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Catalunya
Tierra de paso entre Centroeuropa y la península Ibérica, a orillas de un mar surcado en todas direcciones desde la más remota Antigüedad, Cataluña no podía aspirar a una pureza étnica o cultural. Pero ha sabido tomar de los diversos pueblos y culturas que pasaron por ella lo que le pareció más conveniente, para crear un «hecho diferencial catalán», que en su sentido más burdo queda reducido a una innata habilidad para los negocios, y en el más excelso, a una brillante capacidad artística, mezclada con una disposición para el compromiso desconocida en el resto de la Península. No todos los catalanes son nacionalistas, pero la inmensa mayoría de ellos sienten su peculiaridad. El grado de la misma va a darnos el coeficiente de catalanicidad, y por tanto de nacionalismo, desde los que se sienten sólo catalanes a los que se consideran genuinos españoles. Diría que la mayoría se halla en la mitad superior de ese espectro, o sea, catalán, aunque perteneciente por los avatares del destino a una entidad mayor llamada España. Esto nos da ya el mejor retrato de ese pueblo ecléctico, laborioso, sentimental y realista, para desesperación tanto de los catalanistas como de los españolistas.
Pero antes de nada hagamos un brevísimo resumen histórico que nos ponga en situación. Cataluña emerge por primera vez como tal en la historia como Marca Hispánica o frontera sur del imperio carolingio. Al desmembrarse éste, se constituye como condado independiente hasta que, en 1137, Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona (de hecho, rey de Cataluña), se casa con Petronila, la hija de Ramiro II de Aragón, y formaliza la unión de las dos Coronas. El nuevo reino inicia su expansión hacia el norte, sur y este, llegando incluso a Grecia, ya que Castilla había tomado ventaja en la reconquista peninsular, cerrándole el paso hacia el sur, a la altura de Murcia. La unión con ésta se realiza con el matrimonio de Fernando e Isabel bajo el lema de «Tanto monta, monta tanto», conservando cada reino sus normas, gravámenes, leyes, pesos, medidas, dignidades e instituciones. Pero no es una unión entre iguales: Castilla tiene casi cuatro veces la extensión de Aragón y seis veces más habitantes. Esta inferioridad se ve acentuada por el hecho de que los turcos empiezan a ejercer el papel de tapón en el Mediterráneo, mar hacia el que se había orientado hasta entonces la política catalano-aragonesa, mientras que Castilla descubre América y se abre a Europa al recibir Carlos I la corona de los Habsburgo. Tanto o más importante es la diferencia de estructuras políticas. Frente al centralismo castellano establecido en torno al rey, en Aragón, nobles, ciudades y cortes tienen muchas más prerrogativas, que llegan incluso a la facultad de deponer al monarca. En aquellos tiempos, sin embargo, la cohesión de poderes es una ventaja y Castilla sigue su avance en la formación de un Estado, que pronto se convertirá en imperio, del que Aragón es una pieza más, al mismo nivel que Nápoles o el Franco Condado. La protagonista es Castilla, propietaria también de las tierras descubiertas y conquistadas en América, donde aragoneses y catalanes tenían la condición de extranjeros. Eso sí, conservaban sus leyes, sus fueros y su hacienda.
Tal desequilibrio tenía que pasar factura tarde o temprano y llega el momento de las primeras derrotas del imperio español (castellano para ser exactos) en Europa. La Corona necesita dinero para pagar sus muchas guerras externas y, al estar agotadas las arcas castellanas, no ve otra solución que pedir a los demás reinos de la Península que contribuyan. Se sublevan Portugal y Cataluña, y esta última pide ayuda a los franceses contra los ejércitos que ha despachado el rey. Pero los soldados franceses resultan tan odiosos o más que los españoles, con lo que la sublevación fracasa, aunque el rescoldo queda. Y cuando en 1716 Felipe V unifica la legislación de su reino, derogando fueros y privilegios anteriores, siembra en Cataluña esa nostalgia de un pasado libre y privativo, que está en el germen de todo nacionalismo moderno.
Los bandazos del siglo XIX tienen en Cataluña unas características muy peculiares. Dada su proximidad a Europa, participa de las ansias de modernización que animan a los sectores más liberales de la sociedad española. Pero los liberales eran también unificadores y, en ese sentido, opuestos al sentimiento catalanista. Los carlistas, en cambio, defendían los fueros y tradiciones, pero eran claramente retrógrados en el resto de los aspectos. Con lo que la sociedad catalana bascula entre un campo que se decanta por los carlistas y una ciudad donde comerciantes, industriales y profesionales tienden al liberalismo, aunque tratando de conservar su identidad a través de instituciones culturales: el Liceo (1844), el Ateneo (1860), el Círculo Mercantil (1864).
