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El rompecabezas medieval
Que la invasión árabe distanció la península Ibérica del resto de Europa y que los ocho siglos siguientes fueron claves para desarrollar su carácter, su estilo y su posición en la historia universal lo acepta todo el mundo. Pero ahí se acaban las coincidencias y empiezan las discrepancias, tan grandes como apasionadas. Aunque hay casi tantas interpretaciones como estudiosos, podemos reducirlas fundamentalmente a dos:
- Los que sostienen que España se forja durante la Reconquista, en la que asume la representación de la cultura occidental y de la fe cristiana frente al islamismo, lo que la marcará para siempre.
- Y los que ven la España medieval como lugar de encuentro de tres culturas, la cristiana, la musulmana y la judía, que moldearán su carácter polivalente, incluso sin que tome conciencia de ello.
Principal defensor de la primera tesis fue Claudio Sánchez Albornoz, que partiendo del estudio del reino de Asturias, consagró su vida a rastrear señas de identidad romano-góticas por asentamientos, villas, municipios, cartas pueblas, fueros y Cortes de toda la Península. En cambio, Américo Castro, portavoz insigne de la tesis multicultural, la resumió en un solo libro, España en su historia, aunque logrando con él un impacto semejante al de una bomba atómica. Sin duda hay argumentos para defender una y otra teoría, que ahorramos al lector por ser de sobra conocidos. Pero también los hay para oponerse a ellas. Por lo pronto, la Edad Media fue una etapa demasiado larga, demasiado compleja, demasiado turbulenta, como para ser reducida a esquemas tan simples como los que ofrecen ambos historiadores. Hubo en ella de todo, a veces incluso contradictorio entre sí. Además, la Reconquista no fue una cruzada, una idea que está en el fondo de la primera tesis. España no participó en las Cruzadas, arguye ésta, por tener ya la suya particular dentro de su propio territorio, equiparable a las otras. Pero la realidad no sostiene esta tesis. Las Cruzadas fueron expediciones militares muy concretas, producto de la fiebre religiosa y el entusiasmo popular del momento, que se extinguieron con la misma rapidez que brotaron. Aunque tuvieron repercusiones comerciales y culturales, su espíritu, su desarrollo y su desenlace las reducen a un tiempo y a un espacio muy específicos. Por el contrario, la Reconquista fue algo mucho más dilatado y complejo. Estamos ante un proceso de lenta expansión de los reinos cristianos, con frecuentes luchas entre ellos y períodos de tregua con el invasor, por lo que reducirlo a «la lucha contra el infiel» es simplificarlo de tal forma que induce al error. Al final, sí, se expulsó a los árabes. Pero entretanto ocurrieron en la península Ibérica demasiadas cosas y demasiado importantes para que podamos ignorarlas sin desvirtuar el cuadro general.
Pero del mismo modo, presentar la España medieval como un oasis de convivencia y ejemplo de unidad en la diversidad, que es el fondo de la tesis de Américo Castro, choca con una serie de hechos que contradicen también tamaña simplificación. Es verdad que judíos, musulmanes y cristianos coexistieron en aquella España, en algunos momentos incluso con armonía y provecho para todos. Pero no es menos cierto que dicha convivencia fue mucho mayor en la parte árabe que en la cristiana, donde sólo se produjo en períodos aislados. Y que fue deteriorándose a medida que avanzaba la Reconquista, de forma que, a partir de la mitad del proceso, arreciaron las persecuciones en una parte como en la otra, y al final no puede honestamente hablarse de ella. Lo que se dice convivencia la hubo sólo al principio, y únicamente forzada por las circunstancias. Los escasos invasores árabes tuvieron que ser tolerantes con la enorme masa de población local si querían no despertar su animosidad. Con el avance cristiano, sin embargo, el ambiente cambió para todos, y de forma paralela creció el desafecto, que a partir del siglo XIII se traduce en pogroms, persecuciones y expulsiones. Hablar, pues, de «la España de las tres culturas» es, cuanto menos, una exageración. Hubo dos culturas perfectamente diferenciadas, la cristiana y la musulmana, como no podía ser menos dado el rigor de las religiones en que se asentaban, con una tercera, la judía, tratando de servir de puente entre ambas. El roce diario trajo sin duda influencias mutuas, sobre todo en hábitos y costumbres, que quedarían impresas en el carácter nacional. Pero no es menos cierto que la obligada convivencia forzó también a unos y otros a subrayar sus rasgos diferenciales, que los elementos más fanáticos de sus respectivas comunidades se encargarían de potenciar. En una palabra: la Reconquista fue al mismo tiempo una lucha y un abrazo, un rechazo y un saludo, una amputación y una ampliación. Limitarla, por tanto, a uno de esos rasgos conduce inevitablemente al error.
Para sintetizar este preámbulo, podemos decir que en la Edad Media se fabrican los diversos ingredientes que darán lugar, ya en la Moderna, al Estado español. Allí surgen nuestras aptitudes y nuestras carencias, nuestros vicios y virtudes, nuestras coincidencias y diferencias. Se la ha comparado a la infancia de España, esa edad en la que se forja de modo indeleble el carácter de individuos y naciones. Sin negarlo, añadimos que es también nuestro subconsciente colectivo, el pozo al que hay que acudir siempre para conocernos. De ahí que le dediquemos un poco más de atención que a otras épocas, sabiendo, además, que nunca acabaremos de desentrañarla del todo.
