SUICIDIO

 

 

 

 

Al despertarse, Fitaola no veía nada; estaba muy oscuro, totalmente negro. Notaba un dolor punzante en el cuello e intentó tocárselo, pero sus manos no respondían. Se dio cuenta entonces de que se encontraba atada y tirada en el suelo de no sabía dónde. El espacio parecía muy reducido, porque al moverse siempre se golpeaba con algo. Una idea horrible empezó a germinar en su cabeza: la habían enterrado viva en un ataúd. Quiso gritar, pero tenía un trapo metido en la boca y probablemente esparadrapo pegado en los labios. Solo le salió un lamento lastimero. Entonces, oyó otro igual que el suyo y se alegró. No estaba sola y por lo tanto aquello no podía ser una caja de pino. Sintió que el suelo vibraba probablemente por los golpes que daba la otra persona. El sonido metálico de estos le hizo pensar que se hallaba sobre una superficie de hierro.

El dolor del cuello iba remitiendo pero le daba certeza de que por lo menos la traición de Fernández no la había soñado. Seguro que era él el responsable de que estuviera allí metida. Sin embargo, no le quedaba claro lo de la Comisión. ¿Sueño, realidad, delirio propio de lo que fuera que le inyectara el maldito detective?

De pronto, se abrió una compuerta y una cantidad insoportable de luz para sus ojos inundó el pequeño espacio en el que se hallaba. Cuando pudo acostumbrarse vio que se encontraba en el maletero de un coche. Se percató que al lado estaba su hermana Marta, también atada y amordazada.

Al momento, una silueta tapó la entrada. Fitaola la reconoció enseguida, era la del investigador. Sintió miedo y por los lamentos de su gemela se dio cuenta que ella también. Escuchó entonces un “desátalas”. Se trataba de la voz de Lopiter, que detrás de Fernández, le apuntaba con una pistola. Cuando terminó de hacerlo, le golpeó en la cabeza con la culata del arma y aquel cayó como un fardo.

—Estaba deseándolo —exclamó Stephan frotándose la base del cráneo.

Desató y desamordazó a las dos mujeres. En cuanto sacó el trapo de la boca de la violinista, la besó alocadamente. Francis les interrumpió.

—Marta, lo siento, pero nos espera un destino que cumplir.

—No voy a hacerlo —dijo agarrándose a la mano de su amado.

—Tenemos un trato. Piensa en tu hija, en Carmen. ¿No quieres un mundo mejor para ella?

Poco a poco, mientras recapacitaba, la enamorada aflojó la presión de la mano, hasta soltarla de Lopiter, posicionándose al lado de su hermana. El recuerdo de su hija diciendo “mi mamá está muerta”, era más fuerte que cualquier otro sentimiento.

Metieron al detective en el maletero del vehículo. Fitaola quitó el freno de mano y empezó a empujarlo hacia el barranco. Entre los tres consiguieron despeñarlo. La explosión fue tremenda y los Alpes Suizos se tragaron a Fernández para siempre.

En el coche de Lopiter se marcharon hacia Zurich.

—Stephan, déjeme su móvil —solicitó Francis—. Tengo que hacer una llamada.

 

Las gemelas Fitaola apuraban un cigarrillo a medias en el interior del coche de Lopiter. Ninguna de las dos fumaba, pero los nervios les hacían aspirar el humo cual consumadas expertas. El tabaco ni siquiera les pertenecía, lo habían encontrado en la guantera. Aparcadas en la Bahnhofstrasse, en pleno centro de Zurich, se sentían como espías, pero en realidad, simplemente eran otras dos personas más, inmersas en aquel trasiego de entradas y salidas en las sucursales de los bancos suizos. Gente que llegaba con un maletín o dos y salía sin nada. Personas que entraban con las manos vacías y salían con bolsas de piel.

—Tardan muy poco tiempo desde que acceden hasta que abandonan el banco, ¿verdad? —comentó Francis—. Aquí nadie hace preguntas. Apenas hay que rellenar formularios. Como dijo un banquero, comprar oro en Suiza es como ir a por el pan. Ni siquiera te van a parar en la aduana o el aeropuerto. No hay impuestos que graven el tráfico de oro. Solo cobran una prima y ya está.

