EL CONTENIDO DEL SOBRE
Marta paró el motor del descapotable rojo, justo después de pisar con fuerza el acelerador dos veces, haciendo rugir los cuatrocientos treinta caballos que daba de sí. Había disfrutado del coche al máximo por las peligrosas curvas de la carretera de Montecarlo. Extrañamente no le dolía tendón ni músculo alguno, a pesar de la conducción realizada, tan exigente y temeraria. Las penas con dinero se tragan mejor. Bien se estaba aprovechando de la American Express de su hermanita.
Todo el mundo en el aparcamiento del casino la observaba. Objetivo conseguido. “No hace falta que sepas cómo es el presidente de Lopiter Corporation; él te reconocerá”, le dijo Francis. O no, pensó, mirándose en el retrovisor. Buen trabajo de restauración el que habían hecho con ella en Milán. Y eso que apenas se le veía la cara. Un gran pañuelo de fantasía y grotescos de Chanel le envolvía el cabello, cayendo por los lados de la cabeza, cogido con dos horquillas. Se escondía tras unas grandes gafas negras de la misma marca que le tapaban medio rostro. La blusa, blanca encarnada, con un botón de más desabrochado. El collar de perlas abrazando su cuello, sin destacar, sin quitar protagonismo. Hasta ahí se veía mientras permanecía sentada en el vehículo. Un presto aparcacoches le abrió la puerta y se apeó. La falda, negra de tubo sin abertura, elástica. El cinturón rojo y los Jimmy Choo a juego en el mismo color. Sin bolso, con la tarjeta de crédito en la mano, parecía diferente y simplemente espectacular.
Dos personas observaban la escena desde diferentes lugares. Uno, vestido de oscuro, por interés profesional, y otro, personal. Este último la esperaba, el otro acechaba con una Nikon.
Stephan Lopiter, máximo accionista de Lopiter Corporation, llevaba tres días con sus tres noches sin dejar de pensar ni un instante en la violinista. La prodigiosa memoria de la que gozaba le permitía recordar cada instante de su sublime actuación en Ámsterdam. No podía olvidar sus quebradizas muñecas. Daba las gracias mentalmente una y otra vez a Fitaola por concertarle una cita con ella.
Se acercó hasta el objeto de su obsesión por detrás, abordándola.
—Vamos, juguemos a la ruleta.
—¿Ya? —respondió sorprendida Marta. No le había visto llegar.
—¿No tiene usted prisa por vivir? Yo sí. No quiero perder ni un minuto.
Ella asintió.
—Lo imaginaba.
Marta creyó que podría saber lo de sus ganas de acabar con todo en Salzburgo.
—¿Por qué lo dice? —le preguntó a Lopiter.
—Si no fuera así, no tendría usted un coche tan rápido, ¿no cree?
La violinista le miró a los ojos y no apreció maldad en ellos, sino un oasis. Su suegra, la madre superiora del orfanato, su propia hermana e incluso el detective de esta. En los últimos dos días no vio ni una sola mirada como aquella, libre de vileza y limpia. Lo que sí denotaba era el profundo deseo que sentía por ella. Le gustaba eso. Marta pensaba que su hermana se lo había pintado peor para que pudiera llevarse una mejor impresión. El esmoquin a medida le sentaba como un guante; parecía pintado sobre su cuerpo. Su pelo engominado brillaba en azuladas tonalidades.
En las escaleras de acceso al casino, la violinista se quitó el pañuelo que le rodeaba la cabeza y dio dos golpes de melena para ahuecarse el cabello, ante la encantada mirada del presidente de la multinacional.
—Me encantan sus horquillas.
—Tome, se las regalo.
Lopiter abrió mucho los ojos mientras ponía las dos manos en forma de cuenco para recogerlas, como el que recibe el cuerpo de Cristo en la comunión.
Al entrar en el vestíbulo del casino y quitarse las gafas de sol, bulleron los chismorreos de admiración. La violinista se empezaba a acostumbrar. En el centro de belleza de Milán incluso había firmado autógrafos.
Acudieron a la ventanilla de la caja para solicitar fichas.
