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Nación de nacionalidades
La pregunta más frecuente que se hacían tanto españoles como extranjeros al morir Franco era: «¿Cuánto tiempo tardará en volver a armarse?». Que los cálculos no eran muy optimistas lo demuestra que al rey elegido se le conocía con el sobrenombre de el Breve y que los periodistas norteamericanos acudieran a Madrid dispuestos a convertirse en nuevos Hemingway, contando a sus lectores por quién doblaban en ese momento las campanas.
Para sorpresa de propios y extraños, no doblaron por nadie. Mejor dicho, doblaron por muchas cosas, pero no por lo esperado. Aquello no voló como un polvorín ni continuó exactamente igual. Entre los dinamiteros y los inmovilistas, el régimen eligió urda línea intermedia de evolución acelerada, que le permitió transformarse de arriba abajo sin traumas. No hubo ruptura, como pedían muchos, sino reforma, hecha desde dentro, aunque apoyada por la mayoría de los que hasta entonces habían estado fuera. Fue una prueba de madurez cívica y habilidad política que asombró al mundo e incluso hoy sigue sirviendo de ejemplo a los regímenes autoritarios que quieren transformarse en democráticos, aunque no es fácil de imitar. Aquello no hubiera sido posible sin la concurrencia de tres condiciones: un desarrollo económico suficiente para aguantar los elevados costos que supone toda transición; una clase política lo suficientemente madura para anteponer el bien general a su ideología particular, y una clase media lo suficientemente amplia para que, en caso de una nueva confrontación civil, quienes tuvieran más que perder superasen a quienes tuviesen más que ganar. Combinados, los tres factores permiten el milagro político español, más espectacular que el económico de la década anterior. En vez de suicidarse España, quien se suicida es el régimen. No soy experto en historia política pero dudo que haya un precedente de un parlamento que se haya hecho el haraquiri como lo hicieron las Cortes franquistas, de modo que consiguieron con su muerte una gloria que no alcanzaron en vida.
Las primeras elecciones democráticas las ganó la Unión de Centro Democrático, una laxa coalición de reformadores del viejo régimen, capitaneada por Adolfo Suárez. Enfrente quedó un PSOE dirigido por una nueva generación, próxima a la socialdemocracia europea y separada de los socialistas históricos. A mucha distancia se situaron, por la izquierda, el Partido Comunista, que no logró sacar rédito de su lucha antifranquista, y por la derecha, Alianza Popular, capitaneada por Manuel Fraga y formada por lo salvable del viejo régimen. El franquismo no había sido capaz de sucederse a sí mismo. El Frente Popular, tampoco. Es el centro quien empieza a gobernar y quien seguirá haciéndolo desde entonces, escorado a la derecha o a la izquierda según lo exijan las circunstancias. En adelante va a ocurrir lo que en todas las democracias europeas: ganará el partido que en cada momento represente mejor el centro sociológico del país. Recordemos los detalles de la hábil travesía.
Conscientes de que conjugar la pluralidad de España con su unidad iba a ser la clave de su futura convivencia o desavenencia, los padres de la Constitución de 1978 resolvieron esta cuadratura del círculo con malabarismos semánticos, uniendo ambas opciones en el Artículo 2, que reconoce «la indisoluble unidad de la Nación española» al tiempo que garantiza «el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran». En una palabra, España es una Nación (con mayúscula) compuesta de nacionalidades (con minúscula). Hubiera sido todo más fácil si se hubiese utilizado el viejo nombre de «región» para designar a las distintas entidades que componen España. Pero vascos y catalanes se opusieron rotundamente, y como llamar «naciones» a las suyas hubiera sido demasiado, se eligió «nacionalidad», término ambiguo donde los haya, ya que léxicamente describe más bien una condición o estado que una entidad, mientras que conceptualmente puede significar cualquier cosa. Era de lo que se trataba para salir del atolladero.
