PRIMERA PIEDRA
Juan Bautista de Toledo hojeó de nuevo el ejemplar de Medidas del Romano. Siempre lo hacía antes de tomar cualquier decisión. La mayor parte de las veces no para asuntos relacionados con sus proyectos, sino más bien cotidianos. No obstante, el tema que ocupaba sus pensamientos día y noche desde que tuvo conocimiento del mismo no era, ni mucho menos, ordinario o habitual.
Conocía la mayor parte del texto casi de memoria; cada hoja, cada grabado y eso le permitía pasar las páginas sin tener que reparar demasiado en ellas, en su belleza. Así podía meditar tranquilamente. En esta ocasión, sin embargo, la necesidad de hojear aquel tratado venía dada por el encargo de Felipe II. La extraña petición del rey le traía por la calle de la amargura.
El autor del libro, Diego de Sagredo, no era un reformista en el sentido amplio de la palabra, pero sí disponía de una visión que sobrepasaba lo medieval. El renacimiento ya se había instalado en Europa, especialmente en Italia, desde hacía más de medio siglo, pero no así en España, donde se seguía recargando el estilo arquitectónico, habiendo pasado del gótico al plateresco. El renacimiento suponía retornar a la antigüedad, al clasicismo grecorromano.
El monasterio prácticamente sería el único edificio puramente renacentista en España hasta ese momento. De acuerdo con las ideas de Su Majestad, ya no se hacía necesario ornamentar las construcciones para agradar a Dios. Frente al recargado plateresco, se mostraba la desnudez de la piedra renacentista. Había que volver la vista a Europa y acoger el nuevo estilo. Y todo eso ya estaba preconizado en la obra de Sagredo.
El ejemplar de Medidas del Romano que tenía delante, era la primera edición de la versión portuguesa, publicada en Lisboa el diez de junio de 1541. Fue adquirido en su día para la colección de Felipe II, que se lo prestó, puesto que la biblioteca particular de Juan Bautista continuaba en la casa de Nápoles, junto a su mujer y sus hijas.
En cuestión de un par de meses tendría a su familia junto a él. Lo deseaba fervorosamente, porque así no se sentiría tan solo. Era un hombre sin miedo a la soledad, pero desde que llegó a Madrid apenas había mantenido relación con nadie y las personas que lo rodeaban parecían buscar sus tropiezos, más que otra cosa. Su nombramiento no sentó bien a los demás arquitectos de la corte, Alonso de Covarrubias, Luis de Vega y Gaspar de Vega. Tuvo roces con los tres y en especial con este último, el más joven de todos ellos, que incluso se atrevió a realizar unos planos del monasterio.
Tampoco el trato con los monjes que finalmente se ocuparían de El Escorial, los jerónimos, resultaba de su agrado. Tanto el prior, fray Juan de Huete, como el vicario, fray Juan de Colmenar eran personas prácticas, directas, sin ambages y sin templanzas a la hora de comunicarse con él. Tenían conocimientos para edificar un convento, pero se entrometían en su trabajo sin cesar, intentando todo el tiempo demostrar ante el rey que sabían más que él sobre la materia. Desde que se inició la cimentación del monasterio, en abril de 1562, hacía ya un año que convertían la labor de Juan Bautista casi en imposible. Solo se entendía con fray Juan de San Jerónimo, más refinado y culto que los anteriores, pero desgraciadamente sin capacidad de mando en la construcción del monumento. No obstante, tanta era la confianza entre ambos, que el fraile se convirtió en su confesor, recomendado por el mismo Felipe II.
Un año y medio antes, se eligió el emplazamiento del monasterio en el lugar llamado la Fuente de Blasco Sancho, junto a una pequeña aldea, El Escorial. Se reunió un variopinto grupo de hombres sabios, filósofos, arquitectos y experimentados canteros para examinar la explanada y la sanidad del sitio, así como la abundancia de aguas y aires, de acuerdo con los cánones de Vitruvio.
