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Imitando a Francia
«Si no puedes batir a tu enemigo, abrázate a él», reza un refrán anglosajón. Sin conocerlo, tal vez sólo por instinto de supervivencia, fue lo que hizo aquella España desangrada, arruinada e invertebrada de finales del siglo XVII, que por no tener ni siquiera rey tenía. Se había batido con Francia durante doscientos años y aunque al principio todo fueron victorias, al final no cosechó más que derrotas. Dando pruebas de más sentido del que le atribuye la leyenda, Carlos II se decidió finalmente por el candidato francés como heredero. La Corona española iba a pasar de los Austrias a los Borbones, en la persona de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV. No fue, sin embargo, tan sencillo. Nada era sencillo en aquella Europa (ni en ninguna), y una decisión de tal magnitud, que cambiaba el equilibrio del continente, no podía hacerse sin crear enormes resistencias. Austria, Inglaterra, Holanda, ahora unidas, se opusieron a la formación de un «eje» Madrid-París, y propusieron como candidato al archiduque Carlos de Austria. Estalló entonces la guerra de Sucesión española, en la que combaten buena parte de los europeos. Pero combaten, sobre todo, los españoles, que eran los que más se jugaban. Mientras que la nobleza castellana apoya al pretendiente Borbón, en busca del cobijo francés para conservar el imperio, aragoneses, catalanes, valencianos y mallorquines apoyan al austríaco. Han visto de lejos el absolutismo centralista que Luis XIV ha implantado en Francia y temen que su nieto lo trasplante a España. De los austríacos, en cambio, conocen su sentido cuasifederal del Estado, y tienen la esperanza de poder conservar sus fueros y peculiaridades bajo él. La lucha fue larga y sangrienta; se peleó tanto tierra adentro como en la costa, con los navíos ingleses causando enorme destrucción en algunas ciudades y apoderándose de Gibraltar y Menorca. Lo hicieron en nombre del archiduque Carlos, como aspirante al trono español. Pero allí se quedaron, y en Gibraltar siguen todavía.
La crisis se resolvió por una de esas ventoleras inesperadas que de tanto en tanto barren la historia: muere el emperador José I, y su hermano Carlos, el pretendiente al trono español, es proclamado emperador. Eso cambia totalmente el panorama. Ni ingleses ni holandeses están interesados en que Madrid y Viena vuelvan a estar bajo la misma corona, y el archiduque renuncia a sus aspiraciones al trono español para ocupar el de su país. Por lo tanto, el contencioso continental acaba a favor del candidato francés. Pero quienes pagaron la factura fueron los españoles, ya que los ingleses se quedaron con las plazas ocupadas en nombre de su candidato, aparte de obtener privilegios en el comercio con las Indias.
Los catalanes, con todo, no se rinden y continúan luchando incluso cuando el archiduque ha tirado la toalla. No combaten por él, sino por ellos, por sus fueros. Felipe V envía un ejército para liquidar la resistencia barcelonesa, lo que hace sin miramientos (1714). Pero que la situación ha cambiado radicalmente lo demuestra que las cosas no acaban ahí, como había ocurrido tras la revuelta contra Olivares. El nuevo rey, que ya había abolido los fueros de Valencia y Aragón (1707, 1711), dejándolos sometidos a las «leyes de Castilla y al uso, práctica y forma de gobierno que tiene y se ha tenido en ella», está dispuesto a acabar con las jurisdicciones particulares que convertían el país en una maraña jurídico-administrativa. La culminación de su propósito es Decreto de Nueva Planta (1716), que elimina losórganos de autogobierno catalanes y hace recaer los poderes en el capitán general-gobernador y en la Audiencia. De ahí que cuando se le pregunta a Jordi Pujol qué es lo que quiere para Cataluña, responda «Volver a antes de 1716». Pero antes de entrar en detalles, veamos lo que se esconde tras ello.