—Diez mil euros —pidió Marta, entregando la tarjeta de crédito.
—¿En fichas de cien? —preguntó el cajero.
—No, deme una nada más.
—¿Se lo va a jugar todo de una vez? —intervino un alucinado Lopiter.
—¿No decía usted que teníamos prisa por vivir?
En la mesa de la ruleta se situaron frente a frente. Él quería verla mejor. Cuando ella anunció “diez mil al rojo”, el rumor a su alrededor se disparó. Se inclinó para colocar la enorme ficha en el color predicho del tapete de juego. La blusa quedó suspendida y su escote se mostró de forma generosa. El presidente de la multinacional no perdió detalle. Marta se dio cuenta de que la observaba y aguantó la postura más de lo necesario, reintegrándose a la verticalidad muy lentamente. Los ojos se cruzaron y se lo dijeron todo. Cuando el croupier cantó “negro”, a ninguno de los dos le importó.
—Es lógico, su suerte se ha agotado. Me ha conocido a mí —fanfarroneó Stephan desde su posición al otro lado de la mesa.
Semejante petulancia sonaría a eso mismo en cualquier persona, además de por manida; pero la frase acompañada de su sonrisa, imantaba.
—¿No le parece que ya hemos hablado demasiado? Estoy acostumbrada al silencio.
—¿Nos vamos?
Ella asintió.
Al improvisado público de la mesa le faltó poco para ponerse a aplaudir la escena. Después de que la violinista derramara dolor y sufrimiento sobre el escenario, un sentimiento de compasión y aprecio hacia ella embargó el corazón de todos aquellos que habían presenciado las imágenes del concierto. La gente estaba encantada de verla feliz.
El apartamento que Francis Fitaola había preparado para la pareja resultaba sumamente extraño. No tenía recibidor; nada más abrir la puerta se accedía a una primera estancia de más de cincuenta metros cuadrados con el suelo de madera de caoba. Apenas contaba con mobiliario. Una bañera antigua, de bronce, en el centro, un enorme espejo encastrado en la pared y una estantería empotrada. En ella, toallas blancas de hilo egipcio perfectamente dobladas y un equipo musical Yamaha. Dentro un solo CD. El Bolero de Maurice Ravel, la más sensual de las composiciones musicales para orquesta. Interpretada por la Filarmónica de Viena. “La competencia”, pensó Marta mientras pulsaba el botón del play.
A continuación aflojó los grifos para llenar la pileta. Se acercó a un anonadado Lopiter y tiró de un extremo de la pajarita. El nudo se deshizo sin más, por encanto de la deslizante seda. Desmontó el falso cuello de la inmaculada camisa y desabrochó los botones uno a uno, muy lentamente. Cuando ella rozó con las manos sus pectorales al quitarle la prenda, él dio un sonoro respingo de placer. Era la antesala de todo lo que esperaba a un amante de los momentos especiales. Acabó de desnudarle y le metió en la bañera. Sumergido ya en el agua, también fue un disfrute escuchar con los ojos cerrados el sonido del viejo grifo cerrándose y la última gota cayendo de él.
Marta comenzó a mover el agua con las manos, haciendo pequeños remolinos.
—¿No le gustaría navegar; cruzar el Atlántico? —preguntó Stephan.
—¿Escapar lejos de todo?
—Sí, muy lejos de todo.
—Me encantaría —respondió ella.
—Marta, eres bellamente decadente, como Lisboa o La Habana —fue la primera vez que la tuteó.
—¿Me llevarás a verlas?
El asintió.
Le acarició el pene y los testículos lentamente, en pizzicato. Cuando su miembro estuvo erecto empezó a masturbarle despacio. Piano, piano, como si mimara su violín. Lopiter no podía apartar la mirada de sus muñecas, tan quebradizas y a la vez enérgicas. En ellas, en su cadencia, en su ritmo, encontraba la perfección que siempre había buscado. El agua salpicó la blusa en la zona del pecho y comenzó a transparentarse. Ella seguía tocándole, en glissando, ascendiendo y descendiendo. Cuando la visión del sujetador de encaje se hizo absolutamente patente a través de la tela, él no aguantó más y se dejó ir.
