Capítulo 16
Lydia parpadeó convencida de haber oído mal. Esta mujer, con esa apariencia tan arrogante y amargada, no podía ser la esposa de Ru Shan. Ella era su esposa. Recordaba con toda claridad haber ido a la misión y haberse casado ante la ley y ante la iglesia. No. Él no podía tener otra esposa. Era imposible.
—Disculpa —balbuceó Lydia en inglés, molesta porque su voz sonara como un tembloroso susurro, pero dispuesta a reafirmar su posición—: Discúlpame, mi amor, pero debo de haber oído mal. ¿Quién es exactamente esta mujer? ¿Tu hermana?
Ru Shan se volvió confundido por el tono de voz de Lydia, aunque sus palabras no dejaron ninguna duda.
—Mi hermana y su esposo no nos acompañarán hoy —confesó revelando una decepción que Lydia ignoró. Sus sentidos sólo estaban pendientes de su respuesta—: Ella es Tai Mei, mi primera esposa. Y nuestro hijo, Zun Ran.
Lydia sintió la garganta seca. Lo único que pudo hacer fue cerrar los ojos, detestando las lágrimas que brotaban bajo sus pestañas.
—¿Entonces estás divorciado? —susurró.
—¿Divorciado? No conozco esa palabra.
Lydia abrió los ojos buscando la cara de Ru Shan, del hombre que amaba, y deseando desesperadamente encontrar una respuesta en su expresión. Pero lo único que vio fue confusión.
—Divorcio —explicó Lydia con claridad— significa que estuvisteis casados, pero ya no lo estáis. Marido y mujer siguen caminos separados y se pueden casar con otras personas.
Ru Shan retrocedió como si le hubiesen dado una bofetada.
—¿Cómo es posible que alguien esté casado y luego no? Sólo un verdadero bárbaro haría eso.
Lydia se puso tensa y echó los hombros hacia atrás mientras una ola de rabia comenzaba a brotar en su interior.
—No es lo habitual —replicó Lydia secamente—, pero puede suceder. Entonces ¿esta mujer es tu antigua esposa?
—Claro que no —contestó Ru Shan con un tono igualmente lacónico—. Cuando los chinos nos casamos, es para toda la vida. ¡Nosotros no tomamos y abandonamos a las mujeres como si fueran juguetes!
Lydia asintió sin saber por qué. Antes de sacarle los ojos a Ru Shan quiso asegurarse de que no había sido un simple malentendido. Así que lo volvió a intentar.
—Si esta mujer es tu esposa, Ru Shan, entonces ¿qué soy yo?
Ru Shan se quedó mirándola y su expresión lentamente se fue aclarando.
—Tú eres mi segunda esposa, Lydia. La primera esposa que yo elijo.
—¿Segunda esposa?
Ru Shan asintió con la cabeza.
—Claro.
—En Inglaterra no tenemos segundas esposas, Ru Shan. Sólo tenemos primeras esposas.
Ru Shan le sonrió, pero su expresión siguió siendo de cautela.
—Ah —exclamó—. Ahora entiendo. —Aunque claramente no era así—. Soy un hombre de buena posición, Lydia. Nuestra familia proviene de una gran estirpe. Por supuesto que tengo primera esposa. Nos casamos cuando yo tenía ocho años. —Ru Shan sonrió y le dio unos golpecitos a su hijo en la cabeza—. Me presionaron mucho para que eligiera más esposas, pero yo me negué. —Ru Shan volvió a fijar su atención en Lydia—. Lydia, tú eres la primera esposa que yo elijo.
Lydia no sabía qué decir. ¿Qué podía decir si estaba frente a frente con la otra esposa de su marido, una esposa que no sabía que existía?
—No tenemos segundas esposas en Inglaterra —repitió Lydia.
—No necesitan tenerlas si como dices abandonan a las esposas mediante ese tal divorcio y eligen otra.
