunque el elegido cumplía las condiciones establecidas, se encontró con el rechazo de los republicanos, o sea de la izquierda pura y dura, y del todavía poderoso bloque conservador, la derecha dura y pura. Por no hablar ya de los anarquistas, que estaban contra todo. El nuevo rey no pudo entrar con peor pie: España le recibió con el asesinato del hombre que le había traído, Prim. No sé si Raymond Carr, al definir este período como una «monarquía artificial», se refiere a la calidad de extranjero del titular o a la anarquía reinante en España. Pero si se piensa en el panorama que encuentra, de sublevaciones cantonales, revueltas integristas, rebeliones en Cuba, insurrección de la Armada o indisciplina del Ejército, no extraña lo más mínimo que don Amadeo dimitiese digna, aunque tristemente, y abandonase España a su suerte. Su mensaje de despedida no puede ser más patético ni más certero: «Dos años largos ha que ciño la Corona de España, y España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fuesen extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero los que con la espada, con la pluma, con la palabra, agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles, todos invocan el dulce nombre de la patria, todos pelean y se agitan por su bien…». Posiblemente era un rey demasiado bueno para una nación que no acababa de encontrarse a sí misma. En cualquier caso, el intento de hacer una revolución desde arriba, de la revolución coronada, había fracasado. Había que ensayar algo más fuerte: la República.

La Primera República española es un experimento patético, lleno de idealismo, retórica, ideas sublimes y acontecimientos catastróficos. Se debate una nueva Constitución, pero no llega a aprobarse. Sencillamente, no dio tiempo, tan breve y caótico fue todo. De su ingobernabilidad ilustra el hecho de que en los once meses que duró, tuvo cuatro presidentes, dos catalanes, Figueras y Pi i Margall, y dos andaluces, Salmerón y Castelar, las dos regiones con más protagonismo político, aparte de con mayor masa obrera y campesina. De la inocencia democrática de aquellos presidentes da buena prueba lo que decía el primero, don Estanislao Figueras: «Yo no mando ni en mi casa». Tal vez esto podía servir en su casa, pero no podía servir en un país que presentaba peligrosas grietas. Ya en el anterior período constituyente habían surgido juntas, como la de Málaga, que rechazaban «el deber de servir forzosamente al Estado». Por primera vez puede verse claramente lo que veníamos apuntando en capítulos anteriores: la desaparición del imperio dejaba al descubierto la carencia de una auténtica estructura nacional. Carencia que va a notarse especialmente en los períodos de mayor libertad. De entonces arranca la mala prensa que tiene la democracia entre los conservadores españoles, que la identifican con el desorden. En adelante, si España quiere sobrevivir como Estado, tendrá que echar mano de la fuerza para anular las tendencias centrífugas y suplir su falta de coherencia interna. El Ejército, hasta entonces liberal, tendrá que actuar como elemento coagulante para evitar la desintegración que amenaza. El «federalismo científico» —ése fue el pedantesco nombre que dieron a la Primera República sus fundadores— desembocó en un cantonalismo tan minimalista como agresivo. Estalla el entero litoral mediterráneo. Se declaran repúblicas independientes Cataluña, Málaga, Cádiz, Granada, Valencia, Huelva y algunas más. La de Gandía declara la guerra a Jaén. La de Jumilla amenaza con tomar todas las «naciones vecinas». Cartagena establece el divorcio y quiere convertir el cuerpo consular allí acreditado en diplomático. Camuñas, en la línea divisoria entre Toledo y Ciudad Real, se declara, por las buenas, independiente. Y Cataluña, fracasado el intento de «catalanizar España» a través de sus presidentes republicanos, declara la guerra al Estado central, que de central tiene sólo el nombre y la situación geográfica. A todo ello hay que unir los conflictos laborales, la agitación carlista y la rebelión cubana, que completan un cuadro clínico que pide el ingreso inmediato en la UVI. Castelar hace frente a la situación con un duro programa que incluye el envío de tropas contra los cantonalistas y la pena de muerte para sus cabecillas. Pero los escrúpulos democráticos de algunos diputados hacen que pierda el apoyo de la mayoría. El general Pavía, gobernador militar de Madrid, considerando que tanto él como sus oficiales, «como militares y ciudadanos», tenían la obligación de salvar la sociedad y la patria del caos, el 3 de enero de 1874 entra en el Congreso al frente de sus tropas, a caballo dice la leyenda, y lo disuelve con cuatro tiros. El general Serrano se hizo cargo del gobierno provisional, a la vez que Antonio Cánovas del Castillo, arquitecto de la Restauración y gran figura política de ella, negocia con el hijo de Isabel II, formado en una academia militar inglesa, su regreso. Su respuesta a las preguntas de Cánovas es todo un manifiesto político: «No dejaré de ser buen español, ni como todos mis antepasados, buen católico, ni como hombre de mi siglo, verdadero liberal». A las fuerzas fácticas españolas, que se han visto al borde del precipicio, les basta y sobra. A la mayoría del pueblo, harto de la anarquía, también. La Restauración puede empezar. Y con ella, un intento original de hacer la revolución burguesa, o lo que es lo mismo, la moderna nación española: pretender que estaba ya hecha e ir haciéndola luego sobre la marcha. La solución es del mismo estilo que la de aquel general norteamericano que, visto lo ingobernable que resultaba la crisis vietnamita, proponía resolverla declarando que se había ganado la guerra y regresando tranquilamente a casa. La propuesta es ingeniosa en uno y otro caso. Lo malo era, en el español, que no había casa a la que regresar. La crisis estaba dentro de ella, como veremos en el siguiente capítulo.

