Capítulo 17
Ru Shan entró en su habitación. No iba dando tumbos y tampoco se arrastraba. Pero se sentía hundido. Su espíritu estaba hecho pedazos mientras se acercaba al pequeño altar de su habitación. De hecho, esperó un momento fuera de su cuarto, como un espíritu maldito, antes de obligarse a entrar.
Dentro reinaba la oscuridad. Aunque el sol seguía brillando a través de una opaca capa de nubes, sus débiles rayos no podían tocarlo. Cuando alguno se atrevió a intentarlo, Ru Shan cerró rápidamente las cortinas para asegurarse de quedar totalmente en penumbra.
¿Por qué no podía amar a Lydia?
Cerró los ojos y supo que la pregunta era una estupidez. Por supuesto que no podía amar a Lydia. Ella era blanca, una salvaje y una mascota. Una mascota inteligente, eso era verdad, pero inferior a cualquier hijo de China, el reino bendito del cielo.
Sin embargo la pregunta lo seguía atormentando. ¿Por qué no podía amar a Lydia?
No debía amarla. Ella era una herramienta. Una segunda esposa, de poca importancia excepto por el hecho de que podía hacer diseños que traerían oro a la familia Cheng. Y, desde luego, porque le proporcionaría el yin que necesitaba para alcanzar la inmortalidad.
Sólo que lo que él necesitaba no era su yin. Era su amor.
Ru Shan suspiró. No, no era su amor; eso ya lo tenía. En efecto, la noche anterior había visto y sentido el amor de Lydia. Había sido una demostración pura de placer que lo había sometido con su poder. En efecto, la noche anterior Lydia, su mascota salvaje, lo había sometido.
No era el amor de Lydia lo que él necesitaba. Era el amor suyo por ella. Sin embargo, no podía amarla.
¿Por qué?
Las piernas se le doblaron y Ru Shan cayó sobre la alfombra intentando rezar sin ningún resultado. No supo cuánto tiempo estuvo en esa posición de la que sólo se incorporó cuando un mensajero de Fu De le informó de que Lydia había sido llevada a un hotel seguro, un establecimiento que solía servir para las prácticas de tigresas y dragones. Allí podría encontrarla.
Pero antes de hacerlo debía decidir cuál era la estrategia más conveniente. Recapacitó haciendo examen de todo lo que había sucedido desde el funesto día en que la compró como esclava.
Poco importaba ya que la hubiese tratado honorablemente, alimentándola y cuidándola mejor que a su primera esposa. Ni que después de un tiempo ella se hubiese entregado a él libremente, casándose con el corazón abierto y con amor puro.
Se había aprovechado de ella cometiendo un acto de vileza que había teñido toda su vida posterior. Por eso no había alcanzado la inmortalidad, ni había logrado salvar el negocio de la familia. La única solución que tenía era enmendar su comportamiento y así revertir esa maldición. Tenía que encontrar una manera de conseguir el perdón, de Lydia y del cielo, para regresar al camino medio. ¿Cómo? Muy fácil. Tenía que liberar a Lydia legal y moralmente.
La sola idea lo aterrorizó. Todavía creía que ella tenía el yin que él necesitaba para alcanzar la inmortalidad y, también, que ella era la única oportunidad de salvar a su familia. ¿Cómo podría liberarla, cortar todos los vínculos que los mantenían unidos? ¿Acaso ella no huiría aterrorizada, tal como lo había hecho esa mañana?
Decidido, Ru Shan volvió a postrarse rezando y gimiendo, pero cuando las horas fueron pasando, llegó a una conclusión inevitable.
Cogió del almacén el mejor bordado de seda, ejecutado por las manos de su propia madre, y costosos aceites de la colección de su abuela. Cogió también de su padre varas imperiales de jade, la moneda más usada entre los chinos adinerados. Y de su primera esposa tomó unos pendientes de diamantes. Luego, finalmente, de su propio jardín desenterró la mejor planta ornamental, que él mismo había sembrado y cuidado.
Le daría estas cosas a Lydia con la esperanza de que volvieran sus pies más pesados y le impidieran escapar. Apenas constituían una fracción de lo que él había gastado para comprarla. Pero la muchacha se las merecía y no iba a escatimar en gastos.
