Capítulo 10
Lydia corrió con el corazón desbocado. Las callecitas estrechas y apiñadas estaban llenas de basura, pero no se permitió pensar en lo que estaría pisando. Se movía con rapidez, apenas deteniéndose para recuperar el aliento. Había rótulos por todas partes, pero estaban en chino. Gracias a Fu De, consiguió leer algunos: BUEN PESCADO, JARDÍN DE LA FELICIDAD, SE LEE LA FORTUNA, pero ninguno le ayudó a encontrar el camino.
Por fin encontró a unos chiquillos de ojos despiertos que jugaban en la calle. La miraron sorprendidos e incluso dos de ellos huyeron. Pero uno la escuchó y le señaló el camino a la zona internacional.
No quedaba lejos y rápidamente Lydia se mezcló entre la fila de empleados domésticos que cruzaban hacia la concesión francesa. De allí había unos tres kilómetros hasta el distrito inglés, pero con lo que entendía de francés y ahora de chino, se las apañaría.
Tuvo que soportar las miradas asustadas de los chinos y las descaradas carcajadas de los blancos, pero Lydia bajó la cabeza y comenzó a repetir mentalmente la dirección de Maxwell. No tenía dinero para un rickshaw, aparte de que no se atrevía a montarse en uno después de su última experiencia, así que siguió adelante, aguantando el dolor de las heridas de sus pies descalzos.
Trató de pensar en Maxwell. Por fin iba a verlo. Por fin podrían casarse y toda esta extraña pesadilla terminaría. Pero incluso mientras se repetía eso, Lydia sentía cómo sus pensamientos volvían a Ru Shan. ¿Qué haría cuando se despertara y descubriera que ella se había ido? ¿Se sentiría herido o sólo furioso? ¿Enviaría a Fu De a buscarla? ¿O entendería que tenerla presa había sido un error?
Lydia no lo sabía. Quizás sólo había imaginado el lado tierno de Ru Shan, la parte que estaba aprendiendo a aceptarla como persona y no como mascota, y en realidad era un monstruo. Sin embargo…
¡Pero no! Maxwell era su futuro. Ru Shan ya era el pasado. Había desaparecido para siempre. Si sólo lograra llegar hasta su prometido…
De repente se encontró frente al edificio de Maxwell.
La puerta estaba cerrada, claro, pero llamó y gritó hasta que una mujer acudió a abrirle. Era una diminuta muchacha china con el cabello enredado y manchas de carmín, a la que Lydia casi tumba al abrirse paso.
—¿Maxwell? ¿Maxwell Slade? —preguntó Lydia jadeando.
La mujer señaló escaleras arriba.
—Tercer piso. A la derecha. —Luego dio media vuelta y regresó a su apartamento con cara de dormida, mientras que Lydia subía las escaleras gritando el nombre de su prometido.
Allí estaba él, delante de la puerta, con los ojos turbios y enrojecidos por el sueño. Tenía puesto el pijama y una bata de seda, pero indiscutiblemente era Maxwell. Lydia miró la línea afilada de su barbilla y sus pálidos ojos azules y se lanzó a sus brazos, soltando por fin el torrente de sollozos que había estado conteniendo desde que las cosas comenzaron a torcerse aquella primera mañana en Shanghai.
—¿Lydia? ¡Lydia! —Maxwell se alejó un poco y entornó los ojos mientras la miraba desde una distancia equivalente a la de su brazo—. ¿Qué estás haciendo aquí? —se fijó en la manera en que iba vestida—. ¿Y qué es lo que llevas puesto?
Lydia no podía hablar. Y no por las lágrimas, que seguían brotando a borbotones. Le habían pasado tantas cosas que era difícil explicarse. Sólo quería sentirse segura en los brazos de Maxwell. Segura.
De repente le flaquearon las rodillas y se desplomó, al tiempo que se agarraba a Maxwell para que la sostuviera. Pero Maxwell no lo hizo. O tal vez reaccionó con lentitud. Como fuera, Lydia terminó sentada en el corredor del edificio, todavía sollozando.