Ya se había decidido el nombre con el que el monumento sería denominado: Monasterio de San Lorenzo el Real del Escorial.
Juan Bautista bajó la mirada y sus pensamientos se reencontraron con el libro Medidas del Romano. La obra trataba en parte sobre la aplicación de los estilos dórico, jónico, corintio, toscano y ático a capiteles, columnas, basas… No le interesaba en este caso tanto el tratado por su carácter arquitectónico, sino por la inspiración que le podía trasmitir. Y no solo inspiración, sino algo más necesitaría para hablar con el rey del tema que apenas le dejaba dormir desde que el propio Felipe II se lo comunicó. Bien es verdad que normalmente dormía poco, volcado como solía estar en su trabajo, pero la responsabilidad que recaía sobre sus hombros con aquel asunto no se la deseaba ni a sus peores enemigos. Y desde luego tenía enemigos y trabajo a partes iguales desde que aceptó el lustroso cargo de arquitecto real.
Había una pregunta que no dejaba de hacerse. ¿Por qué el rey querría guardar su sangre? O se trataba de un loco o de un visionario. ¿Creería en algún tipo de reencarnación? No, eso era propio de otras religiones, pero no del cristianismo. ¿Pensaba que algún día lo canonizarían y su sangre se convertiría en una reliquia? ¿Esperaba Felipe II que pudieran regenerar su cuerpo en otros tiempos venideros, con los avances de la medicina y la ciencia? Le gustaría cuestionárselo abiertamente, pero de sobra sabía que no reuniría el valor suficiente. Cuando le dijo al monarca que su idea parecía una locura, estuvo a punto de saltar sobre él. Además suponía su único valedor en aquella corte de pirañas. Suficiente que le aguantaba su habitual mal humor.
Aun sin querer meterse en las razones del monarca, que podían ser ética y moralmente discutibles, lo raro es que le había encomendado el asunto solo a él. No quiso que nadie más se enterara, ni siquiera los frailes que iban a custodiar el monasterio. Entonces, si solo lo sabía él, el secreto se perdería cuando muriera y difícilmente alguien podría encontrar la sangre.
Disquisiciones aparte, lo que realmente le interesaba a Juan Bautista era el grave problema de dónde esconderla. A veces pensaba que lo mejor sería que la sangre permaneciera en algún sitio en el que nunca nadie la encontrara. Después de darle muchas vueltas, la idea del arquitecto fue guardarla dentro de la primera piedra que se colocara en el monumento. Hacer un hueco en ella y meter ahí la ampolla que contendría la sangre.
Corría el dieciocho de abril de 1563 y la puesta de la primera piedra se había previsto para cinco días más tarde. Mandó recado al rey a través de uno de sus discípulos, diciéndole que todo estaba ya listo y que podía enviarle “lo suyo” antes del día veintitrés. No quiso dar más señas por si el mensaje fuera interceptado, pero don Felipe lo comprendería. Y lo entendió a la perfección. Asoció inmediatamente que le pidiera la sangre con la colocación de la primera piedra y extrañamente le pareció una idea excelente. Al recibir el aviso, mandó llamar a su médico, el belga Vesalio, para que le sangrara y extrajera cinco mililitros de sangre. Ordenó guardarla en una ampolla que recibió Juan Bautista de Toledo unas horas después.
En la fecha señalada acudió el arquitecto a las obras del monasterio. Junto a los frailes jerónimos que ayudaban en la construcción de la obra, se llamó también a todos los canteros, aparejadores y oficiales que allí trabajaban. No asistió ni el rey ni ningún destacado personaje de la corte.
Juan Bautista decidió que la primera piedra habría de colocarse en la pared sur del edificio, en la mitad de la fachada, entre las actuales Torre de la Botica y la del Prior. Hizo personalmente unas inscripciones en el sillar, de gran tamaño. En la parte de arriba se leía “DEUS O.M. OPERI ASPICIAT”. En uno de los lados decía “FILIPUS II. HISPANIARUM REX, A FUDAMENTIS EREXIT. M.D.LXIII.”, y en el otro: “IOAN. BAPTISTA ARCHITECTUS. IX. KAL. MAII.”