Su familia no pensaba lo mismo, pero no se atreverían a protestar. La abuela apenas cerró los ojos y volvió a tomar su pipa de opio, encontrando que ahora tenía que compartir el humo blanco con el padre de Ru Shan. Su primera esposa intentó una estrategia diferente: le llevó confituras y jugosas frutas, vestida con un provocativo traje casi transparente.
Ru Shan se sintió tentado, pero no por su esposa. Su interés por ella había desaparecido desde el instante en que empezó a aprender las prácticas de un dragón de jade. De hecho, ella no compartía su cama desde que él dejó de ser un muchacho ingenuo. Lo que le tentó fue la comida, pues no había tomado nada desde el día anterior. El simple aroma de los pastelitos casi le hizo arrodillarse. Pero no se presentaría impuro ante Lydia. Se dirigió hacia la puerta principal y sólo titubeó cuando vio a su hijo frente a él, mirándole con ojos sombríos y una gran bolsa de terciopelo en las manos.
—Todavía no has recogido mi regalo, padre —ofreció Zun Ran entregándole el paquete. Antes de que Ru Shan pudiera hablar, el chico abrió la bolsa en silencio y sacó un largo rollo del pergamino más fino—. Es una oración —indicó al tiempo que desenrollaba el papel y mostraba los caracteres que tenía escritos—. Aunque es un pobre ejemplo, es lo mejor que he hecho hasta ahora.
Ru Shan sintió que el corazón se le retorcía de dolor.
—Tienes una mano excelente, Zun Ran. Y… —Cuando vio por fin los caracteres que el niño había escrito se interrumpió—. Ésta es una oración para desear buen viaje. —Ru Shan sintió la garganta seca—. ¿Crees que ella se va a ir? ¿Por qué le quieres dar eso a mi segunda esposa? —Respiró hondo. Aunque su hijo todavía era un niño, a veces entendía cosas que estaban más allá de la comprensión de los adultos.
—También es para ti, honorable padre —indicó el chico al tiempo que hacía una reverencia y se inclinaba casi hasta el suelo.
Ru Shan frunció el ceño y puso a un lado la cesta con los otros regalos.
—Pero yo no me voy a ir. Sólo voy a corregir algunos errores. Pase lo que pase, regresaré —aseguró decidido, pero en el fondo de su corazón comenzó a hacerse preguntas. ¿Qué sería lo que su hijo intuía y él no?
Zun Ran no respondió, pero sus ojos irradiaban una pena tan grande que parecía imposible que viniera de un niño de apenas ocho años. Se arrodilló frente a su hijo para quedar a su altura y poder hablarle.
—Soy un hombre honorable, hijo mío. No abandono mis responsabilidades. —Luego extendió súbitamente la mano pues necesitaba tocar al chico—. Ven conmigo —suplicó—. Ponle tu regalo en las manos. Muéstrale que tú quieres que ella regrese a nuestra casa.
Ru Shan vio un destello de deseo en los ojos de su hijo, pero al final fue acallado y finalmente desapareció.
—Debes ir solo, padre. Me necesitan aquí.
—Alguien podrá sustituirte en tus tareas durante una noche… —comenzó a decir Ru Shan, pero el chico se escapó y él se quedó absorto mirando el vacío jardín. Allí estuvo mientras los criados encendían las lámparas contra el cielo en penumbra, escuchando los ruidos familiares que de pronto se le hicieron atronadores.
Oyó la tos seca de su abuela, a su padre y a su primera esposa gruñendo mientras copulaban, consolándose el uno al otro en su dolor, a los criados en la cocina y a los vendedores de la calle que regresaban a sus casas. Oyó incluso a los gatos y a las sabandijas que se escurrían debajo de la tarima.
Pero no escuchó ningún ruido de su hijo. Un recuerdo resonó dentro de la cabeza, unas palabras tan claras como el tañido de una campana.
«Me necesitan aquí».