Antes de terminar, tres notas a pie de página. La primera, el mal sabor de boca dejado por este período revolucionario. La Gloriosa y la Primera República no satisficieron a nadie. Al revés, todos quedaron descontentos. El centro se vio desafiado, la periferia no consiguió sus objetivos, los conservadores sufrieron el ataque a sus prerrogativas, los liberales no lograron imponer su proyecto más audaz, los patronos vieron las orejas al lobo, los obreros siguieron como estaban. Revueltas, todas; revolución auténtica, ninguna. Nación moderna, menos. Lo único que se divisa es una Iglesia más retrógrada, un Ejército más politizado, una burguesía más conservadora y unos incipientes movimientos obreros más radicalizados. Ahora bien, en este panorama de ruinas humeantes, una cosa queda clara, como apunta Raymond Carr citando a Romanones: las «conquistas liberales» de la Constitución de 1868 —como los cambios culturales de un siglo más tarde— «nunca, nunca serían reversibles». En otras palabras, la revolución y la República sirvieron para demoler muchas cosas, la mayoría inútiles, y en este sentido fueron positivas. Desgraciadamente no crearon nada nuevo. Y menos aún integraron el país. En la partida de nacimiento del célebre bandolero Luis Candelas, extendida en Madrid, todavía se hace referencia a su padre «Estevan, natural del Reyno de Valencia».

La segunda observación hace balance del medio siglo que va desde la invasión napoleónica a la Restauración. España fue incapaz no ya de acortar distancias con las grandes potencias europeas, sino que se había quedado detrás incluso de Italia, que acababa de alcanzar su unidad nacional. Juan Linz lo ha expuesto en un gráfico expresivo, que ofrece la estructura laboral de ambos países. En 1877, el 72 por ciento de los españoles se dedicaban a la agricultura y el 3,1 por ciento a la industria, mientras que entre los italianos el porcentaje era del 36 y el 21 por ciento, respectivamente. En cuanto al grado de industrialización, bastan tres simples cifras: en 1870 había en España 10 altos hornos, en Inglaterra más de 300, y en Francia más de 200.

Por último, aunque no menos importante: en aquella España apenas existe pequeña burguesía, base de los modernos Estados-naciones. El comerciante o profesional con éxito se dispara hacia arriba, y el que no lo tiene se hunde. La pequeña burguesía, tan activa en los países europeos, terminarán formándola mayoritariamente en España los funcionarios, cuyos ideales no son precisamente burgueses, sino de clase media. Tampoco lo es su estilo de vida: forzados por el «qué dirán» a fingir unas apariencias que sus menguados sueldos no permiten, llevan una existencia de penuria y estrecheces no muy distante de la del obrero. En ellos encontraron los novelistas y dramaturgos de la época un filón inagotable tanto para la tragedia como para la comedia.

En cuanto a la alta burguesía, como queda dicho, no pretende, como la del resto del continente, sustituir a la aristocracia como clase dirigente ni romper su poder feudal. La alta burguesía española no quiere enviar a los nobles al cuarto de los trastos viejos. Quiere unirse a ellos por matrimonio u obtención de título. Si de ella dependiera, la Edad Media no habría acabado. Esa casta cerrada que es la nobleza «no dejó su lugar preeminente en la estructura social española durante los siglos XIXXX», apunta Vicens Vives. No son las mejores condiciones para renovarse. Pero ya que no podía hacerse una renovación, se intentó al menos una restauración. A eso, en el lenguaje de la calle, se le llama «salvar los muebles».