Capítulo 5
Lydia exhaló con un movimiento lento y controlado. Se concentró en el paso del aire a través de sus labios húmedos, en la contracción de los músculos de la boca y en la posición de los hombros. No quería pensar en la pesadez de sus senos, ni en el cosquilleo que pareció atacarla de improviso desde distintos lugares del cuerpo ni, mucho menos, en la extraña sensación de humedad que notaba en su bajo vientre.
Sólo pensaba en su captor, Ru Shan. Por más que presumiera que su nombre significaba firme como una montaña, con ella había sido de todo menos eso: unas veces era amable, otras exigente y hasta cruel. Cuando era amable a ella le asaltaba la tentación de suavizar su actitud, recordando que, después de todo, era humano —como había sucedido durante sus últimas «sesiones de entrenamiento»—. Las sensaciones que él le generaba…
Pero no quería pensar en eso ahora. No debía olvidar que por avergonzado que pareciera y, a pesar de las disculpas y la ternura con la que le había besado los dedos, seguía siendo su captor.
Por fortuna Lydia tenía una gran ventaja. Ru Shan era un hombre y, como todos los hombres, creía saber lo que ella pensaba. Pero se equivocaba, por supuesto, y ahí residía su poder.
¡Que creyera que ella había aceptado su prisión! Nada más falso. Sólo estaba fingiendo, esperando la oportunidad de escapar.
Ese cuento de que estaba preparando el cuerpo de Lydia para un cierto flujo místico de yin sólo ocultaba sus lascivas intenciones. Incluso ella, inocente en estos asuntos, sabía que tras ello sólo se escondía el deseo sexual. Sin embargo…
Lydia suspiró. Tenía que reconocer que el hombre había acertado en ciertas cuestiones. A ella le habían enseñado a no pensar en su cuerpo ni en sus sensaciones. Cuando él la tocaba, ella sentía, todavía lo notaba, una especie de crecimiento. No sólo un agrandamiento físico. Sentía los senos más grandes que nunca. Como si se proyectaran varios centímetros frente a ella. Sólo que, al mirarlos, el tamaño era el de siempre.
Pero había más. Él había creído que su última caricia, la del pezón, había creado una confusión en el cuerpo de Lydia, cuando en realidad le había gustado y deseó que continuara. El único conflicto que la atormentaba provenía de su mente, pues se había sentido al borde de un cambio, un cambio mental, espiritual. Como si a partir de ese momento ya no pudiera regresar, ni ser la persona que había sido hasta ahora.
Eso sí que la asustaba. Sentirse al borde de un enorme precipicio al que en breve Ru Shan la empujaría y del que, tal vez, nunca lograra salir. Y lo peor era que una parte de ella ansiaba dar el salto. Sospechó que había muchas cosas que quería descubrir. Pero ¿no debían hacerse dentro del vínculo sagrado del matrimonio? ¿No debería aprenderlas con Maxwell?
Desde luego, aunque de algún modo no podía imaginarse a su amado Maxwell tomándose el tiempo para acariciarle los senos con unos dedos tan cálidos como los pliegues de una toalla hirviendo. Y con caricias tan tiernas e hipnóticas que la hacían caer en una especie de trance, en lapsos de hipersensibilidad y de conciencia tan intensos que creía fundirse con su captor.
Era una experiencia asombrosa. Tan sensual que no sabía resistirse a seguir aprendiendo.
Si nunca podría hacerlo con Maxwell, entonces, ¿por qué no aceptar el entrenamiento que el chino podía enseñarle? Las circunstancias no importaban. Tal vez más adelante podría, incluso, enseñárselas a Maxwell.
Lydia sacudió la cabeza. No, jamás podría mencionarle esto a Max, ni mucho menos enseñárselo. Él tenía estrictas convicciones morales tanto en lo que se refería a las ideas como a los modales. Esta experiencia, sin importar que ciertamente no había sido su elección, lo dejaría completamente abrumado.
Estas reflexiones devolvieron a Lydia a su dilema inicial. ¿Debía aceptar este entrenamiento, aprender cuánto pudiera a pesar de las circunstancias? ¿O debía arriesgarlo todo para escaparse ahora, antes de caer en el abismo?
Al final resolvió hacer las dos cosas. Se valdría del hecho de que Ru Shan la creyera sumisa, al tiempo que aprovecharía cualquier oportunidad, por remota que fuera, de escapar. Sólo esperaba que ésta no se presentara demasiado tarde.
Su primer objetivo no fue Ru Shan, sino su acólito, Fu De. Lydia llevaba tiempo estudiando el comportamiento del joven. Obviamente vivía ahí, porque raras veces le oía salir. Cuando lo hacía, cerraba tanto la puerta de la habitación como la puerta exterior, de la que podía oírse el tintineo metálico. Además había vislumbrado su jergón, al lado de los utensilios de cocina, en varias ocasiones.
