LA PROPUESTA

 

 

 

 

Mar estaba totalmente horrorizado por la historia de Marta que le estaba relatando Francis por el móvil.

—¡Pobre mujer! ¿Y qué pasó entonces, saltó al vacío cuando la echaron del orfanato de su hija?

Fitaola siguió narrando los hechos.

 

* * *

 

Las monjas tuvieron la gentileza de llamar a un taxi para que recogiera los despojos de Marta y la llevara de vuelta al centro de Salzburgo. Había llegado al orfanato con el coche alquilado en el aeropuerto de Ámsterdam, pero hasta ellas se dieron cuenta de que no se encontraba en condiciones de conducir. El taxista tuvo que ayudarla a levantarse del suelo y meterse en el vehículo. Le dio su propia botella de agua.

—¿Dónde la llevo, señorita?

Marta, ida, fuera de este mundo, no soltaba palabra.

—¿Quiere que la deje en algún sitio en especial? —repitió el taxista.

No contestó y decidió trasladarla de nuevo al casco histórico. El conductor paró en el borde del río Salzach, cerca de una de las entradas a la zona peatonal. Al ver de nuevo aquellas calles que tantas veces recorrió cargada con su violín, Marta fue volviendo en sí misma. Desde que llegó a los nueve años, había sido feliz allí, con la música. A todo lo demás renunció y ya no sabía si merecía la pena. Lo que más le gustaba de la ciudad era mirar a la gente. Los habitantes de Salzburgo tenían las manos finas y los ojos llenos de talento e inteligencia. Sintió dejar la ciudad cuando la llamó la Filarmónica. Berlín resultaba más frío y odiaba el ambiente de competencia con los otros miembros de la orquesta. Aunque se veía capaz de medirse con cualquiera. Nunca encajó. En el par de fiestas a las que acudió no sabía ni dónde ponerse.

Instintivamente movió las manos. No sentía dolor en esos instantes. Pero estaba exhausta. Llevaba más de quince horas sin comer nada. Creyó que hacerlo le vendría bien y entró en un restaurante. Pidió un menú, pero una vez que el sonriente camarero le sirvió el primer plato solo jugó un poco con el tenedor y la comida, sin probar bocado. Ni siquiera bebió agua. Tenía el estómago lleno de gatos y no le cabía nada más. Notó que un hombre sentado unas mesas más allá la observaba. No le distinguía bien los ojos, enmarañados, lóbregos, al igual que su traje, de color oscuro. Unos segundos después, cuando volvió a mirar, había desaparecido. Se dio cuenta entonces de que el vaso del siniestro personaje se hallaba boca abajo y los cubiertos intactos. Allí no había estado nadie. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, imaginó que era un ángel negro de la muerte. Esta le rondaba. Lo presagiaba. O eso, o es que perdía la cabeza por momentos. Se encontraba mal, muy mal. Debía salir de allí como fuera. Huir. El camarero corrió tras ella.

—¡Espere!

—Oh, perdone, es verdad, he olvidado pagar la cuenta —se disculpó Marta.

—No se trata de eso, no se preocupe. La casa invita, aunque no ha probado bocado. Simplemente quería darle la enhorabuena.

—¿Cómo dice?

—Ya sabe, por el concierto de anoche. Me emocionó usted profundamente con su actuación.

Al salir del establecimiento se llevó una ovación de la gente sentada en la terraza. Se sonrojó. Empezó a andar por las calles interiores de la zona peatonal con una sonrisa en la cara. Era la primera vez que lo hacía en días, especialmente en las últimas veinticuatro horas. Sí, albergaba esperanzas todavía. Aunque su percepción en el concierto es que no podría volver a tocar, a lo mejor…

Entonces, una llamada al móvil la sacó de sus pensamientos, devolviéndola a la realidad.

—¿Marta? Soy el doctor Werther de la Clínica Franz-Volhard, de Berlín. Ya tenemos los resultados de las pruebas.

—Dígame.

—No son buenas noticias. Comprenda que lo que usted padece no admite un diagnóstico definitivo ni sencillo…

—Vaya al grano, por favor.

—Está bien. Creemos que se encuentra en las primeras fases de la Esclerosis Lateral Amiotrófica, conocida como ELA. La misma enfermedad del científico Stephen Hopkins. 

El médico se aclaró la garganta antes de abordar lo siguiente. No le gustaba decirlo y se imaginaba que menos aún oírlo.

—Le recomendamos que no vuelva a tocar el violín en ninguna circunstancia, ni siquiera como distracción.

La noche anterior, durante el concierto, lo intuyó. Ahora el mazo del juez primaba. Había dictado sentencia y era de muerte. De muerte musical. Se hizo un largo silencio que rompió Marta.

—Pero si anoche mismo pude hacerlo —balbuceó—. Incluso, mejor que nunca.

—Sí, lo vi por televisión. Después de las primeras manifestaciones violentas de la enfermedad, llega una etapa valle en la que se sufren episodios de agarrotamiento y dolores intermitentes, pero músculos y tendones tienden a la relajación. Usted se encuentra en esa fase. Es la calma que precede a la tempestad. Las radiografías indican una atrofia muy avanzada y creemos que la distensión de tejidos se desencadenará en breve. Asimismo, lo mejor es que no esté sometida a ningún tipo de estrés.