Delante de la zanja de los cimientos los religiosos celebraron una sencilla ceremonia y todos los presentes rezaron unas oraciones. El arquitecto se había mostrado extremadamente nervioso y angustiado desde su llegada. Todos los presentes lo atribuyeron a la emoción de tan importante momento, pero no podían adivinar que la verdadera razón de su desasosiego se escondía en su mano, apretada con fuerza sobre un pequeño frasco. Al acercarse el instante de colocar el bloque de granito, la tensión se convirtió en temblor y los temblores en calambres.
Desde mayo de 1561, Felipe II tomó la decisión de fijar en la Villa de Madrid la que hasta entonces había sido corte itinerante. En los meses anteriores, se aceleró el proceso de reformas de la residencia real, el Alcázar, para dejarlo al gusto del propio rey y de la reina, Isabel de Valois.
A partir de 1562 se inició la construcción de la Torre Dorada II, llamada así por el bruñido color de sus bolardos y balcones. Estaba orientada hacia el Monasterio de San Lorenzo el Real del Escorial y se decía que en los días claros, el monarca podía ver las obras con un catalejo. Una vez acabada, esta torre cumplió las funciones de la anterior Torre Dorada, despacho y biblioteca de don Felipe.
En esa primera torre se instaló el estudio de arquitectura de Juan Bautista de Toledo, que fue reafirmado en su cargo como arquitecto real vitalicio por cédula de doce de agosto de 1561. Completaban el equipo sus ayudantes, Juan de Valencia y Juan de Herrera, además de su discípulo viejo, Gerónimo Gilli.
Al día siguiente de la ceremonia de colocación, el rey entró como una exhalación en el estudio de Juan Bautista de Toledo, como un rayo y disparó una pregunta que sonó igual que un trueno. Ni siquiera reparó en que uno de sus auxiliares se encontraba allí.
—¿Lo introdujisteis en la primera piedra?
El arquitecto hizo un ademán levantando las cejas, señalando en dirección al discípulo. Felipe II se dio cuenta entonces de su presencia y el asistente de que sobraba. No hubo que decirle nada para que abandonara la estancia. El monarca repitió su pregunta.
—¿Lo introdujisteis en la primera piedra del monasterio?
—No.
—¡Lo sabía! ¿He de recordaros que en nuestro contrato pone que sois mi siervo? Y que por lo tanto, debéis obedecerme en…
—No continúe Su Majestad. Sé perfectamente a lo que me comprometí con mi contrato y a lo que no. Desde luego, a lo que no me comprometí es a llevar a cabo ideas que rayan la locura —expresó con altanería—. Además, técnicamente no os he desobedecido, ya que la ocurrencia de la primera piedra fue mía.
El rey le miró con sumo enfado, apuñalándole con los ojos, puesto que no había seguido sus propios planes y además se atrevía a dirigirse a él con descaro. Así que el arquitecto se apresuró a continuar hablando.
—Tengo un plan mejor. Es preferible meter la ampolla con la sangre de Su Majestad en la primera piedra de la basílica, que se empezará a edificar dentro de cuatro meses. A diferencia del anterior, este primer sillar se consagrará de acuerdo con los ceremoniales y solemnidad que la Iglesia prevé para aquellas construcciones que serán morada del Señor.
Con su propuesta, el arquitecto pretendía retrasar el proyecto e ir ganando tiempo, por ver si el soberano recapacitaba sobre aquel disparate.
Don Felipe estudió durante un instante lo que decía su interlocutor y le complació la idea. Mientras lo hacía, observaba al arquitecto dar vueltas por la habitación con la cara desencajada y cayó en la cuenta del nerviosismo que mostraba desde hacía unos días. Tres años habían transcurrido desde su segundo encuentro, cuando el rey le pidió esa “locura”, como lo llamó el propio Juan Bautista. Parecía que todo se hubiera olvidado, pero desde que volvieron a hablar del asunto, le veía tenso e irascible. Comprendía que le estaba solicitando algo inusual.
