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Las dos Españas

Perdida la oportunidad inmejorable que ofreció la guerra de la Independencia para hacer su revolución y convertirse en nación moderna, España inicia un período de ensayos, bandazos, debates, guerras civiles e intentos de encontrar su equilibrio interno y su papel en el concierto internacional. Las guerras religiosas que nos ahorramos en los siglos XVIXVII vamos a tenerlas, convertidas en políticas, en el XIX. A falta de una España, surgen dos, «una de las cuales va a helarte el corazón», como diría el poeta que dio con su muerte testimonio de ello. Los períodos conservadores y liberales se suceden a ritmo cada vez más frenético, con odios cada vez más profundos y luchas cada vez más crueles. Jorge de Esteban ha descrito el vaivén de las Constituciones de distinto signo, impuestas por la facción que ejercía el poder en cada momento mediante expeditivo procedimiento del «trágala». Entretanto, se pierden la inmensa mayoría de las colonias americanas, y la desnudez del país queda al descubierto. José Ramón Lasuén sostiene que después de los reinados benéficos de Fernando VI y Carlos III, España había logrado equipararse a los demás países europeos. Un poco exagerado parece, pero ello no contradice dos hechos innegables: que pese a los avances conseguidos, el despotismo ilustrado sólo alcanzó ciertas capas del pueblo español, mientras la gran masa seguía fiel a sus «esencias». Agrava la cosa que durante el siglo XIX, el de la industrialización, España pierde terreno respecto al resto del continente. El propio Lasuén anota que a mediados de siglo, «la renta per cápita era sólo 2/3 o 3/4 de la europea, y a finales, sólo la mitad de la francesa». Es lo que la hace descender del décimo al vigésimo cuarto puesto en el rango económico de las naciones durante ese período. Resulta significativa la anotación de Juan Sardá, máxima autoridad en la materia, sobre la política monetaria de la segunda mitad del siglo: «Se procedía como si aún subsistiese el imperio colonial, capaz de suministrar cantidades indefinidas de plata; pero como ese Imperio había desaparecido, lo que se hacía era abrir una gran brecha por la que marchaba al exterior la plata que todavía atesoraba España». Es también posible que la conservación de Cuba y Puerto Rico, junto a la de Filipinas, actuara como un espejismo y convenciera a los españoles de que el imperio aún existía. En realidad, aquellas colonias sólo beneficiaban a unas cuantas familias y suponían grandes gastos al Estado, que a finales de siglo se cobrarían no sólo en oro, sino también en sangre.

A partir del primer tercio del siglo XIX, ¿qué quedaba de aquel imperio en el que no se ponía el sol? Apenas nada, mientras que en la metrópoli existían dos bandos que empezaban a considerarse enemigos a muerte. Los conservadores acaparaban la «españolidad», proclamándose defensores de la misma, mientras los liberales se convertían en abanderados de la modernización, abogando por el regeneracionismo a ultranza. Al integrismo de la derecha se opone el jacobinismo de la izquierda. Una de esas Españas cree sólo en el ayer; la otra lo rechaza de plano. A la expulsión de los jesuitas seguirá el exilio de los liberales. París, Londres, el propio Gibraltar van a ser el destino de miles de familias españolas que no pueden vivir en su país. Con más de la mitad de su campo en manos de los nobles y casi un quinto en manos de la Iglesia, con sólo entre el 5 por ciento de sus habitantes sabiendo leer y escribir y «sin una auténtica clase media y burguesa» (Jiménez Blanco), a España le va a ser cada vez más difícil hallar ese consenso, esa «identidad superior y futurista, esos valores e ideales compartidos, esa forma y destino común», que según G. Morente caracteriza a las naciones modernas. Existen dos proyectos enfrentados, que pronto se fragmentarán a su vez, en una especie de desintegración en cadena, dentro de un clima de radicalización progresiva y animosidad creciente. Aquélla es ya una España de «nosotros» y «ellos», que no zanjarán sus diferencias con simples debates dialécticos, sino que a menudo echarán mano de los «golpes» o «pronunciamientos» —otra aportación española al vocabulario político— sólo para provocar una reacción más furiosa de la otra parte. El consenso que presidía la sociedad española del Antiguo Régimen se había roto, para dejar paso a todo tipo de enfrentamientos y fracciones. La fama que tenemos los españoles de ingobernables viene de entonces. No era éste, desde luego, el clima más apropiado para crear una moderna nación-Estado, al estilo de las que se estaban creando fuera. Se intentó, sin embargo, no una vez, sino media docena, poniendo todos el máximo empeño. Lo malo fue que cada uno quería «su» España, sin admitir la de los otros. El fanatismo no fue monopolio de ningún bando.

