Capítulo 12

Ru Shan pasó el día averiguando todo lo que pudo sobre el prometido de Lydia, así que a la mañana siguiente no se sorprendió cuando vio a Maxwell Slade entrando en su tienda. El Tao a menudo funcionaba así.

El inglés trató de ser sutil al mirar con desprecio por aquí y por allá. Pero Ru Shan no se dejó engañar. Él tenía mucha más experiencia que los blancos en el arte del engaño. Después de todo, no sólo estudiaba las prácticas del dragón y la tigresa, sino que vivía en un país ocupado. Si bien los mongoles habían gobernado desastrosamente hacía muchos años, la familia de Ru Shan y todos los chinos de verdad recordaban su legado. No, los blancos no tenían ni la menor idea de qué era la sutileza.

Y eso, aparentemente, incluía al prometido de Lydia.

El hombre husmeó por la tienda, torciendo los labios con asco. Por qué, Ru Shan no lo sabía, pero dejó que el hombre se riera con desdén.

Haciendo una inclinación de cortesía, Ru Shan sonrió.

—¿En qué puedo servirle, honorable caballero?

—Su tienda está sucia y poco surtida.

—Sí, señor, así es. Pero es todo lo que tenemos, así que para mí es como un castillo.

El hombre asintió con la cabeza, claramente molesto. Luego sonrió de repente, como si se le acabara de ocurrir una fantástica idea.

—Tal vez usted tendría más éxito en otro trabajo. ¿Ha pensado qué otra cosa le gustaría hacer? Un restaurante, tal vez. En la parte china de la ciudad.

Ru Shan volvió a inclinar la cabeza. No por cortesía, sino porque eso molestaba a los monos.

—Me hace usted una importante sugerencia —mintió Ru Shan—. Pero, vea usted, mi familia ha sido la dueña de esta tienda durante varias generaciones. No sabemos hacer nada más. Cada estantería sucia, cada grano perdido de arroz, tiene su historia arraigada fuertemente en la historia de mi familia. Con seguridad, como hombre culto, lo entiende. —Lydia le había dicho una vez que la gente blanca le daba mucha importancia a la herencia. Era una cosa que los dos pueblos tenían en común.

—Bueno —contestó el hombre arrastrando la voz y dando otra melindrosa vuelta por la tienda—. Es posible que tenga una idea para ayudarlo, jefe.

Ru Shan no conocía esa palabra, «jefe», pero no le gustó cómo sonó. Era demasiado informal, de esa manera simiesca como se trataban los blancos. Como si el solo hecho de sonreírle a un hombre pudiera convertirlo en amigo de uno. Pero Ru Shan tenía un plan, así que hizo otra inclinación para molestar al blanco y sonrió como si sintiera un gran alivio.

—La ayuda de un caballero tan honorable siempre es bienvenida.

El hombre torció los labios en una especie de sonrisa.

—Seguro que sí —repuso—. Mire, tengo un amigo que está buscando una tienda. Es un tipo muy particular, ¿sabe? y quiere que sea en esta zona. Ahora hay un local en la esquina que puede gustarle más y el hombre quiere vender. Pero usted me ha caído tan bien que, ¿por qué no hablamos de cuánto valdría su tienda?

¿Acaso este hombre era un mandril? ¿Acaso creía que Ru Shan, que había crecido aquí, que había aprendido el negocio sentado en las piernas de su padre, no conocía a cada chico de la calle? Nadie en esta calle querría vender.

Y menos a un chimpancé como éste.

Pero la estupidez del hombre era la ventaja de Ru Shan. Tal vez él podría presentarle una solución. El Tao a veces facilita el camino si un hombre da los primeros pasos y confía en que el resto se aclarará.

—Oh —rugió Ru Shan en un modo poco oriental—. Mi corazón está lleno de pena. Primero, mi mejor amigo necesita una esposa, enseguida, y no puede encontrar una. Y ahora usted viene y me ofrece una maravillosa oportunidad que no puedo aceptar. Oh, mi dolor es profundo. —Luego gimió y se arrodilló. En realidad estaba escondiendo una sonrisa. No podía creer la cara de sorpresa del hombre blanco. ¿De verdad el hombre creía que él vendería su herencia a la primera persona que entrara y le hiciera una oferta?

—¿Su amigo necesita una esposa? —preguntó el prometido de Lydia.

