CONCIERTO EN ÁMSTERDAM

 

 

 

 

Está bien, Mar, te contaré lo que contiene el sobre que me ha entregado Fernández esta tarde —anunció Fitaola a su marido a través del móvil—, pero es una larga historia.

—¿A qué esperas?

Francis comenzó como si fuera un cuento.

—Érase una vez en Ámsterdam, en un concierto de música clásica…

 

* * *

 

La orquesta tocaba un largo “la” en busca de la afinación perfecta. Siempre lo conseguían. No en vano la Filarmónica de Berlín estaba considerada la mejor del mundo. Al habitual interés que despertaba su actuación entre los aficionados a la música, había que sumarle el que esa noche se les unía la violinista más brillante del momento, Anne-Sophie Mutter. Personas de todo el planeta acudieron al reclamo de la gala benéfica celebrada en el Concertgebouw de la ciudad holandesa, una de las tres salas de Europa de una acústica superior. La entrada más barata costaba cuatro mil euros y no cabía un alma en sus dos mil localidades.

Marta se encontraba nerviosa. Ya llevaba tres años entre aquellos artistas, pero en los últimos tiempos se notaba sometida a examen en cada concierto y ensayo. Sus manos ya no eran las mismas, no le respondían igual y los fallos se sucedían. Un oído normal ni siquiera lo percibiría, pero ella sí y no se lo perdonaba. Lógicamente el director más exigente del mundo, también los distinguía y tampoco se los excusaba. La tenía bajo vigilancia. Un error aquella noche supondría su salida del sobresaliente grupo. Lo sabía. Sería una lástima terminar así, después de tantos sacrificios y de haberle entregado a la música la vida entera.

Con nueve años, su gemela y ella causaron admiración al maestro Rostropovich y a la Reina Doña Sofía de España, en una visita al Real Conservatorio de Música de Madrid, donde las niñas estudiaban violín. Pero era imposible patrocinarlas a ambas y solo Marta consiguió una beca para Salzburgo. Aprendería con los mejores. A cambio se vio obligada a abandonar a su hermana, con la que en la actualidad no mantenía ninguna relación.

Marta era una niña solitaria, con dificultad para conocer gente, así que se aferró a su instrumento y no lo soltó. El celoso violín requería todas las horas del día para él, e incluso en sueños también se aparecía. Fantaseaba consigo misma subida a los más grandes escenarios, emocionando al público. Pero en realidad, sabía que nunca llegaría a solista.

Talento albergaba lo justo. Tenía que complementarlo con largas jornadas de disciplina, que le sobraba. Normalmente no descansaba ni para comer. Eso, junto con el ejercicio propio de los constantes ensayos, hizo de ella una mujer de aspecto lánguido, con pinta de romperse, pero atractiva. Lucía muy bien los vestidos de hombros descubiertos en los conciertos. Además era guapa, así que los directores la ponían delante, en la primera línea. Fue pasando por las mejores orquestas hasta que llegó la llamada de Berlín. Lo dejó todo.

Marta construyó una barrera que nadie podía traspasar. Le gustaba el sonido de las llaves golpeando contra el aparador al llegar a casa y no tener que escuchar nada más. Solamente rompían el silencio de la soledad cuatro cuerdas y una caja de resonancia. La única vez que abrió la muralla se encontró con una hija y a continuación un marido, casi sin darse cuenta. Y ahora tocaba porque solo así olvidaba lo dejado atrás. Los había abandonado tres años antes y últimamente le remordía la conciencia más que nunca. Al interpretar la música, la angustia y la amargura se marchaban de ella. Luego volvían los fantasmas. Siempre regresaban.

Los músicos de la Filarmónica seguían afinando, mientras Marta notaba como los dedos meñique y anular de su diestra se agarrotaban. Rezó mentalmente para que la dolencia se quedara ahí, en la mano que manejaba el arco. Podía moverlo así. Lo fundamental es que el dolor no traspasara a la izquierda. Cuando eso le ocurría, era imposible hacerlo bien.

Esa incertidumbre cada vez, antes de actuar, iba a acabar con ella. Por eso había solicitado un diagnóstico a una de las clínicas más prestigiosas de Berlín y estaba esperando que le comunicaran los resultados en cualquier momento.

Marta miró a su alrededor, para abstraerse de las molestias. La bella sala de música de estilo neo clásico presentaba un aspecto imponente. Por tercera vez tocaba allí y era una de sus favoritas. El escenario, de enormes proporciones, albergó en el día de su inauguración, en 1888, a más de quinientas voces y ciento veinte músicos. Con una doble escalera que bajaba por detrás de la posición de la orquesta, abriéndose hacia los lados, parecía el lugar perfecto para el espectáculo que se tenía pensado ofrecer. Anne-Sophie Mutter, la elegancia hecha música, descendería hasta la mitad de los escalones, como la diva que era y tocaría desde allí. Pudo ver entre el cortinaje, en lo alto de la escalinata a la gran violinista haciéndole un gesto al director. Iban a empezar.

