EL PRIMER DISCURSO

 

 

 

 

La ansiedad antes del primer discurso resultaba enorme para Hitler, no tanto por hablar en público, sino por saber si eran capaces de llenar la sala de la Cervecería Hofbräukeller, con aforo para ciento treinta oyentes. Los miembros del partido se encontraban en una estancia contigua, cuando Anton Drexler irrumpió exultante.

—¡Tenéis que ver esto!

Rápidamente, Adolf asomó el flequillo por la puerta y miró al interior de la sala. Su idea de insertar un anuncio en el periódico independiente Münchener Beobachter, había sido un éxito. Atrajo a ciento once personas. Cuatro veces más que en el último mitin.

No esperaron más y a las siete en punto comenzaron. Un profesor de Múnich, invitado por la organización fue el encargado de romper el hielo. Después intervino Hitler. Como soldado, iba vestido de uniforme. Tenía la misma edad que Jesucristo cuando empezó a predicar, treinta años. Era el dieciséis de octubre de 1919.

Aclaró la garganta y miró a su público. A diferencia del anterior orador, se puso de pie y sin titubeo alguno, comenzó a hablar, con un chorro de voz enérgica y poderosa que llamó la atención de la concurrencia.

—Me llamo Adolf Hitler. Soy como vosotros. He trabajado muy duro, como vosotros —mintió—. Y sé lo que es estar en el frente, derramando mi sangre por este país, viendo morir a mis camaradas, a los que adoraba —falseó de nuevo—, como vosotros.

Con su primer silencio, tras la presentación, arrancó una cerrada ovación. Se había puesto a la altura de su público, haciéndoles que se sintieran identificados con él. Introdujo entonces una de sus tónicas a lo largo de los discursos de toda su vida, una interrogante.

—¿Y sabéis para qué ha valido todo ese esfuerzo que hicimos?

Dejaba la pregunta en el aire, creando expectación y él mismo se respondía, tras otra larga pausa.

—¡Para nada! Para que nuestros políticos nos vendieran cuando todavía estábamos en el campo de batalla. Ay si se levantaran los alemanes caídos en Flandes y tantos otros sitios. ¿Podríamos mirarles a la cara? —dejó transcurrir unos segundos antes de proseguir—. ¿Lo notáis?, ¿os dais cuenta de ese peso en la espalda? —hizo un breve silencio—. ¡Es el puñal que nos ha hincado la socialdemocracia!, o lo que es lo mismo, ¡el judío!

Otra oleada de aplausos recorrió la sala, alternándose con insultos hacia los hebreos. Consiguió atizar en los demás el odio que él portaba dentro. Tenía previsto una intervención de veinte minutos, pero se extendió más de media hora, hablando con un fanatismo visceral acumulado desde sus días de fracaso y miseria total; acerca del marxismo opresor, la prescindible democracia o el devastador Tratado de Versalles.

Una vez pintado el peor de los panoramas posibles, despejaba las nubes, sacando a relucir su propio sol, formado por rayos nacionalistas y socialistas, sin clases.

—Nacional y social son dos conceptos idénticos. Sin embargo, el judío ha tenido éxito falsificando la idea social y convirtiéndola en marxista, no solo porque ha separado la idea social de la nacional, sino también porque las ha presentado como plenamente contradictorias. Este es el objetivo que, de hecho, ha logrado el judío. Con la fundación de nuestro movimiento, hemos tomado la decisión de dar cauce a esta idea nuestra sobre la identidad de ambos conceptos: a pesar de todas las amenazas comunistas para no nombrarlo así, lo llamamos nacionalsocialismo. Nos decimos a nosotros mismos que “nacional” significa, por encima de todo, actuar en unión, amando a nuestra gente en su conjunto e incluso, si es necesario, morir por ello. Frente a internacionalización, nacionalismo. Y de igual manera, ser “social” quiere decir construir el Estado, en el que cada individuo actúa en interés de la comunidad y debe estar convencido de la bondad y honrada fortaleza de esta comunidad de gentes hasta el punto de morir por ella. Y entonces nos dijimos: no existen las clases, no pueden existir. Clase significa casta, y casta significa raza, y los alemanes tenemos la misma raza. Tenemos la misma raza, la misma sangre, los mismos ojos y la misma lengua; aquí no puede haber clases, aquí solo puede haber un único pueblo y detrás de él nada más.