—Tengo que darte las gracias —le dijo Marta.
Él la miró con cara de interrogación.
—Fuiste la primera persona que se levantó a aplaudir la otra noche en el concierto. No lo olvidaré.
—Si alguien tiene que estar agradecido, soy yo. Me proporcionaste el momento más sublime de toda mi existencia.
Se incorporó en la bañera y la besó en los labios, despacio primero y con fuerza después. Ella le secó y exploraron la siguiente estancia del extraño apartamento, de mayor tamaño. No contaba ni siquiera con un perchero o una silla, así que dejaron la ropa tirada en el suelo. En lo que sí coincidía con la anterior habitación era en el gran espejo. Enfrente de él la cama, junto a la terraza, desde la que se dominaba el puerto deportivo de Montecarlo. La sala tenía poco que descubrir y directamente se tumbaron. Jugaron. Se besaron. Se amaron. Se abrazaron.
—Marta, creo que me he enamorado de ti.
Ella también lo estaba de él, pero no se lo podía decir. No quería complicar las cosas. Había cumplido con la primera parte del trato y ahora debía acabar con su vida cuándo y dónde le indicara su hermana gemela. Sonaba a imposible. Su consuelo es que la pequeña Carmen tendría el futuro asegurado. Esta vez no sería egoísta, no miraría únicamente por sí misma.
Cansada, se quedó dormida.
* * *
Marcel había escuchado toda la historia a través del móvil sin ni siquiera hacer el más leve ruido.
—Entonces, Francis, ¿el sobre que guardas en tu caja fuerte contiene las fotografías del encuentro sexual de la violinista más famosa del momento y el presidente de una de las más importantes multinacionales químicas?
—Eso es —respondió Fitaola con satisfacción.
—¿Estaba Fernández al otro lado de los espejos?
—Sí, con su Nikon. Detrás de ellos había un pequeño pasillo que le permitía desplazarse de una sala a otra. Así es como les ha sacado las instantáneas.
—Ya comprendo. Y ahora piensas chantajear al presidente de Lopiter Corporation para hacerte con la compañía, ¿verdad?
Fitaola se mantuvo en silencio.
—Entiendo que no quieras responder porque es realmente asqueroso. Suicidios, chantajes…
—Puede que lo parezca, pero es necesario. Lo entenderás al final. Ahora he de dejarte, vamos a aterrizar en Madrid en cinco minutos.
—Pues seguimos hablando en un momento porque te estoy esperando en el aeropuerto —Marcel bajó la voz a la categoría de susurro antes de proseguir—. Tengo un plan para entrar en el monasterio de El Escorial esta misma noche.
—¿Esta misma noche? ¡Estás loco! —pero le picaba la curiosidad—. Cuéntamelo.
—No querrás que lo haga por teléfono, ¿no?
—¿Sabes Marcel…? En el fondo me gustabas.
Pero Fitaola no le había relatado a Marcel la historia completa del encuentro entre Marta y Lopiter.
* * *
Marta se despertó sobresaltada, incorporándose, con el cuello y la frente empapadas en sudor. Stephan la abrazó rápidamente, acariciándole la cabeza.
—Chss, tranquila. Estoy aquí, a tu lado.
—He tenido una pesadilla. Mi hija gritaba “¡Mi mamá está muerta, mi mamá está muerta!” y a continuación me empujaba a un vacío negro, donde nunca dejaba de caer. Ha sido horrible.
—Tranquila, ya pasó. No sabía que tuvieras una hija.
—Sí —no quería hablar de ello y cambió de tema—. ¿No estabas dormido?
—No, apenas descanso más de un par de horas al día. Me he acostumbrado. Durante años trabajé hasta quince horas diarias. Mi padre me inculcó una férrea disciplina germana. Demasiado dura. Desde muy pequeño, cuando no me portaba bien, me encerraba en el sótano, totalmente a oscuras. Aquello era cruel, pero me quedé con lo positivo. Aprendí a disfrutar mucho más de las pequeñas cosas. De todas formas, siempre vivimos encerrados en la mansión familiar, con un montón de guardaespaldas, primero en Texas y luego en Lindau, cuando nos volvimos a Alemania. No quedaba otra distracción que el trabajo.