Lydia negó con la cabeza.
—Eso no es lo que ocurre.
—Pero tú dijiste…
—No ocurre con frecuencia. —Lydia se enderezó—. ¡Y lo que no ocurre jamás es que un hombre tenga dos esposas al mismo tiempo! —Lydia no tenía la intención de gritar, pero al terminar la frase su voz se había elevado hasta rozar la histeria. Lo único que Ru Shan pudo hacer fue mirarla aterrado. Él y todos sus extraños parientes.
—Pero Lydia, ahora estás en China —recordó Ru Shan y su tono de tranquilidad sólo consiguió enfurecer más a Lydia—. En China —siguió diciendo— un hombre de dinero tiene muchas esposas.
Lydia echó los hombros hacia atrás y se enderezó hasta alcanzar toda su estatura encima de esos ridículos zapatos.
—No mi esposo, Ru Shan.
Ru Shan frunció el ceño y su expresión se ensombreció.
—Lydia —indicó en tono de advertencia—, no me avergüences delante de mis parientes.
—¿Que no te avergüence? —preguntó ella con tono de burla—. ¿No se te ha ocurrido que yo me podía sentir un poquito incómoda cuando me presentaras a la esposa de mi marido?
Ru Shan levantó las manos en señal de impotencia.
—Ya te lo he explicado, soy un hombre honorable. ¿Cómo pudiste pensar que no tenía una esposa?
—Yo soy inglesa —replicó ella—. ¿Cómo pudiste pensar que me casaría con un hombre que ya está casado?
Lydia comenzó a temblar y la furia impulsaba sus movimientos. La hermosa taza que sostenía en las manos salió volando y se estrelló a sus pies. Luego se llevó las manos al pelo y se quitó las agujas de marfil, lanzándolas contra el suelo frente a los pies de su esposo. Ru Shan la miró aterrado y se estremeció cuando la segunda cayó también con un golpe seco. Tras él, su abuela comenzó a carcajearse, con una risa fría y siniestra que fue haciéndose cada vez más fuerte. Lydia apenas la escuchaba. Estaba demasiado concentrada en quitarse las correas de esos estúpidos zapatos y arrojarlos de una patada, con toda la violencia de la que era capaz. Si hubiese podido, también se habría desgarrado el vestido para arrancárselo del cuerpo, pero no tenía otra cosa con qué cubrirse. Tuvo que contentarse con limpiarse el maquillaje con una manga. Era terrible hacerle eso a una seda tan hermosa, pero la horrible mancha de blanco, negro y rojo le produjo un poco de satisfacción.
Entretanto, la familia de Ru Shan continuaba mofándose, mientras que la cara de éste se ponía morada, de un color similar al de la mancha del vestido.
Sólo el chico se mantenía impávido, con sus ojos almendrados muy abiertos y las pupilas dilatadas. Un testigo mudo que absorbía todo en silencio. Lydia se preguntó por un instante si estaría entendiendo algo de lo que sucedía. Probablemente más que ella, pensó irónicamente.
—Dios mío, ¡qué tonta he sido! —se lamentó Lydia sin dirigirse a nadie en particular—. Amor. Matrimonio. Hijos. Yo sabía que tú eras chino…
—Sí, lo soy —comenzó a decir Ru Shan, pero Lydia no le dejó continuar. Hablaba sin pensar, sin preocuparse por el hecho de que estaba diciendo cosas que ni siquiera se había reconocido a sí misma.
—Yo te amaba, Ru Shan —declaró, escupiendo cada palabra en la cara de él—. Eso es. Yo-te-amaba. —Luego se enderezó, mirando con desdén a todos los que la rodeaban—. ¡Qué grandísima tonta!
Los pies y las medias rápidamente se le empaparon debido al reguero de té que había en el suelo, pero Lydia apenas lo notó cuando dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta y la libertad. Poco le importaba lo que estaba haciendo, sólo quería dejar atrás a Ru Shan, bien atrás.