—Por Dios, Lydia. ¡Compórtate! Y entra. La gente está mirando.
Lydia trató de hacerlo. En realidad no se había dado cuenta de que los demás inquilinos la observaban desde sus puertas contemplando el espectáculo. Maxwell obviamente era consciente de eso, así que medio cogiéndola medio arrastrándola la llevó dentro del apartamento.
Lydia se aferró a él y no lo soltó ni siquiera cuando trató de cerrar la puerta.
—¡Por Dios, Lydia, déjame cerrar la puerta!
En ese momento Lydia recuperó un poco de compostura. Así era Maxwell. Esa era su voz, su actitud, esa preocupación tan inglesa por lo apropiado. Extrañamente a Lydia aquello le pareció tranquilizador, aunque sin duda lo hubiera sido más sentir los brazos de Maxwell rodeándola.
Él se apartó un poco para mirarla mientras ella hipaba y hacía un esfuerzo por controlar los sollozos. Después de un rato lo logró, pero no podía dejar de temblar. Entonces se puso los brazos alrededor del cuerpo y se concentró en la respiración.
Dentro. Fuera. Tal como Ru Shan le había enseñado.
Ese pensamiento la produjo un nuevo ataque de llanto. Por qué, no podía entenderlo. Pero las lágrimas continuaron mientras Maxwell la observaba, incómodo. Finalmente él le echó una manta por encima y le dio dos palmadas en el hombro.
—Ya, ya —musitó, dándole unas palmaditas en la espalda. Luego se enderezó—. Ahora ven, Lydia. Incorpórate y dime qué ha pasado. —Maxwell frunció el ceño—. No te esperaba aquí.
Lydia se tragó las lágrimas e hizo lo que pudo para calmar sus nervios.
—Cogí un barco que salía antes. Era más económico. Pensé en darte una sorpresa.
—Bueno —repuso Maxwell arrastrando la voz—, ciertamente lo has hecho. Oh, por Dios, te están sangrando los pies. ¿Has caminado así por todo Shanghai?
Lydia asintió y luego vio cómo Maxwell ponía un poco de agua en una palangana. La puso en el suelo al lado de Lydia, cogió una toalla y se la dio. Después se dejó caer en un sofá frente a ella, emitiendo un suspiro que le salió de los huesos. Se quedó mirándola, mientras ella soltaba la manta y se inclinaba para mirarse los pies. Pero tan pronto lo hizo, Maxwell saltó en el asiento.
—¡Por Dios, Lydia! ¡Esos pantalones! No tienen… no tienen… ¡cúbrete, mujer!
A Lydia le costó unos segundos entenderlo. Por fortuna, Maxwell tenía un dedo apuntando hacia la unión de sus muslos que explicaba todo. Llevaba casi una semana usando estos pantalones de culi y había olvidado que no tenían costura en la entrepierna.
Avergonzada, se quitó la manta de los hombros y se la puso sobre el regazo. Sin embargo, Maxwell estaba lívido.
—No puedo creer que hayas recorrido todo Shanghai con esos pantalones. Si son… ¡son indecentes!
Lydia se quedó mirando a su prometido con lágrimas en los ojos. Después de todo lo que le había pasado, ¿no podía simplemente dejar que se explicara?
—Era lo único que había disponible —balbuceó Lydia finalmente.
—¿Dónde está tu ropa? ¿Tus vestidos? ¡Tu madre! —Maxwell prácticamente chilló.
Lydia suspiró, sintiéndose súbitamente agotada.
—Mamá está en casa con tía Esther. La ropa y el equipaje me los robaron. —Lydia levantó la vista deseando que él la mirara. Pero Max se había vuelto a desplomar y se agarraba la cabeza con las dos manos. Bueno, lo mejor sería contarlo todo cuanto antes—. Maxwell, fui vendida a un burdel. Acabo de escaparme.
Maxwell levantó la cabeza, estaba pálido.