—Pensaba que tu padre era americano.
—De nacionalidad sí, pero de origen, alemán. Casi al final de la Segunda Guerra Mundial fue capturado por los rusos, aunque consiguió escapar. No sé cómo. Nunca me dio detalles. Logró llegar al bando americano y como científico tuvo la oportunidad de acogerse a la Operación Paperclip.
—Pero esa operación estaba destinada a recuperar investigadores, expertos y especialistas en ciencias que hubieran participado en la barbarie nazi, ¿no? Les concedían la nacionalidad estadounidense y perdonaban sus crímenes de guerra y atrocidades a cambio de que trabajaran para el gobierno.
—Mi padre siempre me contó que el abuelo Herbert colaboró con Hitler, pero él no. Le creí. ¿Por qué no iba a hacerlo? Se esforzó mucho en los Estados Unidos y a base de patentes multiplicó su herencia y creó un emporio químico multinacional. Luego, lo único que le interesó era el Premio Nobel y se empeñó en que yo lo consiguiera con trabajo y tesón. Sabía que a él nunca se lo darían por su pasado. Yo le creí durante cuarenta y tres años, hasta el día en que murió. En varias ocasiones, viviendo mi madre, le oí decir “vendrán por mí”. Pero nunca lo relacioné. Fui un ingenuo.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Stephan. Marta la recogió con un dedo llevándosela a los labios. A pesar del dolor de los recuerdos, aquel gesto le encantó.
—¿Qué pasó cuando murió tu padre? ¿Se llamaba Angus, verdad?
—Sí, Angus Lopiter. Fue hace dos años. Resultó extraño. La cabeza le funcionaba de manera prodigiosa a sus noventa y tres años. Estuvo trabajando hasta un par de días antes. Gozaba de buena salud y en solo cuarenta y ocho horas murió.
—¿No investigaron? ¿Qué descubrieron en la autopsia? Quizás le envenenaron.
—Por su edad, no se la hicieron y no investigaron por expreso deseo mío, no se lo merecía. Pero lo más seguro es que le mataran.
Marta le echó una mirada de recriminación por sus palabras, pero Lopiter le hizo una señal de paciencia con ambas manos.
—En su agonía, me contó que sí había trabajado para los nazis, tomando el relevo de su padre. En 1944 descubrió para Hitler unos fertilizantes especiales, pero fueron desechados.
—¿Fertilizantes?
—Sí. Según parece eran tan buenos que podrían fertilizar cualquier superficie casi sin agua. Sería posible acabar con el hambre en el mundo. Lo malo es que las fórmulas las encerraron los nazis en cajas de seguridad de un banco suizo.
Stephan vio la cara de sorpresa de Marta, que quería hablar, pero no encontraba las palabras.
—Me quieres preguntar por qué no he ido a buscarlos, ¿verdad? Lo hice. Me puse en contacto con la Asociación de Banqueros Suizos, pero no quisieron saber nada del tema. Dijeron que iba en contra del secreto bancario. Por más que lo pedí, no les dio la gana ayudarme. Amenacé con retirar mi dinero de sus cuentas y ni por esas.
—¿Y por qué tu padre no te lo dijo hasta ese momento? Es increíble.
—No era buena persona. Eso no es todo.
—¿Ocultaba algo más?
Lopiter dudaba si contárselo o no, pero llevaba mucho tiempo callado y necesitaba desahogarse.
—Ya entre susurros, antes de expirar su último aliento, mi padre soltó una enigmática frase: “sigue tú con la resurrección”. No sabía a qué se refería, pensaba que a él mismo, pero no, no se trataba de eso. Tenía un gran laboratorio de genética, materia en la que era un reputado experto. Dentro había una sala independiente a la que se accedía a través de una puerta acorazada protegida con un sistema de clave. Sus ayudantes me dijeron que nunca permitió entrar a nadie. Yo ni siquiera conocía su existencia. Después de muchas pruebas fallidas, tuve una corazonada y di con la palabra llave: “Resurrección”. Entonces se abrió. Allí estaba llevando a cabo el experimento más atroz que te imagines.