La pieza elegida para abrir el acontecimiento: Concierto para Violín y Orquesta número uno, tercer movimiento, Allegro Energico, de Max Bruch. Una de las más bellas composiciones para ese instrumento. Proponía un fabuloso diálogo entre solista y orquesta repetido en varias ocasiones a lo largo de su marcada estructura.

El director tocó con la batuta sobre el atril de la partitura, llamando la atención de músicos y público y comenzaron a tocar. Primero la sección de cuerda, con violines, violas, violonchelos y contrabajos in crescendo en pocos segundos. El viento, con fagots, clarinetes, flautas y oboes en acompañamiento, subieron el tono para dar la entrada a la glamurosa Anne-Sophie, que atacó la bella creación de Antonio Stradivari, una joya de instrumento de 1710, con todo el virtuosismo de sus treinta y cinco años de carrera. Como siempre, sin par. Con toda la pasión en cada acorde desde el principio. Extraordinario. La banda dándole cobertura en piano y los primeros y segundos violines en pizzicato, raspando las cuerdas con los dedos. Todos menos el de Marta, perdida en su mundo, con las entrañas comidas por el desasosiego. El director no le quitaba ojo.

Medio minuto después, la solista dejó paso a la orquesta completa, con la cuerda en pleno apogeo. El metal, con toda la artillería cargada, irrumpiendo en forma de trompetas, trompas y trombones, junto con los que ya habían sonado con anterioridad. Tambor y timbales acompañaron en la violenta descarga, sobrecogedora, de tan solo siete segundos. Era de nuevo el turno de la gran figura, con los instrumentos en pizzicato otra vez, las violas dando profundidad y un ligero toque de flauta.

Mientras, Marta presumía que quizás fuera aquella la última oportunidad para destacar, su postrera posibilidad de pisar un escenario. Iba a dar todo lo que llevaba dentro. Siempre había sido egoísta, contradictoriamente no para sí misma, sino pensando únicamente en la música. Ahora era aquel arte el que le debía algo. Recordó a su hija, abandonada por su propia madre cuando contaba tres años de edad. Después de ser una segundona toda la vida, quería dejarle un documento sonoro del que enorgullecerse, del que se hablara largo tiempo. Se puso en el borde de la silla, apretando fuertemente la mandíbula contra la mentonera del instrumento para no sentir los dolores y comenzó a tocar por encima de la intérprete principal. Con los primeros compases en técnica sul ponticello, varias crines de caballo de Mongolia de su arco se rompieron en el empeño, pero consiguió agudos que clavó como dardos en los oídos de los presentes, cuyos cabellos se erizaron. La piel de gallina. Marta no ensayó nunca la pieza como solista, pero la tenía apuntada en su pentagrama cerebral. La había soñado tantas veces, en aquel escenario o en Viena... Sin necesidad de partitura, con los ojos cerrados, visualizando únicamente con el corazón nota a nota, su mano izquierda ascendía y descendía por el mástil del violín, en glissando, acariciándole, transmitiendo lo que sentía. Con el arco golpeaba las cuerdas en trémolo, a gran velocidad, sobreponiéndose al dolor. A la orquesta que acompañaba le costó seguirla. Ni siquiera se dieron cuenta que no era la estrella quien tocaba, simplemente porque se había quedado petrificada.

El director, incapaz de frenarla, no daba crédito a lo que ocurría. No sabía si parar aquello o no. Miró al público. Los más entendidos estaban estupefactos pero expectantes por saber cómo acabaría. Los simples aficionados se mostraban encantados de contemplar el insólito momento. Era un espectáculo al fin y al cabo. Anne-Sophie le miraba atónita, desde la mitad de la escalera, pidiéndole explicaciones con los ojos. Pensó que no debía detenerlo y el concierto siguió su desarrollo. Entonces, dirigió a los cuarenta violines entrando fortíssimo, cortando por encima del resto de instrumentos, envolviéndolos con su lirismo durante medio minuto.

Mutter decidió no dejarse comer el terreno. Competiría. Era la mejor del mundo y lo iba a demostrar. Aceptó el reto. Volvió su turno y Marta, dispuesta a hacerse con el papel de la primera figura, no iba a parar. Se puso en pie. Físicamente conectadas a su violín y mentalmente metidas en él, buscando su propia voz dentro de la composición, rivalizarían en la interpretación. La diva, depurada técnica y dominio del vibrato, luchando con un alma desbocada y en el momento culminante de su vida. En el mundo no existía nada más para ambas. Si el Concertgebouw se hubiera derrumbado, ellas habrían seguido tocando en buena lid. La atmósfera harmónica era única. Y el público mirando con la boca abierta, así como el resto de músicos, siguiendo el acompañamiento únicamente por mecánica. Representación sublime de las dos y empate al compás.

Todas las secciones de la desconcertada banda entraron sin necesidad de orden del patidifuso batuta, que pintaba tan poco o menos que las mismas, mientras las dos violinistas trataban de recuperar la respiración.

A continuación llegaba la parte central de la obra para la solista. El romanticismo alemán, con todo su dramatismo y alegría, llevado a una delicada excelencia de mano de las notas del maestro Bruch.