Ru Shan dio un paso al frente y se interpuso con facilidad en su camino.
—No seas tonta, Lydia. ¿A dónde irás? —El tono de Ru Shan no podía ser menos amoroso, pero eso sólo fortaleció su decisión cuando pasó frente a él—. ¡Lydia! —repitió él nuevamente agarrándola del brazo—. Nos casamos en una iglesia inglesa. De acuerdo con las leyes de ambos países, ¡eres mi esposa!
Ella no se pudo contener; un gemido cáustico y amargo surgió del fondo de sus entrañas arrasándola y salió corriendo hacia la puerta.
Esta vez no tuvo dificultad para saltar por encima de la tablilla y huir. Su única preocupación era que el vestido no se le enredara en los pies, pero hasta las inglesas saben cómo subirse las enaguas. Una parte de su mente exigía saber qué era lo que estaba pensando. ¿A dónde iba? De hecho, era posible que ésas fueran las palabras que Ru Shan gritaba a sus espaldas. Pero ella las ignoró.
Quería escapar. Poner distancia. Silencio. Así que corrió tan rápido como pudo, con la atención puesta en no pisar la basura de la calle. No se permitió ningún otro pensamiento, ninguna otra emoción. Sólo mantener los pies alejados de la basura mientras corría.
Cuando ya no pudo correr más y los pies le dolían por el esfuerzo, disminuyó la velocidad y rompió a llorar. Estaba en mitad de una calle de la parte china de Shanghai. Vestida como una segunda esposa. Sin zapatos y sin tener donde ir.
No podía soportarlo. Y el dolor la hizo caer de rodillas.
Entonces percibió murmullos a su alrededor y se tapó los oídos para no escucharlos. Otro sonido penetró en su conciencia. Palabras en inglés, lejanas pero nítidas. Lydia se enderezó lentamente y dejó caer las manos.
Definitivamente eran palabras reconfortantes formuladas en inglés con un acento extraño.
Fu De.
Rodeada de curiosos que mascullaban en chino, Lydia se sintió perdida, incapaz de articular palabra. Necesitaba ayuda. Y justo en este momento esa ayuda era Fu De.
Lentamente se puso de pie. Miles de pequeñas manos la ayudaron a incorporarse, aunque sólo lograron cerrarse más sobre ella.
—¿Fu De? —graznó Lydia y el sonido se oyó apenas como un murmullo—. ¿Fu De? —llamó de nuevo, esta vez con más fuerza y claridad.
—¡Madame Lydia! —respondió Fu De mientras se abría paso entre el corrillo de gente—. ¡Madame Lydia!
Lydia se encogió al oír al criado llamarla «madame». Seguramente, lo decía como una fórmula de cortesía y lo más probable es que la estuviera usando con esa intención.
Pero ahora Lydia sabía la verdad. Sabía que ella era algo peor que una madame. Después de todo, en Londres algunas cortesanas eran elogiadas por su inteligencia y eran consideradas mujeres asombrosas que todos deseaban. Las madames o rameras sólo estaban un nivel más abajo.
No así las concubinas. Ésa era la palabra para denominar a una mujer atrapada en la condición de esclava de un demonio extranjero.
—¡Madame Lydia, por favor espere!
Así lo hizo, aunque dudaba de que Fu De pudiera verla. Y luego el joven finalmente llegó a su lado con su larga coleta despeinada bajo el gorro empapado de sudor.
—¡Madame Lydia! Por favor, le ruego que…
—Respira, Fu De —le aconsejó con toda la calma que pudo reunir—. Ya no voy a correr más. —Al decirlo comprendió que era verdad. Y se sintió más fuerte. Se limpió la cara con el vestido manchado y trató de evaluar su situación—. Apártense, por favor —pidió en chino.