El inmenso y abigarrado tapiz de la Reconquista puede abordarse desde muy distintos ángulos. A fin de no perderlos, nosotros vamos a reducirlos a cuatro:
- El del equilibrio de poder, con dos fases perfectamente diferenciadas. La primera, de clara hegemonía musulmana, coincide con el califato de Córdoba y las campañas de Almanzor. En la segunda, la hegemonía pasa a manos cristianas, que llevan la iniciativa bélico-política. Existen muchos acontecimientos que podrían considerarse el punto de inflexión en ese equilibrio. Nosotros nos inclinamos por la conquista de la ciudad de Toledo (1085).
- El geográfico. Existen dos núcleos de reconquista perfectamente diferenciados. El occidental, mucho más dinámico, que partiendo del reino de Asturias se extiende por León, Castilla y Andalucía. Y el oriental, con Aragón y Cataluña como bases, que, por arrancar más tarde, ve reducidas sus posibilidades de expansión. Mientras que Toledo es ya cristiana en 1085, Lérida no lo será hasta 1149. En medio de ambos focos, Navarra tiene una temprana oportunidad de convertirse en protagonista de la lucha, que desaprovechará, para quedar encajonada entre los dos reinos más potentes.
- El bélico. Se trata del capítulo que más sorpresas nos depara, pues cuanto más de cerca lo estudiamos, más nos percatamos de que, pese a su nombre, la Reconquista tuvo muchos más períodos de tregua que de lucha. Pero no es tan sólo eso. Lo más asombroso es que los cristianos lucharon entre sí tanto o más que con los musulmanes.
- Por último, el económico político-socio-cultural. Con una primera parte en la que España queda prácticamente aislada de Europa, lo que la lleva a ensayar fórmulas propias en todos esos terrenos, algunas de las cuales van a marcarla para siempre. Paulatinamente, los contactos se fueron ampliando, sobre todo a través del Camino de Santiago, y al final de la Edad Media apenas hay ya diferencia con el resto de Europa.
Vamos a repasar, siquiera sumariamente, cada uno de esos enfoques, para ver si entre todos ellos conseguimos obtener una idea global de qué fue realmente la Reconquista y la España que surgió de ella.
Equilibrio de poder
Resulta difícil, por no decir imposible, conocer con exactitud el impacto de la derrota de Guadalete en la España de principios del siglo VIII. Todo un legado épico-legendario nos la ha presentado como una hecatombe de alcance nacional, que incluye a don Rodrigo muriendo no en la batalla, sino en una cueva, expiando sus pecados personales y políticos en las fauces de un dragón. Para los visigodos fue sin duda brutal, ya que significaba la pérdida de su dominio sobre la Península. Pero no olvidemos que seguían siendo una fina capa en lo alto de la pirámide social. A la gran masa de población, en cambio, no pareció afectarle demasiado, como prueba la citada falta de resistencia que ofreció al invasor y las conversiones en masa a su religión: el 10 por ciento en el siglo VIII, el 20 por ciento en el IX, y en el X el 80 por ciento de la población de Andalucía. Y éstas son estimaciones a la baja, pues hay autores que las doblan, sobre todo entre los campesinos. La conversión al islam no debe atribuirse tan sólo a la tibieza de su fe. Había un importante aliciente económico. Quien se hacía musulmán dejaba de pagar el impuesto especial que gravaba a los «infieles». Los califas eran tolerantes en materia religiosa… siempre que se pagara por ello.
Parte de la nobleza visigoda, en cambio, huyó hacia el norte, aunque hubo también entre ella quien pactó, e incluso emparentó, con el vencedor. Entre los que huyeron se encontraba Pelayo, personaje del cual resulta difícil distinguir la realidad de la leyenda. Al parecer, había formado parte de la corte de don Rodrigo. Hasta qué punto fueron las apetencias del gobernador árabe de Gijón hacia su hermana o el orgullo nacional herido lo que lo llevó a encabezar una rebelión, no está claro. En cualquier caso, la historia le ha consagrado como el caudillo del levantamiento, que obtendría su primera victoria en Covadonga. Posiblemente se trató de una escaramuza entre montañas, pero la mitología cristiana la convirtió en batalla providencial y punto de arranque de la Reconquista, al amparo de la Virgen del mismo nombre. Don Pelayo instaló su corte en la cercana Cangas de Onís. Todo apunta a que los musulmanes no dieron importancia al incidente. A ellos no les atraían lo más mínimo aquellos valles húmedos y riscos fríos, sino que preferían las tierras mucho más soleadas del sur. Una querencia va a notarse también en la distribución que hacen de éstas. Los árabes auténticos, líderes de la conquista, se quedan con las tierras fértiles del valle del Guadalquivir, mientras que dejan las mucho más pobres de la Meseta y Extremadura a los bereberes que sirven en su ejército, algo que causará fricciones entre ellos. Pero en la cornisa cantábrica ninguno de los conquistadores musulmanes está interesado, por lo que la retirada de los escasos contingentes allí llegados se hizo de forma natural, para suerte de los sucesores de don Pelayo, todo hay que decirlo, que trasladarían la corte a Oviedo y establecerían en ella el ceremonial visigodo. Y hay aquí un hecho tan paradójico como significativo que conviene resaltar. Asturias, como Cantabria, se contaban entre las regiones peninsulares que más se resistieron a Roma. Sin embargo, van a estar en la vanguardia de la lucha contra los árabes. La Reconquista arranca así apoyada en los dos elementos menos romanizados de aquella sociedad: los visigodos en su cima y los cántabros y astures en su base. Lo que puede explicar el rasgo germánico que adquiere desde el principio y que mantendrá ya hasta el final. Rasgo, sin embargo, no justificado por la estructura de la población cristiana, mayoritariamente hispanorromana.
