THULE
Al finalizar los cursos como V-Mann, Adolf volvió al cuartel Oberwiesenfeld de Múnich. Sobre su litera le esperaba un paquete del tamaño de un libro. Durante todos los años en el frente, veía con envidia como sus compañeros los recibían, así como abundante correspondencia. Él, nada. Escudriñó el embalaje, pero no encontró remitente. Procedió a abrirlo. Como todo indicaba, contenía un ejemplar. El título: Sobre el Océano, de Piteas. Comenzó a leer la introducción: “Piteas era un explorador griego del siglo IV a.C., que navegó desde Gran Bretaña en dirección norte durante seis días, a un territorio donde en verano nunca se ponía el sol. Era la Isla Thule”.
Notó que una parte del libro se encontraba más ahuecada, sin duda porque habría algún objeto fino. Lo abrió por esa hoja y no daba crédito. Se trataba de un trozo cuadrado de papel de gran calidad, al que le habían arrancado un pedazo. Lucía sellada una esvástica.
Ansioso, le dio la vuelta temblorosamente. Aparecían unas palabras escritas a mano que leyó con avidez:
—Le esperamos el martes a las 12:00 horas en el Hotel Vier Jahreszeiten.
“Hoy es martes”, pensó, y son… miró el reloj de la habitación. Las 11:45. Salió corriendo.
Adolf atravesó a toda velocidad el hall del hotel, el más lujoso de Múnich, hasta que se dio cuenta que a pesar de tanta carrera no sabía exactamente dónde tenía que ir o a quién buscaba. Desconcertado, miró a izquierda y derecha, sin ver a ninguna persona que pudiera llamarle la atención o que le estuviera observando. La recepcionista le sonrió amablemente y él aprovechó la ocasión.
—¿Piteas? —preguntó, sintiéndose ridículo.
La joven consultó sus libros y respondió:
—Lo siento, no hay ningún señor Piteas registrado.
—¿Y von Liebenfels?
—Tampoco.
—Le parecerá raro, señorita, pero ¿y la Isla Thule?
—De momento, las islas no se alojan en los hoteles —contestó insolente—. Lo que hay es una Sociedad Thule. Hoy no tienen reunión, pero alguno de sus miembros están en el club de fumadores.
Adolf salió corriendo sin ninguna dirección y la recepcionista tuvo que gritarle que se encontraban en la segunda planta. Subió por las escaleras, sin esperar el ascensor. Llegó hasta una puerta doble de madera con un título encima. Salón de Fumadores. Jadeaba por las carreras y fue entonces cuando notó el aire cargado. Parecía que por debajo de la entrada saliera humo de puro. Llamó pero no contestaron.
Giró el pomo de la puerta muy despacio y empezó a abrir. El ambiente se hallaba saturado. Oyó murmullos que inmediatamente se silenciaron.
—Adelante. Le estábamos esperando.
—Lo siento. Sé que llego tarde —se justificó, introduciendo todo el cuerpo en la sala.
—No me refiero a eso. Hace mucho tiempo que esperamos a alguien como usted, herr Hitler.
El barón Rudolf Freiherr von Sebottendorf, un gustoso del esoterismo y de lo oculto, se acercó hasta él y le estrechó la mano, presentándose con su rimbombante y largo nombre.
—Llámeme Adolf —correspondió el joven.
—No —le repuso categóricamente—. A partir de hoy, será herr Hitler.
Cuando sus ojos se fueron acostumbrando al humo y a la penumbra del salón, vio emerger de las sombras varias figuras. Algunos de los que luego serían los mayores criminales en serie de la historia, salían de la oscuridad para presentarse al mundo.
—Alfred Rosenberg —destellaron unos inteligentes ojos.
—Rudolf Hess —saludó un condecorado militar, con cuya mirada enseguida confraternizó.
Otros de los allí presentes, no tan peligrosos, pero no menos intrigantes, eran Karl Harrer, Anton Drexler o Gottfried Feder, que le hizo un guiño. Adolf guardaba una pregunta pendiente para él acerca de los fertilizantes, pero no tuvo ocasión de formulársela.
—La Sociedad Thule cuenta con más de mil miembros en los puestos más influyentes de Múnich. Bueno, en los que nos dejan los judíos —comentó el barón—. Pero eso cambiará. Sabemos cómo actuar.
—¿Es cierto que intentaron un golpe de estado contra la República Soviética de Baviera? —preguntó Adolf.
Sebottendorf sonrió orgulloso.
—Así es. No podíamos dejar que el comunismo se saliera con la suya. Algunos de nuestros socios fueron detenidos y ejecutados. Grandes arios patriotas, que cayeron a manos de los bolcheviques —dijo con tono triste.
Durante un instante el personaje quiso parecer apenado, pero dejó rápido la máscara y continuó.
—Nuestras ideas son las suyas, herr Hitler, así que ya imaginará que el nexo de unión del grupo es el interés por la raza. Algunos dicen que nuestro pueblo procede de la India o del Himalaya, pero no es probable. A nosotros nos gusta creer que provenimos de la Atlántida, también llamada Thule, el continente perdido. Los arios no evolucionaron. No descendemos del mono, sino que fuimos puestos allí desde el mismo cielo.