—Por Dios —fue lo único que pudo decir. Y luego bajo la vista al regazo de Lydia—. ¿Es por eso que…? —Tragó saliva—. Me refiero a que tengo que conseguirte un médico. —Maxwell se puso de pie, pero no avanzó hacia la puerta.
—¡No, no! —jadeó Lydia, que no quería que nadie la viera, ni siquiera un médico—. Estoy bien. No estoy herida ni nada. Excepto los pies, quiero decir. Y espero que se curen en unos días.
—Pero el burdel… —Maxwell prácticamente se atoró al decir la palabra— ¿Acaso te…? Quiero decir, ¿qué…? —Maxwell cerró la boca y volvió a abrirla enseguida, pero sólo para mirarla con los ojos desorbitados. Luego volvió a hundirse en el sofá—. Malditos chinos.
—Ya ha pasado —le tranquilizó Lydia hablando también para sí misma—. Ahora estoy aquí contigo. Podremos casarnos. Y todo volverá a ser como habíamos planeado. —Lydia levantó la vista para mirarlo, nuevamente con lágrimas en los ojos—. Pero estoy cansada, Maxwell. Muy cansada. ¿Podría acostarme?
Maxwell se quedó paralizado.
—Claro, Lydia, claro. Pero ¿dónde…? —Luego parpadeó—. Mi cuarto, claro. No podemos mandarte a un hotel en ese estado, ¿o sí? Bueno, no te preocupes por eso. Yo… me iré a trabajar. Es muy temprano, pero de todas formas ya estoy despierto. —Maxwell volvió a tragar saliva y luego se puso de pie. Se quedó ahí, frotándose la cara con una mano mientras la miraba—. Estás segura de… sobre el médico, quiero decir.
—Me he escapado, Maxwell. Todavía soy virgen. —Lydia se sobresaltó al decirlo, pues detestaba recordar que ésa era la única razón por la que había cooperado con Ru Shan a cambio de su promesa de respetar su pureza. Ahora se daba cuenta de que «pureza» y «virginidad» no eran necesariamente lo mismo. De hecho… —Lydia apartó el pensamiento de su cabeza. Aquello había terminado. Lo pasado, pasado estaba. Había encontrado a Maxwell y todo iría bien—. Sólo ayúdame a llegar hasta tu cama, por favor —susurró Lydia.
Maxwell dio un salto y la ayudó a levantarse con cuidado.
—Desde luego —murmuró, al tiempo que a Lydia se le caía la manta. Pero como estaba de pie, no tenía nada al descubierto. Sin embargo, Maxwell la miraba fijamente las caderas, de forma que Lydia deseó tener todavía la manta encima. Él debió pensar lo mismo, porque se arrodilló a recogerla y la ayudó a cubrirse con ella—. La alcoba está ahí —señaló hacia el fondo—. Cogeré mi ropa y me iré.
Lydia asintió, aunque en el fondo de su corazón quería que él se quedara, que la rodeara con sus brazos y apretara su cuerpo íntimamente contra el de ella. Igual que la noche anterior. Excepto, claro, que no sería como la noche anterior porque eso había sucedido con Ru Shan.
Lydia se recostó en la cama de Maxwell, con ropa y todo, encogiéndose hasta que sus rodillas casi le tocaron la barbilla. Tenía la mirada fija en Maxwell, mientras se preguntaba si podría decir algo, cualquier cosa, que lo hiciera quedarse.
—Max. Casémonos hoy mismo. Esta tarde.
Maxwell dio un brinco de sorpresa, alejándose de la muchacha.
—¿Hoy? —graznó.
Lydia se sentó en la cama y se subió la manta hasta la cadera.
—Debe de haber un sacerdote en algún lugar de Shanghai.
—Cientos de ellos. No se puede doblar una esquina sin tropezarse con uno. Pero Lydia, dijiste que estabas cansada.
—No, yo…
—Descansa —interrumpió Maxwell. Y diciendo eso, tomó algunas cosas al azar, moviéndose más deprisa de lo que ella le había visto hacerlo nunca, y escapó de la alcoba precipitadamente.