A su alrededor la gente contuvo la respiración y dio un paso hacia atrás. Aparentemente una mujer blanca vestida con ropa de concubina no era tan impresionante como oírla hablar en su lengua. Cualquiera que fuera la razón, de repente Lydia y Fu De disfrutaron de más aire.
—Madame Lydia —comenzó a decir Fu De en inglés—. No puede correr por Shanghai así. No es apropiado.
—¿Más inapropiado que casarse con un hombre casado? —replicó Lydia, pero enseguida se arrepintió de sus palabras pues Fu De sólo parpadeó confundido. Lydia le hizo un gesto con la mano que quería decir «no importa», pero él fue más rápido que ella.
Haciéndole una inclinación, Fu De habló con gran formalidad. En inglés.
—No entiendo su sorpresa, pero está claro que el amo Cheng la ha insultado gravemente. —Otra vez Lydia abrió la boca para hablar, pero Fu De se le adelantó—: No pretendo reconciliarla con su esposo, madame Lydia. Le ofrezco un lugar para que descanse hasta que se resuelvan estos asuntos.
Lydia asintió, mientras forcejeaba con el vestido, como si tuviera alguna otra opción.
—Es muy amable por tu parte, Fu De —repuso lentamente—. ¿Dónde está ese lugar?
—Está cerca de… —Fu De se quedó callado mientras parecía estar tratando de encontrar la forma de explicarlo—. Está cerca de donde usted durmió anoche, madame. Por favor… —Fu De le hizo señales al conductor de un rickshaw que pasaba por ahí—. Por favor, ¿vendrá conmigo?
Lydia se mordió el labio desconfiando de las intenciones del criado.
—Gracias, Fu De. Eres muy amable.
Pero mientras se subía al rickshaw, no pudo evitar recordar otro viaje, en un vehículo diferente, con un hombre totalmente diferente. ¿Cómo había pasado de estar comprometida con Max, a ser la feliz esposa de Ru Shan, y ahora una concubina fugitiva, y todo en menos de veinticuatro horas?
Otro pensamiento cruzó la mente de Lydia, uno tan gracioso que comenzó a reírse con amargura hasta que las lágrimas volvieron a resbalarle por el rostro: todavía era virgen.
Después de todo lo que había pasado, todavía era virgen. Lo que significaba que, según las enseñanzas de su madre, Lydia todavía era pura como la nieve.
Ru Shan se quedó mirando los trozos de las agujas de marfil que sostenía en la mano. Tenían un elaborado diseño: la talla de una tigresa en una y de un dragón en la otra. En su mente representaban a él y a su Lydia, juntos para siempre, sosteniendo los hermosos mechones de su pelo de la misma manera en que él y ella sostendrían juntos a toda la familia Cheng. Había dedicado mucho tiempo a elegirlas como regalo para ella, emocionándose cuando las vio por primera vez entre el cabello dorado de su esposa.
Ahora reposaban en su mano, la tigresa rota en dos pedazos y el dragón manchado de tierra.
No quería pensar en nada más. Ni en el desprecio de su familia, que seguía burlándose, ni en Lydia, con la cara manchada de pintura de novia, la ropa sucia y toda desarreglada cuando se quitó los zapatos.
Sin embargo sus palabras resonaban en su cabeza. «Yo-te-amaba». Dichas con tal veneno como si quisiera fulminarle con ellas. «Yo-te-amaba».
Había querido ir tras ella, pero Fu De lo detuvo. Le habló rápidamente y en voz baja para que la familia Cheng no le oyera. Fu De prometió encontrarla. Prometió explicarle todo. Y prometió llevar a Lydia a un lugar donde Ru Shan pudiera verla a solas, sin el ciego desprecio de su familia.
¡Cómo deseaba dejar plantada a su familia! Olvidar que ellos eran una carga sólidamente plantada sobre sus hombros: su responsabilidad.