En resumen, Fu De era tan prisionero como ella. Así que su mejor oportunidad era ganarse la confianza del criado y planear de alguna manera una forma de escapar. Pero ¿cómo?
No tuvo que pensarlo mucho. ¿Qué debía agobiar a Fu De casi tanto como a ella? El aburrimiento. Y ¿cuál era su mayor debilidad al tratar de encontrar su camino en esta tierra extraña? Su desconocimiento de la lengua: Lydia no sabía ni hablar ni leer lo suficientemente bien chino como para orientarse.
Así que aprovecharía el aburrimiento de Fu De y le convencería para que la enseñara su lengua.
Se alisó el pelo y la ropa lo mejor que pudo, se puso de pie y dio un golpecito en la puerta. Como siempre, Fu De respondió de inmediato. Cuando se asomó, Lydia le sonrió con simpatía, intentando resultar lo más seductora posible.
—El tiempo pasa tan lentamente en China —suspiró. —Fu De no respondió, ni ella esperaba que lo hiciera, pero rezó para que el chico entendiera el inglés—. ¿No estás aburrido? —preguntó Lydia con la esperanza de ver alguna reacción en su expresión.
Nada.
Obviamente la sutileza no iba a funcionar. Era hora de intentar un acercamiento directo.
—Quiero aprender a leer y escribir chino. ¿Puedes ayudarme?
Nuevamente, nada. Ni los ojos ni el cuerpo del muchacho dejaron entrever lo que pensaba.
—Yo te ayudaré a hablar inglés. Lo he hecho antes enseñando a niños. —En realidad sólo había ayudado una vez a su sobrina en el día libre de la niñera—. Hablar inglés te ayudará a conseguir un empleo muy rentable —insistió Lydia. Maxwell le había dicho una vez que los chinos que hablaban inglés ganaban bastante aquí.
Maldición. Tal vez el muchacho no hablaba nada de inglés, pese a que en ocasiones había dado señales de entenderlo. Era hora de probar con su pésimo chino.
—Wo yao xue zhongguo hua —Quiero hablar chino. O al menos eso era lo que esperaba haber dicho.
El chico sacudió la cabeza.
—Shanghai-hua.
¡Un progreso! Le contestaba. Pero ¿qué había dicho?
—¿Shanghai-hua? ¿La lengua de Shanghai? ¡Sí! Wo yao xue Shanghai-hua.
El chico asintió y Lydia creyó ver un esbozo de sonrisa. Luego dijo otra cosa con la misma lentitud.
—Yo querer hablar inglés. —Movió la mano—. Escribir.
Lydia asintió con alegría.
—¡Sí! ¡Hao! —Bien—. Hun hao —Muy bien.
—Mey hao.
Lydia frunció el ceño y trató de entender.
Transcurrieron varios días hasta que se dio cuenta de que la lengua que ella había aprendido con el misionero era en realidad la lengua de Pekín. Y lo que ella necesitaba aprender era el chino que se hablaba en Shanghai, un dialecto totalmente distinto. Por fortuna, Fu De entendía los dos, aunque era mejor hablando el chino de Shanghai.
Bueno, pensó encogiéndose ligeramente de hombros, no había nada como el presente para empezar a poner las cosas en orden. Así que ella y Fu De comenzaron a enseñarse el uno al otro de inmediato.
Ambos querían aprender a escribir la otra lengua. Lydia le puso a copiar el alfabeto. Fu De le entregó un balde de agua y una gran brocha y le indicó que debía practicar la escritura en el suelo. Si mojaba la brocha en el agua, podía hacer los caracteres chinos y ver los trazos en el cemento hasta que el aire caliente los evaporara.
Fu De compró papel y tinta y unos extraños pinceles chinos para escribir, pues el papel, aparentemente, era muy valioso. Así que tomó otra brocha y comenzó a garabatear el alfabeto inglés de la misma manera en que le había mostrado a ella que lo hiciera. Día tras día practicaban hombro con hombro en el suelo, mientras el viento secaba sus errores y sus aciertos. Y así comenzaron una precaria amistad.
Salvo que durante todo este tiempo Fu De nunca bajó la guardia y Ru Shan continuó yendo día y noche para seguir su otro entrenamiento.
Lydia se encontró otra vez enfrentada al intrigante misterio que era Ru Shan. Era extremadamente respetuoso y ni una sola vez se excedió en sus prácticas. En realidad la parte de Lydia que disfrutaba hubiera querido más velocidad, nuevas experiencias. Pero él no pensaba apresurarse. Siempre la saludaba y se despedía con una inclinación. Hablaba sinceramente con ella, casi con respeto, y a menudo elogiaba sus progresos, aunque en verdad ella no hacía otra cosa que sentir lo que él le hacía. Y siempre, siempre le daba las gracias por su tiempo, como si ella tuviese otra opción.
