EXPOLIO
Frederic Quilliet fue atravesando las cuatro estancias que componían la etiqueta borgoñona. Intentaba imaginarse el esplendor de pretéritos tiempos, cuando reinaba Felipe II, doscientos años atrás. Iba avanzando por la sala, la saleta, la antecámara y la cámara e imaginaba a labradores, artesanos, sacerdotes, obispos y nobles, esperando ser recibidos en audiencia. Esplendor sin ostentación, pues la austeridad por la que era famoso el fundador del Monasterio de El Escorial se hacía presente hasta en el último rincón.
Llegó por fin a la cámara del rey. Pensó lo bien concebida que estaba la ubicación de aquella estancia. Con dos de sus tres balcones orientados a mediodía, se encontraba inundada de luz. Reparó en lo bello que se mostraban de esta forma los lienzos de las paredes. Entre otros, siete cuadros de José de Ribera, el Españoleto, las adornaban. Miró a los soldados que le acompañaban y con los ojos hizo un gesto hacia los cuadros. No fue necesario decir nada para que los descolgaran.
—¿Para qué los quiere? —preguntó desalentado el viejo fraile que les servía de guía.
—Si ya lo sabe —respondió Quilliet con tono cansino en un perfecto castellano—. Son para el museo que el Rey José Bonaparte tiene proyectado en Madrid. Nos los llevamos para protegerlos.
—¿Para protegerlos? ¡No le creo! Ni siquiera la idea es original —comentó despectivamente—. Construir un museo en Madrid ya se le ocurrió a Carlos III.
Quilliet simuló que no le oía y continuó su inspección. Sonrió mientras observaba las puertas de la alcoba y el despacho de Felipe II. Conocía bien el monasterio. Lo había estado viendo en varias ocasiones, antes de la invasión francesa de 1808. Recorrió el país durante cerca de ocho años en busca de tesoros artísticos. Pero en calidad de visitante no se le permitió acceder a todos los rincones del monumento. Ahora iba a ser diferente. Su nombramiento como Comisario de Bellas Artes del Gobierno Francés en España le franqueaba cualquier paso.
—¿Por qué están cerradas estas puertas? —preguntó Quilliet, sabiendo la respuesta.
—Son la alcoba y el despacho de Nuestro Señor Felipe II. Esas piezas permanecen intactas, tal como las dejó cuando nos abandonó. Hace mucho tiempo que nadie entra.
—Habláis como si acabara de morir y han transcurrido más de doscientos años. Abridlas.
—No es posible. Además, ahí no hay nada interesante para su rapiña.
—En nombre de José Bonaparte, Rey de España, ¡abridlas ahora mismo!
—¡Los jerónimos no reconocemos a reyes extranjeros! El monasterio es la sombra de Felipe II. Recoge su esencia. Y su ejército la está expoliando —exclamó el monje con rabia—. ¡No lo permitiré!
—¡Usted ya no es nadie! Ni siquiera fraile. ¿He de recordarle que hace más de cuatro meses el rey suprimió las órdenes religiosas?
El jerónimo agachó la cabeza. Quilliet tenía razón. Un Real Decreto de veinte de agosto de 1809, de José Bonaparte, había anulado todas las congregaciones y dictaba la incautación de sus bienes. Los franceses obligaron a los religiosos a marcharse de El Escorial, permitiendo únicamente que quedaran los mayores.
—Démela.
El comisario se acercó hasta él y le arrancó las llaves de las manos. Fue hacia la alcoba y con mucho esfuerzo consiguió voltear el mecanismo de la cerradura dos veces. El olor a cerrado y rancio le hizo girar la cabeza con asco. Abrió las hojas de la puerta de par en par, para ventilar y observar el interior. Enseguida la estancia se llenó de luz, tal y como le gustaba a su antiguo morador. En la pared de la derecha, se encontraba la tabla del Bosco llamada Mesa de los Pecados Capitales. Se sobrecogió. Con ese estilo suyo tan personal, el cuadro parecía la representación de la mismísima entrada al infierno. No le gustaba, pero se lo llevaría. Nada más contenía de valor aquella alcoba, salvo la pequeña cama del soberano con su rico dosel cubierto de tapices flamencos. Evitó mirarla en un primer instante, porque no quería dejar volar su imaginación, pero finalmente no pudo remediarlo. En ella, murió Felipe II, tras una terrible agonía de cincuenta y tres días que empezó a figurarse en la cabeza de Quilliet. Según contaban, reventó un tumor que tenía en la rodilla y posteriormente cuatro más en el pecho. Enseguida el cuerpo se le llenó de pústulas supurantes y llagas sanguinolentas. Postrado en el lecho, nadie podía socorrerle, pues cualquier intento de moverle o limpiarle provocaba que su carne se resquebrajara. El hedor que emanaban las putrefactas heridas se juntaba con el de sus propios orines y heces. Todo se lo hacía encima. Él, que siempre había sido absolutamente escrupuloso con la limpieza, acabó criando parásitos que consumieron las sábanas de la cama. Como le predijeron en su día, “el rey más poderoso del mundo no tendría un sudario en el que envolverse”. A todo este aterrador espectáculo contribuía su afición por las reliquias, a las que se aferró en sus últimos días. Huesos, cabellos, pieles de santos, mártires y adalides de la iglesia llenaban la habitación.
Quilliet sintió que le entraban arcadas y salió de allí. Abrió uno de los ventanales para respirar un poco de aire puro. Miró abajo y le dio lástima observar que donde las ilustraciones de El Escorial representaban hermosos jardines solo quedaba un erial. Podría venir a esquilmar todo lo posible, para mayor gloria de la familia Napoleón, pero le gustaban las cosas bellas y le daba pena ver el estado de aquel regio monumento. Su abandono había sido consecuencia del poco interés de los sucesores del monarca fundador. Tan solo su nieto, Felipe IV, mostró algo más de atención, finalizando el panteón de reyes. Con el cambio de dinastía de los Austrias a los Borbones, la cosa fue a peor.
El comisario volvió dentro para terminar su trabajo. Se introdujo entonces en el despacho de Felipe II, más pequeño aún que la alcoba. Contenía un escritorio de madera, austero, con unas vitrinas encima repletas de viejos libros. Entre otros autores, puedo leer en los lomos Vitrubio y Flavio Josefo. El mueble no valía nada. Otra cosa era lo que colgaba en las paredes. Lo primero que le picó la curiosidad fue la Asunción de la Magdalena, de Ribera. Resultaba extraño que si llevaban años sin abrirse esas estancias, albergaran un cuadro de época posterior al fundador. De gran formato también, destacaba La Santa Cena, de Tintoretto. Entre unas pinturas de menor tamaño, reconoció otro de Ribera, Cabeza de San Juan Bautista. Y una última tabla de Rubens. Mandó descolgarlos.
Mientras, Quilliet comenzó a inspeccionar los cajones. Había diversas carpetas de piel. Fue extrayendo los legajos. Se trataba de antiguos memorándum y órdenes con múltiples anotaciones en los márgenes, sin dejar resquicio alguno. Documentos sin importancia sobre asuntos nimios. Sin embargo, aquella era la letra de Felipe II, cuya meticulosidad le impedía delegar en nadie, inmiscuyéndose hasta en los asuntos más intrascendentes, dando instrucciones antes de decidirse por una solución para ellos.
El francés abrió más cartapacios, todos iguales. Pero el último que contenía ese cajón era diferente, por sus tapas de madera, con el escudo real impreso. Tenía unas cintas de cuero con un nudo. Las desató y separó las cubiertas. Una hoja de papel muy blanco le iluminó la cara. En el centro, un texto en forma de poesía o eso parecía, aunque la leyó y no rimaba.
Es la verdad de todo que
la sangre de una persona,
sea fundador del mundo,
del microcosmos, o lo sea
del interior de sí mismo, tiene
como primera obligación la de
ser piedra o fundamento en
el renacimiento del mundo o
de España. De cada una, dos.
La unidad frente a la Torre de Babel
La firma era ininteligible y la escritura temblorosa. Sin embargo, reconoció en la última frase la letra de Felipe II. La releyó, pero no entendió nada, parecía un acertijo. Revisó el escrito y cuando comprendió el mecanismo para encontrar las palabras clave, exclamó en alto:
—¿Será posible?
En el lado contrario a la entrada del despacho se hallaba la puerta de acceso al oratorio. Quilliet no se detuvo a abrirla con las llaves. Le pegó una patada y la vieja madera cedió sin rechistar. Un Tiziano, Cristo camino del Calvario, decoraba la pared, pero pasó delante de él como una exhalación, sin prestarle atención. Le dio otro puntapié a la siguiente portezuela, saliendo directamente al altar mayor de la basílica, irreconocible gracias a su propio trabajo de expoliación. Tuvo que subirse por encima de las cajas de madera dispuestas para transportar a Madrid aquellas maravillas que lucieron allí durante doscientos años antes de su llegada. Los franceses habían desmontado los cenotafios de bronce, obra de Pompeo Leoni, con las figuras orantes del propio Felipe II y de su padre, Carlos V. Asimismo, todas las estatuas también de bronce del retablo mayor fueron descendidas de él. El tabernáculo, el sancta sanctórum de la basílica, obra de Jacome Trezo se hallaba desarmado y tiradas por el suelo sus ricas piezas de jaspe y ágata, talladas con diamantes a lo largo de siete años. La santa custodia que albergaba, de oro puro, desapareció sin dejar rastro.