La revolución de 1868 y la República consiguiente ofrece a los catalanes la posibilidad de salir de tal dilema. ¿Cómo? Poniéndose al frente de las reformas y haciendo una España donde cupiera la Cataluña catalana que ansiaban. Dos de los cuatro presidentes de la Primera República fueron catalanes, que abogaron por un Estado federal. Pero el federalismo degenera muy pronto en cantonalismo y la descentralización, en revuelta radicalizada. La dicotomía campo conservador-ciudad liberal se hace más evidente, y a ella se añade la tensión clericalismo-laicismo que envenena la vida social. Para colmo, una incipiente clase trabajadora exige por primera vez sus derechos de forma amenazante. La burguesía catalana se echa atrás y apoya al general Prim, catalán también, que trae al nuevo rey, Amadeo de Saboya. Cuando éste abdica, los catalanes pierden también buena parte de sus esperanzas de regenerar España y en adelante van a buscar la salvación por y para sí mismos. La revolución moderada, burguesa, piensan, es sólo posible en Cataluña, y hacia ella encaminarán sus afanes durante la Restauración. Todos los catalanes que se dediquen a la política desde entonces lo harán ya buscando «la libertad de Cataluña»: unos, como Cambó, «dentro de la grandeza de España»; otros, como Maragall, dentro de un Estado federal. Algo que no parece haber olvidado su nieto.
Esa nación ya se estaba haciendo en el plano cultural a través de la llamada Renaixenca, auténtica explosión de artes como la música, la poesía, la pintura o la arquitectura, junto a las tradiciones catalanas y el florecimiento de su lengua, paralelas a un desarrollo de la industria y el comercio que ponen a Cataluña a la cabeza de las regiones españolas, y la hacen consciente de su «hecho diferencial» traducido en nacionalismo de altos vuelos. Ahora bien, esa industria y ese comercio necesitaban tarifas protectoras frente a los productos de otros países más desarrollados, y tales tarifas sólo podía concederlas Madrid. Por eso el nacionalismo catalán no llegó nunca durante este período a plantearse el secesionismo. Se conformó con reclamar una «nación catalana en el Estado español». O sea, una amplia autonomía, que será siempre un nacionalismo a medias, y que acarreará a la burguesía catalana la acusación de haberse vendido para sacar ventajas arancelarias.
La ambivalencia se mantiene durante la dictadura de Primo de Rivera y se acentúa durante la Segunda República, que concede un estatuto de autonomía a Cataluña. Pero que esto no era la solución se demostró el 6 de octubre de 1934, cuando, aprovechando la revuelta contra el gobierno de centro-derecha, el presidente de la Generalitat, Companys, declara «el Estado catalán dentro de la República federal española», un experimento que nunca sabremos cómo se hubiera puesto en práctica, pues apenas duró unas horas. La intentona fracasó al negarse los socialistas a apoyar a los burgueses nacionalistas catalanes, entre los que tampoco reinaba unanimidad respecto al camino que seguir.
Durante la guerra civil, sin embargo, Cataluña se alineó decididamente con la República, aunque no faltaron catalanes en el bando de Franco. Éste le quitó hasta el último atisbo de autonomía, equiparándola al resto de las regiones españolas, si bien favoreciendo su industrialización por encima de otras que le habían apoyado. No faltan nacionalistas que ven esta preferencia como un regalo envenenado: hacia esas industrias acudieron millones de españoles de otras regiones que no encontraban en las suyas puestos de trabajo. Serían, de creer esta hipótesis, no avalada por declaración o documento alguno, una especie de quinta columna destinada a diluir la catalanicidad de Cataluña. Lo que pueda haber de verdad en ello se lo llevó a la tumba, como tantas otras cosas, el general Franco.