Aquel no era un buen presagio para su matrimonio, pensó Lydia mientras miraba de mal humor la puerta cerrada. Podía oírlo cambiándose de ropa al otro lado. En casa, en Inglaterra, Maxwell se demoraba más de una hora preparándose para salir. Hoy se había arreglado en menos de quince minutos.
La había dejado sola, entre cuatro paredes desconocidas. Cerró los ojos y enterró la cara entre las sábanas. Entonces un extraño olor invadió sus fosas nasales, y Lydia frunció el ceño, olfateando de manera inquisitiva.
Un mes antes no habría sido capaz de identificar el olor, pero ahora llevaba muchos días conviviendo con los olores de la pasión, así que no le costó reconocer el olor a almizcle de una mujer, mezclado con una descarga de yang masculino. Era sutil, claro, pero definitivamente estaba ahí.
Maxwell sería incapaz de traer a una mujer a sus habitaciones, se dijo con el ceño fruncido. Pero luego recordó que éste no era un establecimiento inglés, sino chino. Y que una mujer oriental le había abierto la puerta. Lo que significaba que las mujeres sí frecuentaban estos apartamentos. Y las camas.
Lydia suspiró sintiendo que las lágrimas amenazaban con brotar de nuevo. Se imaginó todo tipo de excusas para disculpar el comportamiento de Max, claro. Un hombre solo en un país extranjero. Su madre le había dicho que los hombres tenían necesidades. Incluso le había recordado que Max ya llevaba mucho tiempo en China y que su matrimonio era un casamiento arreglado, un acuerdo entre sus familias, por lo que ella tendría que tolerar cualquier proceder. Siempre y cuando esas prácticas terminaran tan pronto como se casaran. Por aquel entonces, Lydia estuvo de acuerdo. Sabía que los «hombres siempre serían hombres», como decía a menudo su madre, y además, nunca había creído que Max fuera realmente capaz de comportarse con tanta inconstancia.
Pues bien, se había equivocado. Sin embargo, después de sus experiencias con Ru Shan, difícilmente estaba en posición de juzgar a los demás. Así que trató de doblar las sábanas alejando el olor de su nariz y descansar. Pero su mente no se lo permitió. No podía dejar de comparar las tiernas caricias de Ru Shan con el comportamiento distante de Maxwell. Su prometido apenas podía esperar para escapar ante su presencia. Mientras que Ru Shan se había mostrado a menudo reacio a abandonarla y siempre parecía ansioso por regresar a ella.
Lydia trató de disculpar a Max. Le había cogido por sorpresa y a él nunca le había gustado que le sorprendieran. Aparte de que aquello era demasiado para cualquiera, que le digan a uno que su prometida ha estado secuestrada en un burdel… Sin embargo, no pudo evitar sentir que el peso de la decepción trituraba sus excusas.
En el fondo de su corazón, Lydia sólo sabía una cosa: Maxwell no estaba con ella. Ella hubiera querido tenerlo a su lado, abrazándola, y él no estaba ahí.
—Pero estará —murmuró Lydia para sí misma—. Tan pronto como nos casemos.
Con ese pensamiento feliz, por fin se durmió.
Se despertó pocas horas después, al sentir unos golpecitos en la puerta. Abrió los ojos y vio a una curvilínea pelirroja que entraba en la habitación vestida con la última moda de Inglaterra.
—¿Está despierta, querida?
Lydia parpadeó y luego se incorporó en la cama. Había dormido tan encogida que le costó un momento estirar los músculos. Entretanto, la pelirroja se sentó en la cama y abrió los ojos al ver la ropa campesina de Lydia.
—Por Dios, pensé que Max había exagerado, pero veo que todo es cierto. —Se inclinó hacia delante y clavó en Lydia unos ojos verdes claros llenos de curiosidad—. ¿Es verdad que acaba de escapar de un burdel?
Lydia frunció el ceño ante la extraña mujer.
—¿Se lo ha dicho él?
La mujer se irguió.