—Ay, con desesperación. Pero él tiene gustos peculiares. Quiere una mujer blanca. —Ru Shan sacudió la cabeza en señal de desaliento—. Es un hombre muy raro. Él es fabricante de ropa, ¿sabe? Pero tiene unos gustos muy extraños. Quiere que esta mujer blanca lo ayude en la tienda. Que trabaje con él haciendo ropa. Nadie ha oído nunca nada parecido, pero él dice que quiere una inmediatamente.

—¿O qué?

Ru Shan dejó caer los hombros y volvió a inclinarse, como si un terrible peso lo oprimiera.

—Oh, es terrible. Una maldición, honorable caballero. Una maldición que no se neutralizará con una mujer china. Si no lo consigue morirá. —Ru Shan hizo una mueca al decir semejante mentira. Ningún chino hablaría de maldiciones con tanta ligereza. Sin embargo, sintió que la situación era lo suficientemente extrema—. Él trataría a la mujer de la manera más respetuosa, gran señor, o la maldición lo mataría. Pero ¿dónde podrá encontrar una persona así? ¿Una mujer blanca que haga vestidos como su esposa? Es inconcebible.

—Ci… ciertamenteee —tartamudeó el prometido. Obviamente su torpe cabeza ya estaba maquinando un plan.

Ru Shan sonrió. En efecto, era tal como suponía. Maxwell Slade era demasiado estúpido para apreciar a Lydia. De hecho, Ru Shan sospechaba que ella le había pedido al hombre que comprara su tienda. Pero estaba claro que Slade no tenía cabeza para este negocio.

—¿Un matrimonio honorable? —repitió el prometido—. Con un fabricante de ropa. —Luego frunció el ceño—. Pero el hombre es chino.

Nuevamente Ru Shan se inclinó para ocultar la risa.

—Sí, honorable caballero. ¿Sabe usted de una mujer que pueda servir? Si es así, podríamos encontrarnos en la misión Siccawei a las cuatro de la tarde.

El mono blanco sonrió. Era una expresión fría, llena de malicia. Y luego asintió.

—Yo —declaró con indiferencia— llevaré a la novia. —Entonces se marchó, llevándose su horrible aroma y su estupidez.

Lo cual le dejó tiempo a Ru Shan para hacer sus propios preparativos.

Lydia se quedó sin palabras. No creyó ni por un segundo que Maxwell hubiese recapacitado descubriendo de pronto lo enamorado que estaba, ni que quisiera casarse repentinamente en una alejada misión jesuita de las afueras de Shanghai. Por mucho que se hubiera postrado a sus pies con un ramo de flores.

En realidad, al verlo así, sintió náuseas. ¿Acaso había sido siempre tan estúpido? ¿Había estado tan cegada por la idea del amor que no se había dado cuenta de cómo era? Quizás. Desde luego, en los últimos años lo había visto muy poco. Puede que antes fuera más amable. Ciertamente era más joven y bastante menos cruel.

En realidad viajar al exterior cambiaba a una persona. Y ahora Maxwell estaba aquí, fingiendo un amor que obviamente no sentía. Y eso le parecía más doloroso que el desplante de la noche anterior. Ayer él simplemente no la quería y buscaba la forma más fácil de quitarse de en medio. Hoy estaba tratando de engañarla.

Pero ¿en qué consistía el engaño? ¿Y por qué?

La única manera de averiguarlo era seguirle la corriente. Y por eso a las cuatro en punto de la tarde Lydia acudió a la misión jesuita, con un ramo de novia en las manos, pero sintiéndose cualquier cosa menos una novia.

El templo era una construcción austera y despejada, muy alejada de la pompa de las iglesias inglesas. El altar era muy simple, estaba iluminado por un par de sencillos candelabros, y el aire parecía estar lleno de polvo, como sucede con los salones grandes que no pueden permanecer limpios a pesar de lo mucho que se barran.

Lydia se movía con lentitud, temiendo lo que estaba por venir. ¿Acaso Maxwell trataría de matarla? Seguramente no en una iglesia. Tampoco la vendería otra vez como esclava, ¿o sí? No, no lo haría, se decía Lydia una y otra vez; sin embargo, no la había traído aquí para casarse con ella. Con sólo echar un vistazo a su cara, Lydia vio que toda esa amabilidad de las horas anteriores era falsa.

Max miraba hacia todas partes menos a ella, buscando entre las sombras, los bancos, el altar. Y más revelador aún, cuando un sacerdote apareció al otro lado de la iglesia, se puso muy nervioso. Luego alguien entró en el rayo de luz y todos los pensamientos de Lydia desaparecieron.