Sólo una cosa le disuadió. Una persona, mejor dicho. Su hijo, Zun Ran. El chico se le había acercado cuando Fu De desapareció, agarrándole nerviosamente la mano. Se quedaron allí juntos, al lado de la puerta abierta, mientras que Ru Shan miraba atentamente las calles y el chico lo miraba con expresión sombría. Después de un rato la mirada de Ru Shan se deslizó hacia abajo para observar a su hijo.
—Es una confusa época la que vivimos, hijo mío —comentó con suavidad.
El chico asintió, no porque entendiera, sino porque probablemente le pareció la mejor respuesta.
Ru Shan todavía miraba hacía la puerta, deseando ver a su esposa blanca regresar serenamente, no, felizmente, a su lado, aunque sabía que era imposible. No regresaría. Tendría que ir a buscarla. Entretanto, debía aclarar ciertos puntos con sus risueños parientes. Se dirigió a su hijo, sin preocuparse de que los demás le oyeran.
—Ellos creen que estoy loco. Creen que no lo sé, pero no es así. Supongo que conoces su opinión.
El chico miró nerviosamente a su madre y luego a Ru Shan.
—Sí, padre —fue todo lo que dijo.
—Su estupidez no me molestaba antes. Yo sabía lo que estaba haciendo y por qué. Pero ahora me enfurece —aclaró—. Porque es posible que hayan destruido tu futuro.
El chico abrió los ojos como platos, impresionado. Nunca había oído un comentario tan desleal sobre sus mayores. Ningún chino hablaba mal de su familia, en especial de sus mayores. Ni siquiera dentro del círculo familiar, donde todo se consideraba privado.
Ru Shan vio una sombra de duda en los ojos del niño, así que confirmó lo que acababa de decir:
—Sí, hijo mío. Sólo tú has mostrado hoy tu valor y confianza en mí, lo que me hace sentir muy orgulloso. Los demás sólo demostraron ignorancia. —Ru Shan levantó la vista para mirar a su aterrada familia que ahora callaba escuchándole. Su padre estaba rojo de ira. Ru Shan esperó con tranquilidad la andanada que se avecinaba, asombrado al darse cuenta de lo mucho que estaba disfrutando con la situación. ¿Cuánto tiempo llevaba ansiando tener la oportunidad de ofender a su padre?
—Tú, maldito cobarde —le espetó su padre—. ¿Traes a una mujer bárbara aquí y te atreves a tildarnos de tontos? —El hombre avanzó cojeando y sus movimientos todavía eran fuertes a pesar del bastón en que se apoyaba—. Tengo orejas para oír y ojos para ver. Sé que nos has destruido con tu mascota blanca. Sé que las estanterías de nuestra tienda están vacías gracias a ella. Y sin embargo te atreves a traerla aquí. ¡Como esposa! —El hombre se estiró para agarrar el brazo de Zun Ran y apartarlo del lado de su padre—. ¡Nos has deshonrado a todos!
Ru Shan apenas parpadeó. A su padre le gustaba hacer que los demás perdieran los estribos, pero ya hacía mucho tiempo que no lograba alterar a Ru Shan.
—Suelta a mi hijo —ordenó Ru Shan.
—Tú no eres apto…
—El chico es lo suficientemente mayor para decidir su propio destino. Suéltalo ahora mismo —exigió—. A menos que estés preparado para reconocerlo como tuyo y no como sangre de mi sangre.
Su padre retrocedió como si le hubiesen dado una bofetada. Al igual que la primera esposa de Ru Shan.
—Por… por supuesto que eres el padre de Zun Ran —exclamó el viejo tartamudeando, al tiempo que soltaba al niño—. El hecho de que seas capaz de sugerir otra cosa es una prueba más de tu depravación.
Ru Shan no respondió. A veces los chinos eran hipócritas más allá de lo razonable, y su padre el que más. Todo el mundo aquí, con excepción de su hijo, sabía la verdad: que Zun Ran era su medio hermano. Sin embargo, eso no disminuía las responsabilidades de Ru Shan para con el chico. Ahora fijó su atención en el niño y le tendió la mano.