Ru Shan se estremeció. Fue un escalofrío que le recorrió por completo haciéndole castañetear los dientes y sacudir las articulaciones. Fue como si un gran tigre lo agarrara de las mandíbulas y lo sacudiera como un juguete, antes de arrojarlo nuevamente en medio del patio, frente a la puerta principal.
Soy libre.
Ése fue el pensamiento que atravesó la cabeza de Ru Shan. El gran tigre de China, el tigre de la tradición, de la devoción filial, lo había liberado. Sencillamente había abierto sus mandíbulas y lo había soltado para que escapara con su amante bárbara si eso era lo que decidía hacer. Podía irse con Lydia a otra casa, a otro mundo, a otra vida que él mismo construyera… con ella.
Podía hacerlo si eso era lo que elegía.
Y con esa certeza vino una furia más terrible que cualquier tormenta, que se convirtió en un fuerte viento caliente arrastrando todo a su paso.
—¡Soy Ru Shan! —gritó—. ¡Soy la montaña Cheng y no abandonaré mis deberes!
No había otra opción. Tenía que llevarle los presentes a Lydia antes de que oscureciera. Con pasos pesados y el corazón dolorido, Ru Shan tomó la cesta y fue a postrarse ante su concubina.
Y ahora ¿qué?
Lydia se había quedado sin lágrimas y se sentía mentalmente agotada.
En el hotel al que le había llevado Fu De pudo asearse y comer algo. Su vestido de concubina estaba tirado en un rincón de la austera habitación, y Lydia lo miraba con frecuencia, cada vez que sentía la necesidad de avivar su furia. Ahora llevaba una camisa suelta y unos pantalones de culi. Olvidando el hecho de que su atuendo era increíblemente escandaloso, la verdad era que se sentía cómoda. Por lo menos más cómoda que con su hermoso vestido de cortesana.
Pero ahora que ya estaba arreglada y había comido, no le quedaba mucho más que hacer. En lo único que podía pensar era en tres palabras: y ahora ¿qué?
No lo sabía. La vida como concubina estaba fuera de discusión. Ni siquiera con Ru Shan, el hombre que amaba. Las lágrimas le nublaron los ojos. Realmente amaba a ese maldito chino. ¿Cómo había sucedido? ¿Por qué?
Podría volver a Inglaterra. Suponiendo, claro, que pudiera pedirle prestado dinero a Fu De. Si es que él tenía ese dinero. Lydia ya le debía mucho. En todo caso: ¿por qué no añadir el valor de un billete hasta Inglaterra? Allí los hombres amaban a una sola mujer.
Sin embargo, las perspectivas no eran muy halagadoras.
Ciertamente podía regresar arrastrándose a los brazos de su madre, volver a comer un buen pastel de ciruela y leer su libro favorito junto al fuego. Y después ¿qué?
Su madre nunca entendería las cosas que había vivido en Shanghai. De hecho, nadie de su entorno podría comprenderlas. China había efectuado un cambio en ella. Ru Shan la había cambiado. Se había enamorado perdidamente y había descubierto cosas maravillosas. Ru Shan había sido el más tierno de los amantes. El más paciente de los hombres. El…
¡No, no, no, no!
¡Lydia no podía idolatrarlo! Tenía que quemar el vestido que él le había dado como prueba de desprecio. No, no, si lo hacía no tendría nada con que azuzar su rabia. En realidad no tenía corazón para destruir una prenda tan hermosa, independientemente de su significado. Además, era lo único que tenía.
Y ahora… ¿qué?
—Nada de hombres. —Fue su primera resolución. Tal vez ése había sido su error. Había perdido la fe en ellos. Sencillamente no se podía confiar en esas criaturas. Así que Lydia los apartó alegremente de su futuro, cualquiera que fuera.
Bueno, una vez decidido eso, tendría que encontrar una manera de mantenerse. ¿Qué hacían las mujeres cuando no tenían un hombre que las mantuviera? La respuesta obvia estaba fuera de discusión. Nada de prostitución en ninguna modalidad. En su opinión, había muy poca diferencia entre andar por las calles y ser la segunda esposa del hombre que amaba.
Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer? La única habilidad que tenía eran sus diseños de ropa. Le gustaba hacerlo y era buena. Además, como costurera era bastante hábil, podría encontrar trabajo.