En cualquier caso, Cataluña no recobró su autonomía hasta la llegada de la democracia, cosa que hizo con auténticas ansias. Ahora bien, ella misma había cambiado. Por lo pronto, había doblado su población. Pero la inmensa mayoría de sus nuevos habitantes habían nacido fuera de Cataluña, sobre todo en las ciudades, en bastantes de las cuales sobrepasan el 50 por ciento. Incluso en la más catalana de todas, Gerona, el porcentaje era del 40 por ciento. La primera reacción fue de rabia casi xenófoba. Hubo quien habló de invasión pacífica y Pujol los describió como «hombres destruidos e inadaptados». Los socialistas, sin embargo, se dieron cuenta de que ahí tenían un enorme filón electoral y se hicieron con los cinturones industriales de las grandes ciudades, además de la propia Barcelona. Los partidos nacionalistas se percataron de que se trataba de un hecho irreversible y del error que significaba enfrentarse a él. Desde entonces, su política ha sido la de atraerse a els altres catalans y, a ser posible, asimilarlos. «Es catalán —sentenció Pujol— el que vive y trabaja en Cataluña». Así pues, la política de la Generalitat se concentra en la integración de esa masa de gente venida de fuera y, especialmente, de sus hijos. El cemento debe ser la lengua, hasta el punto de que la definición anterior podría sustituirse por la de «catalán es todo el que habla catalán, e incluso aquel que sólo lo entienda». El propio Pujol lo ha puesto fácil: «El problema del idioma se resuelve, si se quiere, en tres o cuatro meses. Entender catalán no es difícil». Esto encaja perfectamente en su programa, pues ya hemos dicho que el nacionalismo catalán es esencialmente cultural y ¿puede haber algo más cultural que la lengua, vehículo de la cultura? No sólo se cambian los nombres de las calles y ciudades, sino que todas las comunicaciones oficiales pasan a hacerse en catalán, así como la enseñanza en escuelas, institutos y universidades, aunque el profesor que quiera dar su clase en castellano puede hacerlo. Pero no es bien visto. El catalán es promocionado hasta el punto de que hablarlo y escribirlo vale tanto como un doctorado en un concurso-oposición. Se trata de una «discriminación positiva» al estilo de la que se aplica a los jóvenes negros que desean ingresar en una universidad de élite norteamericana, a fin de compensar los siglos de discriminación que han sufrido los de su raza. En el caso del catalán, dicen sus promotores, se trata de compensar no sólo la discriminación sufrida durante la era Franco, sino también el carácter preponderante que tiene el español como idioma universal que es. Sólo con esta ayuda, arguyen, el catalán puede subsistir y Cataluña, mantener su identidad. Las últimas medidas en este sentido han consistido en conceder subvenciones a los comercios que se anuncian en catalán y reducir a la mitad las cuatro horas semanales de castellano que exige la nueva Ley de Calidad de la Enseñanza.
Pero circunscribir el nacionalismo a la lengua tiene sus riesgos, como apunta José Antonio Rodríguez Tous, profesor de Filosofía de la Universidad Pompeu Fabra, cuyo estudio de la cuestión seguimos aquí. Por lo pronto, introduce el concepto de la «ciudadanía incompleta», no demasiado ortodoxo en democracia. Si la nacionalidad catalana se basa en la lengua catalana, aquellos que no la dominen no serán ciudadanos plenos. El pragmatismo del catalán ha hecho que no se haya caído en extremismos y hoy convivan los dos idiomas perfectamente en la calle, como convivían durante el franquismo, aunque los términos se hayan invertido: entonces, el idioma oficial era el español, y el catalán se usaba sólo como idioma familiar. Ahora es a la inversa: la lengua oficial es el catalán y el español se usa sólo en caso de no conocerse aquél. Pero en mis muchas visitas a Cataluña nunca he visto «conflicto idiomático» en la calle. Ahora bien, si un padre quiere que su hijo sea educado en español, tiene que solicitarlo. Se acepta, pues, pero se dan todas las preferencias oficiales al catalán, por lo que ese ciudadano incompleto «gozará de plenos derechos civiles, políticos y sociales, pero no de aquellos del ámbito propio de la cultura», como son las conferencias o la educación. Puede ejercer sus derechos individual, no colectivamente.
El foro Torre de Babel, que busca la equiparación de ambas lenguas, advierte de otro peligro: que la sociedad bilingüe catalana pase a ser monolingüe o, por lo menos, que las nuevas generaciones dominen mal un idioma universal como el español. Ese riesgo no es reconocido por los nacionalistas, pues el español, insisten, es lo bastante potente y está tan presente en la vida catalana que no corre peligro.
Pero el mayor riesgo es otro, como apunta el profesor Rodríguez Tous: al reducir el nacionalismo catalán a la lengua se minimiza aquél. ¿Qué pasa con los otros signos de identidad nacional, los valores, el temperamento, el carácter? ¿Es que no cuentan? ¿Basta saber hablar catalán para ser catalán? ¿Se puede ser catalán sin seny? ¿Son catalanes los que celebran la Feria de Abril en Badalona o Sabadell? ¿No se está diluyendo la catalanicidad con tal reductivismo? Preguntas que sólo tendrán respuesta en el futuro.