Pero nada de eso importaba a Quilliet. Siguiendo un pálpito buscaba un hallazgo mayor, no evaluable económicamente. Saltó por encima de cajones, jaspes, figuras y mármoles y agitadamente bajó por las escaleras del presbiterio hacia su izquierda, por el lado de la epístola, pasando por delante del ara de Santiago y San Andrés para plantarse ante el altar de San Jerónimo. Se encontró con una enorme pintura del italiano Federico Zuccaro, representando al santo penitente en el desierto. Era una tabla partida en dos que se hallaba entreabierta. Giró los dos grandes paneles pictóricos y donde debían estar los ricos relicarios de oro, plata, damasquinados y piedras preciosas, solo aparecían huesos de diversas partes del cuerpo humano, mechones de pelo y otros indescriptibles recuerdos de santos y beatos. Habían sido esquilmados sin control por la soldadesca francesa en su primera entrada al monasterio hacía un año. Tampoco le interesaba al comisario eso. Miró la pared debajo del retablo y buscó la primera piedra de la basílica. Nada. No encontró ninguna señal que la marcara.
Contrariado se dio la vuelta sobre sí mismo y vio sentado en un banco a un fraile muy viejo y muy sonriente, que le observaba.
—¿De qué se ríe? ¿Sabe usted si hay algo guardado en la primera piedra de la basílica?
El monje le miró de arriba abajo con la despaciosidad que solo los años dan. La tardanza en responder estaba animando a Quilliet.
—Puede.
—¿Puede? ¿Quiere decir que hay algo?
—Puede que tenga usted que mover todo el monasterio para sacar esa piedra —se rió el monje.
El comisario enfadado, le dio una patada a la pared.
—Espero que algún día también les arrebaten a ustedes sus obras de arte por la fuerza —comentó el fraile mientras se marchaba.
—¡Eso no ocurrirá nunca! ¡No a los franceses!
Más de trescientas carretas salieron en dirección a Madrid con el expolio oficial de Francia al Monasterio del Escorial. Parte de la biblioteca, antigüedades, archivos, cuadros, objetos decorativos, muebles y esculturas. El expolio no oficial, llevado a cabo sin control por los soldados franceses, incluyó, aparte de los relicarios, varios cálices de oro o plata decorados con ágata, amatistas, perlas y piedras de indescriptible valor, piezas de orfebrería, vajillas y cuberterías de plata.
El botín fue acumulado en condiciones lamentables en el antiguo Convento del Rosario de Madrid, junto con otras obras de arte procedentes de toda España.
El veintiocho de diciembre de 1809, aparecía en la Gaceta de Madrid, el Boletín Oficial del Estado en aquella época, el siguiente Real Decreto:
“Gaceta de Madrid, veintiocho de diciembre de 1809.
En Madrid, a veintisiete de diciembre de 1809. Don Josef Napoleón, por la gracia de Dios y por la Constitución del Estado, Rey de las Españas y de Las Indias.
Hemos decretado y decretamos lo que sigue:
Artículo I. La concesión a título de recompensa nacional por los servicios prestados a D. Nicolás Soult, mariscal de campo, a D. Horace Sebastiani, general y a D. Jean Joseph Dessolles, general de nuestros ejércitos, de los cuadros recogidos en anexo a este Decreto Real.
Artículo II. Nuestro Ministro de lo Interior y el Superintendente general de nuestra Real Casa quedan encargados de la execución del presente decreto. Firmado: YO EL REY. Por S.M. su Ministro Secretario del Estado Mariano Luis de Urquijo”.
La entrega de los lienzos que señalaba el decreto no se produjo hasta varios meses después, el diecisiete de agosto de 1810. Frederic Quilliet, Comisario de Bellas Artes del Gobierno Francés, fue el encargado de escoger los cuadros para los distinguidos militares. Pero dicha tarea no era de su agrado. No quería enriquecer las colecciones privadas de esos soldados de tan alta graduación a costa de quitárselas al pueblo francés, para quien se expoliaron. Y odiaba especialmente tener que hacerlo con el mariscal Soult, que ya había esquilmado él solo gran parte de las obras pictóricas de las iglesias, cartujas y hospitales de Sevilla y el resto de Andalucía en sus campañas militares. Muchos de esos lienzos ya lucían en su casa de París. Bajo coacción conseguía que los legítimos propietarios le vendieran a precio irrisorio sus cuadros dando un aspecto de legalidad a aquellas ilícitas transacciones.
Cuando Quilliet se personó el día de la entrega en el antiguo Convento del Rosario, Soult ya estaba contando una de sus anécdotas a los generales Dessolles y Sebastiani.
—… ese cuadro de Murillo salvó la vida de dos personas.
—¿Cómo fue eso, mariscal? —preguntó Dessolles.
—Les dije, o me venden el cuadro, o mando fusilarles.
Todos rieron la canallada con gran algarabía. Incluso el comisario sonrió sin ganas mientras se acercaba al pequeño grupo.
—Buenos días. Excelencia, espero que sean de vuestro agrado las pinturas que he seleccionado para vos —saludó lisonjero Quilliet a Soult.
—Me habría agradado más si algún Murillo completara la lista —contestó despectivamente el soberbio mariscal, apartándose de su lado.
“Sinvergüenza, ya os habéis llevado los mejores cuadros de ese artista”, pensó Quilliet.
—Querido Frederic —intervino Sebastiani—, es un placer tenerle aquí y así contar con sus conocimientos de arte. Díganos, ¿qué precio aproximado podrían alcanzar en el mercado las obras concedidas por el rey José Napoleón?
—No quiero engañarles. Hace varios años que no frecuento París, pero tengan en cuenta que usted lleva un Tiziano, un Bordone y un Van Dyck. El general Dessolles, un Velázquez y un Ribera. Y el mariscal ha obtenido pinturas de Tiziano, Ribera, Van Dyck y Navarrete el Mudo, entre otros. Todos los cuadros han lucido colgados en el Monasterio del Escorial durante más de doscientos años. Valen una pequeña fortuna.
—¡Perfecto! Así la partida será más emocionante —repuso Sebastiani.
—¿Partida…? —balbuceó estupefacto—, ¿qué partida?
—Vamos a jugarnos los cuadros a los dados.
—¿Quiere usted participar, querido Quilliet? Siempre que tenga algo que nos interese, claro está.
El comisario no daba crédito a la frivolidad de aquellas altas personalidades, pero pensó que no estaría mal intentar rescatar algún cuadro, pescar algo a cambio de nada.
—Poseo esta carta de Juan Bautista de Toledo, arquitecto del Monasterio de El Escorial —la mostró, blandiéndola en el aire.
—¿Y qué valor tiene?
—Esconde un gran tesoro.
—¿Un gran tesoro decís? No lo creo. Dejadme verla —exigió Soult con la mirada encendida de codicia.
Quilliet se la alargó.
—Desde luego, sería buen arquitecto, pero valía poco como poeta. No encuentro sentido en nada de lo que dice —opinó tras una desinteresada lectura—. No obstante, nos la jugaremos, por si acaso.
—¿Y qué apostará nuestro querido mariscal? —curioseó divertido Sebastiani.
—El Abraham y los Ángeles. Total, no es de mi agrado —comentó Soult.
—Uhhh. No os podéis quejar, monsieur Quilliet —advirtió Dessolles—. Una simple poesía contra todo un cuadro de Navarrete el Mudo.
El comisario y el mariscal se sentaron frente a frente, cada uno con cinco dados dentro de un cubilete. Los agitaron volcándolos contra la mesa. Cada uno levantó el suyo levemente para ver el resultado.
—¡Veintitrés! —cantó exultante Soult.
—Veinticuatro —balbuceó un asustado Quilliet.
El contrariado militar, de un manotazo tiró los dados, los cubiletes y todo lo que había sobre la mesa. El experto en arte se quedó tan inmóvil como una estatua.
—¿A qué esperáis para recoger lo ganado? —preguntó Sebastiani riendo—. ¿Tenéis miedo?
Quilliet, muy despacio, se levantó de su taburete. Cogió la carta del suelo y fue hacia el cuadro conseguido, de enormes proporciones.
—No está bien que os apropiéis de algo que pertenece a Francia —observó el mariscal.
—¿Cómo podéis decir eso vos, Excelencia? Es lo mismo que habéis hecho con más de ciento ochenta telas propiedad de…
En menos de un segundo, Soult desenvainó su sable, haciendo caer la mesa y la silla con el violento movimiento. Quilliet se encontró con la punta de acero presionándole la garganta.
—Otra insolencia como esa y sois hombre muerto. Además —sonrió el mariscal—, los cuadros son a título de recompensa nacional. Y la carta, también es mía, a título particular —dijo quitándosela de la mano.
* * *
—¿Alguien da más? —gritó el subastador—. ¡Quinientos ochenta y seis mil a la una, quinientos ochenta y seis mil a las dos y a las tres! Adjudicada la Inmaculada Concepción, de Murillo al representante del Museo del Louvre por quinientos ochenta y seis mil francos.