—Sé en qué pensáis —soltó el monarca.
—Su Majestad debe entender que todo esto es muy raro. Si por lo menos pudiera saber la razón —imploró el arquitecto.
Se produjo un largo silencio antes de que Felipe II se decidiera a hablar.
—Hace algún tiempo tuve un sueño. En él, pude ver en un futuro muy lejano el final del materialismo terrenal, de la codicia de los hombres. Llegaba el momento en el que tener o no tener no diferenciaba a las personas y todos remaban en la misma dirección, buscando el bien común. Era un mundo en el que no existían reyes, ni siervos, ni esclavos. Se trataba de una tierra en la que se habían derribado las fronteras. Nadie marcaba los límites. De entre el pueblo surgía un líder que guiaba a las masas. Ningún hombre pasaba hambre. Las cosechas brotaban del suelo en abundancia y se repartían entre las gentes, que solo debían dedicarse a ser felices.
Don Felipe estaba emocionado evocando la imagen de ese universo tan distinto a lo que él conocía, pero sus palabras parecían melancólicas.
—Yo nunca veré ese mundo. Soy realista y sé que ni en toda mi vida, ni aún en dos vidas, seré capaz de unir las religiones, pero en mi sueño alguien lo hacía. Son muchas mis responsabilidades y como rey tengo que defender la sociedad que conozco. Pero si existe la más mínima posibilidad de que yo forme parte de él de alguna forma, no quiero perderla.
—¿Y creéis que podréis estar en ese mundo que soñasteis a través de vuestra sangre? —preguntó con cierto aire burlón Juan Bautista.
—Sí. Estoy seguro —aseveró con rotundidad el soberano—. Precisamente en el sueño vi que encontraban mi sangre. Sé que lo harán.
El arquitecto, para nada convencido por la visionaria explicación del rey, sí pensó entonces que la primera piedra era el mejor sitio posible para que nadie hallara nunca lo que Felipe II quería esconder. Para extraerla, prácticamente habría que desmontar la basílica.
La fecha para la colocación de la primarius lapis de la Basílica de San Lorenzo el Real del Escorial quedó fijada para el veinte de agosto de 1563. En esta ocasión y tratándose del postrero templo del monasterio, se quiso dar a la insigne ceremonia toda la pompa y el boato posible. Para los invitados se instalaron gradas con toldos y que así pudieran aguantar mejor el fuerte calor. Acudió toda la corte, a la cabeza el duque de Alba, el marqués de las Navas, el conde de Chinchón, miembro del Consejo de Arquitectura, Pedro del Hoyo, secretario de la Junta de Obras y Bosques y también del monarca, y por supuesto, Felipe II. Oficiaría el ceremonial su confesor, fray Bernardo de Fresneda, obispo de Cuenca.
Se dispusieron tres altares provisionales ricamente adornados. Uno con una gran cruz de madera en el sitio donde iría el futuro altar mayor. Un segundo al lado del Evangelio, con un crucifijo que perteneció a Carlos V. Y una tercera ara dedicada a Nuestra Señora, junto al lugar en el que se había de plantar la piedra fundamental. El sillar, de pequeño tamaño, estaba depositado en este altar, con una cruz roja pintada y cubierto con toallas. El prelado cantó varias antígonas y leyó algunos salmos. Después hizo cuatro cruces con un cuchillo en cada uno de los lados de la piedra y tras consagrar el agua que se utilizaría, se acercó a los cimientos y la echó sobre ellos. A continuación ordenó a Juan Bautista de Toledo que asentara la primera piedra en su sitial.
El arquitecto no se encontraba más sereno que la vez anterior. Su nerviosismo era evidente. Pensaba que si el rey quería guardar su sangre debía haberlo hecho de forma oficial, bendecido por la Iglesia. Quizás se hubiera visto como algo más normal, mientras que ahora, si le descubrían metiendo la ampolla, tendría un problema para explicarlo. Y allí estaba él, sudando arena por un asunto que ni le iba ni le venía.