A diferencia de los Austrias, que pensaban y se movían en el ámbito del imperio, los Borbones tenían muy claro el concepto de nación. Lo habían, para usar una expresión popular, «mamado». Francia venía siendo Francia desde por lo menos el siglo IX. Era y es la nación por antonomasia, incluso en nuestros días. No hace falta más que ver su renuencia a renunciar a su condición de tal en la Unión Europea. De Gaulle ya lo dijo: «Quiero una Europa de las naciones». No es extraño que los Borbones se propusieran desde el primer momento hacer de España una nación, en vez de la simple cabeza del cuerpo multiforme y variado que había sido hasta entonces. En una palabra, si los Austrias habían sacrificado España al imperio, los Borbones van a subordinar el imperio a España. Para ello se marcan tres prioridades:
- Ante todo, conservar su integridad. Así que lanzan campañas en los focos de insurrección (Cataluña, Andalucía) para aplastarlos, lo que consiguen. Incluso intentan recuperar Portugal, lo que ya les resulta imposible.
- Segundo, unificarla administrativamente, para reducir las enormes divergencias que había entre sus distintas regiones, que casi seguían funcionando como los viejos reinos medievales en lo que a gobierno y fisco se trataba.
- Por último, modernizarla. España llevaba un retraso respecto a los principales países europeos de por lo menos medio siglo, que en algunos terrenos llegaba a ser de uno entero. Un ejemplo era el de la armada, muy inferior a la inglesa y holandesa, como quedaba de manifiesto en cuantos choques se producían con ellas. ¿Cómo podía mantenerse el imperio transatlántico sin una armada fuerte? Fue uno de los primeros capítulos que abordaron los Borbones, creando astilleros, departamentos marítimos, escuelas de oficiales, fortificaciones portuarias. No se conformaron tan sólo con cambiar lo material, sino que también trataron de cambiar hábitos y costumbres, modas y tradiciones, el sistema educativo y los valores religiosos. Pero no lo hicieron desde una perspectiva popular —lo típico español era precisamente una de las cosas que atacaban— sino aristocrática. Aunque su aristocratismo era bastante distinto al que imperaba en España: no se fundaba en los blasones, sino en el servicio. No en la espada, sino en la inteligencia. No en la sangre, sino en el mérito, elevando a la nobleza a quienes se habían distinguido en los servicios al Estado. «Sobre estas bases —escribe José María Jover—, la política de los primeros Borbones logra el milagro de levantar lo que pudiéramos llamar una segunda monarquía de España […], que ya no es la propia del Renacimiento, y que no se fundamenta en la unión de varias Coronas ni en la diversidad de naciones, sino en la grandeza y en la extensión». Una monarquía que acorta rápidamente distancias con el resto de los países europeos pese a encontrar en su camino dos enormes obstáculos. El primero, lo arraigadas que estaban usanzas y tradiciones en el pueblo español, refractario a todo lo que venía de fuera, en especial si era de Francia, la enemiga tradicional. Los Borbones no tuvieron «buena prensa»; la mayoría los vio como una especie de infiltrados para hacer de España una criada al servicio de los designios galos. Puede que ésos fueran los planes del Rey Sol, pero en honor a la verdad hay que decir que sus descendientes españoles mostraron hacia el país que les había dado la corona una lealtad plena, y lo sirvieron lo mejor que pudieron. Se equivocaron, sin duda, en más de una ocasión y algunos de sus reyes fueron nefastos. Pero nadie puede dudar de su patriotismo.
El segundo obstáculo que encontraron fue la falta de tiempo. El siglo XVIII escondía, bajo el fulgor de sus «luces», la elegancia de sus casacas, el polvo de sus pelucas y el absolutismo de sus reyes, un inquietante desasosiego. El Antiguo Régimen estaba siendo carcomido desde dentro por la misma inteligencia que le hacía brillar. Aires de fronda sacudían los salones, donde una nueva clase, la burguesía, reclamaba el protagonismo que le correspondía, e incluso por debajo de ella el proletariado se agitaba disgustado. La relativa prosperidad que la expansión del comercio y la industria incipiente había traído, en vez de tranquilizar los ánimos, los agitaba. Es una ley implacable, que no entienden los que gozan del poder absoluto: cuando llena su barriga, el pueblo, en vez de dar las gracias, quiere más. Pero no pan, que ya tiene, sino libertad, protagonismo social. Era lo que iba a pedir pronto en Europa, convertida en escenario revolucionario. Será el intruso que se cruza en el camino de los Borbones. A los franceses los enviará a la guillotina. A los españoles, los paralizará en su labor modernizadora. Habían empezado con bastante retraso, y sólo tuvieron tiempo para la mitad de su obra. Ellos hubieran querido completarla, realizando pacíficamente los cambios desde arriba. Pero ante la explosión revolucionaria, sintieron miedo y recogieron velas. Una verdadera lástima, para ellos y para todos los españoles.