—Ven, hijo mío —ofreció—, déjame explicarte lo que ellos no saben.
El chico obedeció y avanzó hacia delante, pero no le agarró la mano. En lugar de eso se quedó expectante.
Tras ellos, la bisabuela del chico soltó una risita nerviosa, pero Ru Shan se sorprendió sonriendo incluso mientras retiraba la mano y la dejaba caer contra su cuerpo.
—Tu abuela estaría complacida contigo, hijo mío. Un gran hombre siempre escucha antes de decidir qué camino tomará. —Entonces Ru Shan hizo la cosa más inusual. Se apoyó sobre una rodilla para quedar a la misma altura del chico y mirarlo directamente a los ojos. Qué extraño que al hacerlo imitara a su primo el fracasado, el falso estudioso al que todo el mundo quería—. Esta familia adora a los bárbaros blancos. Tu abuelo adora el oro de los blancos y tu bisabuela el polvo que venden. Incluso tu madre desprecia el jade y desea tener diamantes y esmeraldas para adornar su cuerpo. Pero conseguir oro extranjero es difícil ahora que tu abuela no está. Lo que los bárbaros querían era su talento con el pincel y los tintes. Sus habilidades, de las cuales vivimos y gracias a las cuales prosperamos el resto de nosotros. —Se enderezó y volvió la cara para mirar lleno de ira a su padre, a sabiendas de que sólo estaba agregando leña al fuego—. Era tu abuela la que sostenía a la familia Cheng, hijo mío. Nosotros sólo éramos las pulgas de su espalda —continuó Ru Shan—: Ahora que Mei Lan no está, ¿quién mantendrá a los Cheng? Una muerta no hace mercancías para vender, y esta esposa —señaló con desdén a la mujer que había compartido su cama cuando él tenía ocho años— no tiene habilidades para eso. —Volvió a mirar a su padre—. Entonces, ¿cómo va a sobrevivir la familia Cheng?
—Esa es tu responsabilidad, hijo mío. —Aunque las palabras tenían un tono de amabilidad, el padre escupió a los pies de Ru Shan para mostrar su enojo—. Ahora estoy impedido. La tarea de un hijo es mantener el honor de la familia y proporcionarme placer en la vejez.
Ru Shan asintió, sin poder negar el peso de sus responsabilidades.
—Y así lo hice. Encontré a una mujer bendecida por el cielo con el talento para producir el oro extranjero que tanto le gusta a esta familia. ¿Acaso no te preguntaste, padre mío, quién había diseñado los vestidos que despertaron tanto interés en nuestra tienda? ¿Acaso no te fijaste en la cara de mi esposa y viste el oro que corre como agua por sus venas?
—Los demonios extranjeros sólo traen dolor —refunfuñó el padre en voz baja—. No los recibiré en mi casa.
—Entonces no debiste matar a la mujer que nos mantenía.
Y ahí estaba. Dicho por fin en voz alta, a plena luz del día, sin que Sheng Fu pudiera negarlo. Éste tuvo un ataque de cólera como ninguno que Ru Shan hubiese visto.
La primera esposa vio venir el berrinche y se llevó a la bisabuela dentro. La vieja se escondería tras su pipa de opio y ella, la número uno, dentro de su cuarto, con sus trajes y sus joyas. Sólo quedaron Ru Shan y su padre. Y el pequeño Zun Ran, que observaba desde un lado, medio escondido tras la mesa engalanada para el banquete de bodas.
El ataque de rabia duró poco. Sheng Fu había perdido mucha energía física y ya no podía mantener sus emociones durante mucho tiempo. Su única arma fueron los insultos que gritaba al aire, comentarios hirientes que Ru Shan esperaba. Pero que de todas formas dolían.