—¿Afecta a la cabeza?

—En general no, pero en este primer ciclo puede que vea algún tipo de visiones o cosas extrañas.

Marta pensó en el ángel de la muerte del restaurante, pero todavía no sabía que era más real que alucinación.

—¿Cuánto tiempo me queda para estar postrada?

—Con un tratamiento paliativo adecuado en nuestra institución…

—No pienso seguir ningún tratamiento, adecuado o no. Ya me da igual.

—Entonces, un mes, dos, dos años, tres…

Colgó el teléfono sin decir nada al doctor para no asustarle, pero sabía que le faltaba menos. Minutos. Sin violín y en menor medida sin hija ni marido, solo le quedaba volar, saltar, lanzarse al vacío. Las murallas de la fortaleza Hohensalzburg, el punto más alto de la ciudad, se presentaba como el lugar perfecto para hacerlo. Y hacia allí se encaminó como un alma en pena, arrastrando unas pesadas cadenas de las que quería liberarse.

Giró por un par de calles y cuando se quiso dar cuenta, había llegado a las verjas del cementerio de San Pedro, en pleno centro de la ciudad. Una imaginaria orquesta hacía sonar el Réquiem de Mozart. Ficticias campanas doblaban a muerto. Al menos eso le parecía en su interior.

El tímido fulgor de los faroles al encenderse mostró las primeras sombras de la tarde. De esta forma las negras cruces de hierro y las estatuas mortuorias del cementerio comenzaron a proyectarse sobre el suelo, alargándose poco a poco. Marta sentía que le envolvían y como el miedo se agarraba a ella. Se subió el cuello de la gabardina pues un viento helado empezó a barrer la zona.

Una de las sombras comenzó a hacerse más larga que las demás. Se movía, cobraba vida. Avanzaba hacia ella con sus ojos oscuros, lóbregos. ¡El ángel negro de la muerte!

—Eres el ángel negro de la muerte. Te he visto en el restaurante y ahora vienes a llevarme contigo, ¿verdad? —dijo una asustadísima Marta.

El hombre vestido de negro se quedó extrañado. Pensó que se estaban pasando de la raya y que la pobre se había vuelto loca.

—De momento no —contestó—. Me envía tu hermana.

—¿Mi hermana? —repitió atónita.

La violinista ordenó sus ideas durante unos instantes. Mientras tocaba en el concierto creyó distinguir fugazmente a su gemela entre las primeras filas del público. En aquel momento pensó que se trataba de alguien parecido, pero no era casualidad, ahora todo encajaba.

—Así que anoche presenció mi actuación en Ámsterdam, ¿eh? La muy cobarde ni siquiera vino a saludarme.

Entonces, oyó unos pasos de tacón detrás de ella. Se imaginó quién sería. Se giró a la vez que de un rincón sombrío surgió la figura de Fitaola.

—Hola hermanita —dijo Francis.

La sorpresa de Marta fue mayúscula. Ambas se examinaron en la penumbra de aquel callejón. Llevaban años sin encontrarse.

—¿Qué quieres, para qué fuiste a verme? ¿A certificar mi muerte profesional? ¿A comprobar si iba a ser capaz de terminar el concierto? Porque lógicamente imagino que estabas allí porque ya sabías lo de mi enfermedad y que he de dejar la música, ¿me equivoco?

—Comprenda que estar informado es mi obligación —comentó Fernández sonriendo por orgullo profesional.

Las gemelas le miraron con cara de mala leche y diciendo “cállate”. Eran muy persuasivas y el detective no volvió a abrir la boca.

—¿Y de qué te quejas? —preguntó Francis a su hermana—. Por lo menos viviste tu sueño. Yo no pude hacerlo. Te marchaste con tu violín y ni siquiera echaste la vista atrás.

—¿Y qué sabía yo? Por Dios, tenía nueve años.

—Pues cuando abandonaste a tu hija eras bien mayorcita.

—Eso es una puñalada muy propia de ti. No pienso escuchar ni un segundo más.

—¡Espera! Tengo una propuesta que hacerte.

—No sé qué te traes entre manos, pero directamente te digo no.

—¿Sin saber cuál es la recompensa?

—He dicho que no.

—Te ofrezco diez millones de euros para tu hija. Vamos, no seas idiota. No te suicides en vano. Por lo menos, rentabiliza tu muerte. La niña se beneficiaría de ello.

Marta metió la cabeza entre las manos, meditando.

—¿Qué tendría que hacer? —inquirió la violinista.

—Toma esta tarjeta de crédito a tu nombre. Ve a la peluquería, hazte un tratamiento de belleza y ponte guapa, porque estás hecha un asco. Cómprate unos bonitos vestidos.

—¿Y eso para qué?

—Para acostarte con una persona que está deseando hacerlo contigo.

—¿Eso es todo? Me había pensado algo peor.

—Eso es solo lo sencillo. El trato cuenta con una segunda parte.

 

* * *

 

Marcel tosió al otro lado del teléfono, para aclararse la garganta, antes de preguntar a Fitaola:

—Me tienes asustado. ¿Cuál es la segunda parte del trato?

—Nada especial en realidad. Marta quería suicidarse y podrá hacerlo, pero cuando yo diga y donde yo lo diga.

 

Proyecto resurrección
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