Se pueden señalar, de todas formas, tres novedades en aquella España que vive a bandazos, en la que se suceden los períodos conservadores y liberales, como un coche que avanza a base de acelerones y frenazos. La primera es la aparición del Ejército como fuerza política, que terminará dominando toda la escena. Hasta entonces, su fidelidad a la Corona y su anclaje en el Antiguo Régimen estaban asegurados por la pertenencia a la nobleza de prácticamente toda la oficialidad y altos mandos. La guerra de la Independencia, sin embargo, había hecho generales a líderes guerrilleros pertenecientes a las capas más bajas de la población, con ideas y actitudes mucho más democráticas. Serán los que encabecen la mayoría de los «pronunciamientos» liberales durante esta época y presidan los gobiernos de ese signo. Pues, por mucho que le cueste imaginar a un español del posfranquismo, el Ejército español fue mayoritariamente liberal en la primera mitad del siglo XIX. Algunos mandos fueron incluso radicalmente liberales, otros sólo moderadamente, pero su tendencia general fue ésa.

La segunda novedad es la aparición de un conflicto dinástico que dio lugar a una guerra civil, o a una serie de ellas, ya que se prolongaron en el tiempo y en el espacio, tanto que hay quien dice que llegan a nuestros días con el conflicto vasco. Me estoy refiriendo, naturalmente, a las guerras carlistas. La decisión de Fernando VII de restablecer el derecho castellano de las mujeres al trono daba éste a su hija Isabel, aunque debido a su minoría de edad sería su madre, María Cristina, la regente. Su tío Carlos María Isidro no reconoció la legitimidad de esa sucesión, reclamó la Corona en virtud de la legislación anterior y desencadenó la primera guerra carlista (1833). Pronto, sin embargo, la cuestión dinástica cedió el paso a la ideológica, con los carlistas convertidos en defensores de las más rancias tradiciones españolas, y los «cristinos», de las ideas liberales. Aunque los «cristinos» se impusieron y quiso terminarse la lucha amistosamente —Abrazo de Vergara (1839)—, ésta se reanudó no una vez, sino varias, lo que demuestra lo profundo de la fractura. Los carlistas eran particularmente fuertes en el arco norte del país, desde Galicia a Cataluña, y combatían por sus fueros, por su rey y por su religión, que para ellos representaban lo mismo. «Dios, Patria, Rey» era su lema. Pero detrás de ese integrismo patriótico-religioso se escondía un primer intento de secesión dentro de España. Curiosamente, reivindicando la legitimidad. Los carlistas se consideraban «representantes de la verdadera España», mientras que los liberales eran españoles espurios. Y ya que no podían imponerse en toda España, se contentaban con hacerlo sólo en una parte, pero de acuerdo con sus esencias. Los carlistas son, pues, separatistas a fuer de ultraespañoles, algo que conviene tener en cuenta, pues pronto veremos surgir otros separatismos, pero de signo muy distinto: claramente antiespañoles.