Pero a pesar de todas estas atenciones, no olvidaba que él era el amo y ella, la esclava. Incluso una noche que fingió estar cansada para ver si él posponía sus ejercicios nocturnos —Lydia no supo si Ru Shan había adivinado la verdad o no—, la furia que ensombreció el rostro del hombre la disuadieron de tal forma que, antes de que él pudiese objetar nada, ya estaba sentada en la cama, con la bata arremolinada en la cintura.
Esa noche los círculos de sus senos fueron más bruscos. No es que él se comportase con rudeza, sino que acostumbrada a sus atenciones casi reverenciales, las impetuosas caricias la sacudieron hasta la médula.
Cuando ya se marchaba, Ru Shan agregó un nuevo ejercicio a su ritual. Sacó un dragón tallado en un jade blanquísimo y se lo puso en la mano. Era un objeto sólido, aunque no demasiado pesado. Del hocico a la cola enroscada no debía de tener más de un palmo, y de diámetro, no más de tres dedos.
Lydia se quedó mirando el dragón mientras lo analizaba. La forma le parecía atrevida, pero no podía entender por qué. Al menos no hasta que recordó los dibujos de las estatuas griegas que había visto una vez de niña. En aquel entonces sentía una gran curiosidad por la anatomía masculina. Sólo cuando comparó las dos imágenes comprendió que tenía en la mano la talla de un falo.
Lydia notó que la cara se le encendía y a punto estuvo de soltar el objeto, pero Ru Shan, previéndolo, le cogió la mano y se la cerró con firmeza alrededor del dragón.
—Es hora de que practique con el dragón —afirmó con énfasis. —Lydia abrió los ojos como platos ante la idea. ¿Exactamente qué quería que hiciera?—. Debe introducirlo en su puerta de jade. Sólo hasta los ojos del dragón y nada más. Luego tiene que apretar. Presionar con toda su fuerza durante siete segundos. Sólo en ese momento puede sacar el dragón y respirar.
Lydia no necesitó preguntar dónde estaba su puerta de jade. El movimiento de las manos del hombre indicó con claridad que se refería a la entrada del útero.
—Pero yo… cómo puedo… pero yo no puedo… —Las palabras se le trabaron mientras le miraba con ojos atónitos. Ya le había molestado al fingir que estaba cansada. Desafiarlo otra vez sería una locura. Sin embargo, la idea de introducirse algo dentro de su…
—Si no lo hace, Fu De y yo la sujetaremos a la cama, le abriremos las piernas y lo haremos por usted.
Lydia retrocedió con horror ante la crudeza de las palabras del hombre. Le bastó un solo vistazo a Fu De, apostado a la salida de la habitación, para advertir que su nuevo amigo no era tal, que haría exactamente lo que su amo le ordenara.
Mordiéndose lo labios, Lydia se obligó a negar con la cabeza.
—Yo… yo misma lo haré.
—Si no lo hace, me daré cuenta. Cuando una mujer se ejercita de esta manera se deposita energía en el jade. Una energía que puedo sentir y oler.
Lydia no dudó de sus palabras. Ni de que seguramente revisaría el dragón todos los días cuando viniera a visitarla.
—Siete veces, siete apretones —repitió Ru Shan—. Por la mañana y por la noche. Puede hacerlo primero sentada. Luego debe ponerse de pie con las piernas abiertas. —Haciendo una demostración, abrió las piernas en el lugar en que estaba—. Y mantener el dragón dentro. —Asintió con la cabeza pues tenía la garganta demasiado seca para hablar—. Después de una semana, la examinaré. Entonces, deberá demostrar que puede mantenerlo en posición o sabré que no ha estado practicando correctamente. —El hombre extendió una mano para levantarle la barbilla y mirarla directamente a los ojos—. Si no puede hacerlo, me veré forzado a tomar medidas más drásticas para asegurarme de que obedezca. ¿Me entiende?
—Sí —susurró Lydia. ¿Cómo no hacerlo?—. Haré los ejercicios.
Al oírlo, la cara del hombre se suavizó un poco.
—Estoy fortaleciendo su cuerpo para lo que está por venir. Esto es por su bien.
Lydia asintió, preocupada no por los motivos del hombre, sino por su propio futuro. ¿Qué tendría en mente Ru Shan que hacía necesario fortalecer esa… zona? Se quedó sin saberlo, pues éste tras una inclinación se marchó.
Sus últimas palabras fueron mitad orden, mitad amenaza.
—Comience inmediatamente —ordenó al alejarse.
Lydia miró el dragón mientras trataba de dominar los temblores de su mano. Fu De se le acercó, pero ella retrocedió de un salto. No sabía si pretendía intimidarla para que cumpliera las órdenes o sencillamente ofrecerle su ayuda. De cualquier forma, no quería tenerlo delante y le hizo señas para que se fuera. El criado se inclinó respetuosamente y se retiró en silencio, si bien no cerró completamente la puerta. Lo más probable es que estuviera espiándola.
¡Qué espanto! Ni siquiera se dio cuenta de que estaba llorando, hasta que vio una lágrima resbalar hasta la cama. Lloraba desconsoladamente: de frustración, de humillación, incluso de rabia. Sin embargo, su llanto no la libraría de cumplir con la odiosa tarea.