Un personaje de ojos ladinos, cogiéndole por el hombro, le apartó del resto.
—No haga caso de esos rollos del continente perdido y demás bobadas. A esta gente le gusta mucho la parafernalia. Y es necesaria, sí. De hecho es imprescindible, pero no vamos a engañarnos entre nosotros, ¿no le parece? Piteas, en realidad, no llegó a la Atlántida, navegó hasta Escandinavia, donde se encuentra el origen de la raza aria. Eso es todo.
Alargando la mano, se presentó:
—Discúlpeme, soy un maleducado, no me he presentado. Me llamo Dietrich Eckart. Poeta, dramaturgo, periodista, publicista, antirrepublicano y lenguaraz. Y no precisamente en ese orden. Escójalo usted mismo. Espero gustarle, porque pasaremos muchos momentos juntos.
Eckart, de súbito, borró de su gesto la simpatía de la que había hecho gala y mirando fijamente a Hitler, continuó hablando.
—Como le decía, es fundamental que de puertas para afuera sí haya parafernalia. Para lo que tenemos pensando, necesitamos una liturgia. Y como en cualquier religión, también una simbología que identifique a sus miembros. Por supuesto, hace falta un dios al que todos se rindan. Ahí es donde usted…
Von Sebottendorf le interrumpió.
—Dietrich, no abrumes a nuestro invitado. Ya tendrá tiempo de eso. Empecemos poco a poco.
Y poniendo su brazo sobre los hombros de Adolf también le llevó a dar un pequeño paseo por la sala.
—Herr Hitler, quería comentarle un asunto. Hay un pequeño partido político…
Su futuro había llegado.
“El Partido Alemán de los Trabajadores”, se repetía Adolf una y otra vez dentro de su cabeza desde que le hablaran del mismo en Thule. Pero por más que lo hacía, el nombre no le sonaba. Imposible reparar en él. Era uno más de las decenas de partidos y asociaciones fundadas en Múnich en aquella época.
Martilleando el nombre en su interior, llegó a la sala Leiber de la Cervecería Sternecker, donde se celebraría la reunión. Allí no se hallaban más de veinte ó veinticinco personas. Sabía de sobra quién era el conferenciante. Se trataba de Gottfried Feder, así que tomó asiento en los bancos traseros y se dedicó a observar a los asistentes y a los tres de los únicos siete miembros del partido sentados en la mesa principal. Además del disertador, los dos fundadores. Karl Harrer, periodista deportivo, que se había atribuido el pomposo cargo de Presidente del Partido para el Reich. Le conoció en el encuentro con la Sociedad Thule, así como a Anton Drexler, trabajador de los ferrocarriles y Presidente del Partido para Baviera.
No le parecían brillantes ni de lejos, pero menos aún los acólitos allí reunidos. Gente de toda condición, predominando los trabajadores. A ellos, se pretendía apartarlos del marxismo y orientarlos al socialismo y al nacionalismo. Se incluía la eliminación de las clases sociales. Un anzuelo en el que no picaba nadie, vista la escasa afluencia de público.
Adolf empezó a pensar que aquellas doctrinas apenas congregaban a unos pocos bebedores de cerveza, a pesar de que el partido llevaba ya nueve meses en funcionamiento. ¿No se trataba de ideas acertadas? Categóricamente no. Eso no lo podía admitir puesto que eran las mismas que las suyas. Estaba claro lo que fallaba: la publicidad. Simplemente no tenían y lógicamente, nadie les conocía. Ni siquiera anunciaban sus reuniones. Sin duda, para eso se le requería. Él hablaba bien; se consideraba un buen propagandista.
Embebido en sus disquisiciones, transcurrieron las dos horas de conferencia. Los asistentes terminaron encantados y Adolf pudo ver en sus caras una aspiración común. La idea de una Alemania grande y nacional.
Al finalizar el mitin, intentó acercarse a Gottfried Feder para conversar con él. Anton Drexler se interpuso en su camino y no le quedó más remedio que contemplar como aquel se marchaba.
—Herr Hitler, en la próxima reunión esperamos verle ya como miembro del partido.
Cuando aquella noche se acostó en su pequeño cubículo del cuartel, no pudo conciliar el sueño. Echaba migas de pan a los ratoncillos que constantemente merodeaban por allí, para los que aquella simple comida representaba un manjar. Y la aprovechaban.
Todos sus anhelos empezaban a cristalizarse en realidad. Las gastadas esperanzas de ser alguien abandonaban la morada de su imaginación y se incorporaban al presente. Lo que siempre había parecido un incierto futuro, ya estaba aquí. Pero las dudas le taladraban el cerebro. ¿Aprovecharía la oportunidad? ¿Se aferraría a aquel pobre partiducho, escasamente organizado, como los roedores a los curruscos?
