FITAOLA
El intercomunicador se encendió y sonó la cantarina voz de la secretaria avisando que tenía una llamada a través de su móvil. Francis Fitaola daba el número de teléfono privado de su ayudante para comunicarse con determinadas personas, con las que no quería relación.
—Rachel, por favor, pase a mi despacho.
La secretaria abrió la puerta y taconeó hasta su mesa con el móvil en la mano. Fitaola ya sabía quién era; estaba esperando esa comunicación. Tenía una intuición muy fina que rara vez le fallaba. Se trataba de una video llamada de Fernández, su detective privado. Parecía muy nervioso. Antes de contestar le observó a través de la pantalla del celular durante un segundo, tiempo más que de sobra para Francis. Enseguida adivinó que había conseguido realizar el trabajo que le encargó. Sabía leer mejor que nadie en los gestos de las personas.
El investigador tenía los ojos brillantes, con las pupilas dilatadas. Raro en él; no se dejaba arrastrar fácilmente por emoción alguna. Normalmente sus oscuros ojos eran fríos y no expresaban sentimientos. Llamaban la atención por lo vacíos que estaban y en su trabajo debía evitar llamarla, razón por la cual solía usar gafas de sol e incluso lentillas de colores, aunque en ese momento no las llevaba.
—Fernández... lo tiene, ¿verdad? —inquirió de forma directa.
—Eh…sí…
El detective balbuceó, cayendo en la cuenta en ese instante de que se le notaba demasiado la satisfacción que sentía por el material obtenido. Sabía que eso suponía dar ventaja a Fitaola.
—Acabo de aterrizar en Madrid —añadió el investigador.
—Tráigamelo inmediatamente. Le espero en mi despacho.
—Estaré allí en veinte minutos.
—Dese prisa, que sean quince.
Francis Fitaola tampoco perdía la calma fácilmente, todo lo contrario. Podría decirse que el detective era un aprendiz a su lado en cuanto a mantener los nervios templados, pero en esta ocasión una sensación de euforia se adueñó de sí. Menos mal que en ese momento allí no había nadie, pensó, porque hacía mucho tiempo que no se sentía así. Tuvo que levantarse del sillón de cuero tipo presidente y dar un pequeño paseo por el despacho para aplacar un poco su excitación.
Conocía la gran capacidad de Fernández. Siempre realizaba los trabajos con efectividad y no dejaba cabos sueltos, ni huellas, rastros o conexiones. La gente con la que trataba se llenaba la boca con eso de “tendrá noticias de mis abogados”, pero Fitaola se jactaba pensando que ellos nunca tendrían noticias de su detective. Sonreía recordando todas aquellas caras cuyo gesto había conseguido torcer, al deslizar sobre sus bonitas mesas de nobles maderas los trapos sucios y los secretos más turbios de sus enemigos, de sus competidores y por supuesto, de la mayoría de sus escasos amigos si resultaba necesario. Cada vez que conocía a alguien, tanto en sus relaciones personales, como especialmente en las laborales, lo mandaba investigar. Así podría decirse que Fernández tenía mucho trabajo. Y podría decirse también que juntos, habían conseguido torcer muchos gestos. Desde luego, formaban un buen equipo.
El investigador conocía todas las cloacas y parecía disponer de un instinto especial para saber en cuál buscar. Además, si no había trapos sucios, no suponía mayor problema crear el escenario en el que mancharlos. A él no le pagaban por mantener limpia su conciencia, sino por encontrar las razones para que las demás se remordieran.
Había cloacas de diferentes tipos: colectores del amor, lo más habituales, en los que parecía mentira que acabaran cayendo personas con esferas de poder tan grandes; sucias alcantarillas, por las que vagaban los fantasmas del pasado, ansiando no ser desvelados jamás; sumideros por los que corrían confidencias malintencionadas con halo deshonesto e indecente; vertederos en los que se acumulaban los secretos más retorcidos como laberintos sin mapa; desagües por los que se desangraban lentamente intimidades bajo capas de clandestinidad…
Siempre en la superficie estaba esperando Fitaola. Solo alguien así, sin escrúpulos, podía sacar tanto provecho de aquello. Se había convertido en especialista haciendo bailar a su gusto los fantasmas que el detective enjaulaba; utilizando las llaves que abren pesadas puertas guardianas de los secretos más ocultos y pintando cuadros con nuevas realidades en la vida de las personas de las que obtenía información. Con esas armas, siempre terminaba consiguiendo lo que se proponía.