—Claro que sí. Tenía que hacerlo ¿no?, Me pidió que le prestara algún vestido.
—Supongo que sí —murmuró Lydia, deseando que Max no lo hubiera hecho. La gente siempre imaginaba lo peor, y más si se enteraban de que había estado con Ru Shan durante casi más de quince días. Nadie creería jamás que todavía era virgen. Lo que significaba que su reputación estaría totalmente arruinada.
Lydia levantó la barbilla para mirar de frente a la mujer.
—¿Sabe si Max ha hecho algún arreglo para poder casarnos esta tarde?
La pelirroja se echó hacia atrás de repente y entornó los ojos levemente.
—Max no me dijo nada sobre eso —respondió con cierta aspereza—. Sólo me pidió que le trajera alguna ropa. Cosa que he hecho. Ropa costosa —agregó la mujer al tiempo que se levantaba de la cama—. Mi ropa.
Lydia asintió, al ver que había ofendido a la mujer y se apresuró a corregir la situación.
—Le pido disculpas. Le agradezco mucho su ayuda. —Se levantó de la cama, todavía vestida con su ropa de campesina—. Como puede ver, no puedo salir así vestida.
—No —reconoció la mujer y suspiró—. No puede. —Luego frunció el ceño y miró a Lydia—. Aunque no sé si mis vestidos le quedarán bien. Usted es mucho más bajita que yo.
Lydia no se lo discutió. Ella nunca había estado bien dotada. Ciertamente no tanto como esta mujer. Y desde su llegada a Shanghai, suponía que había perdido cerca de seis kilos.
—Bien —declaró Lydia con tono tranquilizador—, estoy segura de que Maxwell le reintegrará el importe del vestido. —Luego se irguió en toda su estatura, quedando aun así cinco centímetros por debajo de la pelirroja, y extendió la mano—: A propósito, soy Lydia. La prometida de Maxwell.
La mujer asintió, sin dignarse a darle la mano.
—Mi nombre es Esmeralda White. La ayudante personal de Max.
Lydia asintió lentamente.
—¿Ayudante personal?
—Le ayudo con sus asuntos personales: el arreglo de la ropa, la comida, algunas veces incluso la limpieza. Aunque no muy a menudo, como puede ver. —La mujer soltó una risita y señaló las habitaciones polvorientas y sin barrer de Maxwell.
Lydia pasó frente a la mujer, asegurándose de mantener un tono de voz firme al tiempo que trataba de sonar despreocupada.
—Sí, Max es un poco quisquilloso con algunas cosas —respondió Lydia—. Por fortuna ya no tendrá que seguir ayudándolo. —Se giró para mirar a la mujer por encima del hombro—. Vamos a casarnos hoy —afirmó—. Y como su esposa, obviamente me ocuparé de esas cosas. —Lydia sonrió tan cálidamente como pudo—. Pero le estoy muy agradecida por su ayuda mientras yo estaba en Inglaterra —mintió. No era difícil imaginar cuáles eran exactamente los asuntos personales de Max que Esmeralda atendía y, desde luego, no iba a permitir que eso siguiera ocurriendo.
¿Cómo había podido Max enviarle a esta criatura? La sola idea de ponerse los vestidos de esta mujer le revolvía el estómago. Entonces se dijo que los mendigos no podían permitirse ser quisquillosos, así que se volvió hacia el sofá, donde vio un sencillo vestido de color café sin mucha forma.
Era un vestido de viaje, manchado y mucho más grande que ella. Pero tenía cintas en la espalda y por lo menos la cubriría de manera decente. Esmeralda también había traído ropa interior, medias y unos zapatos que le venían grandes, por no mencionar un sombrero que sería más apropiado para otra estación. Allí tenía lo básico y Lydia le sonrió con tanta elegancia como pudo.
—Gracias por su ayuda.