Pero ¿con quién? ¿Dónde?
Enseguida pensó en el principal competidor de Ru Shan. No recordaba el nombre, pero apostaría cualquier cosa a que Fu De lo sabía. Suponiendo que se lo dijera pues era el marido de Shi Po.
¿Se atrevería a trabajar con el enemigo de Ru Shan? ¿Sería capaz?
Lydia volvió a mirar el vestido de seda, pero esta vez lo estudió cuidadosamente. ¿Tal vez podría aprender algo de ese modelo? Podría arreglarlo y transformarlo en un vestido que demostrara sus habilidades. Podría usarlo para ofrecerle sus servicios a otro empresario.
Sin dudarlo un momento, Lydia agarró el vestido y, tras conseguir tijeras, aguja e hilo, comenzó a deshacerlo con cuidado.
Ru Shan llegó poco después. El hotelero, que lo conocía, le dirigió rápida y sigilosamente hacia la habitación de Lydia. Pero a pesar del derecho que le daba ser su marido, Ru Shan no fue capaz de abrir la puerta.
¿Qué haría Lydia cuando lo viera? Ella decía que lo había amado; sin embargo, lo había hecho en medio de un ataque de furia, segundos antes de salir violentamente de su casa. Una mujer así era siempre impredecible.
Con súbita determinación, Ru Shan golpeó en la puerta, a sabiendas de que venía a suplicarle a esa mujer. A su Lydia.
—Entre. Estoy muy ocupada, así que tendrá que abrir la puerta usted mismo.
La voz de Lydia no sonaba ronca a causa de los sollozos, ni agitada por la rabia. Sonaba tranquila. Racional. Buena señal, pensó Ru Shan. Así que empujó la puerta con el corazón en la garganta. Lo que vio superó todos sus temores.
Lydia estaba sentada encima de la enorme cama, deshaciendo tranquilamente su vestido de bodas. No lo había hecho trizas en un ataque de furia, ni lo había quemado como hacían a menudo las mujeres llevadas por sus emociones. No, estaba descosiendo metódicamente, puntada a puntada, el símbolo de su unión.
Ru Shan sintió que el corazón se le partía en dos y que las manos se le aflojaban bajo el peso de la cesta. Difícilmente la convencería con preciosos obsequios y palabras poéticas. Ella exigiría lógica y frío pragmatismo y, lamentablemente, Ru Shan no poseía esos argumentos.
—Buenas noches, Lydia —saludó Ru Shan, sin saber qué más decir.
—Creí que era Fu De —respondió Lydia con los ojos abiertos por la sorpresa—. Dijo que me traería… —Lydia dejó la frase sin terminar y Ru Shan frunció el ceño.
—¿Qué? —preguntó al tiempo que entraba en la habitación— ¿Qué te puede traer él que no pueda traerte tu marido? —El miedo hacía que la actitud de Ru Shan pareciera superior y autoritaria, un mal paso si quería hacer las paces.
En respuesta, Lydia apretó la mandíbula y lo miró con furia.
—Noticias sobre los barcos que van a zarpar. —Luego volvió deliberadamente la atención a su trabajo—. Y yo no tengo marido.
Ru Shan dejó la cesta de obsequios en el suelo y rápidamente atravesó la habitación. No tuvo valor para postrarse de rodillas ante ella, así que permaneció de pie, aferrándose a su orgullo para no comenzar a sollozar como un chiquillo.
—Tú sabes que estamos casados, Lydia. Por las leyes de los dos países.
Lydia levantó la vista y la desolación de su mirada le partió el corazón a Ru Shan.
—Incluso si la ley inglesa aceptara el matrimonio con un hombre que ya está casado… —Ru Shan vio que los ojos de Lydia se llenaron de lágrimas, aunque no dejó escapar ninguna—. Todavía soy virgen, Ru Shan. Puedo hacer que anulen la ceremonia. —Luego tragó saliva y aprovechó el movimiento para desviar la mirada—. Y en cuanto a tu país, ¿qué me importan a mí sus bárbaras prácticas?