Es lo que ha llevado al nacionalismo catalán a una encrucijada. Si quiere construir una nación-Estado sobre el hecho diferencial catalán, esto es, sobre sus diferencias de carácter y temperamento con el resto de España, se encuentra con media población de la actual Cataluña excluida. Si lo reduce a hablar o entender su idioma, el hecho diferencial catalán disminuye. Como queda dicho, el espíritu práctico del catalán ha elegido la segunda opción, aceptando el «catalanismo incompleto». Lo malo es que ni siquiera ése basta. Los inmigrantes que llegan de otros continentes son infinitamente más difíciles de integrar que los gallegos, extremeños o andaluces que llegaron en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Aparte de que muchos de los nuevos inmigrantes no son católicos. Las quejas de doña Marta Ferrusola al respecto fueron más elocuentes que todos los discursos de su marido. La esposa del President expresó el desasosiego de los catalanes ante esta nueva invasión, «que trata de sustituir las iglesias por mezquitas». Aunque también hay inmigrantes católicos que son problemáticos. Los hispanoamericanos concretamente se resisten más que nadie a aprender otro idioma que el que ya hablan. Es un factor inquietante para muchos nacionalistas catalanes, que les ha hecho preferir como emigrantes a gentes del este de Europa o del norte de África, algo que no pueden imponer como política oficial si no quieren ser acusados de promover la xenofobia cultural. Aparte de que la realidad es tozuda y un reciente estudio afirma que los niños de sus escuelas públicas hablan mayoritariamente en castellano en sus recreos, aunque en las clases se expresen en catalán.
Lo que no quiere decir que el nacionalismo catalán no siga empeñado en fer la nación catalana. Tras haber exprimido al máximo el actual estatuto, reclaman otro, «más ambicioso, que desarrolle en toda la mayor extensión posible el papel de Constitución interna de Cataluña», según reza su proyecto. Piden en él desde representación exterior a competencias plenas en materia judicial, pasando por la gestión, recaudación, liquidación e inspección de los impuestos recaudados en Cataluña. Un programa de máximos presentado como de mínimos, como suele ser habitual en ellos.
Últimamente les ha salido un competidor: el Partit Socialista de Catalunya, que bajo la dirección de Pasqual Maragall ha tomado una deriva claramente nacionalista, que les ha llevado incluso a pedir la creación de una «región económica» que abarque los territorios del que un día fuera el reino de Aragón, esto es, desde Valencia al Rosellón francés, archipiélago balear incluido. Más todo lo que viene reclamando el nacionalismo militante: reconocimiento de Cataluña como nación dentro del Estado español, derecho a la autodeterminación de sus habitantes, participación de la Generalitat en las organizaciones internacionales, competencias plenas en materia de justicia y equiparación financiera con Euskadi y Navarra, respetando la contribución que Cataluña debe hacer a la solidaridad territorial, pero ya con una hacienda separada. Éstas son demandas que no por venir de un socialista encajan mejor en el presente marco constitucional que cuando las hacen los nacionalistas. De llevarse a la práctica, el marco no sería ya el de un Estado federal, sino el de una confederación de Estados.
El PSOE ha tratado de arropar y, al mismo tiempo, diluir tal proyecto en otro más general, que concedería a las distintas autonomías poderes para reformar sus estatutos, una agencia tributaria, una presencia en Bruselas, la transformación del Senado en una cámara de representación territorial y una conferencia anual de los presidentes de las comunidades autónomas con el del gobierno de la nación. Con calzador, este proyecto podría caber en la Constitución. Pero pactando con Esquerra Republicana, Maragall tanto ha podido dar en el clavo, reconduciendo a los independentistas, como haber vendido su alma por un plato de lentejas, plegándose a ellos. Ahora puede demostrarnos que ser profundamente catalán no impide ser español, como ha dicho tantas veces. Pero para eso tendrá que convencer a su socio de gobierno, Carod-Rovira, que se ha cansado de repetir que no se siente español en absoluto. Su primer acuerdo, que Cataluña debe tener Agencia Tributaria propia, apunta a un gobierno más nacionalista que de izquierdas. De continuar por ese camino, Maragall habría hipotecado no sólo su partido, sino también el Estado de las Autonomías. Escribo estas líneas el mismo día del anuncio de ese pacto, por lo que cualquier juicio es prematuro. Habrá que verles actuar. Y ni qué decir tiene que nada celebraríamos tanto como que concentrasen su labor en «las mejoras sociales, el rigor, la honestidad y la ética en Cataluña», tal como ambos prometieron en la campaña electoral. Pero si deciden concentrarse en el autogobierno, España pasaría a tener no uno, sino dos focos de tensión autonómica, siendo difícil decir cuál de ellos es más grave. Existe siempre la esperanza de que la moderación típica de los catalanes termine imponiéndose. Pero andando el nacionalismo, que es pasión, por medio, nada está garantizado. En Cataluña, desde luego, nos esperan horas tumultuosas y más de un susto antes de que se normalicen las cosas. Si es que llegan a normalizarse algún día.