Fitaola no necesitaba hacerlo bien en su trabajo, “¿para qué?”, pensaba, si sus métodos contaban con una efectividad aplastante. Ejercía la abogacía y ni siquiera conocía las peculiaridades del derecho de sociedades, su supuesta especialidad. Solo tenía que saber esperar la oportunidad y de ese modo le iba genial.
Pero no siempre había sido así y a menudo se acordaba de aquella ocasión en la que agarró a un abogado del primer bufete en el que trabajó; un niñato disfrazado de mayor tras un traje caro. Apenas les pagaban el dinero justo del bono bus, pero sin embargo, ya les enseñaban cómo hacer tropezar a los demás, aunque fueran sus propios compañeros. Fitaola quedó en ridículo por culpa del chico, debido a un pequeño error cometido en una presentación ante uno de los socios principales del despacho. Se abalanzó sobre él por sorpresa en el servicio de caballeros y le apretó el cuello con las dos manos, empujándole bruscamente hasta que su espalda chocó contra la pared. Parecía mentira que tuviera tanta fuerza. Enseguida la sangre quedó aprisionada en la cabeza del muchacho, pasando el color de su piel del inicial blanco mortecino, bruñido por horas de exposición a los fluorescentes de la oficina, al morado violáceo en cuestión de segundos. Los ojos casi se le iban a salir de las cuencas. Se intentaba liberar cogiéndose a los brazos de Fitaola por las muñecas, pero sintió como se le escapaba la fuerza de las manos y comenzó a ceder, al mismo tiempo que sus ojos empezaban a volverse hacia atrás, quedándose prácticamente en blanco. Su atacante estaba disfrutando con aquella venganza. Pero soltó a su presa. Pensó: “Al fin y al cabo, qué iba a hacer con el cadáver”.
Se sonrió sopesando la violencia física desplegada en aquella ocasión y la comparó con sus actuales métodos, sibilinos, calculados, sistemáticos. Sentía satisfacción de sí y de su progresión. Con el oportunismo por bandera, desarrolló su carrera a la sombra de su suegro, Albert Bontventura, dueño de una naviera de Barcelona. Fitaola dirigía la asesoría jurídica, pero el trabajo lo hacían otros. No se casó ni por amor, ni por casualidad. Tampoco estudió catalán y árabe por ninguna de esas dos razones. Todo ello permitió que llevara una vida acomodada. Ganó independencia cuando su partenaire descubrió que el matrimonio era fruto del interés. Entonces, trasladaron su puesto de trabajo a la sede de Madrid para que no molestara. Y se hizo totalmente independiente cuando una arriesgada apuesta suya de negocios, por más de veinte millones de euros, resultó ser una ganga. “Si lo consigues, me retiro y te dejo al frente de la compañía”, le dijo su suegro, carcajeándose. De este modo fue como al viejo le tocó jubilarse. Francis cambió la sede del señorial edificio del centro de la capital a un moderno rascacielos de las Cuatro Torres. Sustituyó el cálido despacho que mandó decorar Albert, en el que la gente se encontraba muy cómoda, por uno sin decoración, gris, donde las personas se sentían tan desnudas como el hormigón de sus paredes.
Fernández, tras aterrizar en Madrid proveniente de Montecarlo, vía aeropuerto de Niza, frenó su furgoneta azul oscuro en doble fila, en el otro lado de la acera del Paseo de La Castellana, donde se encontraba el despacho de Fitaola. No quitó las luces y mantuvo el motor en marcha. No creía que le estuviera siguiendo ningún coche, pero toda precaución era poca. Pasado un momento, inició de nuevo la marcha durante unos metros y aparcó el vehículo en batería. Esperó otro minuto y apagó el motor. Se bajó mirando en todas direcciones y empezó a andar despacio dando la vuelta a uno de los viejos bloques de edificios, conocidos como “Los Tranviarios”. Volvió a salir casi en el mismo sitio donde tenía estacionado el vehículo y se encaminó ya a gran velocidad hacia el túnel del paso de peatones, que le dejaría junto a la base de la Torre Espacio.
Era el único de los cuatro grandes rascacielos que estaba prácticamente vacío. En la última planta del bloque brillaba una luz solitaria e imaginó que sería el despacho de Fitaola.
En lo alto de su propia Torre de Babel, Francis se sentía en la cima del mundo. Para celebrarlo iba a servirse una copa de ese whisky tan caro regalado hacía tiempo por su suegro y que valía únicamente de adorno —un adorno caro, a más de dos mil euros la botella— cuando sonó de nuevo el intercomunicador.
—El señor Fernández está aquí —avisó Rachel.
