SABÍA HABLAR
El capellán del Hospital de Pasewalk cogió uno de los periódicos que guardaban en la recepción y se encaminó hacia la habitación de aquel soldado tan condecorado, al efecto de leérselo, como cada día. Ningún otro de los más de mil heridos mostraba interés en los importantes sucesos de aquellas convulsas jornadas del final de la Primera Guerra Mundial. Bastante habían tenido con el frente y las secuelas que les dejaría. Pero este militar parecía especial. Contenía ascuas vivas dentro de él. El odio y la pasión le carcomían. Al párroco le atraía algo, sin saber bien qué era. Quizás su vehemente forma de expresarse. Irradiaba magnetismo.
—Adolf, aquí dice que hay en el ambiente un sinfín de huelgas y levantamientos. Vamos, el pan nuestro de cada día.
—¿Cómo es posible? Es inconcebible. Con nuestros valerosos soldados cayendo aún en el frente —sonó abatido.
—Comentan que los marineros de Kiel se han amotinado, negándose a embarcar para luchar contra los ingleses.
—Tengo la seguridad de que eso no ocurrirá en la noble Baviera.
—La revolución es ya general en todo el país.
—¿Qué más dice? —preguntó Adolf mordiéndose los puños.
—Que el final de la guerra está próximo y Alemania se rendirá.
—¡Eso nunca! —gritó el enfermo fuera de sí, incorporándose en la cama.
—Tranquilo, hijo. Conviene no sulfurarse y estar en reposo, por tus ojos. No querrás quedarte definitivamente ciego, ¿verdad?
El sacerdote le acomodó los almohadones tras la espalda y siguió hablando.
—El presidente de los Estados Unidos, Wilson, ha comentado en un discurso que solo aceptará la rendición de Alemania si abdica el káiser, se declara la república y se establece una democracia.
—¿Democracia? ¡Lo sabía! No se deje engañar, padre. Eso no lo habrá dicho el americano. Seguramente lo exige la socialdemocracia judía, para que creamos que el pueblo tiene algo que opinar en política. ¡Mentira todo! Si quieren ese sistema es para esconderse detrás de una mayoría y no dar la cara por las decisiones que tomen. Ahora tenemos al káiser y él responde, asume la responsabilidad que conllevan sus resoluciones. Además, nadie ha ido al frente a dejarse matar por el parlamentarismo ni la democracia, sino por una Alemania grande.
—Pero Adolf, entonces, ¿qué tipo de régimen propones tú?
—¿Dios le pregunta a usted o a mí lo que queremos? No, simplemente toma una decisión y a los demás solo nos queda acatarla. Eso es lo que deseo para Alemania.
—¿No te estarás comparando con el Creador?
—Únicamente afirmo que no se puede dejar al pueblo que elija, como pretende la democracia. Pero sí, ¿por qué no puedo compararme con Él? He tenido que ser mi propio Dios desde hace diez años. Dígame, ¿dónde estaba Él cuando me encontraba tirado en Viena como una rata? —expresó Adolf con desdén—. Y ahora que quizás me quede ciego, ¿dónde está?
—Hijo mío, hay que tener fe.
—¿Me habla de fe? Como dijo Nietzsche, “fe es no querer saber la verdad”. Yo solo confío en mí mismo y en la divina providencia. Buenos días, padre.
Unos días más tarde, Adolf entraba a la sala común del hospital del brazo de una enfermera, para escuchar las noticias, justo en el momento en que el recién nombrado canciller de la república, Friedrich Ebert, realizaba su primer discurso tras la rendición definitiva de Alemania, el diez de noviembre de 1918. La radio lo estaba emitiendo.
“Compatriotas, bienvenidos a la República de Alemania, bienvenidos a la patria, que tanto os ha echado de menos… Os recibimos con entusiasmo… El enemigo no ha podido con vosotros. Solo tras constatar la aplastante superioridad en efectivos y armamento del adversario, renunciamos a seguir combatiendo. Habéis impedido que los enemigos invadiesen nuestra patria. Habéis salvado a vuestras esposas, vuestros hijos, a vuestros padres de morir asesinados, del fragor de una guerra. Habéis contenido la devastación y la destrucción de las tierras de labranza y de las fábricas de Alemania. Por eso, de todo corazón, aceptad nuestro más profundo agradecimiento”.
—¡Se han rendido! ¡Malditos judíos socialdemócratas! ¡Apaguen esa mierda! —gritó Adolf, lanzando el bastón hacia la radio, desembarazándose de su asistente.