Ru Shan se encogió, sabiendo que ella había elegido cuidadosamente las palabras para herirlo. El que era bárbaro era el pueblo inglés, con esa costumbre de desechar a las esposas como a un par de zapatos viejos. Pero esa discusión era inútil y no haría que Lydia regresara a donde él quería tenerla: a su casa, a su cama.
Ru Shan abandonó su actitud de superioridad y, arrodillándose frente a ella, acercó la cesta de obsequios y los fue sacando uno por uno, poniéndolos a sus pies.
—Mi familia se siente muy perturbada por cómo te trataron. Te envían regalos conmigo para mostrarte que están avergonzados y suplicar tu perdón. —Le enseñó la seda y los aceites, el jade y los diamantes, pero Lydia apenas los miró.
—No esperaba que tu familia me acogiera y no han sido ellos los que me han hecho daño —indicó Lydia con voz seca.
—Y esta planta —continuó diciendo Ru Shan como si ella no hubiese dicho nada— es de mi propio jardín, cultivada por mis propias manos.
No hubo ninguna respuesta.
—Esto es de mi hijo. Lo escribió él mismo. Es un excelente trabajo para ser de un chico. —Ru Shan no mencionó el contenido del poema. No tuvo valor.
En lugar de alabarlo, Lydia sólo suspiró, dejó su trabajo a un lado y se rodeó con sus propios brazos.
—Ru Shan, no insistas. Tú tienes una esposa. Un hijo. Una familia. No hay lugar para mí ahí. —Esta vez Lydia no pudo evitar que una lágrima resbalara por su mejilla—. No puedo compartirte, Ru Shan. Yo… simplemente no puedo.
Ru Shan frunció el ceño y contempló asombrado el dolor que la embargaba, mientras trataba desesperadamente de entender.
—Pero tú me compartirías con la tienda. Y yo también tendría que esperar mientras tú trabajas en tus diseños. No podemos vivir siempre como vivimos durante nuestra noche de bodas. No todas las horas del día.
Lydia negó con la cabeza.
—¿Cómo pudiste casarte a los ocho años? —Luego frunció el ceño, como si eso no fuera lo que quería decir, pero sin embargo continuó—: Ella debe de tener más del doble de tu edad.
Ru Shan no tenía más respuesta que la verdad.
—Es la costumbre, Lydia. Tu pueblo también lo ha hecho. Casar a los niños a la edad de tres o cuatro años.
Lydia negó con la cabeza.
—Pero eso no sucede desde hace varias generaciones, Ru Shan. E incluso entonces era un asunto de los gobernantes, no de la gente sencilla como yo.
Ru Shan casi se rió ante semejante afirmación. Lydia era de todo menos sencilla. Pero en lugar de discutir, simplemente inclinó la cabeza.
—¿Qué debo hacer para obtener tu perdón?
Lydia se quedó callada un buen rato y Ru Shan temió por sus esperanzas. Sabía que ella era testaruda, pero también noble de corazón. Si era cierto que alguna vez lo había amado como decía, entonces lo recordaría. Y podría perdonarlo. Ru Shan sólo tenía que esperar.
Tal como Ru Shan imaginaba, Lydia dejó a un lado el vestido a medio descoser y se levantó de la cama para arrodillarse frente a él. Ru Shan levantó la cabeza justo en el momento en que ella buscaba su cara. Él acercó sus labios a los de ella en el más tierno de los besos.
El corazón de Ru Shan sintió que volaba. Sus bocas y sus lenguas se fundieron como las de marido y mujer. Sin embargo, Lydia se apartó rápidamente.
—Ya estás perdonado, Ru Shan —repuso Lydia con voz baja y temblorosa, en la que no se percibía ni la pasión ni el perdón de los que hablaba. En lugar de eso Ru Shan sintió la dolorosa certeza que parecía llenar todo el cuerpo de la muchacha—. No me había dado cuenta, pero ya lo había hecho. Lo sucedido no ha sido más que un malentendido de culturas. Tú no tuviste la intención de hacerme daño.
Ru Shan le sonrió y prefirió concentrarse en las palabras de Lydia y no en su actitud.
—Entonces regresarás a casa conmigo —conjeturó, aunque temía que no sería así.