Hizo una larga pausa, antes de finalizar.

—¡Camaradas, uníos a nosotros! ¡Os invito al renacer de Alemania!

La sentida ovación final fue el colofón a los aplausos recibidos a lo largo de la más de media hora de discurso. Toda esa gente a la que había conseguido enervar, pendiente de él, rompiéndose las manos a aplaudir, suponía el orgasmo del hedonista, el regalo que la vida le tenía preparado, el lado resplandeciente de la luna. Había nacido para aquello.

La satisfacción del público pudo medirse incluso monetariamente, pues recaudaron más de trescientos marcos.

En la estancia contigua aguardaba Dietrich Eckart, que le felicitó efusivamente.

—Enhorabuena, no esperábamos menos. Ahora sí podemos decirlo, es usted herr Hitler.

Sacó el brazo que guardaba escondido en la espalda y le alargó a Adolf lo que parecía ser un regalo envuelto en un foulard azul y negro. Con la otra mano separó la tela y un bello libro de tapas gruesas con piedras semipreciosas incrustadas, se dejó ver. Lo cogió de las manos de su mentor y dijo el título en voz alta.

—El Gamaleón.

—Este es ya el último. Completará tus anteriores lecturas. Es del siglo XV. Recoge la profecía.

Su mentor gesticuló indicándole que abriera el ejemplar. Lo hizo justo en la página donde se encontraba una señal. Adolf se sonrió y leyó la profecía.

El resto de miembros del partido irrumpió en la habitación produciendo bastante ruido. Eckart rápidamente se acercó al oído de Hitler y le espetó:

—Ten cuidado. Algunos quieren seguir siendo minoritarios, una sociedad secreta, pero otros deseamos ver lo que creemos en lo más alto. Imponte.

“Felicidades”, le fueron repitiendo los socios del movimiento, excepto Karl Harrer, el presidente del partido para el Reich. No parecía muy contento.

—Herr Hitler, no debería atacar de esa forma al marxismo. Somos únicamente un pequeño grupo y ponernos en el punto de mira de los comunistas es peligroso. No hará falta decirle que en la actualidad son los más influyentes en Múnich y no nos conviene llamar la atención. Ha habido más de cien asesinatos de carácter político desde el final de la guerra. No querrá aparecer un día muerto en un callejón, ¿verdad?

—¿Bromea, herr Harrer? ¿Está bromeando, no? ¡No me he unido a este partido para charlar delante de un centenar de borrachos! No ha entendido usted nada, querido presidente. La meta debe estar mucho más allá y para ello lo importante es que hablen de nosotros, que nos insulten, que nos llamen payasos si quieren, pero que nos conozcan. La propaganda es lo único que cuenta. Y la única forma es ponernos en contra al marxismo judaico. Ellos nos harán la publicidad gratis.

Se calló durante un instante y como si fuera capaz de otear el futuro, achinó los ojos, visualizando grandes horizontes.

—Hay que llegar a más gente. ¡Mi público debe ser Alemania entera!

El criterio de Hitler se impuso y Harrer dimitió, ocupando Anton Drexler el puesto de presidente del partido.

 

Con el dinero que iban recaudando imprimían publicidad. Propaganda y más propaganda, esa era la consigna. Así la fama del orador demagogo crecía. Eso les permitió cobrar entradas a los mítines. Fue el primer partido que lo hizo. Siete semanas después ya llenaban locales de más de cuatrocientas personas. A principios de 1920 congregaron a más de dos mil oyentes.