La plasmación en la realidad del «Estado de las Autonomías» fue igualmente imaginativa. Ya que el modelo de la Segunda República, que concedía un estatuto sólo a determinadas regiones —Cataluña, País Vasco, Galicia—, podía ser peligroso al establecer categorías entre ellas (pocas cosas aguanta menos un español que ser menos que otro), se dispuso que todas tuvieran derecho a constituirse en comunidades autónomas. Pero mientras las «históricas» podían gozar desde el primer momento de todas las competencias autonómicas, las demás debían constituirse con competencias restringidas durante cinco años, que luego se irían ampliando gradualmente hasta alcanzar la plenitud autonómica.
Era una fórmula que derrochaba imaginación no exenta de realismo. Lo malo fue que, puestas a elegir entre la vía rápida y la gradual, la mayoría eligió, como podía preverse, la rápida, estuvieran o no preparadas para ello. Con lo que tuvimos una proliferación autonómica galopante, que trajo a su vez un sordo malestar entre las «comunidades históricas», al sentirse discriminadas negativamente por quedar igualadas a las demás. En otras palabras, el «café para todos» autonómico devaluaba la autonomía y no debe extrañarnos demasiado que, al cabo de unos años, las «históricas» reclamen no sólo transferencias, sino también diferencias con respecto al resto. Dicho de otro modo, no sólo autonomía, sino también soberanía (con lo que nos metemos en un camino peligrosísimo).
La razón son los equívocos en que se funda el entero andamiaje. «Autonomía», «autogobierno», «nacionalidad» son conceptos que, según se interpreten en el sentido lato o en el restringido, significan cosas muy distintas, de modo que algunos hoy reclaman incluso que significan «soberanía», «gobierno», «nación». La misma definición oficiosa de España, «nación de naciones», significa «pura y simplemente negarle su entidad como nación, y dejarla reducida a eso: a Estado superpuesto a presuntas naciones bien definidas y diferenciadas. Algo así como era en el siglo XIX el afacetado Imperio austrohúngaro», según Seco Serrano. El imperio, recordemos, saltó por los aires y se convirtió en una serie de Estados muy distintos. Es la idea que tienen de España los nacionalistas. Aunque también es verdad que una cierta ambigüedad era absolutamente necesaria, ya que en otro caso no hubiera habido consenso ni Constitución ni nada. ¿Pero tanta? Una pregunta aún sin contestar.
Al reconocer la pluralidad del Estado español, la Constitución de 1978 hizo una apuesta interesantísima, aunque con indudables riesgos. ¿Qué evolución tendrían luego las nacionalidades? La esperanza era que, al ver reconocidas sus diferencias y cumplidos sus deseos de autogobierno, se dieran por satisfechas y aceptasen su integración en la unidad nacional, legitimando lo que Linz ha llamado «doble conciencia» o doble lealtad de la mayoría de los españoles. O sea, que se pueda ser perfectamente español y al mismo tiempo catalán, vasco, gallego, valenciano, andaluz, etc.
El riesgo estribaba en que la evolución fuera de signo contrario. La originalidad y audacia de la fórmula, así como su falta de precedentes, puede llevar a cualquier sitio: al federalismo, a la desintegración, a la cuasiindependencia o a un robusto Estado de las Autonomías. El mayor peligro está en que, del mismo modo que el apetito viene comiendo, las nacionalidades intenten acabar convirtiéndose en naciones —como ya pretenden algunas ser—, en autogobierno, en autodeterminación —cada vez más reclamada—, y la autonomía, en independencia, último objetivo de todo auténtico nacionalista. Ni que decir tiene que, en ese caso, el experimento habría fracasado por completo. Pese a tener ya más de un cuarto de siglo de andadura, es demasiado pronto para decir en qué acabará. De momento, lo que tenemos es una monarquía sin monárquicos, unas nacionalidades con ínfulas de naciones y una España sin apenas españoles.