Intentaba distraer a Marta cuya mente simplemente no se encontraba allí. Ahora que presumía cerca el final, su cabeza daba vueltas a los últimos acontecimientos. En una semana había tenido que abandonar el violín y a cambio, por un momento, creyó recuperar a su hija. Un espejismo. Luego conoció a Stephan, del que se enamoró y también le iba a perder a cambio de un futuro para Carmen. Estaba aterrorizada. Su hermana, aquella persona físicamente idéntica a ella, pero tan diferente por dentro, le proporcionaría un futuro a su vástago a cambio de que ella entregara la vida. Se obligaba a pensar en eso para no abrir la puerta del coche y salir corriendo.

—¿A qué estamos esperando? ¿Cuándo me vas a decir qué tengo que hacer? —inquirió la violinista.

No obtuvo respuesta.

Veinte minutos después, unos nudillos golpeando la ventanilla del vehículo, rasgaron el silencio del interior, sobresaltándolas. Fitaola bajó el cristal lo justo para que aquel hombre le entregara un paquete.

—¿Has conseguido alguna llave?

—Sí, está ahí dentro —contestó el sujeto.

—¿Y nuestro equipaje? ¿Lo has recogido del hotel?

—Aquí lo tienes.

Le entregó una bolsa de cuero. Para cogerla abrió un poco más la ventana del coche.

—Vete, rápido —soltó ariscamente Francis.

—Te quiero. Ten cuidado.

El hombre se alejó cojeando levemente.

—¿Quién era? —preguntó Marta sorprendida.

Y se quedó absolutamente estupefacta cuando su hermana abrió el paquete y sacó dos pistolas. Le entregó una, pero no quería ni cogerla. Cuando por fin lo hizo, exclamó:

—¡Es de juguete!

—Es de plástico, pero no de juguete, así que cuidadito y no la muevas tanto. Indetectable por un escáner. No te imaginas lo que se puede comprar de contrabando en Ismailia.

Mientras hablaba, Francis extrajo también una especie de barrita de plastilina que manipuló con sumo cuidado.

—¿Quién era? —repitió interesada Marta.

—Una rata de biblioteca —respondió mientras extraía una carpeta y hojeaba la documentación—. Un verdadero hacha de los archivos —expresó satisfecha a continuación—. Es mi marido —añadió finalmente con cierto orgullo cuando sacó una pequeña llavecita del paquete. 

—¿Tu marido? ¿Estás casada? ¿Te has dado cuenta de que no nos conocemos?

—Pues ya es tarde, ¿no te parece?

Francis pasó un buen rato revisando el resto de papeles.

—Bien, efectivamente este es el sitio —señaló el edificio de la acera de enfrente—. Se trata del Banco Unión de Suiza. En principio, uno más de los muchos bancos suizos que colaboraron con los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

—Creía que los helvéticos fueron neutrales.

—Solo cuando no se trataba de negocios. Los alemanes traían aquí todo el oro que robaban de los países que invadían, como Polonia, Bélgica, Francia… Los suizos funcionaban como ves ahora, no formulaban preguntas sobre la procedencia. Tampoco las hicieron cuando les llegaba el oro de los judíos. Aquel que extraían los nazis de los dientes, las monturas de las gafas o las pitilleras de todos los que exterminaron en los campos de concentración o de un tiro en la nuca. Lo mandaban a la Casa de la Moneda de Berlín, donde se encargaban de fundirlo en lingotes. Algo de esas ingentes cantidades del metal precioso quedaba almacenado, pero la mayoría lo blanqueaban los bancos. Se lo cambiaban por francos suizos, que era una moneda fuerte, aceptada por cualquier país. Así los alemanes podían comprar el material bélico que necesitaban para continuar con la guerra.

—Es vomitivo.

—Peor es el caso de las cuentas dormidas.

Ante la cara de interés de Marta, Fitaola se animó a contarlo.

