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La República

Por la influencia de la etimología y la ayuda de la ideología, suele equipararse «república» a «nación». Res publica significa cosa pública, asuntos comunes, materias que conciernen a todos y entre todos deben resolverse. La república es la nación en su estado más puro y simple, que las formas posteriores de gobierno adulteran en mayor o menor grado. Por defender la república romana apuñaló Bruto a César. Modernamente se la ha unido a revolución —nación francesa, república francesa, revolución francesa—, crisol de entusiasmos y voluntades que crean los modernos Estados-naciones. También la Segunda República española, pese al mal recuerdo dejado por la Primera, llegó envuelta en ilusiones. Había un consenso generalizado de que el país necesitaba una reforma profunda y otro, ya no tan generalizado, aunque mayoritario, de que la república era el vehículo más apropiado para la misma. Pero incluso los «anti» callaron, y si no la aceptaron, transigieron, convencidos de que al menos, de momento, nada tenían que hacer. Ni el Ejército, ni el clero, ni la nobleza estaban dispuestos a acudir en apoyo del rey y del Antiguo Régimen. La República se había convertido en símbolo del regeneracionismo y todos (bueno, casi todos) coincidían en que era la solución para España. O puede que, en el fondo, influyera en ello el temor al vacío, la constatación del fracaso de todas las demás fórmulas, el darse cuenta de que ése era el último tren para hacer de España una nación civilizada y moderna.

La España que quiere construir la República es la que podía esperarse de sus dirigentes Azaña, Marcelino Domínguez, Alcalá Zamora, Casares Quiroga, todos ellos burgueses de procedencia intelectual. Vicens describe así sus proyectos y esperanzas: querían la «europeización del país; democratización de la vida pública; liberalización del pensamiento en la cátedra, en el libro y en las costumbres; reestructuración de la sociedad dando cabida a las reivindicaciones obreras en las preocupaciones gubernamentales». En cuanto a modelo de Estado, reconocían la necesidad de descentralizarlo y admitían la peculiaridad de algunas de sus regiones, pero yendo con mucho cuidado y admitiendo tan sólo una autonomía limitada. El problema era España, y hacia ella debían encaminarse todos los esfuerzos. Querían, en suma, la revolución burguesa, aunque en España siguiera habiendo poca burguesía y las bases materiales para llevarla a cabo fueran más bien precarias. No les importaba. Lo primero era cambiar el espíritu, el «alma» de España (el resto vendría por sí solo). No se dieron cuenta de que las circunstancias eran otras, de que existían unas masas obreras y campesinas que exigían «su» revolución, la proletaria, de que en algunas regiones se habían desarrollado unos nacionalismos locales con tintes independentistas, de que hacer una revolución burguesa sin burgueses era más bien construir castillos en el aire, de que en Europa habían surgido unos movimientos de nuevo cuño, los fascismos, antidemocráticos y con un tremendo atractivo para las masas de desheredados que había dejado la gran recesión del año 1929. Se descuidó totalmente la parte económica. No se nacionalizó la banca. No se hicieron obras públicas. No hubo reforma fiscal. No había ni un ingeniero ni un economista en el primer gobierno de la República. El ministro de Hacienda, Prieto, ¡era periodista!

No importaba, aquellos hombres estaban convencidos de que lo más urgente era hacer en España la revolución que Europa había hecho hacía ya más de un siglo. Así que apuntaron sus baterías contra los pilares del Antiguo Régimen: la Iglesia, la aristocracia y el Ejército.

Pese a los golpes recibidos, la Iglesia católica seguía siendo una institución formidable. Contaba con 31 000 sacerdotes, 20 000 frailes, 60 000 monjas, 3500 seminaristas y unos 5000 conventos. Su patrimonio se calculaba en unos mil millones de pesetas, aunque la mayor parte era capital improductivo. Sólo los colegios de ciertas órdenes constituían una fuente de ingresos. El clero dependía de la manutención del Estado, ya que al pueblo español nunca le ha cabido en la cabeza eso de mantener a su párroco, tal vez por considerarlo un funcionario celestial. De todas formas, dos tercios de los españoles se declaraban católicos practicantes, y no olvidemos que aquélla era una Iglesia preconciliar, muy distinta de la de ahora. Agravaba las cosas que en la silla arzobispal de Toledo se sentara un cristiano viejo, monárquico a machamartillo, tan convencido de su fe que no temía a nadie en este mundo: el cardenal Segura. El Vaticano, a través del nuncio, Tedeschini, trató de evitar el encontronazo, pero la República venía dispuesta a acabar de una vez y para siempre con lo que consideraba «el problema religioso», esto es, poner a la Iglesia en su sitio, el de mera pastora de almas. De entrada, promulga la libertad de culto, a la que sigue el mazazo del artículo 26 de la nueva Constitución: en dos años se acabarían las asignaciones para el clero en el presupuesto estatal. Las órdenes religiosas se someterían al estatuto de asociaciones civiles, y se disolverían aquellas ligadas por voto especial al Vaticano (Compañía de Jesús), al tiempo que se prohibía a las restantes el ejercicio de la enseñanza, el comercio y la industria.