Se presentó en la siguiente reunión, a la que solo asistirían los miembros. Como era costumbre entre las asociaciones de Múnich, se concentraron de nuevo en una cervecería, aunque esta vez peor que la anterior. A Adolf se le cayó el alma a los pies cuando presenció aquel encuentro.
Se leyó la correspondencia recibida, que ascendía a tres cartas procedentes de Kiel, Düsseldorf y Berlín. Podía no significar mucho, pero para los miembros del Partido Alemán de los Trabajadores supuso un espaldarazo, una señal de que la importancia de la asociación aumentaba. Se mantuvieron discusiones sobre las respuestas que se darían a las misivas. Y se aprobaron las cuentas por un total de siete marcos y medio. A Hitler le sorprendió que aquellos hombres, defensores de la eliminación de la democracia, curiosamente tuvieran un funcionamiento democrático. Desde luego, no era predicar con el ejemplo.
A Adolf le parecía que el partido no valía para nada. ¿Dónde estaban los estandartes, las banderas, los símbolos, la puesta en escena o la propaganda impresa? Pase que no poseyeran un local, pero ni siquiera tenían un sello de caucho. Le decepcionó lo que vio, pero a su vez pensaba que podría hacerse fácilmente con aquel movimiento de mediocres.
El lenguaraz Dietrich Eckart se convirtió en su mentor, en la sombra de Adolf en los posteriores meses de 1919. Alguna vez se le escuchó decir: “Sigan a Hitler. ¡Bailará! Pero fui yo quien escribió la música. Así que habré influido en la historia más que cualquier alemán”.
Maestro y discípulo hablaban y discutían sin cesar.
—Adolf, ¿qué fue antes, el mesías o la cruz? —inquirió Eckart.
—¿Qué tiene que ver eso con lo que estoy preguntando de los símbolos, los estandartes y la puesta en escena?
—Porque lo fundamental es la palabra. Cristo primero propagó la idea y luego llegó la simbología. Todo eso que dices, vendrá después.
—Yo creía que sería más fácil, que ya estaría todo organizado.
—No. Debes esforzarte y empezar desde abajo. Las charlas de cervecería te harán fuerte como orador. Cuentas con el potencial necesario para acabar siendo uno de los mayores demagogos de la historia. No se aprende a arrastrar a las masas en un día. Demuestra que sabes hacerlo y pondremos a tú disposición todo lo que pidas. No te preocupes, tengo contactos. Predica nuestras ideas y gozarás de los medios. Hay gente dispuesta a invertir en ti, a financiarte. El día dieciséis de octubre darás tu primer discurso —soltó de sopetón.
—¿Ya? —balbuceó—, ¿tan pronto?
—Sí. Estás preparado. Llevas tiempo observando a la gente, a la masa, ¿verdad?
Adolf asintió con la cabeza.
—¿Y a qué conclusión has llegado? ¿Qué desea la masa?
—Odio —respondió Hitler, sin tener que pensar la respuesta.
—Eso es. La masa quiere odio y tú se lo podrás dar, porque lo llevas dentro. Además sabes hablar, así que basta que la dirijas a donde tú quieras y le digas lo que está anhelando escuchar. No es necesario recordarte hacia quién enfocar esa rabia: al judío.
Eckart hizo una pausa y continuó con sus lecciones.
—No olvides lo que te he repetido siempre. La masa no la componen profesores ni intelectuales. Por lo tanto, el mensaje debe ser claro y las exposiciones sencillas. Observa sus reacciones e insiste en aquellos temas en los que los veas entusiasmados. Frases cortas e incisivas, machacando la idea una y otra vez.
Cuando Adolf salía del apartamento, su mentor le dio un último consejo.
—No olvides practicar ante el espejo.
Al volver al cuartel, sentía una ansiedad terrible. Su primer discurso. Le temblaban las manos. No debería estar nervioso porque cualquiera de los cursos que impartía a los soldados, superaba con creces el aforo de los mítines del partido. En los últimos cuatro, acudieron respectivamente, trece, diecisiete, veintitrés y veinticuatro personas.
Como tantos otros días, Adolf dio un paso hacia el lateral hasta ponerse delante del gran espejo que había instalado en su habitación. Le gustaba lo que observaba. Se le habían pasado los nervios y era un hombre seguro de sí mismo. Arrogante. Nada quedaba ya de aquella imagen suya, cuando se vio reflejado en un portal de Viena, totalmente desharrapado, como un mendigo, con la mirada vacía y muerta. Ahora se encontraba en el camino del éxito y con todo un futuro por delante.
Empezó a ensayar gestos. Levantaba el antebrazo derecho, con los dedos índice y corazón rectos. El primero, acusador, y el segundo, pasional, enquistado en el fanatismo. Siguió practicando poses hieráticas, luciendo una mirada inquisitiva, para sus silencios. Y movimientos arrebatadores para las partes in crescendo y el final del discurso.
Se veía preparado, pero no estaba dispuesto a que solo acudieran veinticinco personas a escucharle. Tenía una idea.