Pero aun así, el siglo XVIII fue bastante mejor de lo que venía diciéndose.
Habíamos dejado el hilo del relato con Felipe V promulgando el Decreto de Nueva Planta, con el que se abolían los fueros, desaparecía la extranjería dentro del país e imponía por primera vez una ciudadanía común española, al igualar a los castellanos el resto de los vasallos del reino. Perdían éstos sus instituciones locales —el Consell de Cent, por ejemplo, los catalanes—, a cambio de estar representados en las Cortes de Castilla. Teóricamente no era un mal trueque. Lo malo era que las Cortes castellanas apenas pintaban ya nada. Se ensayaba también por primera vez una especie de impuesto único en todo el país, que también teóricamente era un avance. Pero como ese impuesto común se fijaba según los tributos castellanos, y éstos eran los más altos, los demás perdían. Perdían también autonomía los ayuntamientos, al crearse una administración general mucho más centralizada, y se abolían las aduanas interiores, a fin de fomentar el comercio. Aragón, Cataluña y Valencia reciben finalmente permiso para negociar con América y la Casa de Contratación se traslada a Cádiz, para evitar las dilaciones que suponía el remonte del Guadalquivir hasta Sevilla. También se impulsa el desarrollo de los puertos militares, como Cartagena y Ferrol. Todo ello trajo progreso y desarrollo, aunque a un precio: Madrid empezó a ser el único foco de poder en la Península y quien tenía más influencia allí era el que sacaba mayor tajada. Galicia, Cataluña, Valencia, Murcia, la propia Andalucía, y no digamos ya los dos archipiélagos, no tenían tanto «músculo» en la capital y se sentían discriminadas. Desde entonces tendremos una tensión entre el centro y la periferia, que en vez de disminuir ha ido creciendo hasta nuestros días.
Felipe V ha sido según su último biógrafo, Henry Kamen, uno de los reyes españoles más malentendidos. Tampoco él nos lo puso fácil. Un maniático-depresivo, que llegó a abdicar en favor de su hijo para retomar la Corona al morir éste, sólo fueron capaces de sacarle de sus melancolías sus dos mujeres —María Luisa de Saboya e Isabel de Farnesio— y el castrato Farinelli. Se discute si estaba loco durante sus últimos años de reinado. Kamen lo niega, pero su comportamiento no podía ser más extravagante (como, por ejemplo, recibir en audiencia sólo de noche). Lo importante, sin embargo, fue que supo rodearse de consejeros bastante más capacitados, al menos en su mayoría, no elegidos exclusivamente entre la nobleza, como venía ocurriendo en la corte española, sino por sus méritos personales. Felipe V se apoyó sucesivamente en Alberoni, Ripperdá, Campillo y Patiño, para hacerlo finalmente en don Zenón de Somodévilla, un riojano que tenía lo que hasta entonces había faltado a casi todos los consejeros reales: ideas claras y sentido práctico. Un sentido práctico que le haría cuidar de su bolsillo, sin descuidar el bien del país. Por fortuna, siguió en su cargo con el siguiente monarca, Fernando VI, bastante más corto que su predecesor, pero al menos con cordura suficiente para firmar lo que le ponía delante su ministro universal, convertido ya en marqués de la Ensenada. El catastro que mandó confeccionar, que lleva su nombre, es la primera recopilación seria y detallada de los pueblos castellanos, con sus habitantes y riqueza correspondiente. Si pensamos que es la única base de un censo tributario moderno, nos damos cuenta de hasta qué punto aquella España estaba avanzando con botas de siete leguas hacia una nación moderna.