Pero sería injusto no aludir a lo mucho adelantado por este Estado en las últimas décadas. Hasta los años sesenta del pasado siglo, España era un país subdesarrollado económica, política y socialmente, sin clase media, sin separación Iglesia-Estado y sin reconocimiento exterior. Sin embargo, ha conseguido industrializarse, «mesocratizarse» y democratizarse en tiempo récord. El Ejército ya no constituye una amenaza para la democracia. La Iglesia ya no se opone a las reformas. El país se halla firmemente anclado en la Unión Europea, en la OTAN y en todas las grandes instituciones internacionales. Los socialistas han ocupado el poder durante catorce años y lo han abandonado sin que se produjera ningún trauma. Las diferencias regionales se acortan y la apertura al exterior se agranda. Hemos pasado de ser emigrantes a tener inmigrantes. Aparte del asunto territorial, nuestros problemas son los de cualquier país de nuestro entorno: paro, baja natalidad, seguridad ciudadana. Si nos lo hubiesen ofrecido al morir Franco, estoy seguro de que la mayoría de los españoles hubiéramos firmado. ¿A qué, pues, tener miedo? Pues a que los peligros son tan reales como todo eso, y más.
España es hoy, en efecto, un Estado moderno, democrático, desarrollado, con un sistema político flexible aceptado por la inmensa mayoría de sus ciudadanos, con una economía de tipo medio que va a más, miembro de pleno derecho de los clubes internacionales más exclusivos. Pero como nación sigue teniendo problemas estructurales. Como esos edificios levantados sobre débiles cimientos con materiales de muy diversa calidad, presenta grietas tanto en su fachada como en su interior, que quedan expuestas en este libro.
Los optimistas creen que los españoles hemos encontrado finalmente la fórmula de la auténtica condición de la nación al concebirla «no unitariamente desde el centro, sino como una suma de las Españas, de las identidades, en la que todos convivamos pacíficamente». La definición es de Jordi Nadal. Resulta una síntesis tentadora. Pero advirtamos que el catedrático de la Universidad de Barcelona habla, otra vez, de «las Españas», lo que puede ser muy atractivo desde el punto de vista del Estado, pero que resulta fatal desde la óptica de la nación, ya que donde hay varias naciones no hay una auténtica. Y la triste realidad es que el único nacionalismo que no se admite hoy en España es el español.
Los españoles sentimos orgullo individual, orgullo de nuestros padres, de nuestros hijos, de algún amigo famoso, de los éxitos de nuestro club de fútbol, del lugar donde nacimos. Pero cada vez hay menos que se sientan orgullosos de ser españoles, cuando hay tantos motivos para estarlo: la pacífica e imaginativa Transición, el desarrollo económico, la democracia que gozamos, lo mucho que hemos avanzado en todos los órdenes en tan poco tiempo. Sin embargo, esta nueva España no ha logrado despertar no ya orgullo, sino simple entusiasmo entre sus ciudadanos. Es nuestra asignatura pendiente, como la que tumba a algunos estudiantes convocatoria tras convocatoria y les impide terminar la carrera. En este caso, la carrera de nación. Raymond Carr lo ha resumido con una frase lapidaria: «El problema de la pobreza, que impidió al Estado español del siglo XIX hacer efectivos sus planes, sí, se ha resuelto. El territorial, todavía no». Aunque el historiador británico especializado en nuestro país es de los optimistas: «He dicho muchas veces que la Historia de España ha llegado a un final feliz». Esperémoslo, pero no demos nada por seguro. Las incógnitas son demasiado grandes, como lo demuestra el hecho de que veinticinco años después de que se aprobara la Constitución, el tema candente sea si se cierra o no el proceso constitucional, si tanto la Carta Magna que nos dimos para recuperar nuestras libertades como el Estado de las Autonomías que establecimos para reflejar la pluralidad de España son textos cerrados o abiertos, disposiciones firmes, que no deben sufrir mayores cambios, o disposiciones transitorias, que requieren revisiones sustanciales. Para Aznar y el PP, la cosa está clara: se ha realizado más del noventa por ciento de las transferencias, el Estado de las Autonomías ha alcanzado su plenitud y sólo necesita pequeñas correcciones. Hay que dar pues por terminado el proceso constituyente. Continuar por otro camino vaciaría el Estado de contenido, lo convertiría en mera cáscara de unas nacionalidades convertidas ya en protagonistas. Como advirtiera Francisco Tomás y Valiente poco antes de que le asesinaran, entre otras cosas por advertirlo, «un Estado no puede permanecer de forma indefinida en proceso constituyente sin poner en riesgo la unidad de su política subyacente». Los nacionalistas, por el contrario, sostienen que el Estado de las Autonomías no se acaba con la recuperación de sus instituciones históricas de autogobierno. Es necesario mantener abierto el proceso de transferencias, primero, porque lo exige la propia dinámica social y, segundo, «porque las Autonomías no pueden aparecer como meras gestoras de la política del Estado. Siendo muy peligroso impedir que el proceso autonómico continúe avanzando». Esto último lo dice un nacionalista tan moderado como Miquel Roca. Imaginen lo que dicen en el otro extremo del espectro. Allí, la Constitución del año 1978 ya no es un «punto de referencia». Es un modelo totalmente superado, que se debe revisar de arriba abajo.