—Ooooh, pero no hemos terminado. Maxie dijo que la llevara de compras. A adquirir todo lo que una mujer puede necesitar. No demasiado, claro, pero lo suficiente para que pueda arreglárselas por un tiempo. Me dijo que nos tomáramos todo el día —agregó Esmeralda con tono de burla—, porque él no regresará hasta la noche. Así que supongo que eso quiere decir que no habrá boda hoy.
Lydia apretó los dientes y se guardó sus pensamientos. ¿Qué estaba pensando Maxwell al pedirle que andará por ahí con esta criatura? ¿Y cómo es que no habría boda? ¿Dónde se suponía que dormiría esta noche si no era aquí? Tenían que casarse hoy mismo.
—Bueno —logró decir finalmente—. Entonces vayamos de compras, ¿le parece? Y luego podemos encontrarnos con Maxwell para almorzar y discutir sobre lo que hacer el resto del día.
—Oh, a él no le va a gustar, querida. Está trabajando.
—Bueno, pues tendrá que acomodarse. Después de todo, no se puede esperar que un hombre trabaje el día de su boda, ¿o sí? —Lydia conocía la dirección de la oficina de Max. Si era necesario se presentaría sin avisar, y le arrastraría de una oreja. Estarían casados antes de que se terminara el día.
Pero primero necesitaba la ropa apropiada. Haciendo un gesto de asentimiento a su acompañante, recogió la ropa y entró en la habitación, cerrándole la puerta en las narices. Se vestiría sola. Lo último que necesitaba era que esa mujer viera que estaba afeitada en lugares en los que ninguna mujer inglesa se afeitaba.
Finalmente se fueron de compras. Lydia sabía regatear y el hecho de saber un poco de chino le ayudó enormemente. Al comienzo no, claro, pues los dueños de todas las tiendas que Esmeralda eligió eran blancos. Fue Lydia la que localizó las cosas más baratas en las callecitas laterales con vendedores chinos. La que insistió en que no necesitaba tener encaje francés cuando el algodón chino era igual de cómodo, llevando un estricto control de cada centavo que gastaron, a pesar de que su acompañante creía que no era necesario. Tenía la intención de devolverle a Max lo que sobrara para que no la pudiera acusar de derrochadora.
A las dos de la tarde ya estaba totalmente equipada. Y aunque no había encontrado un vestido apropiado para casarse, al menos tenía uno de algodón azul muy funcional, que era a la vez era respetable y elegante. De hecho, lo llevaba puesto en ese momento, al igual que la nueva ropa interior, lo cual le permitió restituir su ropa a Esmeralda a la primera oportunidad.
Se negaba a casarse con algo que perteneciera a esa mujer.
Había visitado a un misionero de una capilla cercana y discutido los detalles de una ceremonia apropiada, lo único que faltaba era encontrar al novio.
Pero una cosa era saber dónde estaba la oficina de Maxwell y otra lograr encontrarlo. Tan pronto como entraron al sagrado recinto de Fortnum amp; Mason —Proveedores de Productos Alimenticios Ingleses—, Lydia fue informada por un empleado de cara colorada que su prometido se había ido al puerto a revisar un cargamento de vino. Éste se disculpó con una inclinación y cuando iba a retirarse murmuró algo sobre cuánto sentía lo de su «infortunado accidente».
Lydia abrió los ojos como platos al oírlo y el horror comenzó a deslizarse sobre su sonrisa de cortesía. Si un simple empleado estaba al tanto de su «infortunado accidente», eso significaba que todos los extranjeros de Shanghai también lo sabían y que en breve la noticia llegaría hasta Inglaterra. Pronto todo Londres lo sabría. Debía casarse lo antes posible, o perdería su oportunidad.
Se apresuró a volver a la calle y se montó en un rickshaw hacia el puerto, porque Maxwell no había tenido la gentileza de dejarles su carruaje a ella y Esmeralda. El problema era que los rickshaws eran vehículos más bien lentos comparados con los coches tirados por caballos y eso le dio a Lydia demasiado tiempo para analizar su situación.
¿En qué estaba pensando Maxwell al contarle a todo el mundo lo que le había sucedido? Él debería haber sabido que sus amigos no guardarían silencio ante un chisme tan suculento.