—Antes de que estallara la guerra y también a lo largo de ella, los judíos de gran parte de Europa, ante la posibilidad de perderlo todo en el supuesto de invasión de sus países, ingresaron dinero, acciones, valores y oro en los bancos helvéticos. Estos, una vez acabada la guerra, se ampararon en su propia Ley de Secreto Bancario, de 1934, que no les permitía revelar ni el titular ni el contenido de las cuentas. Así, se negaron a entregar a los familiares de los semitas exterminados ni un solo céntimo del dinero depositado. Les exigieron que presentaran certificados de defunción, cosa imposible, puesto que los soldados alemanes lógicamente no se los entregaban antes de meterlos en las cámaras de gas o de pegarles un tiro en la nuca. Una vez normalizada la situación tras la contienda, los familiares de los judíos pudieron reclamar sus propiedades, por ejemplo, en Polonia, Chequia, Eslovaquia o Hungría… pero tanto el oro como su dinero continuó en los bancos suizos. Sesenta años después, nada ha cambiado.

Marta escuchaba las palabras de su hermana con gesto de asco.

—Por tu cara te veo con ganas de vengarte.

—¿Yo? Si no soy judía.

—¿Cómo lo sabes? Nunca conocimos a nuestros padres.

—¡No me vengas con eso ahora! —gritó la violinista, harta de la situación—. Dime de una puñetera vez qué tengo que hacer. ¿Por qué este banco?

Francis se dio cuenta que no podía seguir dando más rodeos al asunto y que lo mejor sería ponerse manos a la obra.

—Hay una cuenta denominada AH20111944. Las iniciales significan Adolf Hitler, como no. Este era su banco habitual. Curiosamente, los números coinciden con el día que se encerraron bajo llave los fertilizantes que creó el padre de Stephan. Fue el veinte de noviembre de 1944. Creo que en esa caja tienen que estar las fórmulas.

—¿Crees? —exclamó Marta nerviosamente—. ¿No lo sabes con seguridad?

—Era una forma de hablar —mintió—. Sí, es esa.

—Dime que va a merecer la pena morir por lo que voy a hacer. ¡Dímelo!

—Tranquila. Te voy a contar cuál es el plan —resolvió Fitaola.

 

Francis se extendió durante unos minutos con la explicación.

—… y eso es lo que haremos, ¿lo has entendido?

—Sí.

—Pues adelante. Pongámonos la ropa y el maquillaje.

Una vez trazado el plan, las hermanas entraron en acción. Salieron del coche de Lopiter hacia el vestíbulo del edificio del Banco Unión de Suiza. Vestidas con dos trajes idénticos de noche de Valentino a plena luz del día, el pronunciado escote y la inacabable abertura de la falda hasta la altura de la cadera, causaron sensación entre las decenas de viandantes.

También en Stephan, que apostado en otro vehículo más atrás de la calle, aguardaría la salida de ambas para escapar con ellas. Llevaba más de una hora esperando a que las gemelas se pusieran en marcha. Sintió ganas de salir corriendo y llevarse a su amada de allí, librándola de la locura planeada por Fitaola. No tenía muy claro por qué la estaba ayudando. Lo que no sabía Lopiter, y ninguna de las hermanas le había contado, es que solo una de las dos saldría del banco con vida.

Un coche frenó en seco, solo para que las mujeres pasaran por delante y su conductor pudiera verlas mejor. El sincronizado taconeo de ambas estaba paralizando la calle. Exactamente pasó lo mismo en el momento en el que entraron al banco. La puerta giratoria comenzó a rodar y de su interior salió una figura al vestíbulo. Lo primero que vieron los empleados fue una esbelta mujer, vestida elegantemente de negro. Cuando adelantó la pierna derecha, un alargado y contorneado muslo se incrustó en la retina de todos los presentes. Miró a la cámara de seguridad desafiantemente, allí parada, dando la sensación de que quería llamar la atención. Cuanto más, mejor.

Entonces, con todos los ojos clavados en ella, emergió de la puerta una segunda figura. Otra diosa. Igual vestida y maquillada, impactó a todos. Un golpe de cadera y también su falda se abrió mostrando una gran profusión de carne. Los zooms de las cámaras echaban humo. Los técnicos que las manejaban no querían perderse detalle y eso precisamente buscaban las Fitaola. Todo el mundo estaba impresionado de que la violinista más mediática del momento, de la que se hablaba sin parar, se mostrara allí y por partida doble.

Con un acompasado contoneo, las hermanas se acercaron hasta el mostrador principal, taconeando el suelo de mármol del enorme vestíbulo. El alto techo hizo resonar aún más cada una de sus pisadas.

—Buenos, buenos días —saludó el deslumbrado encargado—. Como ya sabrán, hay una doble posibilidad. Acreditarse como titular de la caja o bien presentar la llave que la abre.