Así pues, tras haber recibido las mayores alabanzas dentro y fuera del país, la Transición española se ve sometida hoy a dos lecturas críticas opuestas. Una dice que fue realizada bajo la amenaza involucionista y, por tanto, el consenso alcanzado es apócrifo. Otra sostiene que quienes la aprobaron cedieron más de lo debido para hacerse perdonar su pasado, siendo por tanto peligrosa para la nación. Aunque ambas reclamaciones tienen algo de razón, en modo alguno la tienen toda. Los condicionantes, como advierte Patxo Unzueta, «jugaron en ambas direcciones […] y tan influyente como el miedo al golpe fue la mala conciencia de los gobernantes con pasado franquista». La verdad, como tantas veces, debe situarse en un punto medio: que aquel consenso no era la solución ideal, pero sí la mejor, puede que la única posible, a los problemas derivados no ya de una cruenta guerra civil seguida de una larga dictadura, sino de la propia historia española. La Constitución de 1978 supuso un esfuerzo para superar las dos Españas, un pacto de no agresión entre los herederos de los vencedores y los de los vencidos de la guerra civil, lleno de generosidad por ambas partes, pues si unos cedían buena parte del poder que ejercían, otros renunciaban a su derecho a exigir compensaciones. Aunque nada de ello hubiera podido alcanzarse sin un claro deseo de la inmensa mayoría del pueblo español de no reabrir las heridas del pasado y gracias a una situación económica muy superior a la que había tenido España en cualquier otro momento de su historia. También ayudó que prácticamente todos los países estaban interesados en el éxito del experimento. Una conjunción que difícilmente volverá a repetirse.