—No puedo, Ru Shan. —Lydia se levantó y se alejó—. Sencillamente no puedo compartirte.
—¡Ella sólo es una primera esposa! —exclamó Ru Shan, pese a que en el fondo entendía más de lo que dejaba ver. Después de todo, ¿cómo reaccionaría él si Lydia quisiera tener otro amante, otro esposo? De hecho, si ella deseaba continuar su búsqueda para convertirse en tigresa, lo más probable es que tuviera muchos dragones verdes antes de establecerse con uno de jade.
La sola idea le hizo sentir mal. Él no podía pedirle que lo compartiera más de lo que estaba dispuesto a compartirla. Y ése era un pensamiento tan extraño que Ru Shan se preguntó si esta mujer lo habría vuelto loco.
Ru Shan lo intentó nuevamente.
—Te bañaría en riquezas, Lydia. Estaría pendiente de que mi abuela nunca te molestara, de que mi padre nunca te repudiara. Mi hijo te trataría con respeto y nuestros hijos te adorarían.
Lydia se abrazó con fuerza y su delgada camisa de culi le envolvió la espalda.
—Eso no es lo que yo necesito, Ru Shan. Tú lo sabes.
Sí, lo sabía. Estaba empezando a ver que ella necesitaba más de él que respeto y honor. Necesitaba su corazón. Era tal y como había temido.
—Tú necesitas mi amor. —Ru Shan lo dijo como si fuera su sentencia de muerte—. Pero yo no tengo corazón para amar, Lydia. Mi corazón está perdido desde mucho antes de conocerte. —Ru Shan levantó la vista para mirarla, a sabiendas de que estaba suplicando, pero con la necesidad de hacerlo de todas formas—. No debí comprarte, Lydia. Fue una acción vil por mi parte y me siento verdaderamente avergonzado. Si pudiera te devolvería ahora mismo tu libertad —prosiguió Ru Shan—, pero creo que ya la has encontrado. No te arrastraré por la ciudad hasta mi casa, a pesar de lo mucho que lo deseo. Tú eres demasiado especial para eso —suspiró—. Creo que el cautiverio te destruiría. No está en tu naturaleza ser dócil.
Lydia asintió, aunque el movimiento fue casi imperceptible.
—No, supongo que no.
Ru Shan se movió nerviosamente mientras miraba la cara pálida de Lydia bañada por la luz roja de la lámpara que colgaba del techo.
—Pero ¿qué harás, Lydia? ¿De qué vivirás?
—No lo sé —reconoció Lydia y se sentó en el lado opuesto a Ru Shan—. He pensado en ofrecer mis diseños a tu competencia. Al marido de Shi Po.
Ru Shan se estremeció de terror al imaginar lo que eso podría significar. En cuanto ellos vieran los diseños de Lydia, le pagarían generosamente y los aprovecharían para sacar dinero a la gente blanca. Sin duda la tienda Cheng caería en el olvido.
—No te pongas tan pálido, Ru Shan —le tranquilizó Lydia y su voz sonaba más alegre ahora—. Sólo fue una idea producto de la rabia —encogió los hombros—, no tengo intención de vengarme.
—Podrías establecer tu propio negocio. Podrías lograrlo. —Ru Shan no sabía por qué estaba sugiriendo eso. Siendo una mujer blanca, Lydia no tenía ninguna posibilidad de hacerlo. Ni los chinos ni los blancos la apoyarían. Pero ella había logrado ya muchas cosas que él nunca había creído que fueran posibles.
Lydia negó con la cabeza.
—Lo he pensado, pero no creo que pueda hacerlo sola.
—Sería muy difícil —estuvo de acuerdo Ru Shan. Luego se puso de pie y se dirigió hacia ella con actitud de súplica—. Podrías trabajar para mi familia. Te pagaríamos bien por tus diseños. Lo suficientemente bien como para que tuvieras una casa, para que fueras capaz de comprar lo que quisieras, de hacer lo que quisieras. Mientras los ingleses siguieran comprando tus diseños, mi negocio prosperaría.
Lydia asintió con actitud reflexiva, como si ya hubiese considerado también esa posibilidad.