El primer rey astur que cruza la cordillera es Alfonso I. Dirige expediciones de tanteo, para volver al refugio de las montañas en cuanto el peligro amenaza. Los musulmanes tampoco le conceden mayor importancia. Además, han ocurrido hechos importantes entre ellos: un príncipe omeya, Abderramán, ha llegado a Córdoba huyendo de Damasco, donde buena parte de su familia ha sido exterminada por los abasíes, y se proclama emir independiente, estableciendo de hecho el primer Estado árabe en la Península. Los gobiernos de sus sucesores, hasta Abderramán III, que se proclamará califa y reinará hasta el 961, marcan el período de máximo esplendor árabe. Por aquel entonces, los cristianos, un poco a la chita callando, han instalado su capital en León e ido avanzando posiciones, alzando castillos, fortificando ciudades hasta el Duero. Pero son notablemente inferiores y han de sufrir las razias de castigo que de tanto en tanto les envía Córdoba o bien pagar los tributos correspondientes. Algunas de esas razias, como las de Almanzor, fueron tan poderosas que llegaron a Santiago y a Barcelona, dejando tras de sí un rastro de destrucción y muerte.
El califato, sin embargo, desaparece prácticamente después de Almanzor. Le sustituyen los reinos de taifas, con los que cambia el signo de la lucha, y a mediados del siglo XI se produce el vuelco: ahora serán los reyes musulmanes los que deberán pagar tributo a los monarcas cristianos. Es la mejor prueba de que el viento ha rolado. Aunque no todo resulta beneficioso con el cambio. A partir de entonces, los reyes cristianos deberán tener en cuenta un efecto secundario adverso de sus conquistas: cuantos más reinos árabes conquisten, menos tributos recaudarán. Este hecho no anima precisamente a la adquisición de nuevos territorios y puede ser una de las infinitas causas de la ralentización que adquiere la Reconquista. Las repercusiones sociales de esta caída de ingresos reales van a ser, si cabe, más graves, ya que muchos españoles la pagarán con la mengua de sus libertades, como veremos más adelante.
Desequilibrio geográfico
Una de las cosas que resulta más chocante al contemplar el mapa general de la Reconquista es su asimetría. Mientras que por la parte occidental avanza, no vamos a decir que a buen paso, pero sí de forma apreciable, en la oriental sus progresos son mucho más lentos. Desde el principio hay núcleos cristianos en el Pirineo. Pero les costó abrirse paso hacia el sur. La principal razón puede ser que mientras los árabes apenas se asentaron en las ásperas tierras al norte del Duero, sí lo hicieron en las fértiles del valle del Ebro, por lo que costaba mucho más desalojarlos. Por otra parte, Cataluña había pasado a formar parte del imperio carolingio, como Marca Hispánica, o límite meridional del mismo, aunque el conde Borrell II se proclamó independiente y, de hecho, «rey». Un matrimonio —el de Ramón Berenguer IV con Petronila, hija de Ramiro II el Monje— unirá la corona catalana a la aragonesa, que continuarán ya juntas la Reconquista. Pero este retraso inicial, unido a la mayor resistencia que encuentran, les hace ir muy por detrás de leoneses y castellanos, que llegan a Andalucía bastante antes. Conquistan incluso el reino de Murcia, de forma que el rey de Aragón y conde de Barcelona Jaime I el Conquistador encuentra taponada su marcha hacia el sur, por lo que inicia una expansión por el Mediterráneo (Mallorca, Sicilia, Cerdeña) que llevará a los catalanes nada menos que a Atenas y Neopatria.
Navarra es un caso aparte. Sancho el Mayor, a caballo del milenio, incorpora el condado de Castilla y las tierras del Alto Aragón, lo que hace suponer un gran futuro para su reino. Pero a su muerte lo divide entre sus hijos, y Navarra, devuelta a su tamaño original, encontrará su avance taponado por los de Castilla y Aragón, lo que la hace buscar alianzas con Francia que durarán hasta que Fernando el Católico la une definitivamente a la Corona de Castilla, ya finalizada la Reconquista. No obstante, también hay que decir que cuando se necesitó el concurso navarro en alguna batalla clave contra los musulmanes (las Navas de Tolosa, por ejemplo), éste no faltó.