Era la cifra más alta jamás pagada por un cuadro hasta ese momento. Y solo se superaría sesenta años después. La subasta de la colección Soult, celebrada en París, en 1852, un año después de la muerte del mariscal, rompió todas las expectativas.
El barón James de Rothschild rabiaba de envidia. Quería el lienzo a toda costa, pero una mirada envenenada del representante del zar Nicolás I, el conde Karl Nesselrode, le hizo abandonar la puja a la mitad. Nobleza obliga. Máxime teniendo negocios ferroviarios y petrolíferos pendientes con Rusia.
El resto de pujadores tampoco eran unos cualquieras. También estaban interesados en el Murillo, la Reina Isabel II de España, la National Gallery de Londres, el príncipe Esterhazy de Budapest, el duque de Sutherland, los duques de Galliera y el conde de Duchatel. La competencia resultaba feroz en la llamada subasta del siglo, pues la escuela española había alcanzado altas cotas de popularidad, precisamente a raíz del expolio de las tropas napoleónicas cuarenta años antes. Especialmente adquirieron gran prestigio las obras de Velázquez, Murillo, Ribera, Zurbarán y Navarrete el Mudo. Varias revistas francesas, Mercure de France, Revue de París, y las especializadas en arte como Magasin Pittoresque, L´Artiste o Le Musée des Families, consiguieron con sus artículos sobre la pintura española, firmados por Merimeé, Balzac o Víctor Hugo, crear una gran expectación por esos pintores. Influyó en gran manera la interesante exposición en el Louvre de La Galerie Espagnole, exhibida desde 1838 a 1848. Incluso Frederic Quilliet colaboró a la difusión con su Dictionnaire des Peintres Espagnols. Y hasta el propio Soult abrió al público su casa en la rue de L´Université de París, para que las pinturas que esquilmó de España pudieran ser contempladas.
El barón Rothschild se había quedado sin cuadro para su colección, pero se alegró, viendo que el mercado artístico estaba en alza. Eso significaba que albergaba una auténtica fortuna en su residencia de París. ¿Cuánto valían sus cuadros, dibujos, aguafuertes y grabados de Rubens, Vermeer, Rembrandt, Goya, Van Gogh, Durero, Rafael Van Dyck, Velázquez y demás? Por no hablar del resto de obras de arte. Atesoraba esmaltes de Limoges, tapices, alfombras, relojes, porcelanas de Sévres, bronces, mármoles, vajillas de plata, muebles, antigüedades, incunables, manuscritos, joyas y todo tipo de objetos que conformaban la mejor colección privada de su época y quizás de la historia. Aunque solo era un pensamiento. Intentaría no tener que deshacerse nunca de ellos, pero no atravesaba su mejor momento la que fuera una de las primeras fortunas de Europa.
Rothschild miró a todos aquellos aristócratas, pujando alegremente, compitiendo con los fondos de los más importantes museos del mundo y consideró que sesenta años después, la revolución francesa se había quedado en nada. Las divisas masónicas de “Legalité, Equalité, Fraternité” se perdieron por el camino. La revolución quedó castrada de las que fueron sus consignas. Y París era la de antes de las guillotinas. La única diferencia es que ya no existía la figura del más alto de los nobles, el rey, pero, ¿quién lo necesitaba? La aristocracia seguía viviendo igual de bien. Buen gusto y pobreza iban de la mano en las calles de Francia. La miseria hacía brillar aún más las joyas y los harapos palidecían de envidia ante los buenos paños de los nobles y los nuevos ricos. Igual que siempre.
De repente, alguien gritó en la sala y el barón se sobresaltó.
—¡No hay derecho! Ese cuadro y todos los demás, deberían ser devueltos a España. El carroñero mariscal Soult los rapiñó. ¡Nunca deberían ser conquistadas las obras de arte!
Aquel hombre tenía toda la razón, pensó, mientras presenciaba como se lo llevaban por la fuerza entre eslóganes contra el expolio.
En un pequeño receso, mientras Rothschild calmaba su sed con un excelente jerez, amante como era de los buenos vinos, se le acercó el duque de Sutherland. La previa inclinación de cabezas, dio paso a una conversación.
—Observo en su gesto, barón, la grave inconveniencia y el profundo pesar de haberos quedado sin el cuadro estrella de la subasta. A mí persona le ocurre lo mismo. Pero es imposible competir contra el Louvre.
—Oh, así es —contestó Rothschild con un fuerte acento alemán—. A vos, duque, puedo reconoceros que había venido exclusivamente por esa obra. Completaría mi colección. Aunque por otro lado, realmente no tengo mucho gusto por la escuela española.
—¿Preferís la flamenca?
—Sí. Aunque francés de adopción, nací en Frankfurt y siempre he sido de gusto ario en cuestiones artísticas.
—No quisiera importunaros, barón, pero vos no sois ario, si no judío, si mi persona no se equivoca.
—No se preocupe, duque. Hay quien ve a los judíos como una raza, pero le voy a decir una cosa. Mi familia tiene origen alemán, llevo en Francia más de cuarenta años y cierro negocios por toda Europa. Me siento un ciudadano del mundo. Para mí, el judaísmo es solamente una religión.
—Bien, apelando a su magnanimidad y abusando de su generosidad, he de pedirle un favor.
—Dadlo por hecho.
—Unos asuntos de vital importancia reclaman mi presencia fuera de París. Debo partir de inmediato. Como sabrá, he podido conseguir un excelente cuadro de Navarrete el Mudo por veinticinco mil francos. No ha sido muy económico.
—Sí, lo conozco. Abraham y los Ángeles. Trata un tema bíblico. Representa la visita de la Santísima Trinidad en forma de tres arcángeles al mismísimo Abraham. El cuadro pretende exaltar la hospitalidad que este les concede.
—Me extraña, barón, que no se haya interesado en el lienzo, tratándose de un patriarca del pueblo de Israel y siendo usted…
—Como le he dicho —le interrumpió Rothschild con cierta irritación—, el judaísmo es mi religión, no una raza. Eso es todo. Respeto sus prácticas y ritos, pero soy un hombre de mi tiempo, del siglo XIX.
—Si me permite, le comentaré que yo también soy un hombre de mi tiempo. Incluso calificaría a mi persona de, ¿cómo es esa palabra?... ah, moderno. Eso es, moderno. Así que no me asusto por nada. ¿Es cierto lo que se publica referente a que los judíos realizan sacrificios humanos, como le pidió Dios al propio Abraham? A mí puede decirme la verdad.
—Rotundamente, no. Son libelos antisemitas que pretenden hacerse eco en las mentes burdas.
Rothschild iba a decirle al duque “como la suya”, pero se abstuvo de terminar la frase.
—Sí, sí, por supuesto. Lo que usted diga, querido barón —cambió de tema otra vez—. El caso es que las dimensiones del cuadro son enormes. Mide más de tres metros de alto y casi lo mismo de ancho. Y no me da tiempo a desmontarlo del marco y llevarme solo la tela.
—Comprendo. No se preocupe. Se lo guardaré en mi casa.
—¿No pensará cobrarme, verdad?
—No —contestó ofendido Rothschild.
—Menos mal. Disculpe que se lo pregunte, pero, al fin y al cabo, los judíos tienen fama de usureros.
El barón se estaba poniendo rojo de indignación, pero el duque no parecía advertirlo, volviendo a la carga.
—Y ya que estamos charlando amigablemente. ¿Es verdad lo que dicen las malas lenguas de que su padre repartió el mundo entre los cinco hermanos? ¿Tienen algún plan para dominarlo?
—¡No, no es cierto! —gritó Rothschild. Avergonzándose inmediatamente de haberlo hecho, continuó más calmado—. Mi hermano mayor se instaló como banquero en Londres, yo en París y los otros tres en Viena, Frankfurt y Nápoles. Empezamos a trabajar a los trece años, con letras de cambio, hipotecas y transacciones comerciales. Establecimos una red de transportes de dinero y documentos por todo el continente. Manejábamos la información rápidamente gracias a un sistema de postas y palomas mensajeras. Fuimos los primeros, ya en 1818, en internacionalizar nuestros empréstitos. La gente podía cobrarlos sin necesidad de desplazarse. Nosotros los certificábamos —los ojos le brillaban de orgullo—. El sistema creado era y es tan sólido que hicimos posible que cualquier persona comprara deuda de un gobierno extranjero tan solo con acudir a la sede de uno de nuestros bancos, sin salir de su ciudad, en la moneda que quisiese.
—Ya veo, muy interesante. Gracias por guardarme el cuadro. En ningún otro sitio estará mejor acompañado que entre su colección. Y me consta que no hay en París sitio más seguro para un lienzo que su mansión junto a la Place de la Concorde. Será solo un par de semanas.
—El tiempo que usted necesite. No se preocupe.
—Dicen que calcular sus riquezas es imposible, barón Rothschild. ¿No me negará que ha aumentado sus ganancias especulando en la bolsa de valores, como si no? Se comenta que la manipula a su antojo, dando noticias falsas si la situación lo requiere.
No sabía adónde quería ir a parar el duque, pero estaba harto de él.