—¿Serías capaz, Ru Shan? ¿Podrías verme todos los días, trabajar conmigo todos los días y no tocarme? ¿No querrías abrazarme y seguir como hasta ahora? —Ru Shan trató de mostrarse inexpresivo, pero ella lo conocía demasiado bien para dejarse engañar. Un momento después, Lydia dio media vuelta—. Ah —replicó con mucha sagacidad—, de modo que creíste que regresaríamos a la situación de antes. Y así volverías a tenerlo todo, ¿no es así? Mis diseños para tus arcas y mi yin para tus prácticas.
—Tú tendrías tu propio dinero. Podrías ser rica e independiente. Ninguna mujer china puede siquiera soñar con eso.
—Y muy pocas inglesas. —Lydia se mordió el labio y Ru Shan esperó ansiosamente mientras ella pensaba—. Sería una tonta si declinara una oportunidad así.
—Y sin embargo eso es lo que pretendes hacer —señaló Ru Shan al ver la verdad en la manera en que Lydia dejó caer los hombros. ¿Qué se podía hacer para manejar a una mujer así? Le había ofrecido riquezas sin ningún resultado. Una independencia como la que pocas personas, hombres o mujeres, pueden alcanzar, y tampoco estaba feliz—. ¿Qué es lo que deseas? —preguntó y su voz resonó con frustración.
Lydia se volvió a mirarlo con cara de sorpresa.
—Lo que siempre he deseado, Ru Shan. Un marido que me ame. Un hombre que quiera compartir mi vida, que quiera trabajar conmigo y ayudarme a educar a nuestros hijos. —Lydia guardó silencio un momento y ladeó la cabeza—. ¿Por qué dices que no puedes amarme? ¿Por qué dices que no tienes corazón?
Ru Shan se dio cuenta de que ella quería tenerlo todo. Su humillación y su dolor. No quedaría en su corazón ningún rincón que ella no invadiera, ninguna parte de su alma que no quedara expuesta a los inquisitivos ojos de Lydia. Entonces se dio cuenta de que estaba dispuesto a hacerlo. Abriría su alma y la expondría ante ella como si fuera parte de sus entrañas. Y ella por fin entendería que él era un hombre perdido y lo abandonaría.
Sin embargo, dudaba que hacerlo sirviera de algo, puesto que le estaba abandonando, pensó Ru Shan con rabia. ¿Por qué habría de agregar esta última indignidad a una causa perdida? No lo haría. Así que comenzó a dar media vuelta y a reunir sus obsequios. Su familia necesitaría el dinero que obtendría por venderlos.
Pero ella no iba a dejarlo escapar así. En un segundo estuvo a su lado y lo agarró de los brazos para obligarlo a mirarla. Le cogió la cara y se la acercó, los ojos del uno fijos en los del otro, y luego por fin sus labios se juntaron.
El beso fue tierno y dulce, casi como un regalo compartido entre niños. Sin embargo, Ru Shan sintió que el cuerpo se le tensaba de deseo.
—¿Qué es lo que no me estás diciendo, Ru Shan? ¿Qué fue lo que te sucedió?
Ru Shan no quería responder. Su intención fue contener el dolor dentro de él, donde llevaba tanto tiempo envenenándolo. Pero el yin de Lydia ya había comenzado a fluir hacía él y su poder se elevó como un río dulce frente a la garganta seca de Ru Shan. Cuando abrió la boca para beberlo, en lugar de beber dejó escapar estas palabras:
—Mi familia tiene debilidad por la gente blanca —comenzó a decir.
EL HONOR Y LA VERGÜENZA SON
LO MISMO QUE EL TEMOR.
LA SUERTE Y LA DESGRACIA SON
IGUALES PARA TODOS.
LO QUE SE DICE DEL HONOR
Y LA VERGÜENZA ES ESTO:
YA SEA QUE ESTÉN PRESENTES
O AUSENTES,
SON INSEPARABLES
DEL TEMOR QUE GENERAN.
LO QUE SE DICE DE LA SUERTE
Y LA DESGRACIA ES ESTO:
PUEDEN CAER SOBRE
CUALQUIER PERSONA.
Tao Te Ching