La tercera novedad va a traerla una medida revolucionaria para aquella España. Me refiero a la desamortización, que hará a la Iglesia enemiga declarada del Estado liberal, si no lo era ya. Según Miguel Artola, el presupuesto eclesiástico antes de 1834 equivalía al del Estado. Sólo en tierras cultivables poseía el 18 por ciento de todas las del país. Esto va a dar un vuelco espectacular. Entre 1835 y 1836, Mendizábal declaró bienes nacionales, y vendió a continuación toda una serie de propiedades de la Iglesia, con lo que quebró, aunque en modo alguno enterró, el poder de ésta, al tiempo que obtuvo el dinero que le permitió formar el gran ejército con el que derrotó a los carlistas. Esto tuvo que parecer a muchos conservadores infame por partida doble. Detenida durante los períodos moderados intermedios, la desamortización se completó en el bienio progresista, 1854-1856. En el primer período se desamortizaron, esto es que se vendieron, 139 521 fincas rústicas de la Iglesia, 19 647 fincas urbanas y 157 115 censos y foros. En cuanto al valor, los autores varían. El golpetazo, en cualquier caso, fue tremendo.

La desamortización, sin embargo, no llevó a cabo la reforma agraria que el campo español y España misma necesitaban para ampliar su base social y estabilizarse política y económicamente. La estructura del agro español —que constituía la base del país— apenas cambió. Simplemente, las grandes fincas eclesiásticas pasaron a manos de terratenientes que vivían en Madrid o capitales de provincia, lo que ni productiva ni socialmente significó el menor avance. La sentencia de Vicens Vives al respecto es demoledora: «La reforma española habría de alumbrar un neolatifundismo territorialmente más extenso, económicamente más egoísta y socialmente más estéril que el precedente». La suerte del campesino, desde luego, no mejoró. En muchos casos incluso empeoró, pues la Iglesia era mucho más compasiva que el terrateniente en casos de sequía o catástrofes naturales. Aparte de que la venta de tierras comunales privaba a muchos campesinos del disfrute que venían haciendo de ellas. A pesar de su aroma popularista y anticlerical, la desamortización acabará siendo un obstáculo para la renovación de las estructuras del campo, dada la aparición de una alta burguesía agraria en ambas Castillas, León y Andalucía, con ideales muy próximos a los de la más reaccionaria nobleza, y dispuesta por tanto a cortar como fuera cualquier tipo de reforma estructural. En aquella España, hasta lo revolucionario se tornaba contrarrevolucionario, tal era el peso de la tradición. No es extraño que Kant la llamase «el país de los antepasados».

La cronología de los cambios de gobierno nos muestra los bandazos que da el país:

  • 1814-1820. Período absolutista, con la Constitución de Cádiz derogada y persecución de los liberales.
  • 1820-1823. Trienio liberal. El pronunciamiento de Riego obliga al rey a reinstaurar la Constitución. Ahora son los liberales los que persiguen a los conservadores. Pero una Europa de vuelta de las revoluciones decide enviar a «los Cien Mil Hijos de San Luis» para imponer orden. Esta vez, el pueblo español, exhausto y escéptico, no ofrece resistencia a las tropas francesas.
  • 1823-1833. La llamada «Década ominosa», con Fernando VII de nuevo con los poderes absolutos. La persecución de los liberales fue dura pero, aleccionado por la experiencia, el rey se procuró apoyos, al tiempo que buscaba la forma de que su hija le sucediera.
  • 1833-1843. La llamada «Década liberal», con dos regencias, la de la reina María Cristina y la de Espartero, que legitiman el liberalismo en la corte, en el Ejército e incluso en parte de la alta sociedad. Se corresponde con la primera guerra carlista y la desamortización.
  • 1843-1853. Mayoría de edad de Isabel II y gobiernos moderados, bajo Narváez.
  • 1853-1856. Trienio progresista. De nuevo bajo Espartero. Trajo la escisión del partido liberal entre más y menos avanzados, la segunda tanda de desamortizaciones y las primeras grandes huelgas (Barcelona, Andalucía).
  • 1856-1858. Hubo una relativa tranquilidad interior, una cierta estabilidad política y un relativo progreso económico, sobre todo si se compara con las etapas anteriores. Incluso se hacen los primeros pinitos industriales. Detrás de ello están los «nuevos ricos» creados por la desamortización, o mejor dicho, parte de ellos, pues la mayoría prefirió no correr riesgos y continuar invirtiendo en bienes raíces. El crecimiento, en cualquier caso, está muy desigualmente distribuido. De hecho, la industrialización se centró en dos regiones: Cataluña, que en 1864 tiene el 40 por ciento del capital industrial del país, y Vasconia, con otro tanto. Barcelona y su comarca se convierten en el corazón de la industria textil (3600 fábricas, 125 000 obreros, 37 000 telares), mientras que Bilbao va creando su propia siderurgia. El salto de cifras de producción es expresivo: 1815, 5000 toneladas; 1865, 54 000 toneladas; 1870, 90 000 toneladas. Sin embargo, la mayor parte del mineral de hierro se exporta, para que sean otros los que lo conviertan en acero.