—¡Le cobraré por guardarle el cuadro! —explotó—. ¿Contento? Sí, soy judío, pero no pienso pedir perdón por ello. Da igual como me porte, porque sus conceptos sobre nosotros no van a cambiar, ¿verdad? Así que por lo menos trataré de sacar partido.
—Barón James de Rothschild, no me parece elegante pretender sacar dinero de esta situación. ¿Así es como hizo su fortuna?
—Mi padre me enseñó que hasta el último franco cuenta.
—Pues menudo ejemplo le dio su padre. Qué bien les vino a los nuevos ricos la Revolución. ¡Cóbreme lo que le de la gana! Pero esto se sabrá en toda Francia. Cuente con que le daré publicidad.
El duque tocó en la tecla adecuada. En la política de la familia Rothschild no había sitio para la indiscreción ni la publicidad. Un banquero no podía permitírsela y menos aún la negativa, así que rectificó.
—Duque, no se ponga así. Era solo una broma que solemos gastar en el mundo bancario. Por supuesto que no voy a cobrarle.
El barón de vuelta a su mansión, con el cuadro de Navarrete el Mudo en su gran carruaje, rumiaba rabioso por las insinuaciones del cabeza de chorlito del duque de Sutherland. Siendo judío estaba acostumbrado a ser querido por su dinero, pero humillado por su raza. Desde la Edad Media les prohibieron poseer tierras ni propiedades de explotación. El manejo del dinero era de los pocos negocios que les habían permitido practicar. Mentalmente dio un pequeño repaso a toda su vida. Como prestamista amasó una considerable fortuna, pero no fue nada más que el trampolín. Le permitió financiar a los diferentes gobiernos franceses de la república y la restauración, que respondieron con la adjudicación de contratos para la construcción de líneas de trenes de pasajeros en Francia, no únicamente de carbón, como hasta ese momento. Lo inauguraron en 1836. También financió a los reyes de Inglaterra y a los zares de Rusia. El apoyo a Isabel II en las Guerras Carlistas, le supuso la concesión de minas de mercurio en España con lo que consiguió un monopolio internacional. El siguiente paso fue la ampliación de la red de ferrocarriles desde París a cualquier punto comercial europeo. El dinero se obtuvo mediante la venta de acciones a particulares, figura conocida como sociedad anónima.
—¡Barón, lo habéis conseguido! ¡Lo habéis conseguido! ¡Traéis la Inmaculada!
Honoré de Balzac, escritor protegido por los Rothschild, salió presa de la agitación hasta la puerta de la residencia del número dos de la rue Saint Florentin; la que fuera casa del político del terror, Tayllerand. Intranquilo, había estado oteando la Place de la Concorde durante toda la mañana, por la ventana de una de las habitaciones de invitados, esperando que el barón apareciese con el cuadro. En su novela La peau de chagrin escribió veinte años antes: “La vista del lago Brenne, algunos motivos de Rossini y la Inmaculada Concepción de Murillo que posee Soult son las pocas cosas que me han podido transportar a las divinas regiones de mi primer amor”.
—¡Sabía que lo lograríais!
—Querido Balzac, el representante del zar… el museo del Louvre… —intentaba justificarse el barón sin poder meter baza.
—¡Lo sabía! ¡No se os resistiría! —repetía mientras se aprestaba a desembalarlo—. Aunque creía que sería más grande.
—Estimado Honoré, quizás no es lo que…
Los criados de Rothschild apenas eran capaces de sujetar la gran caja ante el empuje del escritor, desclavando las maderas una a una con sus propias manos, entretanto seguía hablando.
—Lo vi en casa de Soult en una ocasión y no hay en este mundo…
Justo en ese momento, el hueco abierto en el embalaje permitía que entrara la suficiente luz como para vislumbrar los trazos negros característicos de la pintura de Navarrete el Mudo. Balzac se giró horrorizado hacia el barón.
—…¡No es la Inmaculada de Murillo!
—No, no he podido conseguirla —confesó un hundido Rothschild—. Lo siento.
—¿Qué ha pasado?
—También quería el cuadro el zar de Rusia y he tenido que ceder en la puja.
—¿Por qué, por los negocios del ferrocarril ruso y el petróleo? ¿Habéis permitido que el tren atropelle al arte?
—¿Y qué podía hacer?
—Pues conseguir el lienzo. Poseéis la primera fortuna del mundo. Sois el príncipe del dinero. ¿En cuántas ocasiones habéis prestado dinero al zar? Son ellos los que deberían ceder ante usted.
El barón James de Rothschild tomó asiento en las escaleras de entrada a la residencia y resopló. Hizo un gesto para que introdujeran el cuadro y lo desembalaran totalmente. Balzac se le acercó.
—Ya no, querido Honoré, ya no poseo la mayor fortuna de Europa. He pujado porque todo el mundo lo esperaba de mí. Si no, la gente habría murmurado. Realmente, el representante del zar me ha hecho un favor.
—¿Estáis arruinado? —preguntó su protegido.
—Afortunadamente no, ni mucho menos, pero el Crédit Mobilier ha dado en la línea de flotación a mi negocio principal, la banca.
—¿Qué es el Crédit Mobilier?
—Es el fin de los bancos como los conocemos hasta ahora. Se trata de una entidad pública que aglutina el dinero de muchos pequeños ahorradores formando un gran capital del cual vende acciones en la bolsa.
—Suena bien.
Rothschild le miró partiéndole por la mitad y Balzac corrigió sus palabras inmediatamente.
—Sonará mejor en cuanto acabéis con ellos, quería decir. Conociéndoos, seguro que ya tenéis algún plan.
El barón sonrió maliciosamente.
—¡A comer!
La delicada voz se dejó oír desde la puerta. Era Betty, su esposa a la vez que sobrina. Endogamia muy propia de los Rothschild que ponía a buen recaudo los secretos familiares.
—Queridos, queridos, la comida está servida.
—Ah, baronesa —saludó el lisonjero Balzac—. No sabía que las flores podían trinar como ruiseñores. Es usted fantástica.
—Bellas palabras y sin un franco en el bolsillo. ¿No será escritor, por casualidad?
Los tres rieron la ocurrencia, adentrándose en la residencia. En el interior, los criados continuaban quitándole las últimas tablas del embalaje de madera a la obra de Navarrete el Mudo.
—Observo querido que no has conseguido la Inmaculada.
—Por lo menos el cuadro se ha quedado en Francia. Lo ha adquirido el Louvre. Podréis ir a visitarlo allí.
Estuvieron contemplando el lienzo durante un minuto hasta que la baronesa les recordó que tenían que pasar al comedor.
—¿Qué hay de comer, querida?
—Más o menos lo de todos los días. Sopa de pescado y de carne. Consomé. Huevos rellenos con bechamel al gusto de Milán, faisán trufado, carne asada con salsa perigordini y carne fría con ensalada. Quesos franceses variados y postres a elegir. Todo bañado con el Chauteau Lafite de la familia y vinos dulces para los postres. Hoy, si queréis, nos saldremos un poco de lo habitual brindando con champán.
—Se me hace la boca agua. Desde luego, no parece el menú de la casa de un pobre —comentó divertido Balzac. Rothschild le miró con ganas de estrangularle.
—¿Por qué dice eso, querido Honoré? —preguntó Betty mientras se alejaba.
—Ya conoces los sarcasmos de nuestro protegido —contestó el barón remarcando la última palabra y reteniéndole por la manga—. ¿Está usted loco? No debe saber nada.
Al tirarle del brazo, Balzac giró la cabeza en el mismo instante que los criados daban la vuelta al cuadro para llevárselo.
—¿Qué es eso? ¡Un momento!
Se desembarazó de su mecenas y acudió hacia el lienzo.
—Esperad. Dejadme ver la parte de atrás.
Nervioso, en su estilo, el escritor empezó a girarlo él mismo, sin dar tiempo a los criados para reaccionar, torciéndoles las manos, sin que pudieran sujetarlo. El pesado y voluminoso objeto cayó contra la pared, rebotando y llevándose por delante a uno de los lacayos que quedó aprisionado debajo del mismo.
—Barón, ¿qué es eso que sobresale?
Balzac se abalanzó sobre la parte de atrás de la pintura sin ni siquiera auxiliar al pobre sirviente. Rothschild tampoco lo hizo.
—¿A qué se refiere?
—Hay un trozo de papel que sobresale. Aquí en el ángulo inferior izquierdo.
El criado intentaba zafarse de debajo del impresionante mural con ayuda de su compañero.
—¡Espere, no se mueva!
—Parece un trozo de papel pegado al lienzo y pintado posteriormente por encima —dijo Rothschild.
—Voy a proceder a despegarlo. Necesito una navaja.
—Yo tengo… yo tengo una en el bolsillo —susurró asfixiándose el pobre sirviente.
—Está bien, sáquenlo de ahí abajo —concedió el barón.
Pasada la excitación inicial y con los nervios más templados, tuvo que ser el propio Rothschild quien extrajera el extraño documento pegado en el reverso del cuadro. No conseguía sacarlo intacto, así que optaron por romper un poco todos los bordes encolados con el mayor de los cuidados. El barón recordó que el cuadro no era suyo. Antes de arrancarlo, uno de los criados comentó:
—Solo puede ser el mapa de un tesoro, si no, no lo habrían escondido ahí, tan oculto.