El capellán le agarró cuando estaba a punto de caer al suelo tras tropezar con una silla.
—Tranquilo, tranquilo.
—¿Qué ha pasado, padre? —sollozó.
—Nada que no supiéramos que iba a suceder. Ha abdicado el káiser. República y democracia. Eso es lo que hay. Se firmará un armisticio en Versalles que declarará a Alemania culpable de la Gran Guerra.
—¡No! ¡Antes la destrucción total que la rendición! No podemos capitular mientras haya un soldado en pie.
La poca vista recuperada en los últimos días le abandonó por el disgusto y a tientas, tropezando con todo, consiguió llegar a su cama. Lloró. No lo hacía de esa forma desde la muerte de su madre. Lloró por los dos millones de alemanes caídos, por el medio millón de heridos. Todo el esfuerzo había sido inútil. Pero especialmente derramó sus lágrimas por la puñalada por la espalda que para él significa la capitulación. Alemania se rendía cuando aún quedaban soldados en el frente. El político había acuchillado al militar. Adolf no quiso interiorizar el hecho de que la guerra se perdió en los campos de batalla. Prefirió pensar que los dirigentes se rindieron porque sí, porque eran judíos.
Se sentía como Leónidas, rey de Esparta, que tan brillantemente defendió al pueblo griego en la Batalla de las Termópilas y que solo cayó al ser traicionado por un senador, por un político que les vendió a los persas.
La capitulación en la Gran Guerra abonó la semilla de la destrucción total que luego supuso la Segunda Guerra Mundial. Nada quedaría en pie mientras Hitler siguiera vivo. El odio se encarnizó aún más en él.
Una semana más tarde, con la vista ya recuperada, Adolf recibió el alta médica. Dos días después, se encontraba de nuevo en Múnich para reincorporarse al batallón de reserva del Regimiento List. Se marchó voluntario al campo de prisioneros de Traunstein, cerca de Salzburgo. Le sirvió para quitarse de en medio en espera de que las aguas volvieran a su cauce después de revueltas, detenciones, asesinatos y desapariciones. Estabilidad era la palabra que menos se oía en aquellos tiempos.
Cuando los prisioneros de guerra, rusos y franceses en su mayoría, fueron liberados, volvió a la capital de Baviera, en el peor momento posible. Se había proclamado una República Soviética en la ciudad. El bolchevismo que tanto odiaba controlaba su querida Múnich.
Personalmente se encontraba otra vez en la misma situación que en 1908. No tenía a dónde ir. No sabía ejercer oficio alguno y por supuesto ganarse el pan con el sudor de la frente no pasaba por su imaginación. Pero existía una posibilidad a la que aferrarse. Continuar en el ejército que en ese momento dominaban los comunistas. El oportunismo llamaba a su puerta y no lo despidió. Se abrazó a él. El hombre de las férreas ideas y fuertes convicciones colaboró con sus odiados bolcheviques, con su correspondiente brazalete rojo en el brazo. El hombre de la lealtad incondicional a unos ideales incólumes, se vendía a cambio de un plato de comida caliente.
Cuando las tropas del Estado, los llamados Freikorps, entraron con tanques y aviación a liberar la ciudad de “la dictadura del proletariado”, arrasaron cualquier vestigio de comunismo. No querían que se repitiera en Alemania la Revolución Rusa de 1917. Adolf fue detenido por colaboracionista.
Le llevaron a una sala en los sótanos del cuartel de Oberwiesenfeld. Un militar de alta graduación se encontraba al otro lado de la gastada mesa de madera. Desperdigados por el suelo, trozos de cuerdas cortadas y restos de sangre seca pegada.
A Adolf no le remordía la conciencia. Pensaba que no había tenido otro remedio que cooperar con los comunistas. Estaba dispuesto a asumir su culpa y aguantar la tortura.
—¿Es usted judío? —le preguntó el interrogador.
—No —respondió con una mueca de asco.
—¿Es comunista?
—Jamás.
—¿Y entonces, por qué colaboraba con ellos?
—¿Qué podía hacer? No tenía ni siquiera adonde ir.
El capitán Karl Mayr escrutó lentamente sus ojos. Apreció seguridad en las respuestas y en su mirada. Tenía delante la hoja de servicios de Adolf durante la guerra. Impecable. Con todas las condecoraciones posibles, incluida la Cruz de Hierro de Primera Clase. No le cuadraba que ese hombre fuera rojo. Vio un perro que buscaba collar.