A golpe de discurso y a fuerza de repetirlo, clavaron la palabra nacionalsocialismo en el cerebro de todos los asistentes a sus mítines. De tal forma que ellos mismos cambiaron el nombre del movimiento. Pasó a denominarse Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes. El nazismo veía la luz. Y para arroparlo se buscó una bandera. No podía ser otra que la esvástica, claro. Fue un simple dentista quien diseñó el símbolo que aterrorizaría al mundo. El problema estuvo en conjuntarla. Se eligió el color rojo de fondo por la idea social del partido. El disco blanco por la pureza de la raza, por el nacionalismo. Y la esvástica negra como distintivo antisemita.

 

Para Hitler, el creciente número de socios del partido nazi, casi tres mil a finales de 1920, especialmente soldados desencantados, junto con cuarenta mil simpatizantes, no resultaba suficiente. No estaba contento. Predicando la palabra y repartiendo folletos no llegaban a suficiente gente, en su opinión. Quería más y fijó su atención en el Münchener Beobachter.

—Hay que llegar a más personas, herr Eckart. Con mis discursos, con los panfletos, conseguimos que se nos vaya conociendo, pero no es bastante.

—¿Qué necesita, herr Hitler? Dígamelo.

—Un periódico —soltó, mientras se le iluminaba la mirada.

Su interlocutor hizo una mueca pensativa antes de responder inmediatamente.

—El Münchener Beobachter está en venta.

—Lo sé —sonrió Adolf maliciosamente.

—Bien, ha llegado el momento de que conozca al capital de este país, a los hombres de dinero. ¿Tiene chaqué y chistera?

 

En un solo día, su mentor le consiguió los sesenta mil marcos que pedían por el rotativo. Herbert Lopiter, de la industria química, fue el principal proveedor de los fondos.

El nombre del periódico se cambió por el de Völkischer Beobachter, “el Observador del Pueblo”. Amplió su tirada de dos veces por semana a diario. Hitler ya disponía de un enorme altavoz para llegar a todo el país. Un espejo para verse reflejado, en el que cualquiera podía mirarse.

Todo el mundo quería conocer al nuevo fenómeno, al rey de la ciudad y de la mano de Dietrich Eckart se le abrieron las puertas de la alta sociedad. Lo que Viena le había negado, Múnich se lo daba. Le recibieron como a una curiosidad, con sus modos toscos y su chaqué raído. Pero se dejaban embelesar como todos los demás cuando hablaba, en especial de arte y particularmente sobre Wagner. Aunque normalmente Hitler se mostraba cohibido ante la burguesía. No estaba a gusto. No obstante, sabía que debía frecuentar los salones de altos vuelos. Le gustara o no, necesitaba al capitalismo. La industria, los negocios, el dinero, se encontraban allí.

Al igual que los trabajadores, soldados y la clase media, como base de su movimiento para asentarse en Alemania, le era indispensable la burguesía y los industriales para llegar donde quería. A los obreros les proporcionaría una sociedad sin estamentos. A la clase media les anunciaba el fin del capitalismo que tanto les perjudicaba. A todos les predicaba que acabaría con el comunismo y a la alta burguesía les prometió Europa. Les daría una guerra.

—Herr Hitler —saludó tintineantemente la atractiva mujer al verle entrar tras el mayordomo—, herr Eckart, bienvenidos.

—Señora Hanfstaengl —respondió Adolf juntando sus tacones de modo marcial, inclinándose aparatosamente como si se tratara de la reina de Inglaterra.

—Pasen a la biblioteca. Los hombres están allí tomando una copa. Aprovechen para conversar de sus cosas todo lo que quieran, porque durante la cena no les dejaré. A la langosta y al caviar no les sienta bien oír hablar de política y negocios.

Los dos hombres sonrieron el ingenioso comentario. A Adolf le gustaron las formas de la elegante fémina. Intuía que llegarían a ser buenos amigos.

En aquella sala forrada en caoba, repleta de gruesos libros y viejos volúmenes, con sus elegantes muebles a juego, se encontraban bebiendo Bollinger, las mayores fortunas de Alemania. Fritz von Thyssen; Hjalmar Schacht, posterior ministro de economía con Hitler; Daimler; Porsche; Ernst von Borsig, fabricante de ametralladoras; Emil Kirdorf, el rey del carbón del Ruhr; Krupp; Bosch; Messerschmitt, fabricante de aviones; Emil Puhl y Herbert Lopiter.