Ru Shan.

Lydia sintió que sus piernas flaqueaban, pero Maxwell al verlo corrió a su encuentro, arrastrando a Lydia con él.

—Espera —susurró Lydia, pero Max no la oía y rápidamente llegaron frente al sacerdote y a su antiguo captor.

Ru Shan estaba hermosamente vestido, posiblemente con la ropa más bonita que ella jamás le había visto nunca. Una túnica de seda negra con bordados en amarillo brillante. Los caracteres bordados eran los de su apellido, una especie de emblema familiar, supuso Lydia, brillantes y sólidos en el centro de la espalda, mientras que unos caracteres más pequeños parecían flotar sobre las solapas. Muy sencillo, muy elegante. Y en las manos llevaba un paquete envuelto en burdo papel de estraza.

Lydia sintió que el aire se cerraba a su alrededor, que cada vez le era más difícil respirar y que estaba a punto de asfixiarse. Maxwell la tenía agarrada del brazo y le preguntó secamente a Ru Shan:

—¿Y qué? ¿Dónde está el novio?

¿Novio?

Ru Shan hizo una profunda reverencia, a ella, no a Max, y cuando habló, fijó sus ojos en Lydia.

—El novio está aquí.

—¿Aquí? —repitió Max—. ¿Dónde?

Lydia comenzó a hablar y su voz fue pasando de un susurro ronco a casi un grito de histeria.

—¡Tú me estás vendiendo! ¡Me estás vendiendo otra vez a él! —Sacudió la cabeza—. No. ¡No regresaré! —Se zafó bruscamente de la mano de Max y salió corriendo en dirección contraria.

Sintió voces detrás de ella, la de Max, la del sacerdote, pero no podía entender qué era lo que decían.

Entonces Ru Shan la alcanzó, tapándole el camino. Lydia no se había dado cuenta de lo fuerte que era. Como la montaña a la que aludía su nombre. No la dejaría pasar.

Lydia se detuvo y súbitamente dio media vuelta, pero Ru Shan extendió el brazo y la agarró. Quedó atrapada con una columna a sus espaldas, un banco a un lado y Ru Shan frente a ella, impidiéndole moverse en ninguna dirección.

—¡No! —gritó Lydia sollozando—. ¡No me venderán otra vez! ¡No!

—¿Venderte? —preguntó Maxwell con brusquedad—. Nadie está hablando de vender. Ésta es una iglesia, por Dios. Te vas a casar.

Lydia negó con la cabeza y las lágrimas le nublaron la visión mientras buscaba una forma de escapar.

Maxwell seguía escupiendo palabras, pero nada tenía sentido. El sacerdote también parloteaba, y su voz aguda se entrelazaba con la de Max, confundiendo sus mensajes. Y durante todo el tiempo Ru Shan permaneció frente a ella, bloqueándole el paso.

—Respire, Lydia. Nadie la va a obligar. Es libre de decidir.

Lydia incomprensiblemente le creyó. Tal vez porque Ru Shan nunca le había mentido, ni siquiera cuando era su esclava; mientras que Max, por su parte, sólo le había mostrado deslealtad. Las palabras del chino penetraron por fin en su aturdida mente y comenzó a calmarse. Aunque el corazón todavía le palpitaba desbocado, consiguió relajarse un poco. Escucharía.

Ru Shan entonces estiró la mano y recogió con delicadeza una lágrima de su mejilla.

—El yin robado es muy poderoso —explicó en chino—, pero puede volverse contra uno y envenenarle. —Luego tiró lejos la lágrima—. Antes no lo comprendía, pero ahora sí.

Lydia parpadeó, preguntándose si le habría entendido bien. Luego Max y el sacerdote comenzaron a confundirlo todo otra vez. Se pararon a su lado y el sacerdote le preguntó si estaba bien, diciéndole palabras de consuelo que no tenían sentido. Max le gritaba a Ru Shan y le exigía que le dijera qué significaba todo esto.

Y entonces Ru Shan habló, con un tono bajo y fuerte.

—¿Qué mentira le dijo para traerla aquí?

Max se puso rígido.

—Bueno, yo… —comenzó a decir, pero Ru Shan interrumpió.

—¿Qué mentira le dijo?

—Yo no…

—Claro que sí —interrumpió Lydia. Todavía le costaba trabajo respirar, y por eso la voz le salió entrecortada y furiosa—. Dijiste que nos íbamos a casar.