Puede debatirse hasta el infinito si los avances más rápidos del núcleo occidental se debieron a su arranque más temprano o si fueron producto de su mayor afán reconquistador. El caso es que Castilla («Tierra de castillos»), de pequeño condado en el triángulo vasco-burgalés-riojano, pasó a ser el protagonista de la lucha gracias al espíritu guerrero de sus gentes y a la audacia, sin demasiados escrúpulos, de sus dirigentes. Pero era lo que requerían los tiempos y tanto los demás reinos cristianos como los árabes pudieron sentir pronto en sus carnes la muestra de aquel dinamismo. Que las tierras de La Mancha recibieran el nombre de Castilla la Nueva al ser reconquistadas y que incluso se sopesara la posibilidad de rebautizar Andalucía como Castilla Novísima indica hasta qué punto era preeminente el papel de aquel pequeño condado dentro de la nación, Estado, reino o lo que fuera, que se estaba gestando. Papel que mantendrá, para bien y para mal, en los siglos venideros, hasta el punto que «castellano» llega a ser sinónimo de «español», no sólo en lo que a la lengua se refiere, lo que es un hecho, sino también en lo tocante a la nación, lo cual ya no corresponde a la realidad. Pero de entonces arranca el equívoco. Y uno de los mayores problemas de la nación española.
El escenario bélico
El rasgo más característico y menos aireado de la Reconquista es la discontinuidad: en ella no se dieron en absoluto una lucha continuada y un avance paulatino. Los progresos se hacen a empellones, seguidos por largos períodos en los que apenas hay actividad bélica. Como en la física atómica, los saltos ocurren sólo cuando se ha almacenado un determinado cuanto de energía, no antes. Los ríos son los que marcan los límites de esos saltos cuánticos. El primer objetivo cristiano es el Duero, que alcanzará Alfonso III hacia el año 900. Alfonso VI extiende los dominios cristianos hasta el Tajo, dos siglos más tarde. Siglo y medio después, Fernando III conquista Sevilla y el valle del Guadalquivir, lo que dejaba a los árabes tan sólo el reino de Granada, que además se convertía en un reino vasallo. Que el Rey Santo había dado prácticamente por acabada la Reconquista lo demuestra que cuando murió estaba planeando el asalto a África. En la parte oriental ya hemos dicho que los avances fueron bastante más lentos, pero con Jaime I, que negoció con Fernando III los límites de sus respectivos reinos, también quedaba finalizada la lucha contra los invasores. ¿Qué hubo en medio de esos grandes empellones? Pues hubo de todo. Treguas, repoblación de los territorios conquistados, incursiones aisladas en los territorios enemigos y, sobre todo, luchas entre los distintos reinos cristianos. Pues, posiblemente, lo que demoró más el avance fueron las guerras entre los hermanos de fe, que consumieron buena parte de las energías y recursos de todos ellos. La costumbre de dividir el reino entre los hijos fue, en este sentido, letal, ya que, por una parte, fragmentaba la potencia, y por la otra, incitaba al más fuerte o audaz de ellos a arrebatar las posesiones a sus hermanos, en vez de hacer todos causa común contra los musulmanes. Menos mal que éstos estaban tanto o más desunidos, porque de haberse mantenido con la fortaleza de los primeros califas, la Reconquista duraría todavía hoy. La Reconquista se convierte así en una especie de tela de Penélope que los monarcas más competentes tejen durante su mandato, para deshacerlo en el testamento con el reparto del reino entre los hijos. No es de extrañar por tanto que la Reconquista durase ocho siglos. He contado doce reyes de Asturias, quince exclusivamente de León, diecinueve de Castilla y León, cinco exclusivamente de Aragón, quince de Aragón y Cataluña y veintiuno de Navarra, ochenta y siete en total. Pues bien, sólo pueden considerarse auténticos reconquistadores en Asturias los dos Ordoños, el I y el II. En León y Castilla, cuatro Alfonsos, el III, el VI, el VII y el XI, y dos Fernandos, el I y el III. En Aragón-Cataluña, un Ramón Berenguer, el I, un Alfonso, el I, y un Jaime, el I también. Y en Navarra, dos Sanchos, el III y el VII. Trece tan sólo, un sexto del total. Es más, casi todos ellos, antes de lanzarse contra los reinos musulmanes, tuvieron que dirimir con las armas sus diferencias con hermanos y reyes vecinos. No es, pues, exagerado sostener que los reyes cristianos batallaron entre sí tanto o más que con los árabes, aunque lo que prevaleció durante la Reconquista fueron períodos de escaramuzas, treguas armadas o paz comprada con tributos. Miguel Ángel Ladero resume esta idea al hablar de «la gran reconquista, ocurrida entre 1212 y 1266», que fue el período en que se hicieron los mayores avances. Cincuenta y cuatro años de casi ochocientos.
