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¿Nación? ¿Estado? ¿Nación de naciones?
Que España es un Estado ni siquiera lo discute ETA, cuya mayor aspiración es negociar con el Estado español. Que sea una nación ya no está tan claro, como reconoce su propia Constitución, que admite la existencia de «nacionalidades», y su definición oficiosa, «nación de naciones», que diluye el principal rasgo de una nación, la unidad, en la galaxia de la pluralidad. ¿Es España una nación multinacional, a medias, o una nación a secas, sin darle más vueltas?
Ya sé que el mero hecho de plantear esta pregunta suena a herejía a muchos españoles. Pero éste es un viejo conflicto que no se resuelve enviando herejes a la hoguera. Que a estas alturas sigan cometiéndose asesinatos por su causa nos advierte de la ineficacia del tratamiento. En pleno proceso de la integración de Europa, los españoles hemos de resolver el problema de nuestro país aunque sólo sea para no presentarnos como unos indocumentados. Este libro no pretende tener la solución del enigma que tantos han buscado. Es un intento más que se añade al esfuerzo hecho por otros, y que llega, eso sí, a una conclusión que reconcilia puntos de vista hasta ahora excluyentes. Podría adelantársela sin más, de modo que tanto ustedes como yo pudiéramos dedicarnos a quehaceres más placenteros, aunque no tan apasionantes. Pero eso la convertiría en una proclama más de las infinitas que se han hecho sobre el «ser» de España desde todos los ángulos del espectro ideológico. Necesita un sostén de hechos fehacientes que la ancle en la realidad y un respaldo histórico que la avale para que pueda ser tenida en cuenta. Así que emprendamos la tarea de dilucidar la verdadera naturaleza de España. Para ello, lo primero es dejar claro qué es una nación y qué es un Estado. Son dos conceptos distintos pero indiferenciados para muchos españoles, lo cual puede constituir, por lo menos, parte del problema.
Sobre qué es un Estado no existe mayor controversia. Desde que Max Weber lo identificó como el «legítimo detentor del monopolio del uso de la fuerza en un territorio para el mantenimiento del orden», nadie ha ofrecido una definición más oportuna, lo que tampoco impide que surjan otras, dados los rápidos cambios a que están sometidas las estructuras políticas. Pero, de momento, lo que caracteriza un Estado es ese monopolio legal del uso de la fuerza, a cargo del aparato judicial y policial correspondiente. España lo posee de sobra, pese a la cesión de buena parte del mismo a las comunidades autónomas. Pero, en último término, el monopolio de la fuerza legal sigue en manos del Estado, aunque no haga mucho uso de ella como consecuencia de los reflejos, o falta de ellos, que le ha dejado una larga dictadura. Esa condición teórica permite definir a España como Estado sin más consideraciones. Un Estado incluso tan viejo que Ortega llegó a decir de él que era «el primero de los Estados modernos». Lo de «primero» se lo admitimos con todas las reservas que requieren las ordenaciones cronológicas. Lo de «moderno» se lo rechazamos, con pesar, a la luz de la más moderna historiografía. El Estado que crearon los Reyes Católicos y prolongaron sus sucesores fue más moderno en apariencia que en realidad, ya que, junto a elementos novedosos, arrastraba otros arcaizantes, que le impidieron adaptarse plenamente al mundo moderno que por entonces surgía, como luego veremos. Eso no le impidió, sin embargo, entrar en la categoría de Estado, en lo que se refiere a la aceptación voluntaria o forzosa de una autoridad en el marco de un determinado territorio. En este sentido puede hablarse del Estado francés, del Estado alemán —que hasta hace no mucho eran dos—, del Estado danés o de Estados Unidos, así como de Estados ya desaparecidos, como el prusiano o el soviético. Y sin lugar a dudas, del Estado español, pese a los recortes de soberanía que últimamente se ha autoimpuesto. Hasta aquí espero que estemos todos de acuerdo.
Lo de nación ya es otra cosa. Estamos ante un concepto elástico en la forma, roqueño en la sustancia, que se imbrica a menudo con el de Estado, pero de contenido muy distinto. Hay naciones mayores que Estados, las hay que se solapan con Estados y las hay menores que ellos. Hay incluso naciones sin Estado, como fue el caso de la «nación de Israel», proclamada por sus almas más sensibles durante su larga diáspora. Algo parecido podría decirse de la «nación alemana» a la que Fichte dirigió sus discursos, desparramada entonces por distintos Estados grandes y pequeños. Tanto Fichte como los profetas israelíes se dirigían esencialmente a un pueblo, su pueblo. Pero tampoco el conjunto de un pueblo corresponde exactamente a la nación, pese a que ésta coincida a menudo con él. Hay naciones que incluyen pueblos muy distintos. El mejor ejemplo es Estados Unidos, aunque hay otros casos, como Brasil y todas las naciones multiétnicas, hacia las que por cierto nos dirigimos. En general, y para no dar más vueltas, hay que distinguir entre el viejo concepto de nación, similar al de familia, tribu o, simplemente, individuos nacidos del mismo tronco, y el moderno, con miembros procedentes de troncos distintos, pero con voluntad de pertenencia a una entidad común. El viejo concepto de nación (del latín vatio, -onis) equivalía al del colectivo humano conformado por la raza, las leyes, las tradiciones y las costumbres dentro del que nacemos. Se trataba, por tanto, de una nación restringida étnica y culturalmente, que a estas alturas de la historia no existe en ninguna parte, dadas las corrientes migratorias de los últimos tiempos. Todo intento de imponer este concepto desembocará inevitablemente en un conflicto armado, como hemos visto en los Balcanes. Lo que no impide que, aquí y allá, trate de imponerse, como vemos está sucediendo no demasiado lejos.