—¿Quiere un futuro? —le inquirió de forma directa.
—¿Cómo dice? —balbuceó Adolf con expresión atónita.
—¿Quiere un futuro o no? —repitió en voz muy alta.
—Necesito un futuro —sonó con determinación—. ¿Qué tengo que hacer?
—Tiene que observar a las masas.
—¿Quién es usted? ¿Por qué dice eso? —murmuró sorprendido y asustado. Bajó los ojos.
El veterano militar sopesó la situación y espero a que pasaran unos segundos, hasta recuperar la mirada de Adolf, que ya no era tan decidida y arrogante como al principio. Había miedo en ella.
—Todo a su debido tiempo. Sé que es muy observador, así que de momento, debe delatar a todos los compañeros que colaboraron con el gobierno comunista instaurado a la fuerza en Múnich.
Y Adolf lo hizo a conciencia.
El intento de parar el bolchevismo dentro del ejército y de inculcar un sentimiento nacionalista en la tropa, proveyó de surtidos fondos las arcas del Departamento de Información, dirigido por el capitán Mayr. Se organizaron cursos al respecto y Adolf fue obligado a ir.
Aprendió a sufrir en las calles a la intemperie y a odiar a los judíos. La puñalada por la espalda que supuso la rendición había acabado de crear el monstruo, repleto de odio. Ahora aprendería a canalizarlo. Comenzaba para él la tercera fase.
Adolf corría esquivando soldados por los pasillos de la Universidad de Múnich, donde se impartían los cursillos. Llegaba con retraso al primero de ellos. El profesor era un ingeniero que recientemente había publicado el Manifiesto contra la Usura y la Servidumbre del Interés del Dinero. Precisamente el retardo venía provocado por intentar acabar de leerlo antes de asistir a la conferencia.
Entró en el aula magna por la parte de arriba, en lugar de hacerlo por el acceso junto al estrado, para que su tardanza pasara desapercibida, pero la vieja puerta se quejó, haciendo chirriar sus goznes de tal manera que el conferenciante se quedó callado en espera de que el informal tomara asiento. Adolf se puso rojo como un tomate. El profesor continuó sin desviar su adusta mirada de él ni un instante.
Aun así, desde el primer momento le gustó Gottfried Feder. Hablaba en un tono fuerte, manteniendo constante la atención de los asistentes en un tema que no era del agrado general.
—Hay dos tipos de capital. El humano, o lo que es lo mismo, el trabajo. Y por otro lado, la especulación. Esta proviene de gente sin sentimiento, sin apego a nada. Solo una raza sin patria puede estar detrás de ello. La bolsa, es decir, los mercados, quieren controlarlo todo. El capital especulativo pretende internacionalizar el Estado alemán y el mundo entero y no se debe permitir. Dejaremos entonces de ser alemanes y nadie quiere eso. Hay que romper la esclavitud de los intereses del dinero.
Al principio, Adolf pensaba que solo le miraba a él por llegar tarde, pero según avanzaba la conferencia, parecía que Feder no se dirigiera a nadie más. Las ideas que expresaba ese hombre respecto al capitalismo eran las mismas que las suyas.
—Necesitamos una Alemania con sus propios recursos —proseguía el profesor—, con grandes empresas que maniobren aquí y no sociedades anónimas que operen en bolsa y vendan sus acciones a cualquiera. Es fundamental que podamos autoalimentarnos y si de momento no es posible que tengamos un territorio más grande, debemos entonces asegurar las cosechas con buenos fertilizantes. Hay que trabajar en ese sentido.
El curso terminó entre los enardecidos aplausos de los soldados, que se sentían un poco más alemanes que antes.
Adolf ordenaba los papeles con las notas que había tomado, cuando al levantar la mirada se encontró a su lado a Feder.
—Tome, quiero que lea este libro.
—¿Yo? —preguntó cogiendo el ejemplar y echándole una ojeada, aunque no tenía título en la portada.
Pero antes de que terminara de alzar la vista de nuevo, el profesor ya no estaba. Miró en todas direcciones y solo pudo ver su espalda saliendo del aula.
—¡Espere! Eso que ha dicho de los abonos… —Adolf se quedó con la palabra en la boca.
Recogió sus cosas rápidamente y subió las escaleras hacia la puerta. Miró fuera. Había un grupo de personas, pero ni rastro de Feder. Los soldados allí reunidos discutían sobre los judíos. Adolf no lo pudo evitar.
