LA DERROTA

 

 

 

 

Alcanzado por un obús británico, el refugio subterráneo de los enlaces alemanes saltó hecho trizas. Con él, el cuerpo de Adolf. Fue la primera vez que probó el sabor metálico de la metralla. A lo largo de su vida, siendo ya Hitler, sobrevivió a once atentados mortales. Solo una cápsula de cianuro y una bala disparada por sí mismo pudieron acabar con él.

Cuando le sacaron del agujero en el que estaba enterrado, se taponaba la herida de su muslo izquierdo. Tuvo suerte, la presión de la tierra sobre la pierna había contenido la hemorragia, permitiéndole sobrevivir. Sus primeras palabras fueron:

—No es tan grave, ¿no es cierto? Podré quedarme aquí, con el regimiento, ¿verdad?

Pero no se pudo quedar. Le hicieron una primera cura de urgencia en el hospital de campaña y aunque su vida no peligraba, hubo que evacuarle. Cualquier soldado suspiraría por tener una herida como la suya, para librarse del frente. Cuando algunos compañeros le felicitaron porque saldría de aquel infierno, él sintió asco por aquellas personas. No sabía que esa actitud era una mínima muestra de lo que se encontraría en la retaguardia.

Fue trasladado al Hospital Militar de Beelitz, cerca de Berlín. Volvía a la patria dos años después, pero nada estaba igual que a la despedida de los soldados. Los vítores se trocaron en silencio. La ilusión por la victoria se transformó en apatía y hastío. No era la Alemania que él conocía.

El sanatorio parecía un nido de cobardes. Adolf no daba crédito. Aquellos que decían llamarse soldados, se mostraban orgullosos de estar allí gracias a pequeñas heridas infringidas por ellos mismos. No tenían ningún cargo de conciencia porque otros cayeran en su lugar. Lo que fuera, antes que la neurosis del frente.

 

Dos meses más tarde obtuvo el alta médica. Adolf pudo permitirse el lujo de pasear por las calles de un Berlín que visitaba por primera vez. Pero la capital de Prusia no se encontraba en su mejor momento. Apenas pudo concentrarse en los edificios. Se le aparecían detrás de un velo gris plomizo que lo cubría todo. Era imposible mirar hacia otro lado cuando se pasaba delante de una cola de cientos de personas mal vestidas en busca de un poco de pan. Se masticaba el hambre. Dos años de guerra habían acabado con gran parte de los recursos del país, incluida la ropa y el calzado. Y para colmo, se vivió uno de los inviernos más crudos que se recordaban. Colecciones enteras de libros, muebles de madera o cualquier cosa que ardiera bien, ayudaban a mitigar el frío, a falta de carbón. La gripe, la tuberculosis y el tifus estaban a la vuelta de la esquina.

 

Inmediatamente fue destinado a un batallón de reserva en Múnich. Aunque hubiera preferido volver directamente al Regimiento List, por lo menos regresaba momentáneamente a la ciudad que siempre consideraría su hogar. Sin embargo, desde el principio notó que también en Baviera el descontento, el desánimo y la agitación habían hecho mella entre la población y los propios reservistas. Unos pedían la paz a cualquier precio, y otros, los anexionistas, solicitaban más recursos para la guerra. La desunión era absoluta, echando la culpa de todos los males a Prusia, a los políticos de Berlín. Se sucedían huelgas, motines, manifestaciones y asaltos. El joven país estaba resquebrajado y eso solo beneficiaba al enemigo, a los aliados.

Adolf habituado a reflexionar en su soledad buscada, no tardó en encontrar al responsable de toda aquella descomposición. La socialdemocracia era el elemento de distorsión que convulsionaba el país. ¿Y quién se hallaba detrás de ese partido? Como no, el judío. Aunque combatían en el propio Regimiento List, su aversión creó una imagen distorsionada, otra más, de ellos. Según él, los pocos que estaban en el ejército “luchaban” detrás de una mesa, en puestos administrativos, alejados de la lluvia y el barro. Los demás, la mayoría, seguían conspirando para convertir Alemania en una Babel de razas de sangre contaminada y con la fijación de imponer un capitalismo internacional.

 

En marzo de 1917 regresó al frente, a su querido Regimiento List, que se encontraba ahora al norte de Vimy. La unidad se trasladaba de una batalla a otra, como carne de cañón. De Vimy a Ypres de nuevo. De ahí a Artois, Chemin des Dames, Champagne... Durante todo el año, el sentido o sinsentido de la guerra dejaba la impresión de que los aliados atacaban, sin avanzar apenas y que los alemanes se defendían, casi sin perder espacios. Las vivencias eran similares para ambos ejércitos, pero las sensaciones diferentes. Los primeros se daban por vencedores y los segundos por vencidos. La entrada de los Estados Unidos en el conflicto así parecía confirmarlo.

La moral en el frente estaba por los suelos, a la altura del fango. Las dos únicas distracciones, leer cartas y comer, ya no suponían lo mismo. Las misivas quedaban borradas por las lágrimas de los propios destinatarios, pues se encogía el alma al saberse las calamidades que los seres queridos penaban en la retaguardia. Adolf se enfrentaba a cualquier soldado que se atreviera a leer una en voz alta. “Minaba el espíritu de la tropa”, decía.