Esmeralda, claro está, disfrutaba como nadie de la incomodidad de Lydia y charlaba alegremente sobre lo difícil que debía de ser que todo el mundo supiera que había aparecido en la puerta de Max sin pantalones. Lydia no se molestó en aclararle el asunto, prefirió mirar las tiendas que había a lo largo de la calle.
Fue en ese momento cuando vio a Fu De.
Al menos pensaba que se trataba de Fu De. Tenía que ser él. Y estaba entrando en una tienda de ropa. Una tienda de ropa china con los caracteres de la familia Cheng tallados en un rótulo de madera sobre la puerta.
Tenía que ser la tienda de la familia de Ru Shan. Tenía que ser.
Sin pensarlo dos veces, se bajó del rickshaw. Y cuando Esmeralda gritó alarmada y preguntó qué estaba pasando, Lydia había desaparecido dentro del establecimiento, que era más bien grande y tenía dos pisos.
Una parte de ella temblaba de miedo, temiendo que Ru Shan volviera a encerrarla y nunca más recuperara su libertad. Pero entonces recordó que estaba vestida con ropa inglesa e iba acompañada de una mujer inglesa, y recobró la seguridad.
En ese momento le vio, vestido con una túnica de seda gris con adornos de peñascos que se levantaban desde el dobladillo inferior hasta los hombros. El bordado le daba una sutil apariencia de una montaña: sólida, imponente y asombrosamente impasible cuando se encaró a él.
Lydia no sintió miedo. En realidad nunca se había sentido físicamente amenazada por Ru Shan. Pero sí sintió el peso de la mirada del hombre, de cada uno de sus movimientos, como si las montañas de su túnica se abalanzaran sobre ella.
Ninguno de los dos habló. Lydia sentía demasiadas emociones: demasiada rabia y dolor y confusión como para poder decir nada. Y en medio de este silencio se oyó la voz chillona de Esmeralda.
—¡Lydia! ¿Qué estamos haciendo aquí? —La mujer se acercó a Lydia—. Este comercio es terrible —murmuró en voz baja.
—¿Terrible? —repitió Lydia desviando por fin la atención de Ru Shan—. ¿Por qué?
—Bueno, pues ¿es que no lo ve? Mire, ni siquiera su propia gente lo surte.
Y siguiendo el gesto de Esmeralda, Lydia vio a qué se refería. Para ser un fabricante de ropa, Ru Shan definitivamente tenía muy poco género. De hecho, parecía tener sólo unos pocos fardos de burdo algodón.
—¿Sabe cuál es el motivo? —preguntó Lydia con un tono intencionadamente alto e indiferente.
Como era de esperar, Esmerada se precipitó a contarle el chisme.
—Dicen que pertenece a un hombre vil —respondió la mujer con un susurro perfectamente audible—. Que adora a un dios pagano, cuyos ritos son extraños y lascivos.
Lydia frunció el ceño.
—Pero eso no alejaría a los chinos. Después de todo es su religión, ¿o no?
Esmeralda sonrió con una expresión casi feliz.
—Ése es precisamente el problema. La religión de este hombre es extraña incluso para los chinos. Y hay algo peor… —Esmeralda dejó la frase sin terminar para crear un efecto dramático.
Lydia no la decepcionó.
—¿Qué? —preguntó con interés.
—¡Dicen que tiene una amante blanca! —Esmeralda se rió—. Personalmente creo que eso es perfectamente natural, somos mucho más atractivas, pero su propia gente le desprecia por eso.
—Pero ¿y si esa mujer no fuera su amante de verdad sino una esclava comprada? ¿Una esclava blanca adquirida con el único propósito de usarla? —Lydia no pudo evitar el tono de irritación de su voz, la rabia que marcaba sus palabras. Por fortuna Esmeralda no se dio cuenta de nada y su risa estridente resonó en todo el local.