Otro de los conferenciantes, el historiador Karl Alexander von Müller, recorría los pasillos cuando vio el corrillo que se había formado. Se acercó, atraído por una voz que irradiando magnetismo se expresaba de modo fanático y machacón contra los judíos. Vio a un hombre de ojos azul celeste, con una mirada que delataba fe ciega y arrebatamiento en lo que decía.
Von Müller, compañero de colegio del capitán Mayr, le comentó el talento natural de ese soldado, y este le mandó llamar a su despacho.
Adolf se sentó en la silla enfrente de la mesa del oficial, que se hallaba rellenando un informe.
—¿Ha estado atacando a los judíos? —preguntó Mayr con severidad.
—Sí, señor —contestó, no dejándose impresionar por los galones.
—¿Y lo volvería a hacer?
—Lo siento señor —dijo justificándose—, pero la respuesta es sí.
—Bien, pues eso es lo que quiero que haga, pero ante un auditorio lleno de soldados. Será usted un V-Mann.
De vuelta a su litera en el cuartel, Adolf se dio cuenta que ni siquiera había leído el título del libro regalado por Gottfried Feder. Lo sacó de la cartera y abrió la portada. En la primera hoja se anunciaba: La Psicología de la Masas, del francés Gustave Le Bon. Aquella misma tarde lo terminó. La obra trataba sobre el comportamiento de las muchedumbres, relatando la pérdida de la conciencia individual a favor de la colectiva. En el grupo, la persona se siente amparada para llevar a cabo actos emocionales e irracionales que no haría encontrándose solo.
Como V-Mann, Adolf aleccionaría a los soldados que llegaban a Alemania desde los campos de prisioneros del enemigo y que tenían la pregunta en el semblante: ¿quién era el culpable de que se hubiera perdido la Gran Guerra después de tantos esfuerzos? Él les daría la respuesta.
Los cursos se desarrollarían durante cinco días en la población de Lechfeld.
Antes de salir al estrado, los nervios podían con Adolf. No suponía lo mismo hablar delante de mendigos o de borrachos en una cervecería, que hacerlo ante un auditorio, aunque fueran soldados no muy instruidos. Por otro lado, pensaba que había visto a compañeros volar por los aires. ¿Qué le podía hacer el público, reírse de él?
El capitán Mayr se acercó hasta donde estaba y le dijo:
—Recuérdeles quién nos ha traído el recientemente firmado Tratado de Versalles y sea usted mismo. Solo eso. Adelante, lo hará bien.
Salió al escenario y empezó con lo que fue una clave a lo largo de toda su vida. Hacer sentir a la concurrencia que era igual que ellos, ya hablara con trabajadores, clases medias o industriales.
—Me llamo Adolf Hitler. ¡Soy uno más, como vosotros!
Se extendió sobre la puñalada por la espalda que recibió el ejército por parte de los políticos, acrecentada por el infame Tratado de Versalles que desmontaba el Imperio Austro-húngaro; entregaba Alsacia y Lorena a los franceses, así como la explotación de la Cuenca del Sarre; establecía el acceso al mar de Polonia a través del territorio alemán; la renuncia a todas las colonias de ultramar; la drástica reducción del ejército germano hasta dejarlo en su mínima expresión y el reconocimiento de la culpabilidad de la guerra. Además, Alemania debería pagar cantidades exorbitadas a los aliados por las correspondientes indemnizaciones. Según él, detrás de todo ello, se adivinaba la alargada mano judía.
Mayr observaba al orador desde la puerta del auditorio. Cuando el capitán tosió se dio cuenta de que una nube de humo estaba invadiendo lentamente el ambiente. Una extraña voz metálica y triple comenzó a decirle:
—La fruta ha madurado por fin. El potencial de Adolf es el del ciudadano alemán medio, desarraigado por los múltiples cambios producidos en los últimos tiempos. Pero tiene un plus, una virtud. Sabe hablar. Es un arma. Todo lo que ha vivido hasta el momento le ha moldeado. Se expresa con vehemencia, con la épica del que ha corrido bajo las bombas enemigas. Desgarradamente, como quien ha pasado hambre. Sin duda, es el transmisor que necesitamos. Mire al público, está enfervorecido.
Adolf terminó su intervención totalmente rojo, con las venas del cuello hinchadas, los brazos doloridos de la fuerza empleada en ganar expresividad y con el rebelde mechón de pelo a su aire. Un éxito. Los aplausos seguían retumbando la sala cuando la abandonó.
Desgraciadamente para el mundo, sabía hablar.