Max hizo una mueca.

—Yo dije que tú te ibas a casar. —Subió la voz y adoptó un tono lisonjero—. Es lo que tú quieres, Lydia. Casarte. Hacer ropa. Todo. Él te tratará bien. Hay algo sobre una maldición o algo así.

El sacerdote comenzó a protestar, pero Lydia no le escuchaba. Sabía que estaba reprendiendo a Max, y en otras circunstancias lo habría disfrutado, ya que desde la noche anterior soñaba con el instante en que alguien la vengara por hacerle daño.

Sin embargo, ahora sentía que sus ojos, sus oídos, y todo su cuerpo estaban sintonizados con Ru Shan.

—¿Se da cuenta de lo indigno que es él? —preguntó en chino—. Que su prometido tiene… —No terminó la frase porque obviamente estaba tratando de buscar las palabras correctas.

—¿La moral de un mono? —terminó de decir Lydia en inglés. —Ru Shan asintió con la cabeza e hizo una sencilla inclinación—. Sí —reconoció Lydia con tristeza—. Veo lo indigno que es. —Y también que todas las esperanzas y sueños que tenía cuando dejó Inglaterra habían desaparecido. Se habían esfumado tan pronto como se bajó del barco.

Su antiguo prometido gritaba ahora rabiosas palabras de negación, de defensa, de indignación. Lydia lo despachó con un gesto cansado.

—Vete, Max. Nos estamos haciendo mucho daño y no puedo soportarlo más —concluyó con decisión mientras que una parte de ella todavía esperaba que él cayera a sus pies suplicándole su perdón. Pero él no hizo nada. Sólo suspiró y el sonido pareció salirle de muy dentro.

—Sé que duele, Lydia. Hemos sido amigos toda la vida. —Luego sacudió la cabeza—. Shanghai cambia a las personas, ¿sabes? Ya no soy el chiquillo estúpido de antes que se alegró de que su mamá le escogiera una esposa. Y tú has cambiado incluso más que yo. —Luego miró de reojo a Ru Shan—. Te vas a casar, Lydia. Y lograrás ser diseñadora de ropa. Eso es lo que quieres, ¿no es así?

Lydia parpadeó para limpiarse las lágrimas, al tiempo que se preguntaba qué sería de ella. ¿Sería posible que eso la estuviera sucediendo?

Luego Max pronunció una frase de despedida que acabó con los últimos sueños románticos de la muchacha.

—Las cosas nunca habrían funcionado entre nosotros, Lyd. Ya no eres lo suficientemente inglesa.

Lydia se quedó boquiabierta, la cabeza le daba vueltas y sentía el cuerpo como anestesiado. ¿Qué quería decir con eso de que no era inglesa? ¡Claro que era inglesa! Nunca lo sabría, pues él se había marchado y sus pasos resonaban contra las paredes. Además Lydia hubiera hecho cualquier cosa antes que correr tras él. Al menos le quedaba el orgullo.

Pero ¿qué había querido decir con que no era suficientemente inglesa?

—¿Por qué le preocupan tanto los gruñidos de un mono? —preguntó Ru Shan interrumpiendo los pensamientos de Lydia.

Ella todavía tenía la mirada fija en la puerta que se cerró detrás de Max, pero enseguida sus pensamientos se volvieron a Ru Shan.

—Porque él representa Inglaterra —razonó Lydia, y sólo en ese momento entendió la verdad de sus palabras—. Lo que él cree es lo que pensará todo el mundo en mi país. Y lo que dirán. —Lydia se mordió los labios y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Y porque él tiene razón. Ya no soy una recatada muchacha inglesa, ¿o sí? —Lydia miró al sacerdote, un hombre de cabello amarillo que debía de tener cerca de cincuenta años y la miraba con suaves ojos verdes. Las rodillas de Lydia estaban a punto de doblarse y debió tambalearse porque los dos hombres la agarraron, uno de cada brazo, y la llevaron lentamente hasta un banco para que se sentara.

—Usted todavía es inglesa —la tranquilizó el sacerdote y su voz aguda sonaba melancólica—. Pero ahora está en Shanghai y eso la ha cambiado.

—¿Acaso puedo volver a ser esa muchacha? La muchacha que era antes de llegar aquí.

—Claro que no —contestó el sacerdote, pero fue Ru Shan quien hizo la pregunta correcta.