Al llamarle el obispo asió la piedra con una sola mano y aunque no era muy grande, pesaba bastante y apenas podía sostenerla, pero es que la otra ya la tenía ocupada. En ese momento, Felipe II, el único que conocía la verdadera razón de la alteración de Juan Bautista se acercó hasta la zanja, porque se fiaba poco, sin darse cuenta que con su acción provocó que también se movilizaran los nobles más próximos a él.
El arquitecto, con el peso de la piedra y la tensión del momento, no se había percatado de la cantidad de miradas concentradas en su persona. Al depositar el sillar en la zanja, antes de colocarla correctamente, le rodeó un corrillo de gente y cuando se dio cuenta de ello, su nerviosismo se multiplicó. Iba a ser muy difícil hacer algo sin que se advirtiese. Notaba que le faltaba el aire y como sus manos se agarrotaban. Además, debido al calor las tenía húmedas de sudor.
El frasco empezó a resbalar por entre sus dedos poco a poco, hasta que asomó por la parte inferior de la mano. Ya solo lo mantenía agarrado con el anular y el meñique. Sentía cómo se le escurría y no podía hacer nada por evitarlo. Se le caería al suelo delante de las figuras más representativas de la corte.
El rey se percató de que Juan Bautista lucía una tez más amarillenta de lo normal; siempre encerrado en su estudio. Todo el mundo estaba esperando a que asentara la piedra fundamental y en especial el obispo, para bendecirla. Pero se encontraba rígido como la madera, sin ademán alguno de moverse. Inamovible. Fue entonces cuando el monarca le miró la diestra y vio como el pequeño bote de cristal con su sangre le sobresalía de la misma. Únicamente lo tenía asido ya por el meñique. Se le iba a caer. El soberano pensó que era un insensato. Debía haberlo metido antes en la piedra y no en ese momento. Le volvió a echar un vistazo a la cara y el arquitecto le suplicó con la mirada que hiciera algo. Los ojos se le iban a salir de los cuévanos.
Don Felipe se apresuró hacia él entre el corrillo de gente, mientras indicaba a todo el mundo que volviera a sus asientos, sin que le prestaran atención. Justo llegó a la altura del arquitecto y le cogió la mano con las dos suyas en el momento en el que la ampolla se había desasido de su meñique, casi en el aire. Se miraron exhalando la respiración que llevaban un rato conteniendo y el soberano, rápido de reflejos, disimuló diciendo:
—Ah, estas bienaventuradas manos han de ser las que inicien la construcción del más preciado templo que haya de ver la historia. Don Juan Bautista —añadió con solemnidad—, proceded, por favor, a la colocación de la primera piedra.
El monarca se percató de que había cometido un error al acercarse a los cimientos, y a pesar de que no se fiaba del arquitecto, decidió regresar a su sitio para que los asistentes imitaran su gesto y retornaran también a sus asientos en las gradas. El arquitecto, mucho más tranquilo y con la ampolla bien asegurada, se dispuso a asentar la primera piedra. Se colocó de cuclillas sobre la zanja y para que nadie le viera, dio la espalda a los allí reunidos. Cuando finalizó, se puso de pie, pero siguió mirando al suelo. Sabía que una persona le estaría observando con cuchillos en los ojos. El obispo la consagró y bendijo también a los invitados, poniéndose fin a la ceremonia.
Los concurrentes comenzaron a felicitar a Felipe II dándole muchos parabienes sobre la grandiosidad de la futura basílica y el monasterio, pero el rey solo estaba pendiente de tener localizado a Juan Bautista de Toledo. No quería que se le escapara. Como pudo, entre el bosque humano que se extendía ante su persona, fue talando saludos y reverencias, avanzando hasta llegar al arquitecto. Se abrazó a él con alborozo por fuera y rabia por dentro y le susurró al oído:
—Espero que esta vez hayáis seguido mis órdenes.
El arquitecto ni afirmó, ni negó.