—Hemos traído la llavecita —Francis la mostró con su mano en alto y blandiendo una sonrisa.

—Perfecto.

El hombre descolgó el auricular de uno de los teléfonos que había en el mostrador. Unos segundos después de que pronunciara la palabra “abran”, una puerta automática separó sus metálicas hojas de gran grosor en el otro extremo del hall. Les hizo un gesto con la mano para que se dirigieran a ese punto.

—Abajo les atenderá el recepcionista.

Mientras se encaminaban hacia allí, Marta preguntó entre dientes:

—¿De dónde habéis sacado la llave?

—Marcel encontró a los familiares de un oficial nazi, que viendo perdida la guerra, abrió una cuenta para guardar sus pertenencias de valor, más o menos en la misma época que la que nos interesa de Hitler. Todavía la mantenían, así que di dinero a mi marido para que se la comprara —le contestó Francis en voz baja.

Antes de la puerta de acceso a las salas de las cajas de seguridad, un vigilante les hizo señas para que pasaran por el escáner sus bolsos de mano y la bolsa de cuero que llevaban. Fue Marta la primera en depositar sobre la cinta transportadora del aparato lo solicitado. Inmediatamente, Fitaola dejaba también lo suyo atropelladamente, de tal forma que tropezó, cogiéndose al collar de perlas de su hermana. El hilo de este cedió, provocando que cayeran al suelo sus nacaradas bolas. El vigilante, con ganas de agradar a aquellas dos mujeres, se lanzó en pos de las caprichosas joyas que rodaban rebeldes en todas direcciones. Entre aquel revuelo, el amable guardián descuidó su función de visionado de la pantalla del detector de rayos X, justo en el momento en el que el contenido de las pertenencias de las hermanas se hacía visible. En cualquier caso, no hubiera visto las pistolas de plástico, un traje de hombre, una corbata, una peluca y un bigote postizo. Pero sí se habría percatado del pegote de plastilina y el detonador. La mayoría de empleados que se hallaban en el vestíbulo del banco, así como los demás clientes acudieron también a la búsqueda de perlas perdidas y enseguida encontraron todas.

Francis, que ya había recogido sus cosas del otro lado de la cinta transportadora del escáner, le entregó el bolso a Marta que guardó las bolitas en él, abriendo lo imprescindible para que no se viera el interior.

Por fin, pudieron atravesar tranquilamente la gran puerta de doble hoja, que se cerró herméticamente tras ellas.

— ¿A qué ha venido el numerito del collar? —gritó la violinista—. ¿Quieres que me de un ataque al corazón?

—Por el escáner.

—¿No decías que las pistolas eran indetectables?

—Así es, pero no te mencioné nada del explosivo y el detonador. Los habrían visto.

Marta se encaró a menos de dos centímetros de su hermana.

—¿Hay algo más del plan que no me hayas contado?

—No —mintió Francis—, tranquila.

Bajaron lo que les quedaba de escalera y se encontraron con una gran puerta acorazada redonda. El ruido de una cámara colgada en la pared, orientándose en la dirección en que ellas se encontraban, distrajo su atención, mientras sonaba el “clac” propio de la apertura.

El vigilante de la zona de seguridad, encargado de indicar a los clientes del banco en qué estancia se hallaban sus cajas, había escondido en un cajón de la mesa el sándwich de su almuerzo al avisarle por teléfono de la llegada de dos personas. Oyó unos pasos acercándose por el pasillo, hasta que se hizo el silencio. Se puso de pie y aplicó el oído esforzándolo al máximo. Nervioso, preguntó:

—¿Quién anda ahí?

Solo escuchó el eco de sus propias palabras. Entonces, dos piernas femeninas, desnudas, una por cada lado del marco de la puerta, se asomaron al pequeño vestíbulo de aquel sótano. El empleado no se esperaba el show y cayó con la boca abierta sobre su silla. Las propietarias de aquellas pantorrillas y muslos aparecieron al final de los mismos, causando un impacto terrible en aquel hombre. Se acercaron como dos panteras hasta su mesa.

—Hemos oído que hay una cuenta de Adolf Hitler.

—Sí —respondió el atónito empleado—. Me preguntan por ella algunas personas. Pero no es una caja, es una sala entera.