—¿Le gustaría volver a serlo? ¿De verdad lo quiere?

Lydia guardó silencio un momento mientras sus pensamientos se deslizaban suavemente de un recuerdo a otro, de una imagen a otra, sin razón ni concierto: la infancia con su familia, el funeral de su padre, Maxwell de niño, Maxwell cuando se hizo hombre. Maxwell en Shanghai. El barco. El burdel. Ru Shan.

Al final ése fue el recuerdo que perduró en su mente. La serena presencia de Ru Shan cuando comenzó a instruirla en las prácticas de su religión.

—No —replicó sin darse cuenta de que estaba hablando—. No, no quiero volver atrás. —Luego miró hacia el altar, hacia la sólida misión, construida sobre un sencillo diseño europeo. Era oscura y polvorienta; no se parecía en nada a las construcciones chinas, con todas esas tallas y colores por todas partes. Las líneas torneadas y la tranquila elegancia de esos edificios cuadraban bien con Shanghai, mientras que los diseños europeos no—. Yo soy como esta iglesia: un diseño inglés en un lugar extranjero —señaló y luego negó con la cabeza—. Soy poco práctica y horrible.

—Horrible no —repuso Ru Shan—. Sólo diferente. Y puede adaptarse. —Luego se puso de pie y se inclinó ante ella—. Al igual que yo —añadió al tiempo que se enderezaba—. Lydia, quisiera que se casara conmigo.

Lydia estaba tan asombrada por su declaración que soltó una carcajada. Una risa nerviosa rápidamente silenciada. Ru Shan no dijo nada. Se quedó mirándola con impenetrables ojos oscuros. Luego respiró hondo, preparándose para hablar, pero ella lo detuvo. Levantó una mano y sacudió la cabeza.

—No, Ru Shan. No. Todavía no. —Y luego, mientras los dos hombres la observaban, Lydia comenzó a caminar. No sabía hacia dónde iba, pero no se sorprendió cuando terminó frente al altar. Contempló la cruz y los cirios. Las vigas de madera y la estructura cuadrada que soportaban. Finalmente se volvió hacia Ru Shan—. Sí, yo soy como esta iglesia —insistió en voz alta—. Soy sólida. Firme. Fui educada para ser una buena esposa y casarme con un inglés, con espacio para el amor y la belleza, hijos y un futuro. Soy cristiana —señaló la cruz— y soy útil. —¿Y vacía?, se preguntó. ¿Acaso también estaba vacía? ¿Había sido construida sólo para que alguien la llenara? Lydia dio un paso adelante, acallando esos pensamientos mientras regresaba a donde estaba Ru Shan—. No sé cómo preparar comida china ni cómo ser una esposa china. No conozco sus prácticas taoístas, sin embargo —agregó lentamente—, estoy interesada en aprender… Pero usted no quiere esto — señaló el altar que la rodeaba.

Ru Shan no se inmutó, sólo sus ojos se movían. La había visto deambular por la iglesia y ahora observaba su rostro con esa concentración suya que a ella siempre le había parecido tan atractiva. Ladeó un poco la cabeza, frunciendo el ceño como un hombre que no puede entender por qué su estropeado reloj ya no da la hora.

—La primera cosa que aprendemos los taoístas es a no decirles a los demás qué deben creer, qué hacer, o cómo actuar. En tanto que su viaje no interfiera con el mío, ¿por qué habría de decirle que no siguiera los dictados de su corazón?

Los ojos de Lydia se llenaron de lágrimas al escuchar las palabras de Ru Shan.

—Ru Shan, mi corazón está extraviado. No sabe qué quiere ni a dónde ir. —Lydia miró a su alrededor y sus ojos se encontraron con el sacerdote; luego se fijaron en la puerta y en su mente siguieron viajando hasta Inglaterra. Pero luego dio media vuelta. Ni siquiera podía decidir en qué parte del mundo quería vivir.

Ru Shan se le acercó más.

— Entonces tal vez deba decirle lo que adivino en su corazón. —Lydia sólo se dio cuenta de lo cerca que estaba Ru Shan cuando le levantó suavemente las manos —. Usted desea diseñar ropa, ¿no es así? Fue la primera cosa que me pidió…

—No, no fue así —interrumpió Lydia—. La primera cosa que pedí fue mi libertad.

Ru Shan asintió juntando las manos, de modo que Lydia no pudo ver cómo su cuerpo se ponía rígido. ¿Por qué? ¿Acaso se sentía avergonzado? ¿Furioso?