Sacándolo de contexto, se ha hecho decir a Azaña que España había dejado de ser católica. Ésa es una exageración en todos los sentidos. Pero que el Estado español iba a dejar de ser confesional no ofrecía lugar a dudas, como que la Iglesia considerara esta acción una declaración de guerra por parte de la República. Por bastante menos, Roma ha empuñado las armas.

A la aristocracia se la desposeyó de sus títulos, anulándolos de un plumazo. Era una medida un tanto ingenua, pues los condes pasaron a ser excondes, los marqueses, exmarqueses, y los duques, exduques. Desaparecida la monarquía, su influencia social había disminuido considerablemente, por lo que la República no les dio demasiada importancia a los monárquicos, limitándose a vigilarlos de lejos, al reconocerlos como enemigos. Pero se olvidó de su poder económico, que seguía casi intacto. Pensó que podría influir sobre él con la reforma agraria, pero ésta fue, como veremos, demasiado tímida para romperlo.

Con los militares, en cambio, intervino más a fondo, consciente del poder que representaban, y estaba decidida a acabar con su ya crónico intervencionismo en la política. Que el Ejército español, mal armado, peor entrenado, sobredimensionado en su cabeza y anémico en su base, necesitaba una reforma lo reconocían todos, incluidos los propios militares. Que esa reforma fuese precisamente la que hizo Azaña es ya otra cosa. Y no por la ley, que fue mucho más benigna y generosa de lo que ha llegado a decirse, sino por el espíritu de purga, de revancha, de humillación incluso con que se promulgó, en vez de con el de modernización, como el exhibido medio siglo más tarde por Narcís Serra. Ello puso frente a la República a bastantes militares que en un primer momento no estaban contra ella, al tiempo que impedía la creación de un «ejército nacional-popularista» sobre el que apoyarse. Tal vez la explicación estuvo en el hecho de que Azaña era un intelectual, con todos los prejuicios que la intelectualidad tiene hacia los militares. Nada hizo para ganarse su confianza y éstos le pagaron con su misma moneda, más intereses, cinco años más tarde. La esencia de la reforma era el juramento de fidelidad exigido a jefes y oficiales a la República. Los que se negaban podían retirarse conservando sus haberes, incluso si decidían ejercer una profesión civil. Hubo en la reforma aspectos muy positivos, como la racionalización de plantillas, unificación de jurisdicciones y el fomento del arma aérea y de la artillería de costa. Pero se hizo, como queda dicho, con tan malos modos que empujó al Ejército, o por lo menos a parte de él, al lado de los enemigos de la República, sin que se aprovechara el filón liberal que aún quedaba en su seno. No debería haberse olvidado que el Ejército español se había levantado más de una vez contra la opresión absolutista. Azaña, que conocía bien la historia de España, tenía que saberlo. Pero parece que le vencieron los prejuicios. A ese error general unió el concreto de convertir el Ejército de África en cuerpo independiente. A la larga, terminaría siéndole fatal en el sentido literal de la palabra, a él y a la República.

La tercera gran reforma iba a afectar el campo. Siendo España un país eminentemente agrícola, era lógico que la República empezase por ahí. Más aún con el 0,8 por ciento de los propietarios agrícolas poseyendo la mitad de la tierra productiva, mientras que la otra mitad pertenecía al 99,2 por ciento de pequeños propietarios. Por no hablar de la enorme masa de jornaleros, que sólo tenían sus brazos. En pocas palabras: el campo español constaba sólo de macro y de infraterratenientes.

El gobierno atacó el problema expropiando las fincas mayores para ir asentando en ellas a familias campesinas. La resistencia fue enorme, no ya entre la oposición, sino incluso en las filas gubernamentales, que englobaba moderados y socialistas. El hecho de que aquella República quisiera hacer las cosas «con todas las de la ley», esto es, indemnizando a los propietarios expropiados, redujo considerablemente la extensión de la reforma. Piénsese —como nota el estudioso clásico del tema, el profesor Malefakis— que, en su redacción definitiva, la ley preveía sólo 50 millones de pesetas anuales para llevar a cabo una reforma de tal magnitud y que ¡ni siquiera llegaron a gastarse todos los años!