—Deme un instante y hágale pasar —contestó, dejando la botella y mirando su reloj con sorpresa porque ya hubieran transcurrido veinticinco minutos.
Se apresuró a estirarse un poco la camisa y colocarse la chaqueta. De nuevo en su sillón, revolvió un poco los papeles de encima del escritorio para dar la sensación de que había estado haciendo algo.
—Buenas tardes —el detective entró luciendo una sonrisa como pasaporte.
Francis ni siquiera le respondió y empezó así su teatrillo. Con desgana alargó un poco el brazo y Fernández se apresuró desde la puerta para estrechar la mano, pero justo cuando llegó a la mesa, la palma extendida de Fitaola se giró hacia arriba e hizo un brusco ademán para que entregara lo que traía. El investigador tuvo que cortar en seco su gesto de saludo y cambiarlo por otro de ceder el sobre de color marrón que portaba, intentando simular que era eso lo que pensaba hacer.
—Llega tarde —le espetó—. Me hace perder el tiempo y estoy trabajando en cosas muy importantes.
Fernández observó pisadas en la alfombra, cuyo pelo de camello aún no se encontraba recuperado de la presión ejercida, lógicamente por los pies de Fitaola. El teléfono fijo se hallaba lejos del alcance de la mano sobre la enorme mesa, lo que delataba la ausencia de llamadas. Y el documento del escritorio no se veía ordenado por sus correlativos números, así que había sido extendido precipitadamente por la superficie. La pantalla del portátil en stand by y el lápiz con la punta intacta le acabaron de revelar que no estaba haciendo nada al llegar él.
El detective tomó asiento, a la vez que Fitaola abría el sobre de color marrón. Contenía dos docenas de fotografías. Mientras las visionaba sonreía por dentro, con satisfacción. Suponían mucho. No obstante, miró solo un par de ellas para hacer creer al investigador su desinterés.
Por su parte, Fernández no estaba dispuesto a jugar. Conocía el valor que para Francis tenían aquellas instantáneas. No iba a permitir que en esta ocasión le doblegara. Así que simplemente no prestó atención a sus manejos y se puso a contemplar descaradamente el gris despacho.
—¿Las paredes son de hormigón?
Francis ignoró la pregunta, pero no dejó de sorprenderse. Aunque conocía al detective desde hacía algunos años, parecía increíble que fuera tan efectivo con el aroma a tonto que desprendía. Porque las fotos eran magníficas. Y también resultaba muy ingenioso: quedando como un idiota conseguía que las personas cuando hablaban con él, bajaran la guardia al creerle un estúpido.
Fitaola seguía sus movimientos con el rabillo del ojo a través del reflejo de la botella de whisky, hasta que la henchida mirada del investigador coincidió con la suya. Fernández, señalando las recientes huellas en el cristal, observo:
—Si va a servirse una copa, a mí también me gustaría probarlo.
Francis sabía que había perdido la batalla y no le podía negar el trago. Se lo puso. El trabajo era muy bueno. Se veían nítidamente las caras de los dos amantes.
—¿Cuánto quiere por las fotos?
—Cinco millones.
—¿Te has vuelto loco? —gritó, con la ira dibujada en la mirada.
—Es un precio de amigo teniendo en cuenta la rentabilidad que usted obtendrá.
El impertinente sonido de un fax entrando les dio la oportunidad de serenar los subidos nervios que ambos tenían.
—¿Dólares o euros? —preguntó Francis.
—¿Euros? —titubeó Fernández.
Fitaola asintió con la mirada.
—¿Quiere que haga la llamada? —indagó el investigador.
—No. Me encargaré yo personalmente. Al fin y al cabo esta vez se encuentra envuelta mi familia —comentó Fitaola.
Cuando el detective abandonó la estancia, Francis se levantó a recoger el fax recibido. Constaba de dos hojas. En una, un texto pequeño, al que no hizo ni caso al ver quien lo firmaba. “Bah, es de Mar, mi pareja. Seguro que pide dinero para sus investigaciones. Que se lo de mi suegro”, pensó. Pero sí le llamó la atención la otra página, una especie de carta o poema con una esvástica sellada y la palabra en alemán “Ahnenerbe”. No obstante, lo leería todo más tarde, en el avión, camino de la gala en Barcelona. Guardó el fax en su maletín.
Cogió el sobre con las fotos y lo introdujo en la caja fuerte. Aquellas instantáneas iban a suponer un segundo paso. El primero lo dio tiempo atrás, con aquella arriesgada apuesta de veinte millones de euros que resultó ser una jugada maestra. Esa misma noche se lo reconocían en la Ciudad Condal, con el Premio a la Empresa del Año.