—Yo estaba equivocado, Lydia —reconoció lentamente de corazón. Profundamente. Luego levantó las manos de Lydia y se las llevó a los labios, besándoselas—. Compré una mascota sólo para descubrir un alma. Extraje su yin sólo para ver que estaba envenenado. Creí que la culpa estaba en usted, sólo para encontrar el defecto en mí. —Ru Shan la miró a los ojos—. Si esta iglesia es usted, entonces ¿qué soy yo? ¿Una cabaña en las montañas? ¿Mi tienda en Shanghai? Si usted está perdida, entonces yo también estoy desubicado. ¿Acaso no podemos encontrar nuestro camino a casa juntos?

Lydia tragó saliva, conmovida por las palabras de Ru Shan.

—Pero ¿qué pasará si nuestra casa no coincide en el mismo lugar?

Ru Shan vaciló y luego encogió los hombros.

—China es un país muy grande. Con seguridad habrá un lugar para usted.

Lydia sintió que su boca esbozaba una ligera sonrisa.

—¿Y qué hay de usted?

—Mi felicidad estará en el lecho que usted me tienda, en la comida que me prepare. —Los ojos de Ru Shan comenzaron a brillar con un toque de humor—. En la ropa que diseñe para mí.

—¿Quiere que yo trabaje en su tienda?

Ru Shan asintió.

—¿Acaso no es eso lo que desea?

Lydia imitó el movimiento de Ru Shan, aunque con más lentitud.

—De todas las cosas sobre las que hemos hablado, ésa es la única sobre la que entiendo más.

—Entonces, ¿se casará conmigo? —Lydia vaciló, sin saber si podía dar el salto tan fácilmente como lo había dado Ru Shan. Luego él habló, mostrando que entendía los temores de la muchacha—. En China usted será más respetada como esposa que diseña ropa para el negocio de su marido que como una mujer sola que trabaja como diseñadora. —Ru Shan estiró las manos y le cogió la cara—. Y creo que usted también fue concebida para tener niños. ¿Acaso no lo desea? —Lydia asintió al encontrar otra cosa respecto a la cual se sentía segura—. Como diseñadora usted no encontrará un hombre respetable. No en China.

—Y en Inglaterra tampoco —añadió Lydia.

Ru Shan se inclinó hacia delante y casi le tocó los labios.

—Quiero que sea una mujer respetable, Lydia. —Luego, por primera vez, puso su boca en la de ella. Era suave, de labios increíblemente cálidos. Sintió que una oleada de calor encendía su cuerpo helado. Sin exigir nada, dejó que ella se acostumbrara a su boca. Y después de un momento, ella se amoldó a él y rozó los labios contra los de Ru Shan.

De la manera más serena y seductora, Ru Shan sacó la lengua y trazó la curva de los labios de Lydia, la hendidura que los unía, y luego, finalmente, la apertura entre ellos. Lydia trató de no responder, de permanecer impasible a sus sensaciones. ¿Quería a este hombre como su esposo? ¿Después de todo lo que le había hecho? ¿Después de todo lo que habían hecho juntos? ¿Podría construir un hogar con este hombre y honrarlo como honraría a un esposo?

Intentaba distraerse con esas cosas mientras se besaban, pero pronto sus pensamientos volaron. Su mente, o la parte de intelecto que quedaba, sólo podía entender que Ru Shan la estaba besando. Ru Shan la estaba abrazando.

La lengua de Ru Shan estaba tocando la suya, profunda, íntima y completamente. Y ahora que ya no estaba obligada a aceptar esas cosas, encontraba que las disfrutaba. Con él.

Tanto que fue Lydia quien se acercó más a Ru Shan. Quien apretó su cuerpo contra el de él, dejó que sus manos se deslizaran por el cuello del hombre y empujó su pelvis contra él, buscando su dragón de jade. Fue él quien dio un paso atrás, manteniendo el control cuando ella había perdido todo recato y se derretía tratando de amoldarse al cuerpo de él.

¿Y acaso no era ésa la esencia de ser una esposa? ¿Amoldarse a su hombre, apoyar sus esfuerzos, criar a sus hijos, ser su compañera?

Sí, claro que sí. Y fue, en ese momento, cuando decidió que se casaría con Ru Shan. Siempre y cuando…

Lydia se puso rígida y miró a su alrededor, al edificio cristiano que los cobijaba.