Un avance que se acelera incluso durante el siguiente reinado. Carlos III llega a Madrid en 1759, tras haber sido rey de Nápoles, donde ha estado en contacto con las últimas corrientes de la época. De entrada, sin embargo, está a punto de cometer el mismo error que Carlos I. Se trae consigo consejeros italianos, entre ellos a Leopoldo de Gregorio, marqués de Squilace, hombre de origen humilde elevado a la nobleza por lo eficaz de su gestión al frente de la hacienda, guerra y marina napolitanas. En España, el nuevo rey le convierte en secretario de Estado de Hacienda. Creó la lotería y el montepío de viudas y huérfanos militares; dictó las ordenanzas para el reemplazo militar; reorganizó los arbitrios de los pueblos; mandó edificar la Casa de Postas y Aduanas (sedes actuales de la Comunidad de Madrid y del Ministerio de Hacienda); limitó los privilegios del clero, exigiendo a la Iglesia el cumplimiento del Concordato, y modernizó la capital con un sistema de alumbrado. Fue precisamente ahí donde tropezó. Para acabar con la delincuencia nocturna, prohibió las tradicionales capas largas y sombreros de ala ancha que usaban los españoles. Éstos, que desde el primer momento no vieron con buenos ojos que los gobernase un extranjero, italiano por más señas (a quienes ellos habían gobernado hasta hacía bien poco), lo tomaron como una ofensa al honor nacional, y se sublevaron con el llamado motín de Esquilache en las principales ciudades, de inusitada violencia. La propia casa del ministro fue saqueada. El rey captó el mensaje, relevó a Esquilache de su cargo y lo despachó a Italia, eso sí, bien provisto de rentas y regalías.
Carlos III cambió de ministro, pero no de política. Para cubrir el puesto de Esquilache elige a don Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, que, tras una brillante carrera militar, había ocupado cargos diplomáticos y políticos. Sus viajes por Europa le habían puesto en contacto con el Estado prusiano, entonces el más dinámico del continente, y con la Ilustración francesa, la más avanzada. Se le ha acusado de masón, de ateo, de volteriano. Domínguez Ortiz dice al respecto que «de sus viajes a Europa trajo ideas que parecían avanzadas en aquella España». Como presidente del Consejo de Castilla, especie de primer ministro, dirigió la política reformista inspirada por el rey, rodeándose de colaboradores que sintonizaban con ella: Floridablanca, Campomanes, Olavide, Jovellanos, de diversas extracciones sociales, pero todos ellos animados por un idéntico espíritu. El rey les dejaba hacer, pero cuando veía que se pasaban, un simple gesto era suficiente para que recogieran velas. Las reformas alcanzaron prácticamente todos los aspectos de la vida nacional, desde la hacienda a la justicia, pasando por la educación, la marina, las obras públicas y la administración interior, sin olvidar algunos aspectos folclórico-religiosos, como fue prohibir las procesiones implorando lluvia en épocas de sequía o eliminar los cruceros en las vías públicas. Dignas de mención fueron las sociedades económicas de amigos del país, instituciones que procuraban elevar el nivel cultural de un pueblo hasta entonces desinteresado en el tema. Dado el peso del campo en la economía española, el Informe sobre la Ley Agraria, de claro sentido antilatifundista, confeccionado por Jovellanos, y el Plan de Estudios de Olavide, donde se prevén cátedras de ciencias hasta entonces prácticamente inexistentes en las universidades españolas, marcaron jalones en uno y otro campo. Idéntico espíritu modernizador tuvo la creación de las Reales Academias de la Historia y de la Lengua, la Escuela de Guardiamarinas, el Laboratorio de Química y el Real Gabinete de Máquinas. Y realmente imaginativo resultó la creación de pueblos en Sierra Morena con colonos alemanes, que aparte de hacer productivos aquellos parajes, debían de limpiarlos de bandoleros. Al mismo tiempo se rescataban para la Corona bienes y privilegios que habían ido a parar a manos de aristócratas o de la Iglesia. El mayor choque con ésta sobrevino a causa de la expulsión de los jesuitas, que entonces representaban el sector más tradicional y dogmático del clero. Corrió incluso el rumor de que habían estado tras el motín de Esquilache, algo que no pudo probarse nunca. Pero que no les gustaban lo más mínimo las reformas emprendidas y metían un palo en las ruedas de las modernizaciones era evidente.