Abrió las piernas y trató de introducirse el dragón con manos indecisas. En esa posición le era difícil ver la piedra. «Sólo hasta los ojos del dragón y nada más», había dicho Ru Shan. Pero ¿cómo podía uno doblarse lo suficiente para divisar la maldita burbuja tallada que formaba el ojo?
Por fortuna, los ejercicios nocturnos de los senos le habían producido la ya familiar humedad entre las piernas El jade se deslizó en su puesto, aunque era demasiado grueso.
Y luego se salió tan pronto que ella apretó los músculos.
Maldiciendo en voz baja, Lydia volvió a intentarlo con los mismos resultados. De hecho, tuvo que hacer varios intentos hasta lograr mantenerlo un segundo, no quería ni pensar en siete. Se sentía caliente y sucia y sentía dolor en partes incomprensibles.
Pero eso no era lo peor. A medida que fue entendiendo qué músculos debía apretar, con cuánta fuerza y en qué secuencia, su cuerpo la traicionó todavía más. Empezó a temblar, no con un delicado estremecimiento, sino que todo su cuerpo se convulsionó sacudiendo su cabeza como un juguete roto. Los estremecimientos más violentos iban acompañados de una explosión en los oídos.
No sintió dolor, sólo confusión. Y humillación. Se detestó por cada gemido, sin embargo, no se atrevió a detenerse.
Cuando alcanzó las cincuenta veces se sintió aliviada y arrojó el odioso dragón al otro lado de la habitación. Observó como volaba esperando y temiendo que se rompiera en mil pedazos.
Pero no pasó nada. Sólo se estrelló contra la pared y luego cayó al suelo con un golpe seco. Y lo único que Lydia pudo hacer fue acostarse y sollozar.
—¿Cómo van sus ejercicios con el dragón de piedra?
Lydia se revolvió incómoda en la cama notando que el cuerpo le dolía en lugares innombrables.
—Usted me dio una semana. Sólo han pasado cuatro días.
Ru Shan cruzó los brazos sobre el pecho, pero Lydia pudo ver un brillo risueño en sus ojos.
—No le estoy pidiendo que lo demuestre, sólo le he preguntado cómo van los ejercicios.
Lydia se mordió el labio.
—Es doloroso.
Ru Shan entornó los ojos.
—¿Qué clase de dolor? ¿Como un desgarramiento? ¿O…?
Lydia ya estaba moviendo la cabeza en señal de negación.
—Dolores. En los músculos. —O en lo que ella pensaba que debían de ser músculos, aunque en realidad nunca se había parado a pensar si esa parte del cuerpo tenía músculos.
Ru Shan asintió y su expresión se suavizó.
—Entiendo. Era de esperar.
Lydia se puso de pie abruptamente.
—¡Lo esperara o no, no me gusta! ¡No quiero hacerlo más! —No supo de dónde le salía ese ataque de dignidad. Pero su humillación crecía cada vez que trataba de ejercitarse con la piedra, cada vez que se encogía en esa ridícula posición para mirar el maldito ojo del dragón. Así que la dejó salir. Toda la rabia, el dolor y el odio estallaron en un ataque de furia blanca y ardiente.
Pero para sorpresa de Lydia, Ru Shan ni siquiera se inmutó. Continuó en su sitio mientras la risa se desvanecía de sus ojos y la cara se le ensombrecía. Cuando habló lo hizo con un tono neutro. Casi amable.
—Los ejercicios no se hacen por placer, Li Di. Se hacen para fortalecer el cuerpo. A mí tampoco me gustan mis ejercicios, pero los practico diariamente.
Lydia se detuvo, súbitamente asombrada por la afirmación del hombre. No podía imaginárselo con el dragón de piedra. ¿Dónde se lo metería?
Ru Shan debió de notar la confusión de su rostro porque soltó una carcajada.
—Yo no me ejercito con el dragón de piedra como usted. Pero también tengo ejercicios que hacer. Uno no se puede convertir en un dragón de jade sin un entrenamiento intensivo.
—¿Y usted es un dragón de jade?
—Sí —respondió Ru Shan y bajó un poco la cabeza en señal de modestia.
Lydia miró a Fu De por encima del hombro.
—¿Tú también eres un dragón de jade? —preguntó Lydia.
—No —contestó el joven en inglés.
—Fu De es un dragón verde, todavía no ha alcanzado los suficientes méritos para convertirse en uno de jade. Solicitó ayudarme en su entrenamiento para aprender.
Lydia abrió la boca para pedir más detalles. De hecho tenía tantas preguntas que no sabía por dónde comenzar. Pero Ru Shan no se lo permitió. Enseguida levantó una mano.
—Le preguntaré sólo una vez más, Li Di. ¿Cómo van sus ejercicios?
No queriendo enfurecer a Ru Shan trató de contestar.