—¿Una sala entera? —preguntaron al unísono, extrañadas.

—Sí, hay un montón de cajas asociadas a esa cuenta.

Francis apoyándose sobre la mesa con las dos manos, sin que el escote de su vestido pudiera ya poner freno a lo que escondía, susurró insinuante:

—Nos encantaría verla.

—No… —titubeó el hombre—, no puede ser. Si no son los titulares es imposible.

—Es una pena, porque nos daría mucho morbo —añadió Marta, sentándose en el borde de la mesa con las piernas al aire—. Nos encantaría hacérnoslo allí contigo.

Las hermanas comenzaron a besarse en la boca, primero lentamente y con profusión después, mientras le miraban a los ojos con lascivia. El vigilante no perdió ya ni un segundo más en buscar la llave de la sala especial.

Recorrieron varios pasillos largos y laberínticos, guiadas por el excitado guardia, que de vez en cuando se paraba para manosearlas. Ellas corrían como pícaras niñas malas, siguiéndole el juego, pero por dentro estaban asqueadas.

—Aquí es. Hemos llegado a nuestro nidito de amor —anunció el hombre con voz cantarina, señalando la puerta con la inscripción AH20111944.

Apenas había terminado la frase cuando Francis, harta de él, le asestó un golpe en la nuca con la culata de su arma. El plástico de la pistola se despedazó produciéndole varios pequeños cortes en la mano, pero la cabeza se mantuvo intacta. El vigilante se volvió hacia ella, más desconcertado por lo que estaba ocurriendo que por el porrazo recibido. Sin embargo, enseguida ató cabos.

—¡Zorras! ¡No queríais nada conmigo, sino…!

A la vez que gritaba iba a desenfundar su revólver, pero Marta desde el otro lado ya le había puesto el suyo en la sien.

—Ni te muevas.

Francis sacó del cinturón del hombre su porra reglamentaria y le golpeó de nuevo en la cabeza. Cayó redondo al suelo.

—Espero que no le hayas matado. Sería el segundo de hoy.

—Fernández se lo merecía. Me traicionó después de confiar en él durante tantos años. Era un cerdo. Y este también.

Cogió la llave y la introdujo en la cerradura. Bien engrasada, giró sin problemas, pero al intentar abrir la puerta, no cedió fácilmente. Tuvieron que emplearse a fondo las dos, apoyándose en el muro del pasillo para hacer fuerza con las piernas. 

—Parece que hace años que nadie entra —comentó Marta.

Cuando lo consiguieron, el olor a cerrado y a humedad del interior les recibió con un tremendo bofetón. Respiraron a fondo un par de bocanadas del pasillo y se introdujeron, arrastrando dentro el cuerpo del vigilante.

El espacio de la sala era grande, pero todas las paredes estaban ocupadas por pequeñas puertas metálicas, como de morgue, dando sensación de ahogo. La mesa de hierro en el centro acababa de confirmar el aspecto de depósito de cadáveres.

—Hay mil tres cajas. Están numeradas —dijo Marta.

Francis se acercó a una de ellas al azar y utilizando la misma llave de la entrada, la abrió. Extrajo un recipiente rectangular de metal que colocó con mimo encima de la mesa. Las hermanas cruzaron una mirada de emoción y expectación. Levantó la tapadera y echaron un vistazo a la vez en el interior, para descubrir una gran bolsa hermética transparente que contenía una especie de serrín amarillento.

—¿Qué es eso? —preguntó la violinista.

Francis abrió un agujero en el plástico con las uñas. Cogió un abundante puñado de aquel polvo y lo fue dejando deslizar por su mano lentamente. Ambas lo observaban con detenimiento mientras caía sobre el mármol del suelo junto a sus pies. Visto así, no era amarillo, sino blanco, blanquísimo.

—Son huesos molidos.

—Los de los judíos de Auschwitz —exclamó Marta.

—Esta bolsa pesará un kilo más o menos y hay mil cajas.

—Entonces los nazis trajeron una tonelada.

—Sobran tres cajones. En ellos deben estar las fórmulas de los fertilizantes. Hay que encontrarlas para que Stephan pueda fabricarlos.

Abrieron la caja número 1 y también contenía restos de huesos, así que lo intentaron con la 1003. En su interior hallaron una probeta con un líquido viscoso y traslúcido. Tenía una etiqueta con la palabra “Probestück”, muestra en alemán. Pensaron que sería el fertilizante en sí, aunque se extrañaron porque esperaban que fuera sólido.