Hizo una larga pausa mientras Marta le acariciaba.
—Cuando salí cambié la clave, por si sus colaboradores me habían mentido. Dentro quedaron sus notas, documentos, ensayos y muestras. Cada día pienso en volver con un bidón de gasolina y prenderle fuego a todo. A partir de ahí perdí la fe en la ciencia y dejé de trabajar. Me dediqué a disfrutar de la vida.
Se quedó callado, cerrando los ojos. Marta ardía en deseos por saber de qué se trataba.
—¿En qué consistía el experimento?
—Era la fantasía de un psicópata —aseveró Stephan Lopiter—. El Proyecto Resurrección.
* * *
La última explosión sonó muy cerca, tanto que tembló lo poco que quedaba del edificio. En los últimos dos días, tras el avance del ejército ruso hasta el centro de Berlín, habían descendido del ático, donde se encontraba su laboratorio, a la planta baja. Cuando las detonaciones empezaron a sonar en las calles adyacentes, cambiaron al sótano y desde la noche anterior se hallaban escondidos entre los cimientos.
Solo quedaban cuatro científicos. La mayoría del equipo murió cuando el bloque de al lado fue alcanzado por un obús, derrumbándose sobre el pequeño inmueble en el que trabajaban, el Instituto Kaiser-Wilhem de Antropología, Herencia Humana y Eugenesia.
—Ya están cerca —sonó temblorosa la voz de Markus Keller.
Angus Lopiter se acercó hasta la única grieta que se abría en la pared. Sacó el brazo con un trozo de espejo recogido del suelo, para poder ver la posición de los soldados soviéticos, situados a la derecha del edificio. Enseguida, una ráfaga de disparos le obligó a esconderse de nuevo. Volvió hasta la posición de Markus.
—Tengo un plan para salir de aquí —le confesó en voz baja a Keller—. Escucha lo que voy a decir y sígueme la corriente.
Empezó a arrastrarse hasta los otros dos científicos, más jóvenes. En su camino tropezó con una tabla con agarres de cuero para manos y pies. No le extrañó ni lo más mínimo ver que uno de esos arnés sujetaba un brazo consumido, esquelético. Había muchos más en ese sótano. Cuando llegó hasta los chicos, estaban temblando.
—Muchachos, o salimos ahora o nos rodearán y moriremos. Tengo una idea para huir de aquí. Oídme atentamente. Quedan unos minutos para que anochezca. Entonces, vosotros saldréis hacia la derecha. Keller y yo a la izquierda, donde se encuentran los soldados, para distraerles. Corred todo lo que podáis. El humo de los incendios os ayudará a no ser vistos. Buena suerte.
En cuanto fue de noche, los cuatro se situaron en la embocadura de la grieta. A una señal, todos salieron corriendo, cada pareja en la dirección indicada. Angus y Markus no se volvieron a mirar mientras escuchaban cómo el sonido de las metralletas rusas hacía bailar macabramente los cuerpos de los dos jóvenes.
Apenas pudieron avanzar cien metros escasos cuando el silbido de los lanzagranadas provocó que instintivamente se echaran a tierra. Se arrastraron hasta un montón de cascotes, buscando su protección. Curiosamente, entre el estruendo de la artillería, los dos científicos iban apretando las mandíbulas e intentando no desplazar ni una piedra de su sitio para no hacer ruido. En un instante de silencio oyeron voces alemanas, pero no podían precisar si la patrulla estaba cerca o lejos. No se arriesgaron a salir. Cuando todo quedó más calmado, Keller cogió del hombro a Lopiter.
—Esos pobres chicos…
—¿Qué, esos pobres chicos, qué? —gritó Angus—. No nos habría dado tiempo a escapar. No es momento de sentimentalismos. No pienses que me va a remorder la conciencia. Eran ellos o nosotros. Intentemos llegar a la calle Unter den Linden y desde ahí a la Puerta de Brandenburgo. Seguro que allí encontraremos soldados alemanes. No estaremos a más de quinientos metros.