El expectante público se aferró a las butacas, esperando más. Un espectáculo superior aún, de mayor virtuosismo. Como si fuera fácil.

Ambas intérpretes se fundieron con su instrumento, derrochando lírica y expresividad, pero por separado. Inexplicablemente, Marta parecía estar un escalón por encima, marcando otro tempo y ganando la partida. Mutter supo reconocer la derrota y bajó el violín antes de acabar el solo. Entendía que era la gran noche de su rival. También el director desistió de su función de forma definitiva y los músicos lentamente cesaron en el acompañamiento.

Marta siguió interpretando su parte de improvisada solista, y también la de la silente orquesta. Sublimando cada acorde, ida, fuera de sí, rota por el dolor instalado en el corazón, con la amargura tocando en su lugar y la profundidad de sus sentimientos transmitiéndose a través del violín en un puro clímax. No se trataba de una simple representación, era una llamada de auxilio a su hija, a su marido, al que no amaba pero sí quería. Si pudieran oírla… Tenía que recuperarlos. Volver con ellos a Salzburgo.

A tal velocidad había marchado la representación que la pieza acabó medio minuto antes de los siete de su duración normal. Al terminar de tocar se quedó mirando al público y este a ella. Ni una, ni otros, ni orquesta, ni director sabían qué hacer. Entonces, Anna-Sophie descendió por las escaleras y atravesó el escenario hasta llegar a Marta. Sus tacones retumbaron en la sala como un tambor. Tal era el silencio. Cuando todo el mundo esperaba que le diese una bofetada por haberle robado el protagonismo, o cuando menos se lo recriminara, le plantó dos emocionados y sonoros besos. Toda una señora. Solo una persona de su exquisitez podía reconocer tanta sensibilidad.

 

En primera fila, un hombre se levantó dispuesto a romperse las manos aplaudiendo. A continuación lo hizo el resto del público. Se trataba de Stephan Lopiter, presidente y dueño del 50,1% de las acciones de Lopiter Corporation. Una multinacional dedicada a la investigación química, con ramificaciones en múltiples sectores relacionados, como entre otros, cultivos, abonos, hidrocarburos, combustibles e incluso genética. 

Hasta hacía dos años, cuando murió su padre, era un eminente y disciplinado científico, muy destacado en el mundillo en el que se movía. Diferentes miembros de sus equipos habían estado en boca de los jurados del Premio Nobel. Tras la muerte de aquel, extrañamente se despertó en Stephan un gran ansia por vivir la vida.

Se convirtió en un enamoradizo de los momentos. Un fetichista de los instantes. Empezó a administrar la fabulosa renta familiar en una única dirección, la del placer. Le gustaba comer, reír o beber champán para desayunar, si le apetecía. Captaba una milésima de segundo, un movimiento, una frase, un gesto, una mueca especial o un desaire y lo convertía en icono de su memoria. Lo inmortalizaba y disfrutaba diseccionando ese momento en su cerebro, pensando en el porqué de la acción, en el significado y en su sentido, hasta que otra mirada, una risa o el tropiezo de un tacón le hacían olvidarlo y volver a empezar.

Para él, aquella joven sintiendo el violín con su corazón desnudo, mostrándose en infinidad de gestos y expresiones, diciéndolo todo sin hablar, era el súmmum. El balanceo de sus muñecas con el arco del violín, el pliegue de la piel de su mandíbula por la presión del instrumento, el pañuelo blanco apoyado en su esbelto hombro, le hacían vivir un instante eterno, uno que duraría ya para siempre en su interior. Necesitaba poseerla, sentirla, oírla respirar. Se había enamorado.

Detrás de Stephan, a su derecha, suficientemente audible entre la estruendosa ovación que se extendería a lo largo de más de quince minutos, una voz le susurró:

—Es mi hermana. ¿Desea conocerla?

Lopiter se sorprendió al volverse. Quien le hablaba era una reproducción exacta de la violinista.

 

De vuelta a los camerinos ningún músico felicitó a Marta. A pesar de llevar tres años tocando juntos, siempre la miraban como a un bicho raro. Como si fuera extraterrestre, y en ese momento con más razón, porque así había sido su actuación. Ella estaba avergonzada. Se sentía como si hubiera hecho algo malo. Tenía ganas de llorar y quería que se la tragara la tierra.

El director de la orquesta entró en la estancia y el silencio se hizo aún mayor. Marta tragó saliva. Esperaba una bronca y la expulsión de la Filarmónica.

—Quiero que a partir de ahora seas mi primera figura.

Justo ahora, justo ahora.

—No puedo. Este ha sido mi último concierto —musitó con voz lastimosa.

—¿Por qué dices eso?

—Porque mis manos… —y rompió a llorar sin acabar la frase.

Un botones se apostó con descaro en la entrada del camerino y desde ahí gritó:

—¡Tengo un mensaje para Marta Liebemeyer! ¿Marta?

—Soy yo.

El joven se acercó hasta ella.

—Ha recibido la llamada de una mujer desde Salzburgo. Dejó el siguiente recado para usted: “Ven cuanto antes. Ernst se muere”.

—¡Mi marido!

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