Francis extrajo el cajón 1002 y empezó a abrirlo. Una gran cantidad de carpetas con documentos se albergaban en su interior.

—¡Deben ser las fórmulas! —exclamó eufórica.

Al apoyar la caja sobre la mesa, sin darse cuenta empujó el bote del abono, que cayó al suelo rompiéndose sobre el puñado de polvo y mezclándose con él. Marta se asomó a ver el destrozo y accidentalmente lo pisó. De ninguna forma podría haberse percatado, salvo que tuviera mirada microscópica, que en las suelas de sus zapatos había algunas partículas de gramíneas que formaron una amalgama con la fórmula líquida y los huesos. Las hermanas se miraron con cara de circunstancias y se encogieron de hombros en un gesto de “qué se le va a hacer”.

Extrajeron también la caja 1001 y sus rostros quedaron iluminados por el reflejo del contenido. Varios lingotes de oro con la esvástica nazi grabada. Temblorosa, Marta cogió uno sin calibrar el peso. Sus dedos, doloridos, no respondieron bien y se le cayó al suelo yendo a embadurnarse con todas aquellas sustancias. Lo recogió, depositándolo encima de la mesa.

—Ya tenemos lo que habíamos venido a buscar —aseveró Francis, agitando las carpetas con las fórmulas—. Ha llegado el momento —añadió mirando fijamente a su hermana.

Sacó el explosivo plástico y el detonador y los acopló en un instante.

—Solo hay que apretar este botón rojo y adiós a todo. Cuenta con potencia suficiente para volar medio banco por los aires.

Dos amargas lágrimas recorrieron las mejillas de la violinista.

Justo ahora, justo ahora.

Se acordó de Carmen y pensó que ese sacrificio suyo convertiría en millonaria a la niña.

—¿Cuidarás de mi hija, verdad? ¿Le entregarás el dinero que prometiste?

—No.

—¿Qué? —inquirió Marta con los ojos fuera de las órbitas—. ¡Teníamos un trato!

—Sí, pero lo voy a romper. De tu hija te ocuparás tú. No me gustan los niños. Puedes pasar por el orfanato de Salzburgo a recogerla. No te pondrán ninguna pega. Si alguien va a morir hoy aquí, esa seré yo.

Fitaola extrajo de la bolsa de cuero el traje completo de hombre, así como la peluca y el bigote postizo, mientras seguía hablando.

—Cuando te propuse acostarte con Stephan, pretendía chantajearle, hacerme con su compañía. Pero al enterarme del asunto de los fertilizantes, cambié de opinión y aquí estamos.

Su hermana continuaba totalmente petrificada. Se había hecho a la idea de morir y ahora que la vida la esperaba, no reaccionaba. Francis la cogió por los hombros, agitándola fuertemente.

—¡Rápido, márchate! En tres minutos volaré todo esto. Vístete con esta ropa.

—Podemos escapar las dos. Nadie tiene porqué morir.

—Cuando se produce un robo, el banco lo tapa. Se pone en marcha un protocolo de actuación y ni siquiera se avisa a la policía. Indemnizan a las víctimas y así su seguridad nunca queda en entredicho. Con una muerte en el interior de las cámaras acorazadas, habrá investigación policial, repercusión mediática y se armará un gran revuelo. Máxime con la violinista del momento envuelta en el asunto. Por eso quería llamar la atención y que las cámaras nos grabaran. Cuando todo se sepa, la confianza en el sistema suizo se tambaleará.

Marta se cambió de ropa a toda velocidad. Entre las dos hermanas guardaron en la bolsa un lingote y las fórmulas. Se fundieron en un abrazo.

—Muchas gracias, Francis, eres muy buena persona.

—Anda, no digas tonterías. Si todo ocurre como me imagino, no va a ser fácil vivir ahí fuera durante algún tiempo. Además, se supone que quien muere hoy aquí eres tú, por lo que tendrás que desaparecer de la circulación una temporada.

—No me importa. Es una segunda oportunidad con Carmen y no la desaprovecharé.

—De todas formas, el dinero de tu hija no servirá dentro de muy poco, así que lo cambié por tierra. Compré para ella una gran extensión de terreno en la costa africana.