—Pues nunca había visto un mapa solo con escritura —comentó Balzac, echándole una primera ojeada a la carta de Juan Bautista de Toledo cuando la tuvo en sus manos.
El dueño de la casa dirigió una mirada de reprobación a los sirvientes que estaban cotilleando por encima del hombro del escritor y estos entendieron que era el momento de desaparecer.
—¿Qué es, Honoré? ¿De qué se trata?
—Es una especie de poesía o un acertijo, no sé. Está en español. Conozco un poco el idioma, pero parecen palabras sueltas, sin sentido. Habla de sangre, piedras y renacimiento. Y algo de la Torre de Babel añadido con otra letra. Va firmado, pero es ilegible.
—El cuadro pertenecía al mariscal Soult. ¿Lo escondería él? ¿Para qué? ¿Qué significará?
—¡James, la comida! —la voz de Betty sonó desde el comedor, interrumpiéndoles.
—¡Bah! No creo que tenga mayor importancia. Desde luego no la suficiente para perdernos esos suculentos manjares, ¿no le parece, barón?
Aquella misma tarde, Rothschild encargó a su agente de bolsa comprar acciones del Crédit Mobilier, que tanto daño le hacía como banco público que era. Cada día fue comprando más, hasta que decidió vender para bajar el valor de las participaciones, casualmente en el momento en que el banco necesitaba capital. Dejó de ser un problema para él.
* * *
—Germaine, por favor, cariño, debemos marcharnos. Nos esperan en el aeropuerto.
Tenían un largo camino de París hasta Lisboa para desde allí, volar en un Yankee Clipper a Nueva York.
El viejo barón Edouard de Rothschild echó un último vistazo a la fabulosa mansión de la Place de la Concorde, comprada por su abuelo James, residencia de la familia durante tres generaciones. Ahora, con los dos pies en la tercera edad, a sus setenta años, le tocaba salir huyendo, como una rata. El ejército nazi, imparable, se encontraba cerca de la capital y ser judío en una Francia ocupada no parecía una buena idea. Corría el mes de junio de 1940.
—¿Y qué será de esos pobres niños, Edouard? —le preguntó su mujer mientras bajaba por la escalera.
—¿Qué niños?
—¡Los del Château de la Guette! Los ciento treinta críos alemanes que acogimos antes de la guerra. Sus padres fueron encerrados en campos de concentración por ser judíos. ¿No lo recuerdas? A ti con poner a salvo tu dichosa colección te basta.
—Ah, los niños. Los había olvidado —dijo el viejo barón, cuya mente empezaba a fallar—. Daré orden de que los lleven a La Bourbole, donde hemos trasladado el banco.
El matrimonio se marchó prácticamente con lo puesto y un maletín que contenía joyas por valor de un millón de dólares. Hasta el final de la guerra vivieron de lo que sacaron con la venta de las mismas, pues sus cuentas en el extranjero fueron bloqueadas, como las de todos los semitas huidos de Francia.
A pesar de que su fortuna seguía siendo considerable, había disminuido bastante. Desde que la Ley de 1898 obligara a todos los agentes de bolsa a hacer públicos sus libros de cuentas, los Rothschild no volvieron a operar en los mercados. Preferían mantenerlos en secreto. Pero en consecuencia, el volumen de sus negocios bajó y la posición preminente dejó de serlo. Con Edouard, se dedicaron únicamente a administrar sus rentas sin apenas buscar nuevas actividades. Tras la Primera Guerra Mundial, el barón ya no corrió los riesgos que son intrínsecos al capitalismo. No obstante, como banca privada, mantuvieron entre sus clientes a alguna de las personalidades más importantes de la época.
En la residencia Rothschild quedaron únicamente los criados. Toda su fabulosa colección artística, ampliada desde los tiempos del barón James, había sido repartida entre las diferentes casas de campo de la familia, por el miedo a un posible bombardeo de París.
El barón fue previsor respecto a su colección, porque circulaban noticias del pillaje alemán realizado de forma oficial con apariencia de legalidad. Polonia ya había sido esquilmada tras su invasión. Al igual que hizo Rothschild, las colecciones públicas y privadas de toda Francia se embalaron para su transporte. El Louvre y los demás museos de la capital francesa quedaron desiertos de arte.
Pero la experiencia de los nazis como saqueadores era anterior al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. A partir de 1937, los judíos residentes en Alemania fueron los primeros en sufrir el expolio en sus colecciones. Al principio se les robó, coaccionándoles a vender sus objetos artísticos muy por debajo de su valor en el mercado. Cuando sus vidas dejaron de valer algo, comenzaron las confiscaciones directamente.
Las pinturas y esculturas de estilo clásico, tan del gusto de Hitler, pasaban a museos alemanes en el mejor de los casos, y si no, a manos de los jerarcas nazis, especialmente de Goering, amante de la ostentación, más que del arte.
Las creaciones más modernas, contemporáneas, eran consideradas arte degenerado, vilipendiado oficialmente. Pero conscientes de su valor en el mercado, las obras de Picasso, Monet, Renoir, Kandinsky, Van Gogh, Cezanne, Munch o Degas… se vendían fuera de Alemania para obtener divisas fuertes, oro, valores, acciones de sociedades o títulos de deuda que los gerifaltes nazis acumulaban en las cámaras acorazadas de los grandes beneficiados de aquel negro periodo de la historia, los bancos suizos.
Se creó el ERR, un grupo encargado de depurar los museos alemanes de ese arte que tanto apestaba al nazismo. Dirigido por Alfred Rosenberg, el Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg se encargaría posteriormente de hacer un buen trabajo en Polonia. Se llevaron más de cinco mil pinturas, entre ellas algunas de Rafael o Leonardo da Vinci. Grabados de Durero, orfebrería, objetos preciosos de iglesias, reliquias y las joyas reales del Sacro Imperio Romano Germánico. Se trataba de acabar con la cultura polaca. No debía quedar nada de ella. Había que erradicarla, al igual que cualquier vestigio judío.
Ante la llegada de la guerra y la posible invasión del país galo, los rapiñadores convencieron a judíos y no judíos de la necesidad de deshacerse de sus obras antes de que fueran confiscadas, comprándolas a precios muy por debajo de su valor real. Más de doscientas colecciones particulares cambiaron de mano. Durante la ocupación, París se convirtió en un enorme burdel del arte, en la sede de operaciones de múltiples coleccionistas germanos, marchantes, contrabandistas, especialistas, tratantes, galeristas, traficantes, conservadores de museos e intermediarios.
Cuando los alemanes se establecieron y la rareza de ver uniformes y camisas pardas por todas partes se normalizó, los nazis exigieron que la ciudad fuera la de siempre, la de la luz, el glamour, el lujo, la cultura, la bohemia y la lujuria. Se retiraron los sacos de arena y parapetos que protegían los principales monumentos, se organizaron actos sociales, culturales y hasta benéficos, exposiciones, conciertos, carreras de caballos y visitas a cabarets. Corrió el champán, la diversión, los diamantes y el amor.
El catorce de junio de 1940, los alemanes entraron en París. Hitler se tomaba, veintidós años después, su revancha por el Tratado de Versalles. Los grandes bancos franceses se trasladaron a La Bourboule, una pequeña población mucho más segura, cuatrocientos kilómetros al sur y a tan solo cien de Vichy, donde se instaló el gobierno francés del mariscal Pétain, que colaboró con los nazis pensando en que estos no tardarían mucho en derrotar a Inglaterra. Una de las primeras medidas de ese gobierno fue decretar la incautación de los bienes de aquellas personas que habían huido del país, como los Rothschild. No cabía comprensión para los judíos, que poco futuro tenían en un país germanizado. Además, fueron despojados de la nacionalidad francesa. Pero Hitler declaró la invalidez del decreto de Pétain. Los bienes pasarían a los nazis, no al gobierno francés. El Führer no estaba dispuesto a dejar escapar el botín y como amante del arte, menos aún el contenido de la residencia de Edouard de Rothschild, su colección.
El brutal estruendo de la madera de la puerta de doble hoja rompiéndose y cayendo a plomo sobre el suelo de mármol les hizo estremecerse aún más. Los criados de la residencia Rothschild estaban temblando, aterrorizados. “Vendrán”, les avisó escuetamente el barón antes de partir. Pero no creían que lo hicieran tan pronto, al poco de entrar en París. No obstante, si hubieran llamado al timbre les habrían abierto sin más, puesto que toda la servidumbre de la casa lucía perfectamente uniformada dispuesta en fila, como si el señor fuera a pasar revista, esperando la visita de los nazis.
Al estrépito del derrumbe le acompañaron decenas de pisadas de las botas de un pelotón y muchos gritos en alemán, un idioma marcial de por sí, que asustaba. Gritaban los de atrás, porque los primeros soldados que iban entrando del hall al salón principal se quedaban mudos ante la patética imagen de los criados, temblando pero firmes en sus puestos. Así que la patrulla, impresionada, no reparó en nada más de momento. Pero no ocurrió lo mismo con el barón Kurt von Behr, jefe de la ERR en Francia y al mando de la operación. Accedió el último a la residencia, una vez estuvo asegurada. Lo primero que observó en el vestíbulo fue las diferentes tonalidades de las paredes. Zonas más blancas allí donde debería estar colgado algún cuadro o luciendo un mueble. Asimismo, dos entrantes en la pared que con toda seguridad habían albergado esculturas, aparecían vacantes. Von Behr alzó la vista hacia la escalera para descubrir que espacios rectangulares de una blancura superior al resto del muro era toda la ornamentación presentada por la mansión.
