PRÓLOGO
Berlín, 30 de abril de 1945.
La salida de emergencia del búnker de Hitler se abrió y un extraño cortejo se mostró a la luz. Primero, una pareja de oficiales de las SS que transportaban una alfombra gris. De ella asomaban dos piernas. A continuación, otro oficial de las SS llevaba en brazos el cuerpo de una mujer rubia. Detrás, un grupo de seis personas, entre ellos un conocido gerifalte nazi.
Angus Lopiter y Markus Keller se miraron atónitos. Los dos científicos del Instituto Kaiser-Wilhem de Antropología, Herencia Humana y Eugenesia, observaban la escena escondidos en un cráter, obra de un obús ruso.
—Es Goebbels —dijeron al unísono, sin hablar, únicamente moviendo los labios.
Los soldados depositaron los cadáveres en una zanja rociándolos con abundante gasolina.
Un fuerte silbido rasgó el aire y una gran explosión causada por un proyectil soviético hizo temblar el suelo. La fúnebre comitiva corrió buscando la seguridad de la entrada al refugio. Desde ahí lanzaron un trapo en llamas sobre los cuerpos, que empezaron a arder. Realizaron el saludo hitleriano, brazo en alto y cerraron la puerta. Enseguida un olor a carne quemada invadió el ambiente.
Los dos científicos seguían sin dar crédito a lo que ocurría. No sabían qué hacer. Dejaron transcurrir un buen rato, en el que cayeron otros dos obuses, antes de salir del agujero en el que se encontraban. Se acercaron hasta la entrada del búnker. Allí el olor era más fuerte, casi insoportable. Ninguno se atrevía a llamar a la puerta por si hubieran visto algo que no tenían que presenciar. Rodearon los cadáveres evitando la columna de humo que desprendían. Estaban irreconocibles. Angus Lopiter advirtió algo en el suelo, al lado de los cuerpos y se agachó a recogerlo. Una foto. El rostro impreso en ella le resultaba familiar. Dio la vuelta al retrato y se quedó horrorizado. Leyó con voz titubeante lo que rezaba escrito al dorso.
—Klara. Klara Hitler.
—¡Es el Führer! —exclamó Keller.