Pero lo peor no fue el tiempo perdido o las energías malgastadas. Los hombres hemos perdido el tiempo en todas las edades, incluida la actual, y somos expertos en dedicar nuestros mayores esfuerzos a causas que no valen la pena. Lo peor de esas luchas intestinas de la España cristiana fue que crearon animosidad entre sus distintas partes y personalidad propia en ellas. Asturias, León, Castilla, Galicia, Navarra, Aragón, Cataluña, Valencia, nacen entonces. Y nacen enfrentadas entre sí, con hablas, leyes, normas, héroes y tradiciones diferentes. En su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, titulado significativamente «Las raíces medievales de España», Julio Valdeón ha enumerado lo que había de común en todos esos reinos, aportando pruebas testimoniales de que incluso los más distantes se consideraban «parte de España» y que el nombre de ésta, Hispania, Espanya, Spanya, Aspanya, Hespaña, aparece en todas las lenguas vernáculas que van surgiendo en la Península. El viejo sueño de reconstruir la monarquía visigoda retumba como un eco a lo largo de la Edad Media española en todos los reinos cristianos, dándoles una cierta homogeneidad de pasado y de futuro, de sustrato y de intenciones. Sin embargo, no es menos cierto que eran reinos perfectamente diferenciados, con capital, corte y leyes propias, que conservaban celosamente. Se unían mediante matrimonio o conquista. Pero eran uniones generalmente efímeras, que volvían a separar testamentos o sublevaciones. Poco a poco, sin embargo, va imponiéndose la ley del más fuerte, que engloba a los demás. Pero hasta que eso acontece han transcurrido siglos de separación, han corrido ríos de sangre, se han afianzado los rasgos diferenciales y se han profundizado los prejuicios mutuos. Lo que esto significa no ha sido suficientemente subrayado por la historiografía oficial, siendo, como es, fundamental para entender nuestro país. España se forja, en efecto, durante la Edad Media, en la lucha contra los árabes y en la convivencia con ellos, tal como aseguran Sánchez Albornoz y Américo Castro. Pero al mismo tiempo que España se forjan los distintos reinos que la componen, cada uno con su matiz particular. Un matiz tan particular que va a persistir hasta nuestros días. Pues si se fijan, los viejos reinos medievales españoles darían —lugar etimológica (regio, -onis) y administrativamente a las posteriores regiones y corresponden a nuestras actuales autonomías. Es significativo que cuando un monarca reclamaba para sí la soberanía nacional, no se proclamaba «rey» —reyes eran los de cada uno de los reinos cristianos—, sino «imperator», emperador. El primero en usar tal título fue Alfonso VI, Imperator totius Hispaniae, aunque será su nieto, Alfonso VII, quien se haga coronar emperador en León, en una elaborada ceremonia que incluía «capa bordada y corona de oro puro». Queda muy bien. Hasta que caemos en que un imperio no es una nación. Es un conjunto de ellas. De ahí surgirá el término «las Españas», que aunque sea un «cultismo», según José Antonio Maravall, se viene empleando hasta nuestros días, mientras que «monarquía» equivaldrá a «imperio» en nuestros autores clásicos. Desde muy pronto, España fue algo más que un reino sin llegar a ser una nación.
Para resumir este apartado: la Reconquista no fue una empresa nacional. Fue una empresa regional. Cada uno de los pequeños reinos cristianos hizo la guerra por su cuenta contra el invasor musulmán, al tiempo que batallaba contra sus correligionarios. Sólo en contadas y muy específicas ocasiones éstos unieron sus esfuerzos contra el enemigo común. Eso fue algo que duró desde el primer al último día. La toma de Granada no se hizo en nombre de España, sino en el de Castilla.
Panorama económico-político-socio-cultural
Nuestra visión de la España medieval quedaría totalmente coja si no echásemos siquiera una ojeada a sus circunstancias socioeconómicas. Aquel avance asimétrico y a trompicones, aquellos bruscos acelerones y largas paradas produjeron peculiaridades que dejaron profundas huellas. Cuando hasta hace poco se decía «España es diferente», no éramos conscientes de sus vastas y profundas implicaciones. Advertíamos antes del corte que representó la invasión árabe respecto a Europa. Aquel desenganche íbamos a pagarlo caro, ya que prácticamente hasta nuestro ingreso en la Comunidad Europea fuimos incapaces de superarlo. Ello nos obligó a resolver solos las grandes crisis del crecimiento europeo —Reforma, revolución, industrialización— y, aunque nos ha evitado más de un trago amargo (por ejemplo, la guerra de los Cien Años o las dos últimas mundiales), no hay la menor duda de que el balance total de aquella desvinculación es negativo. Hemos avanzado con el paso cambiado, cosa siempre incómoda, y los grandes progresos del continente nos han llegado siempre tarde y mal, lo que ha causado que, de los Pirineos para acá, gentes y hechos adquiriesen un aire especial.