Avanzaron en cuclillas. Si oían ráfagas de metralletas o disparos sueltos, seguían a rastras. La ropa se les iba haciendo jirones. La boca seca, tras dos días sin beber nada. Tenían que atravesar montañas de ruinas y los guijarros y ladrillos les raspaban el pecho. Las manos desolladas de asirse al suelo. Pasaron al lado de algún incendio y podían sentir las llamas del mismísimo infierno intentando atraparles. Cuando miraron atrás, con el resplandor de los edificios ardiendo, pudieron ver que apenas habían atravesado un cruce. Unos cincuenta metros. La huida prometía ser larga.
Dos horas después llegaron a la esquina de una amplia avenida. Desorientados, todas las calles les parecían iguales. Berlín estaba reducido a escombros en un noventa por ciento. Entre el humo pudieron reconocer la intacta fachada del Hotel Adlon, a un hectómetro y supieron que se encontraban en Unter den Linden. Un poco más allá, se hallaba la Puerta de Brandenburgo, pero no conseguían verla con la humareda.
—¿La habrán volado?
—No creo. No estaría tan entero el hotel.
Keller, al grito de “vamos” iba a salir corriendo, pero Lopiter le agarró y tiró de él hacia el suelo.
—Quieto. A la izquierda están los rusos. No avanzaríamos ni un metro sin que nos hicieran saltar por los aires.
—¿Qué hacemos, Angus? —sollozó Markus.
—Daremos un rodeo y saldremos a la Puerta por la parte de atrás, pasando por el Reichstag —dijo tras analizar un momento la situación—. Seguro que el Parlamento todavía permanece en nuestras manos.
Volvieron sobre sus pasos. Al salir de nuevo a la calle paralela, escucharon el silbido de un obús. Solo les dio tiempo a eso. La onda expansiva alcanzó a Lopiter, que marchaba delante en cuclillas. Fue de refilón, pero en su cuerpo se incrustaron decenas de pequeñas esquirlas de piedra y de metal. Cayeron los dos al suelo.
—¡Angus! —gritó Keller, mientras empezaba a palparle. Ambos tenían conocimientos de medicina, entre otras disciplinas.
—Déjame, Markus. Abandóname a mi suerte. No me importa que los rusos me cojan. Huye tú.
—No tienes ninguna herida grave. Son todas pequeñas, pero diría que hay cientos.
—¡Vete! Ya estoy harto de vagar como una rata en un laberinto. Que me hagan prisionero los soviéticos.
—No te dejaré. Tú no me dejarías a mí.
“Por supuesto que sí”, pensó Lopiter para sus adentros.
Conversaciones en ruso sonando cercanas provocaron que los científicos interrumpieran la suya.
—Tenemos que marcharnos —dijo Markus, mientras intentaba levantar a Angus.
El dolor de las decenas de heridas sangrantes apenas le permitía mantenerse en pie, pero el instinto de supervivencia tiró de él junto con la obstinación de su compañero de fuga en arrastrarle. Recorrían centímetro a centímetro con un esfuerzo inhumano, sacando fuerzas de ningún sitio, pues llevaban más de dos días sin comer. Consiguieron avanzar algo más de un centenar de metros en dirección al Reichstag. Cuando lo divisaron, Lopiter cayó rendido. Estaba ardiendo. La infección de las laceraciones le provocó una fiebre de caballo. Markus le agazapó en una especie de nicho que formaban varios restos de metales doblados y se echó encima para darle calor. Exhausto, se durmió sobre él.