Tanto o más alcance tuvo el decreto que abolía la prohibición de que los hidalgos se dedicasen a trabajos manuales, que los condenaba a convertirse en una clase ociosa, y la creación de los llamados «diputados del común», concejales encargados en los ayuntamientos de proteger los intereses del vecindario, con los que trataba de romperse el monopolio de poder que mantenían los regidores propietarios del cargo durante generaciones.
Ni que decir tiene que muchas de esas reformas se quedaron en el papel sin pasar a la realidad. Bastantes «diputados del común», sin ir más lejos, se vendieron a los viejos corregidores, que siguieron ejerciendo su poder omnímodo. En cuanto a las cátedras de ciencias, resultó un problema casi insuperable encontrar profesores capaces de cubrirlas. Menos efecto aún tuvieron las disposiciones que trataban de desarraigar costumbres tradicionales, que rayaban en el fetichismo, aunque estuvieran sancionadas por la Iglesia. Aquel pueblo llevaba demasiados siglos practicándolas para que unos señores, por muy ilustrados y poderosos que fuesen, le hicieran desprenderse de ellas. Pero era el primer intento serio, sistemático, de apartar a los españoles del camino que llevaban y de igualar España a los países punteros de Europa. Y hay que reconocer que, aunque no se logró del todo, el avance fue importante, pues las distancias se recortaron en más de medio siglo, aunque estas cosas son siempre difíciles de medir. En cualquier caso, se estaba «haciendo patria», nación.
El impulso, sin embargo, va a frenarse hasta quedar prácticamente paralizado en el reinado siguiente. No ya porque el rey, Carlos IV, no tuviese la altura de su antecesor, sino por causas exteriores, que difícilmente podían ignorarse. El estallido de la revolución en Francia es una auténtica bomba puesta bajo el asiento de los ilustrados. Estos aristócratas y semiaristócratas cultos y arrogantes estaban convencidos de conocer los intereses del pueblo mejor que el pueblo mismo, por lo que nunca se habían molestado en consultarlo. Puede imaginarse su sorpresa, susto mejor, cuando vieron al pueblo alzarse en nombre de los principios que ellos mismos habían proclamado, y comenzar a cortar las cabezas de los de su clase. En Francia, bastante hicieron con escapar los que pudieron. En España, el efecto fue disuasorio: mucho cuidado con las reformas, que ya vemos en lo que pueden acabar. El mejor ejemplo lo tenemos en Olavide, el más anticlerical de todos ellos, que tras ser testigo del Terror robespierrano, regresó a España para contarlo convertido en devoto ejemplar (El Evangelio en triunfo o Historia de un filósofo desengañado).
Para tan difícil travesía, Carlos IV elige como principal consejero a Manuel Godoy, un guardia de corps joven y atractivo, perteneciente a la pequeña nobleza extremeña, al que el rey había hecho grande de España. Aunque las habladurías aseguraban que quien realmente lo había hecho era la reina María Luisa, esa señora de nariz torcida y gesto avinagrado que Goya pintó sin piedad en más de un retrato de la familia real. Sobre Godoy se ha dicho y escrito de todo, generalmente malo, merecido en parte, aunque no siempre. Era más liberal de lo que se dice, y si bien tuvo la suerte de estar en el lugar adecuado en el momento en que la reina buscaba alguien con quien pasar sus ratos libres, tuvo también la mala suerte de que le tocase gobernar en un momento tan difícil como complicado de la política continental. Él hizo lo que pudo, sin que fuera suficiente, pero se hubiera necesitado un auténtico genio para tener éxito en su lugar. Tras esforzarse inútilmente en salvar la vida de Luis XVI, se encuentra con que la Convención francesa, con la osadía típica de los revolucionarios, declara la guerra a España e Inglaterra. Como Inglaterra está protegida por el canal de la Mancha, las tropas francesas arremeten llenas de ardor contra España y avanzan por Cataluña y el País Vasco. A Godoy no le queda otro remedio que firmar la paz, aunque al precio de ceder a los franceses la mitad de la isla de Santo Domingo, lo que hoy es Haití. Carlos IV recompensa a su primer ministro con el título de Príncipe de la Paz y encima le permite casarse con una prima suya. Puede imaginarse que nada de ello aumenta la popularidad del favorito.