La sociedad que va surgiendo de aquella lucha intermitente y aquellos avances discontinuos es también peculiar, con diferencias entre los distintos territorios, aunque también con ciertos rasgos comunes producto de su aislamiento. Sólo en Cataluña, debido a su proximidad con Europa, puede decirse que se dio un auténtico feudalismo, con señoríos y servidumbre de la gleba. En la otra esquina, en Galicia, veremos algo parecido, pero a cargo especialmente del alto clero y de los monasterios, que intervendrán activamente en la política y en la guerra. En el resto del territorio cristiano, sobre todo en la zona asturleonesa, surgirán una sociedad y una economía muy especiales, que impondrán su sello característico a la Reconquista, sobre todo en sus primeros siglos. Esta singularidad va a venir impuesta por las circunstancias: cuando los cristianos abandonan las montañas del norte para iniciar su expansión, se enfrentan con la dificultad de que no sólo hay que conquistar tierras, sino que también es necesario repoblarlas. Tienen que levantar villas, fortines, granjas y alquerías si quieren establecer un dominio efectivo sobre ellas. Lo que conlleva un grave riesgo, sobre todo en la primera etapa, cuando la superioridad islámica era apabullante: una de aquellas razias a las que los musulmanes eran tan aficionados significaba para los repobladores perder el ganado, las cosechas, la casa y, en muchos casos, la libertad, pues podían ser hechos prisioneros por los asaltantes para ser vendidos como esclavos. Los incentivos tenían que ser muy altos para decidirse a afrontar tales peligros. Y, en efecto, lo fueron: para repoblar el ancho y casi vacío valle del Duero, los primeros reyes leoneses ofrecieron algo tan precioso como raro en aquellos tiempos, libertad. Quienes estuvieran dispuestos a asentarse en aquellas tierras serían libres de toda servidumbre, tendrían sólo el rey como señor. Esto servía tanto para los individuos como para las poblaciones, lo que dio origen a las tierras y villas de realengo, abundantes en aquella comarca. Sus habitantes iban a ser los más libres en la Europa de aquellos tiempos. Claro que al precio de vivir con el peligro siempre sobre sus cabezas. Lo que les obligaba a tener la espada cerca del arado y a fortificar sus villas, creando a menudo en ellas milicias para defenderlas y comités ciudadanos para regirlas. La importancia y autonomía que adquiere el municipio español viene de entonces, y se materializaba en su concejo rector. En mi infancia presencié en el pueblo de mis abuelos, Folledo de Gordón, perdido en la alta montaña leonesa, cómo los cabezas de familia, tras la misa y la partida de bolos, se reunían todavía en el atrio de la iglesia para decidir los asuntos comunales: si se comenzaba la siega de la hierba, si se echaban las vacas al monte, qué camino había que arreglar en hacendera entre todos. La decisión se tomaba mediante votación a mano alzada, tras exponer cada uno su punto de vista. Ha sido la democracia más directa que he visto en mi vida, incluida la norteamericana. Hoy, la partida de bolos se ha sustituido por ver la televisión, y el concejo, por acercarse a la Pola de Gordón, cabeza de partido, para pedir que envíen una «pala» que arregle lo que haya que arreglar. En cuanto a las vacas, han sido sacrificadas a Bruselas. Pero ésa es otra historia.
Estábamos ante el nacimiento de una sociedad bastante más igualitaria que sus contemporáneas, aunque pronto surge un elemento diferenciador en ella: el caballo. En la lucha siempre probable contra los musulmanes, quien disponía de un caballo y las armas correspondientes aventajaba siempre al peón de a pie. Había que recompensarle por ello, y es lo que hacen las ciudades, creando una categoría especial de ciudadano: el caballero, a mitad de camino entre el noble y el burgués, sin ser ninguno de ellos, que va a convertirse en uno de los protagonistas de la escena española, no sólo histórica, sino también literaria, artística e incluso burlesca.
El valle del Duero se repobló así, con astures, cántabros, vascos y gallegos. En la repoblación del valle del Tajo hubo ya bastantes mozárabes, cristianos que, tras haber vivido bajo los árabes, se trasladaban a vivir con los de su fe, al haberse deteriorado la convivencia en territorio musulmán y comenzar las persecuciones. Y ya en el valle del Guadalquivir apenas hay repobladores venidos de fuera: se deja sobre el terreno a la población autóctona, incluso si es musulmana (eso sí, pagando el correspondiente tributo), lo que supone una notable diferencia con el norte. En el sur hay muchas menos tierras y villas de realengo, o sometidas tan sólo al rey, abundando en cambio las señoriales, que se sitúan bajo la soberanía de un señor, el cual a menudo es quien las ha conquistado, ya que los reyes encomiendan tal misión cada vez con más frecuencia. Aquí está el origen de los grandes patrimonios de Andalucía. En los siglos finales de la Reconquista hay señores que disponen de auténticos ejércitos, que prestan o no al monarca según su conveniencia. La autoridad del monarca, tan firme en los primeros siglos, disminuye, como las libertades de la población, mientras crece el número y poderío de los nobles. Tenemos así la paradoja de que España se feudaliza a medida que avanza la Edad Media, al revés de lo que ocurre en el resto de Europa, donde monarcas y ciudades van adquiriendo poder a costa de la nobleza. Un rasgo que va a diferenciarnos hasta casi la Edad Contemporánea.
Esto en cuanto al núcleo principal de la Reconquista, el que integran León y Castilla. El resto sigue su propia evolución. Así, Cataluña conserva su carácter feudal y patricio, que la llevará a levantamientos campesinos a finales de la Edad Media, las guerras de la Remensa, muy parecidos a los de otras partes de Europa. También hay levantamientos en Galicia, el de los Irmandiños, pero aunque parecen semejantes, tienen notables diferencias, ya que en la sublevación gallega intervienen nobles y va dirigida principalmente contra el alto clero, que allí asumía casi las funciones de la Corona. Estoy hablando, naturalmente, a grandes rasgos, y seguro que podrían encontrarse mil ejemplos contrarios a lo que digo. Pero pienso que el cuadro general es el descrito, y aquí no tratamos de recrear la historia de España, sino de rastrear los orígenes del nacionalismo y de la nación española, para lo que necesitamos mirar desde cierta distancia, sin perdernos en los detalles.