Otra cosa son las naciones modernas, basadas no en lo que se «es», sino en lo que se «busca», en la mayoría de los casos, la liberación, ya de una clase dirigente interior —monarcas absolutos, aristocracia, clero—, ya de un ocupante extranjero. Las naciones modernas nacen así bajo el lema de la libertad y se basan, no en determinadas características raciales, culturales o religiosas, sino en unos ideales compartidos. Las naciones antiguas nos las encontrábamos hechas, nacíamos en ellas. Las modernas las buscamos junto a gentes iguales o distintas, pero con el mismo propósito: ser libres. La identidad nacional ya no nos viene dada, impuesta, como en el Antiguo Régimen, sino que la creamos en la lucha contra él, que genera entre nosotros un hermanamiento de ideales, una aspiración tan íntima como generalizada. Es el famoso salto de «súbdito» a «ciudadano», el juramento tácito entre individuos —en realidad, una conjura—, que se ponen de acuerdo, primero, para derribar a sus opresores, y luego para vivir bajo las normas, ideales y objetivos que ellos mismos se han dado en forma de Constitución. La nación moderna es, pues, el resultado de la transformación del Estado clásico, cuando éste «decide dotarse de los elementos de igualdad y libertad frente al absolutismo anterior» (estoy citando a García de Cortázar), arrebatando al rey la soberanía y transfiriéndola al pueblo, que pasa a ser el soberano. Esto es algo que no se consigue gratuitamente: hay que ganárselo luchando contra los poderes establecidos, a través de la revolución, auténtico crisol de las naciones modernas. De lo que se infiere que sin revolución —o sin su sucedáneo, una guerra de independencia contra un invasor extranjero— no hay nación. Les ruego que no lo olviden, pues va a ser clave para definir la nación española, su naturaleza, contenidos y carencias.
Ya de modo general, podemos establecer una secuencia cronológico-política que empieza por las viejas naciones o reinos medievales, sigue con los Estados modernos, casi siempre monarquías absolutas, transformadas a través de un proceso revolucionario en las naciones-Estados contemporáneas. Nación y Estado se imbrican así, sin llegar nunca a confundirse. Tras los excesos nacionalistas que condujeron a la segunda guerra mundial, las instituciones supraestatales, han ido adquiriendo cada vez más protagonismo. En España, sin embargo, ha ocurrido lo contrario: los nacionalismos se han avivado, aunque en cierto modo era lógico tras cuarenta años en los que hubo en ella tan sólo el «Estado español» franquista. Si se trata de un mero reflejo, de un sarampión, o de algo mucho más profundo que pone al descubierto la falta de coherencia de la nación española es algo que sólo podrá aclararse en el futuro y que trataremos de dilucidar en este libro. Lo indudable es que los nacionalismos se hallan en plena ofensiva en España, a excepción del nacionalismo español, que atraviesa una de sus horas más bajas. ¿A qué se debe? No, desde luego, a que España vaya mal. Sin que vaya tan bien como dice Aznar, no hay duda de que nuestro país ha hecho notables avances en las últimas décadas, convirtiéndose en una potencia media europea que tiene ya poco que envidiar a los países del entorno. Si el nacionalismo, según Fernando Savater, da respuesta a esa aspiración tan humana de trascender, de ser más que nosotros mismos, de pintar algo en el gran teatro del mundo, donde solos pintamos poco, brindándonos la posibilidad de capitalizar la suma de logros, virtudes, gestas, milagros y éxitos de nuestros compatriotas, ofreciéndonos «mito e historia, razón y sentimiento, religión y política» ya con categoría sagrada laica, el nacionalismo español debería haberse fortalecido en los últimos tiempos. Sin embargo, no es así, sino todo lo contrario. Su falta de vigor hay que atribuirla, pues, a otras causas, entre las que la debilidad de nuestra nación aparece como la primera sospechosa.