—Pero eso no vale nada —comentó extrañada Marta.

—Ahora no, pero si todo sale bien, sí. Ten confianza. Escucha, hay una cosa que tienes que hacer por mí. Antes de ir a casa de Lopiter pasé por una clínica de inseminación artificial. Me extrajeron un óvulo. Marcel se pondrá en contacto contigo. Él te dará instrucciones mías. Vete ya.

La desaparición del vigilante de la zona de seguridad había creado un revuelo considerable en el banco. Varios empleados estaban movilizados, buscándole a él y a las gemelas. Por eso, nadie se fijó en aquel hombre que tranquilamente abandonaba el edificio a pesar de lucir un bigote medio despegado. Subió al coche de Stephan y se marcharon a toda velocidad. Cuando se encontraban un par de calles más allá escucharon una pequeña explosión. La gente miró al cielo creyendo que había sido un trueno. Marta sabía que no. Se trataba del sonido del comienzo de una nueva era.

 

En la residencia Lopiter, en Lindau, cuando Stephan y Marta vaciaron la bolsa de cuero, quedaron estupefactos al comprobar que el lingote tenía un liquen sobre la esvástica.

Inmediatamente, Stephan, fascinado por el proceso natural acaecido en pocas horas en el oro nazi, se puso manos a la obra con el estudio de las fórmulas de los fertilizantes. Entre la documentación se hallaba el diario de los experimentos. Se trataba de dos gruesos volúmenes manuscritos, primero por el abuelo Herbert y luego por su padre. A lo largo de más de veinte años lo intentaron con todo. A principios de 1944, Angus, desesperado, comenzó los brutales experimentos con judíos en Auschwitz. Stephan estaba asqueado, pero debía ser práctico y quedarse con la filosofía del experimento inspirada en el autoabastecimiento, en la obtención de materias primas agrícolas para no depender de nadie.

Viajó a la sede principal de Lopiter Corporation en Houston y reunió a algunos de sus mejores colaboradores. Con toda aquella información, ese equipo humano y el potencial de la multinacional química, esperaban tener los fertilizantes operativos en pocos meses.

Tras la explosión, la Asociación de Banqueros Suizos no pudo tapar el desastre, aunque lo intentó, queriendo atribuirlo a un accidente, una explosión de gas. Pero intervinieron las autoridades. En las investigaciones en la sede del Banco Unión de Suiza, la policía científica descubrió un extraño fenómeno: pequeños trozos de mármol en los que habían agarrado microscópicas gramíneas.

Enseguida las noticias se filtraron a la prensa, que consiguió la grabación de las cámaras del banco y todo el mundo pudo ver cómo se burló el sistema de vigilancia sin mayor problema. La desconfianza en la seguridad se tradujo en retirada de fondos y salida de oro de los depósitos de forma masiva. La compañía de seguros no cubrió los daños producidos, alegando los fallos cometidos por la institución. Y se produjo la automática quiebra del Banco Unión de Suiza. El celo se contagió a los clientes de otros establecimientos suizos. Comenzaron las caídas de las acciones de las entidades financieras en las bolsas de todo el mundo. Con las pérdidas, se empezó a restringir el crédito. La fiebre se contagió a otras compañías que operaban en los parqués. Se produjo un apocalipsis financiero.

El mercado comenzó a inundarse de oro, cayendo a mínimos históricos. Rusia, China o los países emergentes, con ánimo de capear la “crisis del oro”, como se conoció al fenómeno, empezaron a comprar. Pero la demanda no hizo subir el precio en este caso, ya que la oferta seguía creciendo más rápidamente. De las 157.000 toneladas de oro en el mundo, unas 130.000 estaban en manos privadas. El pánico, al reventar Fitaola el banco suizo, hizo que más de 100.000 toneladas empantanaran el mercado. El valor del metal dorado se hundió y enseguida lo adquirido por esos países no valía ni la mitad.

Al desplomarse el preciado metal, muchas naciones, ya sin respaldo del oro en su moneda, comenzaron a abrazar el dólar. Para responder a esa demanda, la Reserva Federal de los Estados Unidos emitió una gran cantidad del billete verde. Pronto, el Fondo Monetario Internacional vio superadas sus funciones por aquel organismo americano y desapareció.