Aragón es un caso intermedio, con unos reyes relativamente fuertes, que han de vérselas con una nobleza y unas ciudades también muy celosas de sus privilegios, lo que da lugar a un «equilibrio de poderes» (sigo hablando a grandes rasgos e incluso con el riesgo de caer en el equívoco al usar terminología moderna, pero es la única forma de que se me entienda), que en la mayoría de los casos resulta beneficioso para todos. Las Cortes aragonesas tuvieron un papel bastante más activo que las castellanas en la administración de aquel reino. Serán también un elemento diferenciador a la hora de buscar la unidad nacional y la nacionalidad común.
Navarra siguió a lo largo de aquellos siglos su propia política de alianzas con Francia, colaboración esporádica en la Reconquista y puerta de peregrinos del Camino de Santiago. A su vez, los vascos, tras haber formado parte del núcleo fundacional de Castilla, conservan celosamente sus fueros en sus valles montañosos, aunque los más dinámicos de ellos interpretarán papeles relevantes en la milicia, religión, navegación, industria y diplomacia de los otros reinos peninsulares, Castilla preferentemente.
Este mosaico político se complementa con el cultural. El aislamiento de Europa se verá compensado por la influencia árabe, que se filtra incluso durante la lucha. No olvidemos que toda pelea es también un abrazo. Una influencia que se verá incrementada por los mozárabes, cuando empiezan a llegar a los reinos cristianos cada vez en mayor número. Casi todos ellos se habían arabizado completamente en cuanto a costumbres, y que al mismo tiempo que habían aprendido sus artes agrícolas, vestían y reaccionaban como ellos. De todas formas, la influencia árabe fue también muy desigual a lo largo y ancho de la Península. Muy débil en el norte y noroeste, encontramos abundantes huellas de ella en Aragón, donde estuvieron mucho más tiempo, y en Andalucía fue muy fuerte, tal como se aprecia hoy.
La sociedad que va surgiendo de este microcosmos viene determinada por sus condicionamientos. Era una sociedad ante todo guerrera, pues aunque no siempre se luchaba, había que tener a mano las armas, por si el enemigo aparecía de improviso. Eso pondrá en la cima social a los hombres que las empuñaban, de los que irá saliendo la nobleza. Tras ellos vendrán los clérigos, ya que la religión es otro de los componentes de su visión del mundo, no sólo por la importancia que ésta adquiere en el medioevo, sino también porque la «lucha contra el infiel» se ha incorporado a la vida ciudadana. Tras ellos vendrán todos los hombres libres, que son más que en el resto de la Europa contemporánea, tanto en las ciudades como en el campo. Entre ellos surge un tipo muy especial, el del «caballero villano», que parece una contradicción pero en aquella España no lo es: el habitante de la ciudad libre, de probado linaje, que sin llegar a noble, puede portar armas, y de hecho las lleva. Será el antecesor del más típico de los caracteres españoles: el hidalgo. Detrás vienen los artistas, los comerciantes, los artesanos, de mucho menor rango, ya que el único oficio verdaderamente honroso para el español de aquellos tiempos es pelear, mientras se dejan otras ocupaciones a los «francos», a los judíos o a los mudéjares, musulmanes entre cristianos, ocupados preferentemente en la agricultura. Este desprecio por el trabajo, físico e intelectual, y por el comercio se mantendrá hasta ayer como quien dice y va a ser a la larga una de las principales causas de la decadencia española, al impedir la emergencia de una burguesía, la clase protagonista de la Edad Moderna, ya que el caballero villano no puede considerarse realmente un burgués. Su ideario se acerca bastante más al de la nobleza que al de la burguesía propiamente dicha.
Pero aunque en aquella sociedad prevalece un aire antiguo, reina también un cierto igualitarismo que le viene, por un lado, de la falta de implantación del feudalismo y, por el otro, de la fácil ascensión social que ofrece la lucha contra los musulmanes y el poder irse a vivir a territorios recién conquistados. El Cid, enfrentándose al rey y buscándose la vida por su cuenta tras caer en desgracia con éste, simboliza como nadie ese espíritu a la vez guerrero e independiente. Desde entonces existe en España una forma de democracia a ras del suelo, más real que política, más humana que de abolengo o dinero, que no se da en el resto de Europa, y un tipo muy peculiar de español, orgulloso, rotundo, altanero, sin que importe su categoría social, que ha sorprendido siempre a los extranjeros, asombrados ante el empaque que exhiben incluso los mendigos españoles. También desde entonces ha podido decirse que España es antigua y moderna al mismo tiempo, aunque más lo primero que lo segundo.
El Camino de Santiago va a ser la vía de penetración de las ideas y usos europeos. A lo largo del Camino van estableciéndose albergues, hospitales, monasterios y villas, que adoptan las normas de más allá de los Pirineos. En torno a estas villas se crean los barrios francos, nombre genérico que se da a los extranjeros, aunque ni mucho menos todos ellos sean franceses, pues los hay de todas las nacionalidades. Son generalmente comerciantes, pero también abundan los artesanos, cambistas, mendigos y juglares. Los monarcas, por lo general, favorecen la peregrinación, por los beneficios económicos que aporta, como hoy los gobiernos favorecen el turismo. Y dan facilidades para el establecimiento de albergues y monasterios a lo largo de la ruta. No todo son ventajas, como en el turismo, pues la irrupción de nuevas gentes y costumbres trae los naturales choques culturales y personales.