Sin embargo, pasado un cuarto de siglo desde el inicio del proceso democrático, seguimos con los mismos problemas, incluso agravados. El nacionalismo más agresivo, el vasco, ha hecho una propuesta soberanista en forma de asociación con el Estado español que sobrepasa todos los parámetros autonómicos y se equipara a la independencia de facto. Por su parte, los nacionalistas catalanes reclaman una reforma tan sustancial de su estatuto que, a la postre, iría a parar a lo mismo. Les hablaré con detalle de ello en los apéndices dedicados a los nacionalismos históricos. Las razones que esgrimen son las arriba apuntadas: tanto la Constitución de 1978 como los estatutos de autonomía fueron redactados bajo la presión de las fuerzas del régimen anterior, los militares especialmente, por lo que pueden considerarse «disposiciones transitorias». Hoy, cuando ya no existen tales presiones, tanto la Constitución como los estatutos deben ajustarse a la verdadera realidad de España, la de las particularidades vasca y catalana especialmente, que desborda ampliamente lo pactado entonces. No hace falta ser un experto en política ni en leyes para darse cuenta de lo que significaría reabrir el melón constitucional: replantear el modelo de Estado, alterar el equilibrio inestable que lo sostiene. Con la casi certeza de que, esta vez, no volvería a lograrse el consenso alcanzado en 1978. Es ésta una perspectiva no ya preocupante, sino amenazante. Ante esto, algunos se preguntan: ¿No hubiera sido mejor que hubiésemos vencido nuestro vértigo ante la revolución y en vez de cambio hubiera habido ruptura, que, en vez de Estado de las Autonomías, hubiéramos hecho una nación sin adjetivos, incluyendo a todos los españoles con sus diferencias y semejanzas, pero en condiciones de absoluta igualdad, como han hecho las demás? Pero discutir sobre el ayer son ganas de perder el tiempo. Lo que importa es el hoy, que se ha puesto muy difícil. Aunque precisamente en esas dificultades reside el mayor motivo de esperanza. Es el pesimismo lo que nos hace ser moderadamente optimistas. La voladura del Estado de las Autonomías traería consecuencias catastróficas. No me refiero a despachar el Ejército a las comunidades que se declarasen independientes, como piden algunos, que nos retrotraería a los momentos más negros de nuestra historia. Me refiero al conflicto que se declararía dentro de esas comunidades entre los partidarios de independizarse y los opuestos en ello. Una perspectiva que debe hacer reflexionar incluso a los nacionalistas más convencidos, aunque nunca detendrá a los más radicales.
No acaban ahí las complicaciones. Que los nacionalistas vascos y catalanes se sientan constreñidos en sus actuales estatutos, pese a gozar, sobre todo los primeros, de tanta autonomía como el que más en Europa, no debe extrañarnos. Son nacionalistas y no se sentirán cómodos más que consiguiendo la independencia. Lo realmente grave es que los dos grandes partidos nacionales, PP y PSOE, han llevado su rivalidad a este terreno, enzarzándose en un duelo de descalificaciones cada vez de mayor calibre. El PP acusa a los socialistas de poner en peligro la unidad de España al romper el frente constitucional. En cambio, los socialistas acusan al PP de negar la pluralidad de España con su lectura minimalista de la Constitución. Un debate que favorece a los nacionalistas y daña a España. La defensa de la Constitución no puede correr a cargo de un solo partido por fuerte que sea. Y no puede porque ésta no es una batalla de partido. Es una batalla de Estado, en la que está en juego nada menos que la suerte de éste. España puede resistir sin mayores problemas la alianza de IU y los nacionalistas. Lo que no podrá resistir es la alianza, o la simple inhibición, del PSOE en este conflicto vital para su existencia. Algún lector recordará lo que les decía al iniciar el libro a propósito de la izquierda y su desconfianza instintiva hacia la nación española, debido al acaparamiento que de ella había hecho la derecha. De ahí el alivio y la sorpresa que produjo en su día ver aparecer a Felipe González como un «nacionalista de izquierdas», como le calificó el New York Times. Pero la era González queda lejos, y hoy, la estrategia del PSOE es buscar alianzas con los nacionalistas. Una apuesta con tantos riesgos como posibilidades. Si logra que los nacionalista renuncien a la independencia, si consigue que acepten el Estado de las Autonomías, sería la mejor noticia para España desde que recobró la democracia. Pero si lo que consigue con esos pactos es aumentar el apetito nacionalista, si el resultado es convertir el Estado de las Autonomías en Estado de las soberanías, el tiro habrá salido por la culata. Y no hay que olvidar que el sueño de todo auténtico nacionalista es crear una nación, y a ser posible un Estado propios. Si no, no serían nacionalistas.