Es una paz que va a durar poco. Pronto se reanudan las hostilidades entre Francia e Inglaterra, que pide a España unirse de nuevo a sus esfuerzos bélicos. España se niega por dos razones: porque sabe que es la que más tiene que perder en un nuevo encontronazo con Francia y porque en ésta ha habido un cambio fundamental. Napoleón Bonaparte ha sido nombrado primer cónsul, tras una serie de victorias militares que le convierten en el amo del continente. Oponérsele sería un suicidio para España, que reanuda con él los pactos de familia de los Borbones, aunque éstos ya no reinen en Francia. Había otra razón para tal proceder: a aquellas alturas, un Napoleón ya emperador se había convertido en el mayor baluarte contra la revolución. Al menos eso creían Carlos IV y Godoy, pues Napoleón se consideraba el propagador de ésta por Europa, aunque, eso sí, bajo su norma, dictado e incluso familia. La idea del emperador era implantar el nuevo orden revolucionario en el Viejo Continente —«Mis soldados llevan en su mochila el bastón de mariscal y el Código Civil»—, sustituyendo las viejas dinastías por otras de nuevo cuño, salidas de su familia o de sus mariscales. España, naturalmente, entraba en sus planes.
Con lo que llegamos a otra de las encrucijadas de nuestra historia. Un momento tan delicado como controvertido, pues admite interpretaciones no ya distintas, sino opuestas. Vamos, pues, a examinarlo con calma.
De entrada, la reanudada alianza con Francia comporta para España el ataque masivo británico a los buques españoles que hacían la «carrera» de las Indias, con enormes pérdidas para nuestro comercio e industria, que quedaron en buena parte paralizados, sin que Napoleón pudiera hacer nada. Su dominio en tierra era aplastante, pero en la mar seguían mandando los ingleses, como demostraron en Trafalgar, donde destrozaron las flotas conjuntas de Francia y España. El emperador propone entonces atacar al enemigo por el flanco: Portugal, tradicional aliada de Inglaterra en la península Ibérica. Para ello, un importante contingente de tropas francesas debía atravesarla. Madrid accede. Hoy conocemos los verdaderos objetivos de Napoleón. No descartaba ocupar Portugal. Pero lo que realmente le interesaba era España, donde las diferencias entre el rey —Carlos IV— y su hijo —el futuro Fernando VII— a causa del valido habían llegado al extremo de que el segundo se sublevase —motín de Aranjuez—, entre el regocijo popular. Todo apunta a que, a aquellas alturas, el emperador consideraba España uno de aquellos países retrógrados a los que se hacía un favor regenerándolos. Entre sus planes para ella figuraba adelantar la frontera de los Pirineos al Ebro y poner en el trono de Madrid a su hermano José. Para ello le viene de perlas el forcejeo que mantienen Carlos IV, su hijo Fernando y Godoy. Napoleón los cita en Bayona y en parte con halagos, en parte con presiones, consigue una auténtica carambola monárquica: Carlos IV abdica a favor de su hijo, Fernando VII, y éste lo hace a favor del hermano del emperador, José I, al que el pueblo español apodaría pronto Pepe Botella, por su supuesta afición a ella. Toda una muestra del ánimo con que le recibió.
El reformismo moderado acaba entonces. Sus intentos de transformar el Estado español fueron claros; su patriotismo, evidente; sus éxitos, importantes. Sobre todo si tenemos en cuenta que actuaba en una nación aplastada por un imperio, con costumbres, tradiciones, ideales y valores del Antiguo Régimen arraigadísimos en todas las capas sociales. Pero le faltó tiempo. La Revolución francesa se cruzó en su camino, impidiéndole terminar su obra. Los ilustrados no consiguieron, pues, crear la nación moderna que buscaban. Dejaron demasiados cabos por atar. O desatar. Aun así, el siglo XVIII español fue bastante mejor de lo que solía ser considerado en los manuales de historia hasta hace bien poco. Aunque «mejor» y «peor», en la historia, sean conceptos relativos.