—Yo… ya no tiemblo con tanta frecuencia.
—Tiene menos años que quitarse de encima.
Ella asintió pues sabía que él creía que los temblores eran la manera en que el cuerpo se deshacía de las energías malas que envejecían a una mujer. Si a eso se le sumaban los ejercicios circulares de los senos y los alimentos especiales que Fu De le servía, se suponía que Lydia estaba retrocediendo en el tiempo hasta volver a la adolescencia. Tal vez, admitió Lydia con renuencia, Ru Shan tenía razón. Desde luego se sentía mejor. Tenía la piel más suave, más elástica, y su cuerpo parecía estar más fuerte. Pero eso podía deberse simplemente al hecho de que había estado encerrada en esta pequeña habitación sin hacer ejercicio, sin comer cosas poco saludables ni hacer nada que pudiera afectar su cuerpo.
Ru Shan fue hasta la ventana para coger el dragón tallado que ella había puesto en el alféizar. Lydia observó como la luz rosada de la mañana iluminó momentáneamente la cara del hombre. Después, para su vergüenza, le preguntó:
—¿Puede ponerse de pie sin que el dragón se caiga?
Lydia, ruborizada, desvió los ojos.
—No completamente. No durante siete segundos. —Él se había acercado y la miraba fijamente.
—Bien. —Ru Shan levantó el dragón, se lo llevó a la nariz y respiró hondo. Luego sostuvo la piedra en las manos y cerró los ojos—. Excelente —murmuró, todavía con los ojos cerrados—. Su yin se está volviendo más puro. Puedo sentirlo en la piedra. —Luego abrió los ojos y sonrió—. Tengo maravillosas noticias, Li Di. Creo que está lista para pasarme parte de su yin.
Lydia dio un paso hacia atrás pues súbitamente se dio cuenta de que el tiempo se le había acabado. Ru Shan estaba listo para empujarla por el borde de cualquiera que fuera el abismo que estos perversos chinos habitaban. Y no había nada que pudiera hacer al respecto.
—No tenga miedo —la tranquilizó Ru Shan—. Le prometí que no le dolería.
Lydia asintió, aunque el corazón todavía le latía desbocado. No creía que fuera a dolerle. De hecho, lo que temía no era sentir dolor, sino que le gustara. Desear más y más, tal como le sucedía al tío Jonathan, que no era capaz de pasar un día sin visitar a su querida. Todos sus pensamientos, su cuerpo, su ser entero, se consumían en espera de la siguiente vez que copularía. Su tía decía que era como una bestia enfervorecida, sin más refinamiento o cultura que un cerdo.
¿Acaso era eso en lo que ella se iba a convertir?
La sola idea la aterrorizaba, pero ¿cómo podría escapar?
La figura de Ru Shan estaba cada vez más cerca y su cuerpo parecía grande e imponente, pese a que no era muy alto.
—¿De qué tiene miedo? —preguntó con evidente asombro—. ¿Por qué querría yo dañar lo que me ha costado tanto esfuerzo y dinero purificar?
Su razonamiento era lógico, pero no disminuía el pánico que atenazaba a Lydia. Debía escaparse. Ahora. No importaba lo que costara.
—Li Di —continuó Ru Shan—. No le voy a hacer daño…
Lydia no podía aguantar más. Era hora de huir. Se obligó a relajarse, a respirar serenamente. Necesitó de toda su energía, pero estaba decidida. Y fue recompensada. Pues cuando pareció relajarse, Ru Shan y Fu De también lo hicieron. Le sonrieron e incluso Ru Shan la invitó cortésmente a acercarse a la cama, indicándole que tenían que empezar.
Pero cuando el hombre se inclinó, ella salió corriendo. Pasó frente a Ru Shan, esquivó a Fu De y salió del pequeño cubículo. O al menos eso imaginó, porque en realidad nunca logró esquivar a Ru Shan. Él la agarró de la cintura y la levantó con facilidad. Lydia pataleó. Gritó, mordió, peleó, hizo todo lo que pudo para zafarse, pero él era más fuerte. Y con la ayuda de Fu De, Lydia no tenía ninguna posibilidad.
Él trató de aplacarla, de explicarle.
—Li Di, no quiero hacerle daño. No habrá dolor, Li Di. No habrá dolor, lo prometo. —Luego dijo algunas imprecaciones en chino y Lydia de reojo observó a Fu De que hacía un gesto de asentimiento y salía corriendo para regresar enseguida con unas cuerdas de brillante seda roja.
Al verlas, Lydia enloqueció. Redobló sus esfuerzos por liberarse y por un breve instante logró soltarse. Fue sólo un instante, porque él la atrapó enseguida y sirviéndose de su fuerza la arrojó sobre la cama, poniéndose encima.
—No quiero amarrarla, Li Di. ¡Deténgase! ¡Tiene que detenerse!
Pero ella no hizo caso. Siguió peleando como una posesa.
Sin éxito. En pocos segundos se encontró atada de pies y manos sin que de nada sirvieran sus intentos.