Como consecuencia, el Estado de las Autonomías, esa ingeniosa invención de unos políticos que luchaban contra el reloj, la historia y la geografía, no acaba de solucionar el problema de España, su cierre definitivo como nación. Puede aún hacerlo. Pero para eso tiene que haber lealtad por ambas partes, que tanto el Estado como las autonomías jueguen limpio. El Estado ha cumplido sus compromisos, transfiriendo competencias, en algunos casos incluso con excesiva largueza, pues algunas autonomías no estaban preparadas para asumirlas; en otros, con las debidas precauciones. Pero sin que pueda acusársele de deshonestidad, como hacen algunos, pues éste es uno de los Estados más descentralizados de Europa. El problema se produce porque los nacionalistas siguen reclamando sin que parezca que sus demandas vayan a tener fin. Si esto continúa, si no se acepta el Estado de las Autonomías como estación final del trayecto, sino que se considera más bien un final de etapa hacia la independencia, este Estado no servirá para afianzar definitivamente España, sino para desintegrarla. Dicho en términos técnico-legales: si lo que piden los nacionalistas es autonomía, no hay problema, pues la Constitución de 1978 tiene previsto concederles toda la necesaria hasta alcanzar el máximo techo autonómico. Pero si lo que piden es soberanía, se acabó. La Constitución del año 1978 no admite otra soberanía que la del pueblo español en su conjunto. En el momento que la reclame para sí una de las partes que lo componen, se rompe el pacto alcanzado, el modelo establecido, el entero ordenamiento legal vigente. Y es lo que algunos, los nacionalistas vascos abiertamente, los catalanes implícitamente, están haciendo. No son los únicos. De hecho, todas las autonomías, ricas y pobres, creen dar más de lo que reciben. Un imposible matemático. Pero una áspera realidad político-social.
Como resultado de ello, en el año 2004. España sigue inacabada («incompletada» sería tal vez más exacto si el término no chirriara en los oídos). Le falta ese último hervor revolucionario que necesita toda nación para convertirse en moderna. Sigue siendo una nación al viejo estilo, de ahí que sus antiguos reinos reclamen sus prerrogativas. Cómo encajarlas en el cuerpo nacional es la tarea más importante y urgente de todas. Como consuelo en las horas bajas, puede servirnos otro hecho, apenas mencionado, pero tan real e importante como ninguno. Durante las últimas décadas, todo el énfasis se ha puesto en la descentralización. Algo lógico tras cuarenta años de férreo centralismo. El proceso autonomista ha sido tan febril como extendido, una auténtica carrera hacia la plena autonomía. Estaba en el aire, era la moda. No es extraño que haya crecido la conciencia nacionalista y bajado la nacional. Pero al mismo tiempo, sin que nadie se haya dado o querido dar cuenta, España se ha hecho más homogénea, y los españoles, más parecidos. Las diferencias entre el campo y la ciudad son hoy infinitamente menores que hace cincuenta años, como lo son las existentes entre las distintas regiones, algo que puede comprobar cualquiera que viaje por ellas. Mantienen sus características —acentuadas por el folclorismo nacionalista—, pero la facilidad de las comunicaciones y el aumento del nivel de vida de las más pobres las ha asemejado hasta el punto de que se viste, se vive, se trabaja, se divierte, se habla lo mismo en todas ellas, incluidas las que tienen lengua propia. Tan volcados estamos en los hechos diferenciales que nos hemos olvidado del hecho español. Y aunque los españoles nos diferenciamos en muchas cosas, todavía son más las que tenemos en común. No sólo la historia, sino toda una serie de rasgos, unos buenos, otros regulares, otros malos, pero característicos, que permiten concretarnos, definirnos, como les confirmará cualquier extranjero al que pregunten. Lo español existe, incluso ensanchado a estas alturas en lo hispano. Y si lo español existe —recuerden lo que decíamos en el primer capítulo—, existe de una manera u otra España. Ahora todo depende de qué forma queramos hacerla. O deshacerla.
Al lector que ha llegado hasta aquí le pido disculpas por no haber respondido a la pregunta de si España es una nación. Podría escapar de la trampa en que yo mismo me he metido diciendo que es una nación más a la antigua que a la moderna, un Estado-nación más que una nación-Estado. Pero ésos son juegos de palabras, no auténticas respuestas. Hoy, la única respuesta es la que figura en la portada de este libro: España es una nación inacabada.