Contrariado e indignado, el oficial entró en el salón para constatar más de lo mismo. El vacío reinaba en aquel lugar.
—¡Registrad el resto de la casa! —gritó al ensimismado pelotón.
Se acercó hasta el primero de la fila de sirvientes; el de mayor edad. Temblaba. Le miró con asco y le soltó un terrible bofetón que hizo tambalearse a aquel pobre hombre.
—¿Qué habéis hecho con la colección? —preguntó en un atropellado francés—. ¿La habéis vendido, canallas?
No obtuvo respuesta y sin esperar más, von Behr dio un paso hasta el soldado más cercano y abriéndole la cartuchera, extrajo su Whalter. Simplemente tuvo que quitarle el seguro para que el criado más joven cantara.
—¡No dispare! —chilló asustado el muchacho en el otro extremo de la fila—. El barón ordenó llevar todas sus obras de arte a los castillos de Ferriéres y de Reux, en Normandía. Otras se entregaron al Louvre para que las custodiara. Aquí no queda nada, salvo algunos viejos documentos.
—¿Por qué las trasladó? ¿Nos tenía miedo?
Una vez que el bisoño sirviente confesó, el mayordomo no tuvo reparos en ser él quien hablara, para quitarle presión al chico. Seguía tocándose la cara por el dolor.
—Al estallar la guerra el barón Rothschild solo quería proteger la colección de los posibles bombardeos. Entonces no se le pasó por la imaginación que ustedes quebrantarían la Convención de La Haya y saquearían Polonia. Y menos aún que se atreverían a hacerlo en Francia.
El mayordomo tragó saliva antes de seguir hablando.
—Pero sepa usted que no les tenemos miedo.
Von Behr le cruzó la cara de nuevo, más fuerte que antes, sin piedad, haciendo que el hombre cayera al suelo.
—Pues deberían —sentenció.
Uno de los soldados entró en el salón, cuadrándose delante del barón.
—Señor, estos documentos antiguos es lo único que hemos encontrado.
Contrariado, los cogió de mala gana, revisándolos un instante.
—Enviarlos a Berlín para que los estudien. No creo que tengan importancia, así que serán del agrado de la Ahnenerbe de Himmler. A los camiones, nos vamos a Normandía.
Los nazis acabaron encontrando casi toda la colección de Edouard Rothschild, más de cinco mil objetos. Fueron transportados a Baviera en los propios embalajes con la marca de la familia, almacenándose en el Castillo del Loco, en Neuschwanstein y cuando cambió el signo de la Segunda Guerra Mundial y los aliados comenzaron a castigar Alemania a base de bombardeos, se trasladaron a unas minas de sal cercanas a Alt Aussee, donde se hallaron al final de la contienda por el ejército americano, restituyéndose a sus propietarios.
Otto Kümmel, director de los museos estatales de Alemania, entró en el colosal edificio de la Cancillería, en Berlín. Le guiaron a lo largo del vestíbulo de grandes techos de más de siete metros de alto y paredes revestidas de mármol rojo de Salzburgo. Le pareció impresionante, pero aún no había visto nada. A continuación le introdujeron en la Sala de los Mosaicos, con una altura de dieciséis metros y casi cincuenta de largo. La cubierta era acristalada y la luz se reflejaba en el rico mármol del suelo haciéndolo más deslumbrante. Al fondo, una gran puerta bajo un águila imperial de bronce daba el paso a la siguiente estancia. Se sentía muy pequeño, pero no tanto como al acceder a la Gran Galería de Mármol, con una largura de ciento cuarenta y seis metros, completamente recubierta de ese material. No tuvo que recorrerla entera, pues la entrada al despacho del Führer se hallaba justo en la mitad. La grandiosa doble puerta de cinco metros, custodiada por dos agentes de la guardia personal de Hitler, lucía con un escudo de bronce encima de ella en el que se leían las iniciales AH. Le hicieron una señal para que esperara. Estaba asustado. Por su cargo, ya había estrechado en alguna ocasión la mano del Führer, gran amante del arte, y por eso sabía lo que imponía su presencia. Afable cuando quería, pero de mirada penetrante y despiadada la mayoría de las veces. Apretó su cartera con fuerza. Creía que en ella llevaba el pasaporte para conseguir esa afabilidad. Se trataba de un informe. El informe Kümmel. Un amplio dossier de más de trescientas páginas, encargado por el gobierno nazi, en el que se recogían todas las obras del arte germano que se hallaban fuera de Alemania, dispersas por Europa. Especialmente aquellas que se entregaron como moneda de pago por las reparaciones exigidas por el Tratado de Versalles. El plan era recuperarlas por la fuerza, aunque en su momento hubieran sido obtenidas legalmente.
Cuando el director de los museos fue llamado y penetró en el imponente despacho de más de cuatrocientos metros cuadrados se sintió insignificante. Allí encontró a la plana mayor del estado nazi. Hitler, revisando un documento que escondió como un niño pequeño, Goering, Himmler, Goebbels y Rosenberg. Todos se callaron de golpe al entrar él. Parecían acalorados.
—¡Heil Hitler! —saludó con el brazo en alto, cuadrándose.
Le hicieron un gesto para que atravesara la enorme estancia, también completamente de mármol rojo. Se acercó como un cordero y entregó el dossier al Führer. Lo hojeó despaciosamente durante más de una hora, en la que Kümmel permaneció de pie. Cuando terminó de echarle un vistazo le indicó que se sentara.
—Excelente trabajo, herr Director —le felicitó Hitler—. Ahora vengaremos las afrentas napoleónicas y los desmanes del Tratado de Versalles. Recuperaremos los tesoros arios uno a uno. Una vez dominada Europa, unificaremos todo el arte en un nuevo museo germánico. Tendrá su sede en Linz. Será el más importante de la historia y vendrá a demostrar que la raza aria, en su infinita superioridad, ha sido la creadora de la cultura desde los albores del hombre.
Kümmel se aclaró la seca garganta antes de atreverse a hablar.
—Como habrá visto en el informe, mi Führer, he previsto para aquellos casos en los que no encontremos la pieza expoliada, recuperar otra similar del arte galo, en compensación. Además, nosotros sabremos proteger mucho mejor que los franceses el legado artístico de la humanidad.
—Excelente idea. Es usted un buen nazi. Adelante, tiene toda Francia a su disposición. Cuente con los medios que sean precisos.
Cuando la puerta se cerró tras el director de los museos nacionales, Hitler volvió a sacar el papel presurosamente guardado en un cajón de su mesa. Era la carta de Juan Bautista de Toledo.
Goering siguió la discusión en el punto donde la habían interrumpido.
—Dígame, Himmler, ¿no se cansa de perseguir fantasmas con su grupo de la Ahnenerbe?
El aludido le miró de soslayo, como si no hubiera oído nada y continuó hablando, dirigiéndose únicamente a Hitler.
—No podemos descartar ninguna hipótesis y si la carta estaba en poder del rey de los judíos de Francia, Edouard Rothschild, será por algo, no casualidad. A saber qué retorcidos proyectos se traía entre manos. Recordemos Los Protocolos de los Sabios de Sión. Quieren pervertir la sangre aria con la internacionalización y dominar el mundo. Lo impediremos. Iremos a El Escorial y rescataremos la sangre de Felipe II oculta en la primera piedra de la basílica, antes de que lo consigan esos sucios judíos.
—¡Qué locura! Ni siquiera sabemos si esa carta es auténtica —repuso Goering.
—Los expertos de la Ahnenerbe así lo han atestiguado. No conocemos quién la firma, pues parece escrita por una persona enferma o temblorosa, pero la frase final, “La unidad frente a la Torre de Babel”, es de puño y letra del rey español.
—¿Y qué le hace pensar que el documento se refiere a su sangre y que además está en la primera piedra? Yo lo veo como un acertijo sin sentido. Nada más.
—“De cada una dos” —recitó de memoria Himmler—. Es una clave muy sencilla, incluso tonta —comentó mirando por encima del hombro a Goering—. Significa que únicamente se debe leer la segunda palabra de cada línea. Por lo tanto, sería “la sangre fundador microcosmos interior primera piedra renacimiento España”. El monasterio de El Escorial es un universo en sí, una ciudad; la Ciudad de Dios de San Agustín. Un microcosmos. Y el creador del mismo fue el propio rey de España. La primera piedra del Renacimiento en España solo puede ser el monumento en sí, que fue el primer edificio construido allí con ese estilo arquitectónico. Está clarísimo, en la primera piedra de la basílica se halla la sangre de Felipe II.
Hitler la releyó de nuevo siguiendo la clave dictada por su delfín.