Se despertaron avanzada la mañana con un panorama muy tranquilo. La artillería rusa ya no disparaba obuses por miedo de alcanzar a sus propios soldados. Se desperezaron estirándose sobre el suelo y salieron del pequeño agujero en el que apenas cabían. Lopiter se encontraba mejor, aunque seguía muy débil. Ninguno de los dos podía articular palabra. Tenían la boca seca, pegada y la garganta resquebrajada. Por la claridad daban por cierto que era de día, pero el humo que cubría el cielo, la ceniza y las pavesas no permitían asegurarlo. Pero sí podían precisar la brutal devastación a la que había sido sometida la ciudad. El edificio del Parlamento parecía ser el único que se hallaba completamente en pie. Empezaron a arrastrarse en dirección a él. Una vez allí encontrarían, con toda seguridad, algún regimiento alemán que les proporcionara agua y un poco de comida. Luego continuarían por el Tiergarten hacia la salida de Berlín.
Al llegar a las inmediaciones de su objetivo, oyeron un gran número de disparos. Permanecieron escondidos entre los escombros. Fácil mimetizarse con ellos, pues su piel y los escasos jirones de la ropa eran ya a esas alturas, del mismo color que la destrucción que cubría todo. Después de un rato, cesó el tiroteo. Un momento más tarde, Markus dio unos toques en el hombro de Lopiter, llamando su atención. Este desenterró su cara de las cenizas del suelo para ver cómo un soldado soviético ondeaba la bandera comunista en la azotea del Reichstag. El 176º Regimiento de la 150º División de Tiradores del III Ejército de Asalto del Frente Central, al mando del mariscal Zhukov, se había hecho con el Parlamento. Todo había acabado. Hubieran querido llorar, pero no les salían las lágrimas. Corría el treinta de abril de 1945.
Escaparon hacia atrás, sobre sus pasos y luego en alocada carrera a la nada, desorientados, giraron a la derecha. Todas las calles parecían iguales. Pero tenían que huir. En los días previos, se oía hablar de la brutalidad de los rusos, con la venganza en los ojos y el odio acumulado por la invasión alemana de su país. De las mujeres violadas. Daba lo mismo ancianas o niñas. De los hombres pasados a cuchillo. De los fusilamientos sin motivo a la población civil. Markus tiraba de Lopiter y consiguieron alcanzar una buena velocidad para ser dos cadáveres andantes. Tomaron Wilhelmstrasse y pasaron por delante de la Puerta de Brandenburgo, a su diestra, sin ni siquiera verla. Extrañamente, nadie les salía al paso. Un par de explosiones lejanas les hizo tirarse al suelo detrás de un montón de escombros. Junto a ellos, un charco de agua negra. Al principio solo se enjuagaron la boca y la escupieron, pero el frescor del líquido se impuso al extraño sabor y acabaron bebiéndola a grandes sorbos hasta que saciaron su sed. Entonces se dirigieron la palabra por primera vez.
—Creo que estamos cerca de la Cancillería del Reich. Iremos allí —señaló Keller.
—¡Maldito Hitler! No podía rendirse sin más. Tenía que destruirnos a todos con él.
—No quería que ocurriera como en la Gran Guerra, cuando los políticos rindieron al ejército estando aún operativo. Dijo que no capitularía mientras quedara un hombre en pie o un cartucho.
—Seguro que él se encuentra en su refugio de las montañas bávaras, mientras nosotros ardemos en este infierno.
—He oído que permanece en Berlín, en el búnker de la Cancillería. ¿Tú le conociste, no?
—Sí —contestó Angus—. Le encargó un proyecto a mi padre, Herbert, en los años veinte y posteriormente empecé yo a trabajar en él. Durante algún tiempo tuve vía directa con el Führer, que se interesaba en gran manera por los progresos.
—¿De qué se trataba?
—Es alto secreto. No te lo puedo decir.
Markus se echó a reír.
—Por Dios, míranos. Si quieres hablamos de las flores del campo.
—Está bien, te lo contaré, aunque luego tendré que matarte.
Keller se echó a reír de nuevo, pero miró a los ojos de Lopiter y se dio cuenta de que no bromeaba.
—Cuéntamelo y luego mátame. Total…
—Se trataba de abonos especiales. Tardamos más de veinte años en ponerlos en marcha. Íbamos de fracaso en fracaso. Hace unos pocos meses dimos con el componente esencial y conseguimos desarrollarlos. Fertilizaban cualquier superficie con base arenosa, hasta las piedras. Y sin apenas agua. La clave la encontramos en Auschwitz.