En cuanto al alimento, se comía, pero la carne, las salchichas y las alubias habían dado paso a los nabos, con una sopa de agua caliente de acompañamiento. Mientras, a unos metros, en las trincheras británicas y francesas, disfrutaban hasta de galletas y chocolate.

Para contrarrestar el efecto, se concedían permisos. Adolf aprovechó la ocasión y visitó a su hermanastra Ángela, en Spital. Sus condecoraciones de guerra y su graduación de cabo le hacían sentirse seguro de sí mismo y ya no le daba vergüenza presentarse ante su familia. Conoció a la persona por la que más adelante perdería la cabeza, su sobrina Geli, una niña de nueve años por aquel entonces.

Pero el signo de la guerra cambió con la victoria germana sobre Italia y con la revolución comunista en Rusia, con la que se firmaría la paz al año siguiente.

A principios de 1918, cuando Alemania estaba preparada para asestar el golpe definitivo a los aliados, se produjo una huelga en las fábricas de municiones, que Adolf, como siempre, atribuyó al marxismo judío. Era la señal de que una revolución se aproximaba, como había ocurrido en Rusia.

Por fin, en marzo, el ejército germano se concentró en el frente occidental y el general Ludendorff lanzó una ambiciosa ofensiva, la Operación Michael, que rompió las líneas enemigas y les dejó a tan solo sesenta kilómetros de París.

 

La patrulla francesa avanzaba lentamente, paso a paso, por el pequeño pinar de no más de un kilómetro de largo, próximo a la localidad de Montdidier. Las copas de los árboles concedían una tregua de la pesada lluvia y el suelo no se encontraba tan enfangado en esa zona, dando un respiro a las rodillas, que venían de articularse en exceso sobre el barro del camino recorrido. Pero se acababa lo bueno. Salían del bosque cuando se percataron de que llovía aún más que antes. El cielo estaba plomizo y no se veía bien. El silbido aspirado de uno de los miembros del comando alertó a los demás. Inquietos, miraron al jefe de la patrulla. Con un gesto les indicó cuerpo a tierra. A escasos metros, en una elevación del terreno, divisaron un soldado enemigo que denotaba seguridad absoluta en sí mismo, como si no se hallara en mitad de una guerra: completamente erguido, sin tensión y sin miedo. Su mirada azul celeste emanaba magnetismo.

—Sargento, le tengo a tiro.

La figura empezó a hacer gestos, indicando una carga ofensiva.

—¡Ni se le ocurra o estamos muertos! Ese maldito alemán tiene todo un batallón detrás de él.

El sargento se levantó con las manos en alto y el resto del pelotón también.

—¡Nos rendimos! ¡No disparen, por favor, nos rendimos!

Adolf obtuvo la Cruz de Hierro de Primera Clase por haber detenido él solo a una patrulla francesa de quince hombres. Se trataba de la más alta condecoración que se concedía en el ejército alemán y que raramente se daba a soldados de tropa.

 

Las guerras no se ganan únicamente por la disposición de los militares a ello, sino además, por el abastecimiento que haya detrás de cada ejército. Suministrar las necesarias cantidades de armamento, de repuestos, munición, proyectiles, alimento y personal de reemplazo se hace fundamental. Ahí es donde la balanza se desequilibra a favor de unos u otros. Para el ejército germano fue imposible ir reponiendo y el espejismo de entrar triunfantes en París duró dos semanas, antes de empezar a retroceder. En agosto de 1918 seguían combatiendo, pero la guerra se daba por perdida, aunque no se informó de ello al pueblo, que pensaba que iban a vencer. El brazo que asestaría la “puñalada por la espalda”, como se conoció la traición, estaba preparando el golpe; sin que nadie lo supiera, los políticos alemanes iban a rendirse. El germen que llevaba años incubándose en Adolf, no tardaría en liberarse.

 

En octubre, el Regimiento List combatía en una colina al sur de Werwick, cerca de Ypres, donde cuatro años antes recibió su bautismo de fuego. La guerra, a esas alturas, parecía un sinsentido y la situación entre el pueblo alemán también.

Adolf y un compañero corrían con un mensaje. Intentaban esquivar las granadas de gas que lanzaban los aliados, tal y como se estaba haciendo en Alemania con la revolución comunista que se extendía por Baviera. No eran explosivas, pero el artefacto en sí podía abrirle la cabeza a cualquiera, lo mismo que un disturbio en una calle de Múnich. Cuando impactaban contra el suelo desprendían un líquido de mostaza sulfurada, evaporándose y provocando una columna de humo amarillento, al igual que el odio acumulado entre el pueblo alemán. No se trataba de un arma letal, pero causaba muchas bajas. Los dos soldados evitaban la exposición directa, como la ciudadanía. Llevaban sus correspondientes máscaras, pero la humareda, la sublevación, se iba densificando y aquella especie de careta no dejaba de moverse. Había que mirar al cielo, al suelo, al frente. Avanzaban muy despacio entre aquellos efluvios. El oxígeno apenas llegaba y la sensación de presión era grande, como la que dejaba el hambre en el estómago del pueblo. Consiguieron entregar el comunicado que traían del otro lado de la colina pasada la medianoche y la esperanza lució lejana durante un instante, igualmente que la caduca alegría que da un recién nacido al que no se puede amamantar, porque de madrugada llegaron los gritos de desesperación.

—¡Mis ojos! ¡No veo nada! ¡He perdido la vista! —gritó Adolf.

Alemania había perdido. Se iban a rendir.

 

Proyecto resurrección
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