 

Al principio, la investigación de la Lopiter Corporation se mantuvo en secreto, pero ante el panorama desolador de la economía mundial y lo bien que marchaban los experimentos, se hizo público, para dar un poco de esperanza, aunque provocó el efecto contrario. Cuando se supo que unos fertilizantes de gran calidad iban a salir al mercado y de forma gratuita, los agricultores del mundo se dividieron en dos grupos. La gran mayoría optó por parar la producción y abandonar las cosechas. Una mínima parte continuó, imponiendo precios alcistas a los alimentos básicos. Ante la escasez de granos y piensos, los pequeños ganaderos, que representaban el setenta por ciento de la cabaña mundial, tuvieron que dejar morir a sus rebaños ante la imposibilidad de pagar los precios que se manejaban. Todo ello produjo una carestía enorme en la cesta de la compra de las familias.

A los siete meses de comenzar las investigaciones, los científicos de Lopiter Corporation sintetizaron un componente similar al polvo de hueso y desarrollaron un fertilizante aún mejor. Se preparó una primera prueba y se plantaron patatas en una hectárea cuadrada de la zona más árida del Desierto de Chihuahua, en la frontera entre México y Texas. Se calculó que en el espacio de cuatro meses se verían los resultados.

La producción de alimentos manufacturados se detuvo al no existir materias primas. A los pocos meses se terminaron los stocks. El comercio internacional se paralizó. Los países no exportaban nada, todo lo utilizaban para el consumo propio.

El precio de los artículos que había en el mercado se disparó, porque los pocos productores querían mantener sus beneficios. Llegó la inflación. La gente no podía llevar productos de primera necesidad a sus casas y comenzaron las huelgas y protestas de trabajadores exigiendo aumentos de sueldo. Para contrarrestar esas pérdidas, los empresarios las repercutieron en los precios, que siguieron subiendo. Se produjo un círculo vicioso.

La Reserva Federal de Estados Unidos, ante las revueltas y los episodios de saqueo de tiendas en pequeñas poblaciones y supermercados en las ciudades, comenzó a emitir más dólares, perdiendo este casi todo su valor en poco tiempo. Ni siquiera valía ya los algo más de seis centavos que costaba fabricarlo. Se cayó en la hiperinflación.

La mitad de las reservas de divisas de China se conformaban en dólares, que ya no valían nada. La otra mitad había sido de oro. El gobierno chino, sin créditos por la desconfianza de los organismos en su devolución, dejó de sostener el país y de intervenir en la economía. Mil trescientos millones de chinos empezaron a pasar hambre, como el resto de mundo.

En gran parte de los países, la moneda dejó de cumplir su función como unidad de intercambio, volviéndose al trueque.

 

La prueba en el Desierto de Chihuahua fue todo un éxito. Tan solo cuatro meses más tarde recogieron patatas ricas en nutrientes, sin apenas haber empleado agua. Las fitohormonas y fosfatos de su composición facilitaban la absorción de hierro del suelo por parte de la semilla y por lo tanto un crecimiento más fuerte de la ulterior planta.

Comenzaron a fabricar el fertilizante en cantidades industriales y casi un año después del asalto al Banco Unión de Suiza, Lopiter Corporation empezó a repartirlo. Solamente a los países democráticos. Los ciudadanos de los estados dictatoriales se lanzaron a las calles. Los ejércitos no los pararon, sino que se unieron a ellos. Cayeron los dictadores, pero tampoco se establecieron democracias, porque a los pocos días de obtener las primeras cosechas, las ciudades empezaron a vaciarse. Al poco tiempo, la política dejó de importar y los gobiernos se disolvieron. La ONU no tenía razón de ser y las naciones acabaron desapareciendo tal y como se conocían. Con ellas, se eliminaron también las fronteras.

Se crearon unos territorios según los cultivos a los que se dedicaban y las comunidades se intercambiaban cantidades iguales de unos productos por otros, sin que ninguno tuviera más valor que los demás. Desaparecieron las desigualdades entre los hombres.

 

Después de aquella época de zozobra en el que las necesidades físicas superaron a las espirituales, el hombre comenzó a creer en sí mismo, a construir una metafórica Torre de Babel con la que llegó a igualarse con los dioses y así acabó con la necesidad de creer en un ser superior. Las religiones desaparecieron.

 

 

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