Es la verdad de todo que
la sangre de una persona,
sea fundador del mundo,
del microcosmos, o lo sea
del interior de sí mismo, tiene
como primera obligación la de
ser piedra o fundamento en
el renacimiento del mundo o
de España. De cada una, dos.
La unidad frente a la Torre de Babel
—¡Todo es una enorme estupidez! —gritó Goering—. ¿No creerá que ese hombre estando en sus cabales iba a esconder su propia…? —Se giró hacia Hitler, buscando su hilaridad.
Pero no se atrevió a terminar la frase. La visión de los ojos del líder nazi inyectados en ambición y locura, le cortó como un rayo. Se dio cuenta que el mensaje de la sangre había calado en él, así que mejor permanecer callado. Por su lado, Himmler vio la oportunidad de seguir incidiendo en el asunto. Echó una sonrisita de superioridad a Goering antes de continuar hablando.
—Se trata de uno de los soberanos más importantes de la historia. Y lo que es más interesante, de origen germánico. La dinastía a la que perteneció, los Austrias, hunde sus raíces en el Ducado de Suabia, en plena Baviera, en el Sacro Imperio Romano Germánico. Su linaje acabó estropeándose por los casamientos entre familiares, pero en Felipe II, la sangre aún permanecía pura. Era un rey de una gran sabiduría, solo comparable a la de Salomón. Las investigaciones están muy avanzadas y nuestros científicos creen que relativamente pronto encontrarán la forma de manifestar el pasado en el presente.
—¿Relativamente pronto? ¿Cuándo? —preguntó el Führer adustamente.
El interpelado carraspeó, titubeó, se pasó la mano por la frente y dudando, respondió:
—La ciencia avanza muy rápido…
—¿Cuándo?
—En diez… o quince…
—¿Meses?
—Años.
Hitler golpeó la mesa con furia repetidamente, mientras gritaba.
—¡Creía que ese proyecto estaría ya tocando a su fin! ¡Quince años! ¿Qué clase de inútil dirige la investigación?
—El jovencísimo Angus Lopiter.
—¿El hijo de Herbert Lopiter? ¿El mismo que es incapaz de fabricarme los fertilizantes que le pedí? ¡Estamos en 1940 y después de años de experimentos todavía no ha podido dar con el elemento clave que los haga funcionar! ¡Así resulta imposible ganar una guerra! ¡Es de idiotas pensar que las guerras se ganan solo en el campo de batalla! O se abastece a los ejércitos o no hay nada que hacer. Quiero saber el nombre de la persona que le ha designado.
—Fui yo, mi Führer —contestó Himmler, tembloroso.
Hitler apretó el puño cerrado contra su boca, mordiéndose la lengua, sujetando sus impulsos, tratando de no volver a estallar de ira, mientras el responsable del nombramiento intentaba justificarse.
—Con todos mis respetos, Angus Lopiter no es un inútil. Su fracaso en el asunto de los abonos no será porque no esté poniendo todo su empeño, pero aunque colaboran con él los mejores químicos, no es su campo. La genética, sin embargo, sí. Nadie le supera en ese ámbito de la ciencia. Se trabaja día y noche en ambos proyectos, puedo jurárselo.
Goebbels, el Ministro de Propaganda, salió en su auxilio.
—Si encontráramos la sangre del rey español, supondría un espaldarazo para todo el nazismo. Será una señal más de que somos superiores al resto de razas. La única que debe existir. Sacaremos partido del descubrimiento. Con la propaganda adecuada se convertirá en un arma en la lucha contra Inglaterra.
Hitler se quedó meditabundo y pasaron algunos minutos hasta que Goering se atrevió a romper el silencio.
—¿Qué le diremos al régimen del general Franco? Si descubren el verdadero motivo de la excavación arqueológica no querrán entregárnosla.
—Le contaremos únicamente que nos interesa el estado de conservación de la primera piedra, para futuras obras —contestó Himmler.
—¿Se lo creerán?
El tren especial, fletado para la visita de la comitiva nazi, llegó con absoluta puntualidad a las nueve horas del día veintiuno de octubre de 1940 a la Estación del Norte de Madrid. Previamente Himmler visitó rápidamente San Sebastián, Burgos y Valladolid, donde el régimen dictatorial del general Franco no dejó de colmarle de atenciones. Daba lo mismo la ciudad e igual la calle a visitar. Allí donde mirara lucía una esvástica. Quizás para tapar la verdadera situación del país. España se moría de hambruna y ruina. Ni gatos, exquisito manjar, se veían por las calles. Los tres años de Guerra Civil habían devastado el territorio y a las personas, abriendo profundas heridas que décadas después siguen sin cicatrizar. Sin industria, apenas sin agricultura en plena posguerra y desconociendo todavía la palabra turismo, el ejército y la iglesia se repartían los mendrugos y educaban a la sociedad en la disciplina del puño férreo.
A la victoria de Franco contribuyó el ejército alemán con su aviación y precisamente a recordar los favores prestados venía Himmler, primero y Hitler después. Aquel con la excusa de preparar la visita de este y el líder nazi a solicitar la entrada de España en la Segunda Guerra Mundial. El Caudillo y el Führer se verían en Hendaya dos días después.
El séquito alemán lo formaban veinticinco personas, entre los que se contaban historiadores, arqueólogos y expertos en geología. Al frente, el general Karl Wolf. Todos ellos de la Ahnenerbe o Herencia de los Ancestros, creada por el propio Himmler en 1935. Pretendía buscar cualquier vestigio de la raza aria, allí donde estuviera. Querían demostrar que el origen de la civilización y la cultura eran germanos, pero acabaron persiguiendo cualquier reliquia o símbolo de todas las religiones y creencias, como el Arca de la Alianza, la Piedra del Destino, el Santo Grial, la Lanza de Longinos o el Martillo de Wotan. El grupo había llegado tres días antes, desplazándose directamente al monasterio de El Escorial, donde trabajaban sin descanso. Lo hacían con la ayuda de la Comisaría General de Excavaciones Arqueológicas de España, aunque únicamente les dejarían el trabajo sucio. El estudio del contenido de la primera piedra de la basílica del monasterio se la reservaban ellos. Así estaba pactado. Solo una vez que los científicos de la Ahnenerbe la hubieran analizado, pasaría a manos españolas.
Con la restauración de la monarquía en España, las órdenes religiosas dejaron de estar prohibidas y los monjes poblaron de nuevo el abandonado edificio fundado por Felipe II. En 1885 se decidió que los agustinos fueran los religiosos encargados del monasterio. A diferencia de los jerónimos, el cultivo del estudio constituía un pilar fundamental de la congregación, así que supieron explotar adecuadamente todo el saber atesorado en la biblioteca, con sus más de cincuenta mil volúmenes de incalculable valor, consiguiendo algunos frailes cátedras en universidades y puestos en varias Reales Academias del saber.
Himmler acudió a la excavación en el Monasterio de El Escorial al día siguiente de su llegada a España. Una amplia comitiva de autoridades locales acompañaba al cortejo alemán. Bajaron de sendos Rolls Royce y entraron en el edificio por la puerta norte, el acceso a la parte del conocido como Palacio de los Borbones. Además, visitaron la Sala de Batallas, los aposentos de Felipe II, el Panteón de Reyes, en el que descansaban los restos de todos los monarcas españoles desde Carlos V y por fin llegaron a donde quería el líder nazi, la basílica.
Todo estaba cubierto de una densa capa de polvo y el ruido de las palas y los picos repicando contra el contundente granito era ensordecedor por momentos. El trabajo se concentraba bajo el ara de San Jerónimo a la derecha del altar mayor. El grupo de la Ahnenerbe había construido un armazón de madera con grandes telas blancas en torno a la zona de trabajo, para que nadie pudiera ver lo que hacían allí dentro. Fuera de ella, algunos monjes con cara de pocos amigos y varios miembros de la Comisaría General de Excavaciones Arqueológicas dispuestos a sonreír, a pesar de que la polvareda solo invitaba a toser. El jefe nazi no miró ni a unos ni a otros. Hizo un gesto de espera a la comitiva de autoridades españolas que le acompañaba y se introdujo en la estructura. En cuanto se percataron de su presencia, los arqueólogos alemanes se cuadraron. El general Karl Wolf se adelantó hacia él.
—Señor, le informo de que estamos a punto de llegar a los cimientos y por tanto a la primera piedra.
Himmler, cogiéndole del brazo, hizo un aparte con él.
—No quiero ni un solo error. No podemos permitírnoslo, ¿comprende? Si no, la Ahnenerbe haría el ridículo otra vez más.
En su cabeza resonaban aún las palabras de Hitler recordándoselo, exigiéndole que no fracasara de nuevo en la búsqueda de vestigios germánicos.
—Queda claro —contestó Wolf.
—Lo que buscamos tiene que estar aquí —dijo Himmler en voz alta, más que nada, tratando de convencerse a sí mismo.
—Sin duda, señor. Las crónicas de fray José de Sigüenza, uno de los jerónimos que participó en la construcción, atestiguan que solo la primera piedra de la basílica fue consagrada en una ceremonia con toda la pompa y el boato, y no así la del monasterio. Efectivamente debe estar aquí.