De todas maneras, no fueron muchos, al menos comparados con los que tuvieron lugar en el resto de Europa. La sociedad medieval española fue relativamente tranquila, perturbada sólo en ocasiones por algunos disturbios esporádicos (las ya citadas guerras de la Remensa y los Irmandiños fueron más una excepción que una regla). La falta de un acusado feudalismo, la amenaza latente del enemigo común y la posibilidad siempre presente de trasladarse a tierras fronterizas si uno no estaba a gusto donde vivía servían de válvula de escape a los espíritus más inquietos, de forma que no se produjeron las grandes revueltas de otras villas y regiones europeas. Tumultos ciudadanos los encontraremos sólo hacia el final, con pogroms cada vez más frecuentes. A esas alturas, la convivencia étnico-religiosa se había deteriorado hasta el punto de prácticamente no existir. El pueblo reaccionaba a las calamidades, hambres o pestes arremetiendo contra los judíos, movido por la envidia y los prejuicios religiosos, bajo la mirada benévola de los reyes, que veían resolverse así sus problemas. No todos los monarcas actuaron así, sin embargo, e incluso encontramos algunos (Pedro el Cruel, Enrique IV) que protegieron a los judíos, acogiéndolos en su corte como médicos y banqueros (lo que no hizo más que acentuar la animosidad popular contra ellos).
Creo que tras este vistazo panorámico a la España medieval podemos sacar ya unas cuantas conclusiones. La más importante es también la menos aireada. Se viene diciendo que durante la Edad Media, durante la Reconquista para ser exactos, se forjó la nación española, ya como representante de la cultura occidental y cristiana frente al islam, ya como personificación de las tres culturas que en ella habitaban. Aunque a vista de pájaro aquella España pueda parecer tanto lo uno como lo otro, si nos fijamos bien, nos damos cuenta de que se trata más bien de sublimaciones que de realidades. Lo que a ras de tierra se forja durante la Reconquista son los distintos reinos dentro de la Península, las distintas «nacionalidades» que diríamos hoy. El débil grado de unidad e identidad adquirido bajo los visigodos sobre un sustrato romano se diluyó en buena parte a consecuencia de las luchas entre gallegos, leoneses, castellanos, portugueses, navarros, aragoneses, catalanes, etc., a las que hay que añadir las importantes diferencias entre cristianos, musulmanes y judíos.
Tanto o más que «España», en la Edad Media surgen «las Españas», término que va a seguir utilizándose durante mucho tiempo después de la unificación lograda por los Reyes Católicos. A fin de cuentas, los viejos reinos seguían vigentes de hecho y en muchos aspectos de derecho bajo las dos Coronas.
Lo que tampoco impidió que bajo esas «Españas» empezara a surgir un común denominador, una especie de unidad más metafísica que física, que conectaba las sensibilidades de los distintos reinos cristianos de la Península. El ejemplo más concreto lo tenemos en el Concilio de Constanza (1414), convocado para acabar con el Cisma de Occidente, que Luis Suárez ha estudiado con erudita pasión. Para evitar que los italianos, debido a su número, decidieran las votaciones, se acordó que éstas se hicieran por naciones, de las que se identificaron cinco, a saber: la anglicana, que incluía a ingleses y escoceses; la gálica, que incluía a los franceses; la germánica, que incluía al vasto conglomerado del Sacro Imperio Romano Germánico; la itálica, la de los italianos, y la hispánica, la de los españoles pertenecientes a los distintos reinos de la Península. Fue la primera aparición de la nación española en la escena internacional. Un año después, con el concilio ya encarrilado, el que era su padrino y alma, el emperador Segismundo, se encontró primero en Perpiñán, luego en Narbona, con Carlos III de Navarra, Fernando I de Aragón y Catalina de Lancaster (reina regente de Castilla durante la minoría de edad de su hijo Juan II), para salvar el mayor obstáculo que quedaba: la renuencia de Benedicto XIII, el Papa Luna, a renunciar a la tiara papal. Pese a pertenecer a la nobleza aragonesa y poseer una obstinación que le llevaría a terminar sus días aislado en el castillo de Peñíscola, los monarcas asistentes decidieron retirarle su apoyo y que sus representantes en Constanza siguieran votando bajo el nombre común de nación hispana. O sea, que bajo las discrepancias que surgen entre los diversos reinos peninsulares a lo largo de la Edad Media, va formándose también un sustrato común a todos ellos que dará lugar al genérico «lo español», una curiosa mezcla de orgullo, religiosidad, individualismo y ánimo más guerrero que mercantil, que quedarían ya para siempre. Resulta curioso que los extranjeros perciban esas señas de identidad antes y mejor que nosotros, más dados a ver nuestras diferencias internas. Incluso este libro puede pecar de ello.
En cualquier caso, y para terminar este movido y equívoco capítulo de nuestra historia, la Reconquista es el crisol que funde tanto el carácter español como los rasgos diferenciales que lo caracterizan. Pero sería, no ya una exageración, sino un error, decir que España se formó en aquellos siglos como nación. Le sobraban diferencias entre sus distintos territorios y le faltaba sentido de solidaridad entre sus habitantes. Algo que sólo podía proporcionarle una empresa común, que hiciera a todos ellos españoles por encima de su condición de castellanos, aragoneses, vascos, catalanes, gallegos, asturianos y demás. Los Reyes Católicos lo intentarían por todos los medios a su alcance.