El viejo soltó cosas horribles. Maldijo y despreció todo, pero al final conservó un poco de juicio. No repudió a Ru Shan. No rompió la tablilla que había en el altar familiar con su nombre. Escupió en ella. La agarró y la levantó en el aire como si fuera a romperla en mil pedazos, pero la volvió a dejar intacta en su sitio. Sabía que la familia Cheng se moriría de hambre si su hijo se iba y también que Ru Shan era su única esperanza de redención.
Y ésa fue la revelación que el cielo inspiró en Ru Shan mientras observaba a su padre. El veneno en las palabras de su progenitor, la negra energía de odio que fluía del cuerpo y el alma de Sheng Fu estaba dirigida a la única persona que todavía lo condenaba por matar a su esposa.
Ru Shan.
Lo que significaba que Ru Shan también era el único que podía ayudar a su padre a encontrar la paz. Porque hasta que él no perdonara el crimen de su padre, Sheng Fu se consumiría en la amargura, el vacío y el sufrimiento de su cuerpo y su alma. Hasta que encontrara el perdón de su hijo.
Esta revelación les alcanzó a los dos, haciendo que Sheng Fu se desplomara sollozando a los pies del altar familiar. Con el pelo enredado y el cuerpo sucio de sudor y tizne, pero los ojos claros como el cristal. El viejo miró a Ru Shan y la pregunta fue clara.
¿Podría Ru Shan perdonar a su padre? ¿Lo perdonaría?
El impulso de perdonarlo le abrumó. El dolor de los ojos de su padre conmovió a Ru Shan de la misma manera que un hombre agonizante conmueve a todos los que lo rodean. Además, le pesaba su educación, que le recordaba que debía ayudar a su padre porque eso era lo que hacían los hijos. Perdona a tu padre. Perdónalo y apóyalo en la vejez. Eso es lo que hacen los buenos hijos.
Ru Shan dio un paso hacia delante, sólo un paso, como si lo empujaran por detrás, antes de caer de rodillas, sin saber bien lo que hacía, y se quedó postrado, no ante su padre, sino ante el fantasma de su madre.
Él era Ru Shan, firme como una montaña. Sin embargo, había fallado a su madre y había condenado a su padre. No podía perdonar al hombre que lo había engendrado. Ni tampoco era capaz de liberar el espíritu de su madre para que abrazara la vida después de la muerte. Ni siquiera podía aferrarse a una esposa blanca que podía salvar a la familia.
Había comprado una mascota blanca ordeñándola para extraer su agua yin con el fin de enfriar su fuego yang.
Y había arriesgado lo que quedaba de la fortuna de su familia. Sin embargo, ahora entendía que no había servido de nada. De nada en absoluto porque Shi Po había olvidado contarle la última parte de la revelación. Era un detalle pequeño, que la tigresa ignoró, sin duda, por considerarlo una extensión natural del trabajo que ellos hacían. Después de todo, ¿quién podría pasar horas ordeñando a una mujer, incluso a una blanca, y no sentir afecto por la mascota?
Era algo tan simple que Shi Po olvidó mencionarlo. Pero ahora Ru Shan lo veía con claridad. Lo leyó en el agua aceitosa que tenía ante él, con la misma claridad con que lo vio en la andanada de su padre y en la mirada desconcertada y sombría de su hijo.
Se olvidó de que durante el proceso tenía que amarla.
Y en esto último había fracasado totalmente.
¿QUÉ ESTÁ MÁS CERCA DE TI:
TU NOMBRE O TU PERSONA?
¿QUÉ ES MÁS PRECIOSO: TU PERSONA
O TU RIQUEZA?
¿CUÁL ES EL PEOR MAL:
GANAR O PERDER?
LA DEVOCIÓN SUPERIOR EXIGE
GRAN SACRIFICIO.
LA RIQUEZA SUPERIOR IMPLICA
GRANDES PÉRDIDAS.
Tao Te Ching