Impotente, comenzó a gritar. Vociferó, suplicó y sollozó, pidiendo ayuda en inglés, en chino y de cuantas maneras se le ocurrieron.
Finalmente Ru Shan sacó un pañuelo de seda de su bolsillo y se lo metió en la boca. Negaba con la cabeza, visiblemente perturbado por lo que ella estaba haciendo.
—Esperé demasiado, Li Di. Lo siento mucho. El yin la está enloqueciendo. Pero ya no más. Lo prometo. La voy a ayudar. Lo juro.
—No, no —suplicaba ella a través de la mordaza de seda. Sacudía la cabeza y las lágrimas le resbalaban por las mejillas, mientras le imploraba que no siguiera. Lydia vio una gran empatía en sus ojos cuando le tocó la mejilla y le limpió suavemente las lágrimas.
—Toda la culpa es mía, Li Di. Lo que sucede es que el exceso de yin, al igual que el de yang, lleva a la locura. Hay que drenarlo. Es necesario. —Luego Ru Shan bajó las manos y le arregló la ropa.
Fue entonces cuando Lydia se dio cuenta de lo desvestida que estaba. Durante la pelea la bata se había abierto por completo y se le había subido hasta el trasero. Sólo el cinturón de seda permanecía atado a su cintura, el resto estaba completamente a la vista. Y a sus manos. A su perversión.
Sin embargo él no la tocó. De hecho, le arregló la bata para que le cubriera la parte inferior del cuerpo, como si estuviese sentada. Tal como había hecho durante casi dos semanas.
—Comenzaremos como siempre, Li Di. Tenemos que hacerlo. Para hacer que el yin fluya por los canales apropiados. Pero después, se lo prometo, sentirá alivio.
Las palabras de Ru Shan hicieron que Lydia comenzara a gritar otra vez, y tirara de sus ataduras con fuerza, pero habían hecho un buen trabajo al amarrarla. No tenía a dónde ir, ninguna manera de escapar a los deseos de Ru Shan.
Así que comenzaron. Con simples círculos concéntricos alrededor de los senos, que se ampliaban en espiral.
Lydia trató de luchar contra la reacción de su cuerpo. Trató de no respirar como le habían enseñado, trató de no sentir el lento alivio de la tensión. Pero ya llevaban tanto tiempo haciéndolo que no pudo evitarlo. Rápidamente comenzó a exhalar con el movimiento descendente y a inhalar con el ascendente. Ru Shan era especialmente amable y respetuoso, notó Lydia. Pero su caballerosidad no llegaba al extremo de detenerse.
Y muy pronto Lydia no quiso que se detuviera. Los desgarrados sollozos cesaron y la respiración entrecortada se fue regularizando. Hasta que Ru Shan invirtió el sentido del masaje.
—Ahora estamos comenzando a fluir, Li Di. Estamos reuniendo el yin dentro de sus flores de ciruelo, sus pezones, y luego yo chuparé el néctar.
Los círculos se hicieron cada vez más pequeños, sólo que esta vez en lugar de evitar los pezones, Ru Shan cerró los dedos sobre la punta. La primera vez que Lydia los sintió, su cuerpo se irguió y comenzó a moverse al ritmo de los movimientos de Ru Shan para no ser consciente de su intensidad. No quería vibrar cuando los largos y tibios dedos de Ru Shan levantaran sus flores de ciruelo, como él los llamaba.
Pero no pudo mantener su resistencia por mucho tiempo. Cuando Ru Shan comenzó a trazar la segunda espiral, Lydia se sorprendió levantándose para pegarse más a las manos del hombre en lugar de alejarse. Después él tiró de sus pezones, haciéndola sentir como si la arrastraran de un largo cordón que comenzaba en las puntas de sus dedos y se extendía hasta anclarse en el vientre. Un cordón que parecía vibrar emitiendo una especie de zumbido.
La sensación fue creciendo hasta cubrir de calor todo su cuerpo.
—Deténgase —farfulló Lydia, temerosa de lo que estaba a punto de ocurrir.
—¿Puede sentir el yin? —preguntó Ru Shan, quitándole el pañuelo de la boca—. ¿Lo siente saliendo de todas partes de su cuerpo? —Ella asintió. ¿Cómo no hacerlo? Era cierto—. Lo estoy guiando hacia fuera, Li Di. Atrayéndolo directamente a su flor de ciruelo. ¿Siente el tallo cuando tiro? —Apretó suavemente los pezones de Lydia y ella sintió que hasta los dedos de los pies se le doblaban por el poder de aquella caricia—. ¿Puede sentir el curso del yin a través de su cuerpo? Viene hacia aquí. —Ru Shan le hizo presión sobre el vientre con la palma de la mano, justo encima del útero. Luego movió la mano con suavidad, haciendo círculos rítmicos, con lo que la corriente de poder pareció aumentar—. Debe dejar que la energía fluya desde aquí… —Ru Shan cambió de posición, puso las dos palmas sobre el vientre de Lydia e hizo presión—. Hasta aquí. —Al decirlo, dejó que sus manos se deslizaran hacia arriba, abriéndolas alrededor de las costillas, siempre ascendiendo, reuniendo la energía hasta levantarle los senos y cerrar las manos. Por último, cuando volvió a asirle los pezones, los apretó con el mismo ritmo palpitante que estremecía el interior de la muchacha—. Deje venir el yin, Li Di. Abra su flor de ciruelo.