Carbón, hierro, acero, química, electrónica.

Al final de la Primera Guerra Mundial, el Estado concedió préstamos a los industriales para reflotar la economía. Les sirvió para afianzar sus empresas y posteriormente, con el marco devaluado, muy por debajo de su valor, no tuvieron problema en reintegrarlos y conseguir fuertes beneficios.

—A la pregunta de qué tal nos va, querido Dietrich, tengo que responder que nos va bien, muy bien. El bajo precio del marco alemán nos permite pagar poco aquí y exportar nuestros productos fuera, obteniendo divisas fuertes, que tienen mucho más valor dentro de Alemania. Con ese dinero conseguido en el extranjero, compramos aquí a coste de saldo. Un negocio redondo —explicó uno de los empresarios.

—Eso se llama especular —señaló Adolf.

Eckart le lanzó una mirada criminal, pero le importó poco; Hitler continuó hablando.

—A ustedes les va bien, sí. Pero a Alemania no. Efectivamente, las importaciones se hallan por las nubes. Las previsiones de gasto del gobierno del káiser para la Primera Guerra Mundial se quedaron cortas y tuvimos que endeudarnos. Ahora hay que devolver la deuda y como perdimos, pagar además las reparaciones impuestas por el Tratado de Versalles. La socialdemocracia quiere crear un estado del bienestar, pero este país no dispone de fondos para eso y se dispara el gasto público. Para afrontarlo, el gobierno está imprimiendo demasiado dinero y llegará un momento en que no valga nada y sea solo eso, papel. Ya se pagan doscientos marcos por un dólar y sigue devaluándose.

—Vamos, herr Hitler —le dijo un hombre de gruesa papada—, no quiera hacerme creer que tiene principios. Usted desea poder y nosotros capital. Y todos estamos dispuestos a lo que sea para lograrlo. Porque usted ha acudido a nuestra llamada. A su vez, como es lógico, nosotros le hemos llamado. Usted requiere dinero para llegar al poder y nosotros necesitamos ese poder para beneficiarnos y obtener más dinero. Usted le para los pies al comunismo con su fuerza de choque y nosotros le financiamos su actividad. Eso es justicia.

—Hasta ahí, me imaginaba su parte de la negociación —indicó Hitler con suficiencia—, pero aún puedo proporcionar algo más a sus ansias acaparadoras. 

Eckart le taladró de nuevo con la mirada, pero a Adolf otra vez le dio igual, seguro como estaba de llevar las riendas.

—Si llego a lo más alto, les doy mi palabra de que tendrán que fabricar en grandes proporciones, caucho, acero, hierro, extraer carbón y mejorar las tecnologías. Todo lo preciso para hacer de Alemania una primera potencia armamentística.

Los murmullos de los industriales llenaron la sala. Hitler, como si hablara ante su público, hizo uno de sus largos silencios, hasta que tuvo todas las expectantes miradas clavadas de nuevo en él.

—Sí, les prometo lo que están pensado, una guerra. Una política de rearme hará crecer la economía, dará empleo y permitirá que nos quitemos el yugo opresor del infame Tratado de Versalles, pudiendo dedicar esos recursos a nosotros mismos. A la vez, aumentaremos el espacio vital de Alemania. No podemos ser una potencia en un territorio tan pequeño y menos aún cuando la población crece a un ritmo de ochocientos mil habitantes por año.

Los aplausos atronaron la atestada biblioteca de la casa del matrimonio Hanfstaengl, mientras un empresario de prominente barriga se acercaba a palmotear su hombro.

—Herr Hitler, sin duda es usted nuestro hombre —exclamó.

Otro de los industriales, más escéptico, le espetó:

—De todas formas, ¿no cree que aún le queda mucho para llegar al poder?