—Ru Shan —comenzó a decir con suavidad y su voz fue ganando fuerza a medida que encontraba las palabras—, quiero aprender más sobre su religión, pero fui educada dentro de la religión cristiana. No la puedo abandonar simplemente por usted. —Señaló la cruz sobre el altar—. Eso significa algo para mí. Algo importante.

Ru Shan asintió y bajó la cabeza casi a la altura de la cintura de Lydia. Cuando se enderezó, sonrió.

—Lydia, ¿acaso no sabe que hay muchos cristianos taoístas? Transitar el camino medio no significa que usted deba alejarse de Jesús. —Ru Shan frunció el ceño mientras trataba de encontrar las palabras en inglés.

—El taoísmo —intervino el sacerdote— es una filosofía, Lydia. No una religión. Sólo es una forma de buscar a Dios.

—Buscamos la inmortalidad. Si encuentra así a Jesús, yo la admiraré por alcanzar lo que yo no he alcanzado —repuso el chino.

Lydia frunció el ceño, tratando de entender las palabras de Ru Shan.

—¿Puedo seguir practicando el cristianismo? ¿Puedo ir a la iglesia el domingo, rezar a Cristo y respetar los días sagrados?

—Desde luego.

—Y tal vez —agregó el sacerdote— usted pueda hablarle a él de Jesús, de nuestras creencias, y él vendrá a rezar con nosotros.

Lydia miró al sacerdote buscando confirmación.

—¿Y no hay conflicto entre el cristianismo y el taoísmo?

—Eso debería demostrarlo usted —respondió el sacerdote con una sonrisa—. Pero hasta donde yo he visto, el camino medio, como lo llaman, es lo que nosotros llamaríamos una vida moderada y casta.

—¿Casta? —Lydia casi gritó la palabra. No había nada casto en lo que ella y Ru Shan habían hecho.

—Los taoístas que conozco son gente muy sólida y moral. Sólo les falta un nombre para su inmortal. Sólo necesitan educación para llamarlo Jesús.

Lydia vaciló, preguntándose si podría confiar en este sacerdote. Con seguridad él sabía más sobre estos temas que ella. Y, en general, Ru Shan parecía un ciudadano sobresaliente. Excepto por el hecho de haber comprado una mujer como mascota. Por el hecho de que practicaba la extracción de yin. Salvo que lo que ellos habían hecho…

Era maravilloso. Fascinante. Y más real que cualquier oración o acto cristiano o cualquier fiesta religiosa que ella hubiese experimentado. Así que, se preguntó Lydia honestamente, si el taoísmo de Ru Shan entrara en conflicto con el cristianismo, ¿cuál escogería? ¿En qué dirección querría explorar?

El taoísmo, se respondió Lydia, la horrorizaba por principio. La horrorizaba y la intrigaba. Pero sobre todo Lydia quería ser sincera. Quería seguir experimentando. Fue entonces cuando Ru Shan habló y su tono meloso le transmitió una gran calidez, mucho antes de entender el significado de lo que dijo.

—¿Acaso no entiende por qué la traje a una iglesia para casarme con usted? Es para que vea que apoyo sus decisiones. Yo no quiero cambiarla, Lydia. Quiero que forme parte de mi casa, de mi vida. No como una mascota —aclaró antes de que ella pudiera protestar—, sino como debería haber sido desde el comienzo. Como mi esposa.

Lydia sonrió y súbitamente encontró en su corazón la capacidad de perdonarlo por su único acto de maldad.

—No nos habríamos conocido si no fuera por eso. Yo habría venido a Shanghai, Maxwell me habría dejado plantada y habría regresado a casa de nuevo. —Lydia respiró profundamente y se dio cuenta de que su cuerpo y su corazón se expandieron cuando abrazó por fin la verdad de su experiencia—. En Inglaterra tenemos un dicho: «Los caminos de Dios son inescrutables». Tal vez, aunque parezca difícil, Dios quería que las cosas sucedieran exactamente así. Para que nos pudiéramos conocer de la única manera posible. —De repente Lydia se enderezó, sintiéndose más alta y flexible de lo que se había sentido en mucho tiempo—. Me casaré con usted, Ru Shan. En efecto, será un gran honor convertirme en su esposa.

Una vez más Ru Shan le hizo una pronunciada inclinación: tres veces, a manera de agradecimiento por el regalo que le estaba dando. Luego, cogidos de la mano, caminaron con el sacerdote hasta el altar.