—Lo sé, general. No hace falta que me de lecciones de historia. Pero si nos estamos equivocando no contaríamos con margen para excavar en busca del otro pilar. Nos tendríamos que marchar con el rabo entre las piernas y los bolsillos vacíos.
La comitiva salió del templo por la entrada principal que daba al Patio de Reyes, camino al siguiente punto de interés, la biblioteca. Himmler se giró ante la sensación de ser observado. Así era. Se trataba de los Reyes de Judea. Seis gigantes estatuas de cinco metros de altura, del escultor Juan Monegro, le clavaban su mirada de piedra desde lo alto de la portada de la basílica. Josafat, Ezequías, Josías, Manasés y por supuesto, David y su hijo Salomón. Todos ellos contribuyeron al esplendor del templo de Jerusalén de una u otra manera.
Parecía que le recriminaban algo, pero Himmler no tenía sentido de culpabilidad alguno. No siendo capaz de ver sangre sin marearse, no mostraba sin embargo, sensibilidad ninguna cuando sentenciaba a muerte a los judíos que enviaba a los campos de concentración. Lo que sí sentía era repugnancia. Por más que se empeñara, su Ahnenerbe no podría borrar jamás el pasado de un pueblo con miles de años de historia y eso le irritaba tanto como le asqueaba. En algo sí coincidía con aquellas figuras. Al igual que ellas, en su pecho latía un corazón de piedra.
No eran los únicos ojos que le observaban. El Padre Ángel Custodio, prior agustino, también clavó los suyos en él. Desde una ventana miraba como Himmler cruzaba el Patio de Reyes encaminándose hacia su posición en la Real Biblioteca Escurialense, que ocupaba un gran espacio sobre la entrada principal del monasterio. Se hacía preciso pasar por debajo de ella antes de acceder a la basílica. Se quería dar a entender que el camino para alcanzar a Dios había de atravesar necesariamente por el conocimiento. Se encontraba en la misma línea longitudinal que el tabernáculo de la iglesia, el sancta sanctórum.
El jerarca nazi subió por los cinco tramos de incómodos escalones y accedió a la biblioteca por la entrada orientada al norte. Cuando alzó la vista se quedó maravillado. No había contemplado nunca obra de arte igual.
Con sus medidas de cincuenta y cuatro metros de largo por nueve de ancho y una altura de diez metros, en su tiempo la biblioteca era una de las más grandes en tamaño y la segunda en importancia después de la Vaticana.
El Padre Ángel Custodio se acercó a Himmler, hablándole en un perfecto alemán.
—Si se gira verá el testero de la Filosofía y desde ahí, representadas en la bóveda las siete artes liberales. Primero las del Trivium: gramática, retórica y dialéctica. Ayudan al hombre a perfeccionarse interiormente. Y a continuación las del Quadrivium: aritmética, música, geometría y astrología, que permiten el conocimiento del mundo exterior. Están separadas por arcos fajones, algunos reales y otros pintados, hasta llegar al testero sur, donde se simboliza la Teología. En las bovedillas aparecen Aristóteles, Cicerón, Salomón, Pitágoras, Euclides… una serie de personajes históricos y también mitológicos relacionados con las artes. Debajo una cornisa de oro recorre los cuatro muros de la biblioteca. A continuación los frisos, donde se representan escenas clásicas. Y por último, las estanterías que albergan los libros. Ahora, como puede observar, nos encontramos bajo la bóveda de la Gramática.
—Tiene su lógica empezar con ella —intervino el alemán—. “En el principio era la palabra”, como dice el evangelio de San Juan.
El agustino sabía que no trataba con un iletrado. Himmler tenía estudios universitarios en filosofía y filología y era un experto en historia.
—En este friso, por ejemplo, está pintada la Academia de Gramática de Babilonia —comentó Custodio.
—Sí, la primera de la historia. Creada por el rey Nabucodonosor II. Un gran hombre. Arrasó Jerusalén en el 587 antes de Cristo. No quedó en pie ni el templo de Salomón y los judíos fueron dispersados —aseveró el nazi con media sonrisita.
—¿Sabe quiénes son esos cuatro muchachos representados en la pintura y que están siendo recibidos precisamente por el rey? —preguntó Custodio señalando el friso.
Himmler negó con la cabeza.
—Son los alumnos aventajados, los más listos de la Academia. Se trata de Daniel, Ananías, Misael y Azarías. Son judíos —expresó el religioso con mala leche.
El fraile, tomó un poco de aire antes de continuar hablando mientras el alemán le miraba como el que observa a un gusano.
—Deploro lo que están haciendo con la raza semita. Todos somos hijos de Dios.
El ilustre visitante ya intuía que no era bien recibido por aquel religioso, pero acababa de confirmar sus sospechas. No estaba acostumbrado a que le dijeran a la cara opiniones contrarias a sus ideas racistas.
—No discutiré con un simple monje mis convicciones particulares.
—Convicciones particulares que se convierten en la política terrorífica del III Reich. Además, no somos simples monjes que estemos fuera del mundo. Conozco el nazismo. Viví su ascensión en mi época de estudiante de doctorado en la Universidad de Múnich.
Himmler no estaba dispuesto a una discusión con lo que para él era un insignificante hombre. Hizo un gesto de desprecio y se giró hacia atrás presto a seguir con su visita a la biblioteca, ya fuera con guía o sin él. Vio entonces en el friso opuesto una representación pictórica de la Torre de Babel. El Padre Ángel Custodio se dio cuenta de lo que miraba.
—La Torre de Babel es el intento por parte del hombre, guiado por la ambición y la codicia, de ponerse a la altura del Señor. Representa la soberbia llevada a su extremo, querer ser como el Altísimo.
—¿Y este monasterio no pretende lo mismo? ¿No intentaba también Felipe II ponerse a la altura de Dios?
—Se equivoca. No es lo mismo situarse al mismo nivel que jugar a ser el Todopoderoso, como están haciendo ustedes. Manipular la esencia del ser humano es alterar su alma y eso lo pagarán caro.
—Suena a acusación, Padre.
—Quizás porque lo es.
—La ciencia avanza a pasos agigantados. ¿Le da miedo que alcancemos el poder de su Dios y seamos capaces de crear seres a nuestro antojo?
El monje se quedó callado durante unos instantes, luego espetó:
—Comprendo a qué han venido. Sé lo que están buscando y no lo encontrarán.
Himmler pareció recordar algo que le alteró de súbito. Hizo un nervioso gesto a su secretario para que se aproximara.
—La carta —le señaló escuetamente.
El ayudante personal abrió su maletín y extrajo el manuscrito de Juan Bautista de Toledo. El Padre Ángel Custodio palideció.
—“Frente a la Torre de Babel” —leyó el creador de la Ahnenerbe, para a continuación mirar de nuevo hacia el fresco que la representaba.
Poseído, se acercó a los estantes contrarios al punto donde se encontraba, bajo el friso de la Academia de Babilonia. Como todas las de la biblioteca, la estantería estaba realizada en maderas escogidas de ébano, caoba, nogal, naranjo y cedro y rematadas en estilo dórico, que se reservaba a lo épico, a lo heroico. Aparte de lo que contenían, los anaqueles eran una joya en sí. Permanecían cerrados con una puerta de malla de alambre que permitía ver los volúmenes. Cada estante se sellaba con su correspondiente candado.
—Aquí solo hay libros, ¿verdad? Nada más que libros, ¿no? —preguntó Himmler con ansiedad.
—Sí. Solo libros —aseveró el fraile con todo el aplomo que pudo.
—¿Por qué están del revés, con el lomo hacia dentro y las hojas para fuera? ¿Qué esconden?
—Nada. Simplemente este sistema permite que los libros se aireen más y se conserven mejor. Al tener todos los cantos de las páginas bañados en oro, estéticamente quedaban más vistosos, en consonancia con la decoración pictórica de la bóveda y la cornisa dorada. Eso es todo.
—¿Y cómo puede saberse entonces qué libro es cada uno?
—Si se fija verá que el nombre está impreso sobre el canto de las hojas.
Himmler empezó a leer para sí algunos títulos sueltos de los diferentes plúteos. Ars Grammatica, de Antonio de Nebrija; Summa Diligentia,de Arquitrenio; Rethorica en Lengua Castellana, de Miguel de Salinas; hasta que llegó a Medidas del Romano.
—¿Medidas del Romano? —exclamó extrañado—. Es un tratado de arquitectura, no de gramática. ¿Qué hace aquí? Quiero verlo.
—No es posible —negó el monje nerviosamente—. ¿No le parece que ya han causado bastantes destrozos en el monasterio?
—Insisto, quiero verlo —dijo con severidad.
—¡Herr Himmler! —resonó su nombre por toda la biblioteca.
Uno de los arqueólogos de la Ahnenerbe cubierto de polvo y sudor se abrió paso entre la comitiva de autoridades españolas y miembros de las SS que acompañaban al ilustre visitante alemán.
—¡Herr Himmler! —chilló entre ahogos por el esfuerzo—. Hemos extraído la primera piedra de la basílica.
Con superioridad en forma de sonrisita, el jerarca nazi se giró hacia el Padre Custodio alargándole el escrito de Juan Bautista de Toledo.
—Tome esta carta. Ya no la necesitamos. Puede ordenar que la archiven.