La sala se vació de la algarabía reinante y los pasos de Adolf al acercarse a aquel individuo, retumbaron como redobles de tambor antes de una ejecución. Al detenerse frente a él, se podía escuchar el sonido de los hielos chocando contra el cristal de su copa. Tal era el temblor de sus manos.

Hitler, fijó su mirada en la del empresario, a tan solo diez centímetros de su cara. Ver el miedo en sus ojos fue suficiente recompensa, así que se retiró un poco y sonrió con seguridad, empezando a hablar de nuevo.

—Desde pequeño me enseñaron una cosa que con los años he perfeccionado. A observar. Y me doy cuenta de que Alemania vive en una agitación constante.

—A la que nosotros mismos contribuimos —agregó Eckart.

—Y sé —prosiguió Adolf—, que desde el punto de vista del conservadurismo, representado por ustedes, eso no es bueno. Tienen razón. No les viene bien a corto plazo, pero sí a la larga. Ante tanta incertidumbre, la irrupción de un caudillo que reconduzca la situación a la disciplina será bienvenida. Créanme. Mi misión es seguir incendiando los corazones de las gentes, para que anhelen el cambio.

Otro de los empresarios se le acercó con una copa de champán y para desengrasar el ambiente, quiso empatizar con él.

—Creo que compartimos un temor, herr Hitler. El comunismo. Necesitamos parar a los trabajadores y su partido parece una buena fuerza de choque para ello. ¿Pondrá a raya a los marxistas?

—No teman. El partido nazi está trabajando al respecto. Cuando llegue al poder llevaré a cabo un plan ardiente —señaló haciendo gesto de comillas con los dedos—, que tengo pensado para acabar con los bolcheviques de Alemania.

Los industriales sonrieron satisfechos.

Hitler se aproximó hasta Herbert Lopiter. Hizo un aparte con él, mientras oía a sus espaldas:

—Los que sí que están haciendo un buen negocio con nosotros son los bancos suizos.

—Sí, van a tener que poner sucursales aquí en Múnich, porque yo ya empiezo a cansarme de llevar divisas.

Todos rieron abiertamente.

Adolf comenzó a hablar en voz baja.

—Herr Lopiter, quiero agradecerle su contribución para poder comprar el periódico.

—No tiene porqué darlas. Usted simplemente haga lo que esperamos.

—Y eso tengo pensado hacer. Pero deseo comentarle un asunto importante. No podemos permitirnos depender de nadie. Es de capital importancia que nuestra población aumente, si queremos ser un país grande y dominante. La Gran Guerra me enseñó que los conflictos no se ganan solo en el campo de batalla, no los vencen los más fuertes, si no los que mejor se organizan. Una de las cuestiones más importantes en ese sentido es el aprovisionamiento alimenticio y los periodos bélicos son épocas de carestía. Bien, pues a Alemania no le volverá a pasar lo mismo. Un ejército alimentado es un ejército poderoso. Debemos ser autosuficientes. Es imprescindible. Así que empezaremos a trabajar desde ahora. La industria química, de la que usted es uno de los principales prebostes es fundamental en este asunto.

—No veo a dónde quiere ir a parar, herr Hitler.

—Quiero que fabrique fertilizantes para mí.

Herbert Lopiter le miró como si le estuviera tomando el pelo.

—Ya fabricamos fertilizantes.

—No le hablo de uno cualquiera. De esos hay a montones. Han de ser especiales. Capaces de hacer florecer el desierto.

—Pero, pero… —balbuceó—, eso puede llevar años de investigación.

—Por esa razón hay que comenzar ahora mismo. Deme progresos y yo le cubriré de beneficios.

El industrial se quedó pensativo durante unos instantes.

En ese momento, la señora Hanfstaengl irrumpió en la biblioteca invitando a todos los hombres a acudir al comedor para la cena. Cuando Adolf pasó al lado del empresario que había dudado de él, le dijo mirándole a los ojos:

—Respondiendo a la pregunta que me hizo, le aseguro que tomaré el poder mucho antes de lo que usted cree. No pienso esperar a que la democracia me lo dé.

 

Proyecto resurrección
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