Lydia no sabía qué estaba pasando. Ciertamente no estaba abriendo nada. Sin embargo, sentía que todo lo que él decía, cada idea, cada imagen, tenían eco en su cuerpo. Era como si un río fluyera dentro de ella, corriendo desde los lugares más recónditos de su cuerpo hacia el útero, donde se concentraba en dos sólidos canales que llevaban directamente a cada seno. A cada pezón.
Y luego él comenzó a trazar nuevamente una espiral que se cerraba.
Lydia ni siquiera se había dado cuenta de que su respiración se había acelerado, y su cuerpo temblaba incontroladamente, hasta que Ru Shan volvió a trazar los círculos. Y cuando le puso las manos en el vientre, ella sintió que el estómago se le ahuecaba, permitiendo que el hombre le hiciera presión casi sobre la columna. Salvo que no era la columna. Era ese increíble río de poder que fluía hacia arriba, siguiendo el camino de las manos del hombre a través de sus senos y sus pezones.
Y luego Ru Shan acercó la boca al seno izquierdo. Lydia no gritó. De hecho, apenas se dio cuenta de que lo que estaba sobre sus pezones ya no eran las manos del hombre; todo parecía uno y lo mismo. La boca de Ru Shan estaba tibia, como el río que ahora fluía a través de ella, terminando en su seno. Y él chupó con el mismo ritmo, el mismo palpitar que había creado dentro de ella. El río fluyó hacia él, transmitiendo calor y humedad y placer a medida que fluía.
Fuera de ella. Y dentro de él.
Pero sólo a través del seno izquierdo. El derecho seguía repleto y dolorido.
Sin embargo, Lydia apenas lo notaba, tan maravilloso era sentir la boca del hombre sobre su seno. Ru Shan siguió haciendo con la lengua los mismos círculos que habían trazado sus dedos. Levantaba el seno con la boca, tal como lo había hecho con la mano. Cada vez que él chupaba, ella sentía como si le estuviera robando el último aliento.
Luego se detuvo, pero no súbitamente, sino despacio, y fue cerrando los labios con suavidad elevando la punta al cielo antes de soltarla con el más suave de los besos.
Y cuando por fin la soltó, Lydia exhaló, dejando que la última bocanada de aire fluyera a través de la boca.
—¿Le ha gustado liberar ese yin? —preguntó Ru Shan y sus ojos tenían una expresión amable, ligeramente aturdida.
¿Qué podía responder?, se preguntó Lydia. Había sido más que bueno. Había sido increíble. Sin embargo, no era suficiente.
—Por favor —gimió Lydia, sin saber muy bien lo que decía.
—Ah —exclamó el hombre—, su otro seno está demasiado lleno. —Y así, con la mayor suavidad, comenzó nuevamente sus círculos sobre el seno derecho.
Lydia sintió que el yin se arremolinaba, igual que antes. Sintió la presión de sus palmas sobre el vientre, igual que antes. Pero esta vez ella se entregó totalmente a la sensación. No sólo sintió el flujo del yin sino que lo buscó. Lo estimuló. Lo deseó. Y cuando él por fin abrió la boca alrededor de su seno derecho, ella le metió el pezón, gritando de placer mientras que él comenzaba a succionar el río.
Este río duró mucho más que el otro. El poder, el ritmo, la vibración del yin de Lydia estallaron dentro de Ru Shan y Lydia temblaba mientras el yin salía y palpitaba con los círculos de la lengua del hombre y el bombeo de su succión.
Y cuando por fin la soltó, ella lo miró con evidente confusión.
—Ahora debe descansar. Seguiremos mañana —propuso Ru Shan.
Entonces se puso de pie y una sonrisa de serenidad se dibujó en su rostro cuando le hizo una respetuosa reverencia. Poco después de que Ru Shan, se marchara, Fu De entró en la habitación para desatarla, tras lo cual se retiró enseguida, previa inclinación, cerrando la puerta tras él.
Lydia se quedó donde estaba; su cuerpo todavía zumbaba y la mente le daba vueltas en medio del caos.
¿Qué había sucedido? ¿Realmente acababa de liberar ese yin chino? No podía ser; sin embargo, no podía negar lo que había sentido durante la última hora.
¿Hora?