Todo transcurrió en pocos minutos. Hicieron sus votos, firmaron los papeles, y Lydia se convirtió en la esposa de Cheng Ru Shan. Su primer beso como marido y mujer fue tierno. Dulce. Y no tuvo nada de la pasión que Lydia esperaba que viniera después.

Ahora que ella había accedido, que se había convertido en su esposa, la atención de Ru Shan parecía más concentrada en perfeccionar el sacramento, en legalizarlo ante la ley inglesa y asegurar su promesa de serle siempre fiel.

Lydia se habría preocupado si las cosas no hubiesen sucedido tan rápido. Para cuando todo terminó, no tuvo tiempo de cuestionar nada. En especial porque él la alzó enseguida para subirla al coche cerrado que había alquilado para la ocasión, y por fin volvió a concentrar su atención sobre ella.

—Mañana celebraremos la ceremonia que oficializará nuestra unión en China. Lo haremos en mi casa, ante mi familia.

Lydia asintió con la cabeza y sintió un nudo en la garganta. No sabía nada sobre las ceremonias chinas. No sabía qué debería hacer. Una vez más, Ru Shan pareció leer sus pensamientos y acalló sus temores antes de que ella pudiera ponerlos en palabras.

—No se preocupe por esa formalidad. Tengo la ropa que debe usar. —Al decir esto le entregó el paquete envuelto en papel que llevaba al entrar a la misión—. Yo le enseñaré qué decir y qué hacer. —Sonrió al cogerle la mano—. Es un ritual sencillo, Lydia. No será difícil.

Lydia sonrió y le apretó la mano mientras trataba de calmar las mariposas que le revoloteaban frenéticamente en el estómago. Logró hacerlo hasta cierto punto, su respiración se tranquilizó y el corazón pareció adoptar un ritmo más lento.

Al menos hasta que las siguientes palabras de Ru Shan penetraron en la conciencia de Lydia.

—Esta noche celebraremos nuestra luna de miel. Ahora que somos marido y mujer, tengo muchas cosas que enseñarte.

De las cartas de Mei Lan Cheng

10 de octubre de 1883

Querida Li Hua:

Cuando dije que quería verte, Li Hua, no me refería a verte en circunstancias como ésas. La muerte de tu hija fue terrible y me duele mucho por ti. No escribiré lo que pienso de ese malvado soldado imperial. La corrupción de nuestro bello país cada día crece más y es más detestable. Sin embargo, ¿cómo no sentirme también agradecida por haber podido verte al fin por un rato, incluso en estas terribles circunstancias? Me sentía feliz. Y tú sabes que te apoyo con toda la ternura de mi corazón.

Tal vez ahora que has sufrido bastante, el cielo te conceda un hijo.

Mi propio hijo me ha traicionado. Mientras estuve en el funeral, Sheng Fu despidió a los tutores de nuestro hijo. Ahora Ru Shan debe trabajar en la tienda todos los días, aprendiendo el oficio de su padre. Él me dice que yo siempre supe que ese día iba a llegar y que debo dejar de llorar. Pero no puedo hacerlo, Li Hua. ¿Cuánto más tenemos que sufrir antes de que el cielo nos sonría nuevamente?

Después de todo el dinero que ahorré y reuní, después de todas las cosas que he hecho por los monjes para que Ru Shan se convirtiera en un gran erudito… Todo destruido. Todo en vano. Ru Shan será comerciante como su padre. Como todos los Cheng, y yo debo apartarme, agachar la cabeza, y aceptar las decisiones de mi esposo.

Pero ¿qué pasa si no me gustan? ¿Qué pasa si yo quiero ser oída en esta casa de opio y oro extranjero? No puedo. Ese no es mi lugar, así que me quedo callada, sintiéndome miserable y sola, de no ser por ti. Todos los días le doy gracias al cielo por tu amistad y por el consuelo que me producen tus cartas. Ojalá las mías también te alegren el corazón.

Por favor, perdóname. No puedo escribir más. Las lágrimas están destruyendo el papel.

Mei Lan

AQUELLOS QUE SE ADAPTAN

SERÁN PRESERVADOS HASTA

EL FINAL. LO QUE SE DOBLA

SE PUEDE ENDEREZAR.

LO QLIE ESTÁ VACÍO SE PUEDE LLENAR.

LO QUE ESTÁ ACABADO

SE PUEDE RENOVAR.

Lao Tse, fundador del taoísmo