La sorpresa no cabía en la cara del oyente.
—¿En el campo de concentración?
—Así es. El componente fundamental procedía de los judíos. Era el polvo de sus huesos. Irónico, ¿verdad? Aquello produjo auténtico asco al gobierno nazi y decidieron dejar aparcado el proyecto. Un día apareció un pelotón de las SS con el mismísimo Himmler al frente y se lo llevaron todo. Las fórmulas, mis diarios de trabajo, una tonelada de polvo de hueso, una muestra ya compuesta…
—Pero, pero ese descubrimiento acabaría con el hambre del mundo. El Premio Nobel se quedaría corto para algo así.
Lopiter puso cara de circunstancias, para a continuación centrarse en lo que le interesaba.
—Y haría multimillonario a quien lo comercializara.
—Tu padre ya es rico.
—Nunca es suficiente.
—¿Y sabes dónde están las fórmulas?
—En una caja de seguridad de un banco suizo, pero ni siquiera sé en cuál…
Otra explosión, esta vez más cercana, les situó de nuevo en alerta tras la pequeña pausa. Siguieron su camino hacia la Cancillería.
Mientras, a esas horas, las tres de la tarde, en el búnker de Hitler, una cápsula de cianuro era mordida a la vez que sonaba el disparo seco de una Whalter.
Cuando los dos científicos llegaron a la zona que albergaba el centro de poder del III Reich, parecía desierta. Una gran quietud lo presidía todo. La Cancillería, una rectangular construcción gris de grandes proporciones, obra del arquitecto Albert Speer, el favorito de Hitler, estaba bastante intacta para los bombardeos sufridos. Los quicios de las ventanas aparecían tapados con maderas. Cruzaron por delante del edificio, lanzándose miradas de perplejidad, evitando hacer cualquier ruido. Giraron hacia la parte de atrás, siempre en cuclillas y parapetándose en los montones de cascotes y cráteres. Llegaron hasta el jardín. Se apostaron en una grieta del suelo. Vieron entonces una gran estructura de hormigón armado.
—Es la salida de emergencia del búnker de Hitler —comentó Lopiter.
En ese preciso instante, la puerta se abrió y un extraño cortejo salió a la luz. Primero, una pareja de oficiales de las SS que transportaban una alfombra gris. De ella asomaban dos piernas. A continuación, otro oficial de las SS llevaba en brazos el cuerpo de una mujer rubia. Detrás, un grupo de seis personas, entre ellos un conocido gerifalte nazi. Lopiter y Keller se miraron atónitos.
—Es Goebbels —dijeron al unísono, sin hablar, únicamente moviendo los labios.
Los soldados depositaron los cadáveres en una zanja rociándolos con abundante gasolina.
Un fuerte silbido rasgó el aire y una gran explosión hizo temblar el suelo. La fúnebre comitiva corrió buscando la seguridad de la entrada al refugio. Desde ahí lanzaron un trapo en llamas sobre los cuerpos, que empezaron a arder. Realizaron el saludo hitleriano, brazo en alto y cerraron la puerta. Enseguida un olor a carne quemada invadió el ambiente.
Los dos científicos seguían sin dar crédito a lo que ocurría. No sabían qué hacer. Dejaron transcurrir un buen rato, en el que cayeron otros dos obuses, antes de salir del cráter en el que se encontraban. Se acercaron hasta la entrada del búnker. Allí el olor era más fuerte, casi insoportable. Ninguno se atrevía a llamar a la puerta por si hubieran visto algo que no tenían que presenciar. Rodearon los cadáveres evitando la columna de humo que desprendían. Estaban irreconocibles. Angus Lopiter advirtió algo en el suelo, al lado de los cuerpos y se agachó a recogerlo. Una foto. El rostro impreso en ella le resultaba familiar. Dio la vuelta al retrato y se quedó horrorizado. Leyó con voz titubeante lo que rezaba escrito al dorso.
—Klara. Klara Hitler.
—¡Es el Führer! —exclamó Keller.