Lydia miró por la ventana y vio que el cielo estaba totalmente oscuro. Y en ese momento supo la verdad: había caído al abismo. Definitivamente estaba perdida y nunca volvería a ser la persona que había sido. Y no porque un hombre chino la hubiese atado a la cama y hubiese succionado sus senos haciendo que su yin fluyese desde su cuerpo hacia al de él. Se había perdido desde el momento en que empezó a disfrutarlo. A deleitarse con la experiencia. Deseando desesperadamente que no acabara nunca.
¿Era ésta la liberación mística de la que hablaba Ru Shan? ¿Acaso no le había dicho que tras ella se sentiría mejor? Pues no lo había logrado. No había mejorado, es más, se sentía dolorida y agotada y todavía temblorosa. Porque ansiaba más. Quería hacerlo otra vez. En este mismo instante. Quería seguir disfrutando de ese flujo de yin. Sentir ese río. O incluso un océano.
¿A qué cosas tendría que renunciar para tener de nuevo esa experiencia? ¿Para hacerlo una y otra vez?
Lydia no lo sabía. Y se sentía más asustada que nunca.
De las cartas de Mei Lan Cheng
14 de junio de 1873
Querida Li Hua:
¿Otra niña? Ay, Li Hua, lo siento mucho. Sin embargo, estoy segura de que esa chiquilla crecerá y será como tú, un motivo de orgullo para su apellido. Al igual que tú, será una gran belleza, una mujer amable y una gran amiga de todos los que la quieran. Trátala con cariño, bésala con frecuencia, y así estoy segura de que el cielo recompensará tu diligencia con un hijo varón, digno de tu valor y de la gran fuerza de tu marido.
Me temo que mi hija, en cambio, no fue tan afortunada con su herencia. Con mi físico y el temperamento de su padre, no fue favorecida por el cielo, sólo por su abuela.
Mi suegra la idolatra y le enseña a desear cosas que no debe tener. Las dos parecen infectadas por la avidez de la gente blanca por tener cosas sin importancia. ¡Incluso le permitió a la niña fumar de su opio!
Por fortuna mi marido estaba tan furioso como yo ante semejante disparate. A él no le importa lo que pueda pasarle a la niña por fumar opio, por supuesto. Estaba furioso de pensar que algo tan costoso se desperdiciara en un niño. Cualquiera que fuera la razón, la pequeña Ying Mei no volverá a fumar.
Ru Shan también está creciendo mucho. Es un chico fuerte, con buena cabeza. Incluso tiene un carácter tan estable como promete su nombre, pero creo que eso se debe a que cualquier estallido infantil se encuentra con un rápido castigo. Así que Ru Shan ha aprendido a ser un chico tranquilo que estudia mucho, como debe hacerlo un gran sabio. Sin embargo, a veces lo veo mirando hacia fuera con las manos aferradas al dintel de la ventana. Sé que su corazón desearía estar a la luz del sol, y mi espíritu lo compadece. Pero un gran sabio debe encontrar la libertad en sus estudios, así que raras veces le permito escapar. Todos sus tutores están complacidos con su progreso, por eso creo que los monjes están cumpliendo su promesa; Ru Shan alcanzará méritos en sus estudios.
Li Hua, hay una cosa que debo decirte. Una cosa que me perturba el sueño. Mi marido quiere exportar nuestra ropa a Inglaterra. Sí, ¡a los bárbaros de Inglaterra! Dice que si la gente blanca se separa aquí tan fácilmente de su dinero, no sería difícil traer el oro desde allá.
Pero, Li Hua, él no habla inglés. No oye las cosas que ellos dicen cuando creen que no podemos entenderlos. En lo único en lo que Sheng Fu piensa es en abrir las manos y dejar que el oro de los blancos caiga en ellas.
He tratado de negarme. He tratado de fingir enfermedad o agotamiento, o incluso que tengo que ayudar a Ru Shan con sus estudios, pero Sheng Fu no me escucha. Se negó a darnos dinero para comprar alimentos hasta que fuera a hablar con un capitán blanco. Debo servirles de traductora mañana. ¡Ay, Li Hua, estoy tan asustada!
Mei Lan
HABÍA UNA VEZ UN HOMBRE
QUE CRIABA MONOS. CUANDO
EL GRANO SE LE ESTABA ACABANDO,
PENSÓ EN REDUCIRLES LA COMIDA,
PERO TUVO MIEDO DE ENFURECERLOS.
ENTONCES LES DIJO: «ESTOY PENSANDO
EN ALIMENTAROS CON BELLOTAS.
TRES POR LA MAÑANA Y CUATRO
POR LA TARDE. ¿SERÁ ESO SUFICIENTE?».
LOS MONOS PROTESTARON
IRACUNDOS. AL VERLO, EL VIEJO DIJO:
«ENTONCES, ¿QUÉ TAL CUATRO
POR LA MAÑANA Y TRES POR LA TARDE?
SUPONGO QUE ESO SERÁ SUFICIENTE».
CUANDO LO OYERON, LOS ANIMALES
SE POSTRARON ANTE ÉL CON ALEGRÍA.
Parafraseado de los escritos de Lie Yukou