Estamos en plena «huida hacia el litoral». Mientras que las regiones interiores pierden habitantes, las costeras los ganan. Cataluña y el País Vasco hacen así su revolución industrial con todas las consecuencias que ésta trae aparejadas, empezando por la aparición paralela de una alta burguesía y de un proletariado, y terminando por el surgir de un nacionalismo. No es ninguna casualidad que por aquel entonces veamos brotar el «catalanismo» y el «hecho diferencial vasco». La ecuación revolución burguesa-construcción nacional se cumple matemáticamente en ambos territorios. Pero esto no ayuda a hacer la nación española (al revés, la hace más problemática). A partir de entonces, «no puede hablarse de una sociedad española, sino de varias articulaciones sociales, imbricándose en función del choque producido por la introducción del industrialismo», advierte Vicens Vives. Juan Pablo Fusi pasa lista a las calamidades que durante aquella mitad de siglo fueron cayendo sobre el país: pérdida completa del poderío naval en Trafalgar, guerra de independencia devastadora, pérdida del imperio americano, régimen catastrófico de Fernando VII y una guerra civil de casi siete años. Su conclusión es la siguiente: «España se había quedado prácticamente sin Estado y las consecuencias de todo ello iban a condicionar la política española durante buena parte del siglo XIX». Y del XX, podríamos añadir. Por lo pronto, la burguesía, en un principio progresista y reformadora, sufre sucesivos cuarteamientos. Una parte, temerosa ante el avance del proletariado, se une a los conservadores. La otra, se radicaliza, y opta incluso por el republicanismo. La reina, Isabel II, con su tendencia a compartir poder y cama con el favorito de turno, no ayuda desde luego al prestigio de la monarquía. Una inoportuna recesión económica mundial en la década de los sesenta causa despidos y bancarrotas. España comprueba que el capitalismo tiene también su cara amarga. El descontento popular se nota por todas partes. Los estudiantes se alborotan, los obreros se asocian y los políticos no se ponen de acuerdo. Mueren casi simultáneamente O’Donnell y Narváez, los dos últimos baluartes de la reina. Prim y Serrano encabezan un golpe de Estado que se encuentra con una resistencia mínima y un apoyo máximo. Esta vez los insurrectos no van a contentarse con que Isabel II les entregue el poder con los añadidos personales que solía darle. Exigen que abandone el trono por «deslealtad hacia la autoridad nacional». El entusiasmo popular marcha paralelo a la indignación contra la soberana. Corre 1868 y después de haberlo intentado casi todo, España va a intentar realizarse finalmente con una revolución, casi un siglo después de la francesa. Hay otra diferencia con ella aparte del tiempo: no va a correr la sangre. Se permite a la reina hacer sus maletas e irse a París, donde sobrevivirá, como dice una de sus biografías, «a su hijo, a su marido y a la inmensa mayoría de sus amantes». España, en cambio, seguirá con sus problemas, aumentados si cabe.