Aparte de la timidez, los dos grandes fallos de la reforma agraria de la República fueron que no viniera acompañada de un plan de riego y concentración parcelaria para hacer la tierra realmente productiva, y que no se hiciera nada para la comercialización, financiación y puesta en el mercado de los productos del campo. Como la reforma militar, parecía más pensada en la rotura del espinazo de un estamento del Antiguo Régimen, los terratenientes, que en los rendimientos que pudiera reportar a los beneficiarios del nuevo reparto.

En el terreno industrial prácticamente no se hizo nada, excepto dictar una ley de contratos de trabajo y otra para la creación de jurados mixtos. En el ámbito económico se hizo todavía menos. Piénsese que ni siquiera se nacionalizó el Banco de España y que en un período en el que todas las naciones cerraban celosamente sus aduanas para paliar los efectos de la gran crisis de 1929, España revalorizaba la peseta y practicaba una política económica restrictiva, justo cuando Keynes aconsejaba lo contrario y tanto Roosevelt como Hitler hacían amplio uso de las inversiones públicas para sacar a sus economías del marasmo. El resultado fue que España no salió de él, con la consiguiente desesperación de sus obreros, que habían creído que la República iba a significar una mejora de su suerte.

En la enseñanza, por el contrario, los cambios fueron importantes y efectivos. Se crearon 7000 escuelas el primer año, que se complementarían con otras 2500 al siguiente, con lo que 270 000 niños más se escolarizarían entre 1931 y 1936. Los institutos y las universidades seguirían siendo clasistas, pero no hay la menor duda de que la República prestó una atención especial tanto a la enseñanza como a la cultura, despertando por ellas un ansia general en todo el país, con bibliotecas populares, exposiciones, conciertos y compañías de teatro ambulantes que llegaban a las últimas aldeas.

Todo eso estaba muy bien…, pero no daba de comer.

Y la República sufre, junto a un fallido golpe militar, brotes de rebeldía que no vienen de sus enemigos tradicionales, la Iglesia o los terratenientes, sino de sus aliados, los campesinos de Castilblanco, Arnedo o Sallent, que no ven materializarse sus esperanzas. La Guardia Civil tiene que emplearse a fondo con ellos. La gran tragedia, sin embargo, sobreviene el 11 de enero de 1933. En un pueblecito gaditano, Casas Viejas, los anarquistas declaran «su» revolución, que naturalmente nada tiene que ver con la burguesa de Azaña. Fue una revolución total, inmediata, ingenua, enfebrecida, que el gobierno ordena sofocar con toda contundencia, ya que tales violaciones de la ley no entraban en sus planes. No consta, como se han hartado de repetir sus enemigos, que Azaña dijera al capitán que mandaba las tropas gubernamentales aquello de «tiros a la barriga», pero, a estas alturas, no tiene ya mayor importancia. Lo importante es que no supo prever el conflicto y sólo supo resolverlo con el asalto. Al ahogar en sangre la revolución proletaria, la República burguesa, intelectual —que había hecho bajar la cerviz a la monarquía, al Ejército, a la Iglesia—, se cavó su propia tumba. «Sois el gobierno de la sangre, del fango y de las lágrimas», tendrá que oír durante el debate parlamentario que siguió a los hechos. Un debate que trascendió a la calle y del que el gobierno Azaña —y en el fondo la Segunda República española— salió herido de muerte. Por un flanco tiene una derecha soliviantada por su «radicalismo intelectual»; por el otro, una izquierda desilusionada por su tibieza social. De ahí en adelante pierde la iniciativa y todo lo que hará será defenderse de sus enemigos de ambos polos, cada vez más crecidos. Hasta que desaparece para dejar a éstos dirimir, ya con las armas, a cuál de ellos pertenece España.

Pero antes tendrán que transcurrir varias etapas, de signo muy distinto:

  • Una etapa conservadora (el llamado Bienio negro), en la que los sectores más tradicionales del país, aupados en el poder por las elecciones de 1933, tratan de frenar las reformas del primer bienio, desde los asentamientos de campesinos a los estatutos de autonomía, pasando por la ley de supresión de haberes del clero. Puede imaginarse la reacción de buena parte de aquellas masas que consideraban insuficientes las reformas de Azaña. Empieza a ganar adeptos entre ellas la idea de que la única salida es la revolución total. Se suceden las huelgas, cortadas con energía, lo que a su vez trae más estallidos violentos, tanto en el campo como en las ciudades. Fue una espiral de odio y violencia que se engordaba a sí misma. «Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía; bendita sea la guerra», proclamaba El Socialista el 25 de septiembre de 1934.
  • El estallido revolucionario de octubre del mismo año, con dos grandes focos: Cataluña, donde Companys proclama el «Estat Catalá» dentro de la República española, y Asturias, donde 30 000 mineros se hacen con el control de la región. Lo de Barcelona dura unas horas. Lo de Asturias requiere el envío del Tercio. El orden se restablece, pero sólo tras una campaña tan larga como sangrienta.
  • Un período de bipolarización acelerada, con los dos partidos que podían haber hecho el papel de bisagra, socialistas y radicales, escorándose a su vez. El PSOE se decanta hacia la extrema izquierda («Hoy ya es necesidad reconocida por todos la depuración revolucionaria del partido socialista; lo que nosotros llamamos su bolcheviquización», decía por entonces Largo Caballero, al que llamaban el «Lenin español»), mientras los lerrouxistas se decantan hacia la derecha, sin fuerza moral ni política para imponer en ella un sentido de generosidad y mínima reforma, necesarios para lograr la paz social. Se dio marcha atrás en la reforma agraria, pues se suprimieron las expropiaciones forzosas y los 50 millones de pesetas anuales previstos para tal fin se convirtieron en máximo. Con ello, la única medida socioeconómica importante de la República queda desmantelada. Pocas veces se habrá dado una actuación tan ciega por parte de una clase dirigente. El egoísmo suicida de los unos y la demagogia irresponsable de los otros son el caldo de cultivo de la guerra civil.

Nada de extraño que el Frente Popular ganara las elecciones de febrero de 1936. Tampoco que en el lado opuesto se formara un Frente Nacional. Los términos son enormemente expresivos. Estamos deslizándonos peligrosamente de la política a la guerra, y se promulgan leyes que parecen partes militares. Se dio una cifra récord de expropiación de tierras (en realidad eran ocupaciones protagonizadas por los campesinos, que el gobierno se limitaba a sancionar). Se concedió la amnistía a los condenados por la revolución de 1934. Empieza a hablarse de la nacionalización de la banca. Pero no basta. El proletariado quiere ya «su» revolución, no sólo contra el gran capitalismo, sino también contra la propia burguesía, contra el médico, el abogado, el pequeño industrial, el propietario de su casa. Con el resultado de que muchas de esas personas, que en un principio respaldaron a la República, abandonan el centro para irse a la derecha, desde donde empieza a mirarse al Ejército como único salvador. Para colmo, o inevitablemente, la unidad nacional vuelve a entrar en crisis. Tras Cataluña, el resto de las regiones reclaman su autonomía: Aragón, Asturias, Andalucía, Extremadura, Galicia, Castilla incluso, que tal vez quiso separarse de sí misma. El escenario de la tragedia estaba servido.

Si una cosa prueba el gobierno del Frente Popular español es que no pueden mezclarse las revoluciones burguesa y proletaria. O la una o la otra. Juntas forman una mezcla explosiva. Las libertades que concede la primera dan rienda suelta al radicalismo de la segunda, de forma que el resultado se parece más al anarquismo que a cualquiera de ellas. O ni siquiera al anarquismo, sino al caos. Y del caos no surge la nación, ni la revolución, ni nada. Sólo violencia. En cierto sentido, la revolución burguesa y la proletaria se anulan mutuamente y alimentan la contrarrevolución. Haciendo inevitable el choque de esas dos grandes fuerzas.

Desde el 16 de febrero al 15 de julio de 1936 hubo en España 192 huelgas generales, se quemaron 196 iglesias, se destruyeron 78 centros religiosos, se asaltaron 10 periódicos y se perpetraron 223 asesinatos políticos. El del teniente Castillo y el de Calvo Sotelo, más que los detonantes del conflicto armado como se ha dicho, fueron las primeras escaramuzas del mismo. En aquellos momentos, la res publica se había convertido en bellum publicum. Y en España, en vez de una nación moderna teníamos dos tribus paleolíticas, dispuestas a lanzarse la una contra la otra, hacha de piedra en la mano.

«La República —ha escrito Carlos Seco Serrano en la mejor síntesis que conozco sobre ella— fue el triunfo del regeneracionismo “rupturista”: una gran esperanza, que había de partir de cero. Y se malogró, precisamente, porque se presentaba como un rechazo de lo que había sido el mejor legado de la Restauración, la convivencia civilizada mediante el pactismo […]. Por desgracia, al radicalismo de la izquierda replicó muy pronto el radicalismo de la derecha. El desafío de esta última —la “sanjurjada” de 1932— fue seguido pronto por el desafío de la izquierda —la doble revolución de octubre de 1934—. Enconadas hasta el extremo las dos posiciones antagónicas, desembocaron en guerra civil: el radicalismo contundente se había hecho extremismo excluyente».

En vez de una nación, teníamos dos. Además, enemigas a muerte.