Lo que nos obliga a retomar el hilo de nuestro discurso. No hay duda de que España es un Estado. Puede aceptarse también sin problemas que es una nación al viejo estilo, así como su condición de hecho histórico y de realidad geográfica. Pero la nación moderna, como queda dicho, va más allá de la historia y la geografía: es una realidad más metafísica que física; un cúmulo de voluntades libremente asociadas; un «estilo de vida» según García Morente; un way of life como dicen los norteamericanos. Un sentido de pertenencia a algo superior a uno mismo; una alianza laica de individuos de distintas procedencias que han aceptado un destino común. ¿Se dan estas circunstancias en España? Si contestáramos por lo que vemos y oímos a diario, resultaría difícil hacerlo afirmativamente. En la España de hoy prevalece la pluralidad sobre la unidad, la descentralización sobre el centralismo, los hechos diferenciales sobre la identidad común. Lo más cómodo es atribuir esta tendencia a una fiebre pasajera, a una reacción instintiva al franquismo ahormador. Por desgracia, hay tras ello algo más amplio y profundo. Les advertía antes de que las naciones modernas son productos de la revolución, o, visto a la inversa, de que las revoluciones son las parteras de las naciones modernas. Pues bien (o mal): si la Reforma protestante fue la primera de las revoluciones modernas, tal como coinciden hoy todos los tratadistas políticos, España no sólo no colaboró en ella, sino que luchó contra ella. No sólo no participó en la Reforma, sino que capitaneó la Contrarreforma, quiero decir, la contrarrevolución, la antítesis de la nación moderna. Las consecuencias de este hecho son tantas y de tal envergadura que desbordan con mucho los límites de este libro. Pero tengo que hacerme eco de una que incide de lleno en el tema que nos ocupa. Me refiero a la postura de la izquierda ante la nación española y el nacionalismo español. La identificación de España con la Contrarreforma, su defensa secular de la religión —no por nada empieza su andadura bajo los Reyes Católicos—, de los valores tradicionales y del Antiguo Régimen, la hicieron, ante los españoles y ante el mundo, el símbolo de la reacción. Nada de extraño en que la izquierda haya tenido siempre dificultades para asumirla. Con más motivo cuando la derecha ha acaparado el nacionalismo español, no ya desde Franco, que se apresuró a calificar de «nacional» a su España y de «roja» e incluso de «Antiespaña» la de sus enemigos, sino desde mucho antes. Esta identificación de España con el conservadurismo más reaccionario convirtió a la izquierda en paria del nacionalismo español. Algo que ha lastrado como el plomo todos los intentos de completar la nación española y puede hacer descarrilar el que actualmente está en marcha. La izquierda actual, llevada por ese tic, por el alarde de patriotismo que está haciendo el Partido Popular y, todo hay que decirlo, por consideraciones electorales, viene facilitando el avance de los nacionalismos internos. Piénsese en el papel de Izquierda Unida en el País Vasco, aliada sin empacho a un nacionalismo reaccionario, y en los pactos del PSOE con los distintos nacionalismo pese a ser el socialismo internacionalista por naturaleza. Ya decía Hegel que un geniecillo irónico mueve los hilos de la historia. En este caso, irónico y maligno.
Pero Hegel afirmó también que la historia es la larga marcha de la humanidad hacia la libertad y, en este sentido, me resisto a creer que cuando España ha emprendido decididamente el camino de la salvaguardia de las libertades, se frustre el intento por los reflejos, agravios y cortedades de unos u otros. Es verdad que no tuvimos Reforma sino Contrarreforma, que, en vez de revoluciones hemos tenido alzamientos y que no hemos logrado desprendernos del todo de un pasado demasiado aplastante. Pero no es menos cierto que, junto a todo eso, existe un hecho importantísimo para el asunto que nos ocupa. Me refiero a la existencia de un modo de ser, de vivir, de sentir español, por encima de las variedades que incluye y de sus virtudes o vicios. Los extranjeros lo ven mucho mejor que nosotros. Si preguntáramos a un francés, a un inglés, a un alemán, a un italiano, a un ruso: «¿Existe lo español?», sin duda alguna nos dirían: «¡Claro que existe! Los españoles tienen una forma especial de hablar, de comer, de andar, de reírse, de enfadarse, de amar a las mujeres, de tomarse una copa». Lo malo es que si se lo preguntásemos a los españoles de nuestros días, posiblemente nos dirían que lo que realmente existe es lo catalán, lo vasco, lo gallego, lo andaluz, lo aragonés, lo canario, lo valenciano, y así hasta las diecisiete partes más en las que se ha dividido nuestro Estado de las Autonomías, más alguna otra que busca ese estatuto. Lo que nos lleva a la encrucijada actual, y a este libro. No hay duda de que España está afectada de fiebre nacionalista, aunque no precisamente española. Pero las naciones, aparte de todo lo dicho sobre ellas, son también una identidad genérica de los individuos que las componen. Identidad que en este caso existe. Y si existe «lo español», lo lógico es que exista España. ¿Existe realmente? ¿O nos faltan esos ideales compartidos, ese sentido de pertenencia a algo superior y ese destino común que constituyen también los ingredientes básicos de toda nación moderna? En el rápido vistazo panorámico que acabamos de echar ya hemos podido darnos cuenta de la complejidad de la pregunta. Así que no vamos a apresurarnos a contestar, no sea que, como tantas veces, pongamos el carro delante de los bueyes. Sólo enjaulando el corazón para que no emborrache de sangre nuestro cerebro y poniendo la mano sobre los ojos a modo de visera, para que no nos deslumbren tantas luminarias, podremos rastrear desapasionadamente nuestra historia, para saber si cumplimos esas premisas, y somos por tanto una nación hecha y derecha. O no lo somos.