—Ay, querida, qué provinciana es usted. Ellos no se atreverían a hacer algo así. El gobierno se les echaría encima por amenazar a una mujer blanca. Lo encerrarían y encadenarían en un abrir y cerrar de ojos. No, querida, lo triste es que hay muchas mujeres blancas que aceptan ese tipo de depravaciones. Después de todo, el oro chino es tan bueno para comprar como el oro inglés, y una mujer necesita comer.
Lydia sintió que el corazón se le partía al oír aquello. Ahí estaba la explicación de por qué ella no había denunciado a Ru Shan tan pronto como escapó. Nadie creería que la habían tenido encerrada contra su voluntad durante todo un mes. Todos asumirían que ella era «esa otra clase» de mujer. Y si Lydia tenía alguna esperanza de casarse con Maxwell, de manera respetable, tendría que mantener las últimas semanas en secreto.
Desde luego, pensó Lydia para sus adentros con una sonrisa, eso no significaba que ella no pudiera tener su propia cuota de venganza. Después de todo, parecía como si la fábrica de ropa Cheng estuviera en las últimas. Y aunque Lydia consideraba la presencia de Esmeralda una carga, la mujer parecía tener buen ojo para la ropa. Eso la convertía en la persona idónea para su pregunta. Suponiendo que encontrara lo que estaba buscando.
Lydia comenzó a deambular por la tienda, al tiempo que anotaba mentalmente que, aunque las estanterías estaban vacías, los muebles de madera eran sólidos y de buena calidad. El polvo sólo enfatizaba lo desocupada que estaba la tienda pero el edificio estaba en la mejor zona de la ciudad. Puede que técnicamente estuviera dentro de la concesión extranjera, pero en realidad era parte del Viejo Shanghai. En consecuencia, estaba en las pocas calles que frecuentaban tanto los blancos como los chinos.
Entonces vio su cuaderno de bocetos, tirado sobre una mesa.
—Vaya, mire esto —le indicó Lydia a su acompañante abriendo el cuaderno—. ¿Qué opina de estos diseños?
En realidad, Lydia había fantaseado muchas veces con la idea de establecer una tienda de ropa. Llevaba diseñando ropa desde que era niña. Sólo que su destino no era el comercio, además, iba a convertirse en esposa y madre; no tendría tiempo para los negocios. Por eso se había contentado con hacer su propia ropa, o ayudaba a sus amigas a crear su ajuar.
Pero aquí en Shanghai todo era distinto y la idea de convertirse en diseñadora en este exacto lugar, definitivamente le atraía mucho. También sería una dulce manera de vengarse de Ru Shan. Él, que la había comprado como mascota, se vería obligado a venderle el negocio de su familia.
Lydia sonrió al pensarlo. Sólo que todo dependía de que alguien quisiera comprar sus diseños. Esmeralda sería una excelente jueza para eso.
La mujer se acercó, miró con curiosidad los bocetos y Lydia sintió un nudo en el estómago en espera del veredicto. Ru Shan, por su parte, también se había acercado y, a juzgar por la tensión de sus hombros, parecía muy interesado. Lydia trató de alejarlo con la mirada, pero él no se dejó intimidar. Guardó silencio, en espera de la opinión de Esmeralda.
Excepto que Esmeralda no decía nada. De hecho, por primera vez en todo el día la mujer se quedó callada.
—¿Y bien? —preguntó finalmente Lydia, cuando se agotó su paciencia—. ¿Qué opina?
Al principio no contestó, sólo frunció el ceño al levantar la mirada para observar las paredes vacías de la tienda de Ru Shan.
—Interesantes diseños —declaró finalmente—. Por lo visto los chinos han aprendido algo de moda de nosotros. —Pero luego sacudió la cabeza—. Excepto que dudo mucho de que hagan realmente estos trajes. Una cosa son estos bonitos dibujos y otra cosa totalmente distinta hacerlos realidad.
Lydia dio un paso al frente, conteniendo apenas su ansiedad.
—Pero ¿le gustan los diseños?
Su acompañante asintió con la cabeza.
—Son muy interesantes. Sí, me gustan. —Luego suspiró—. Pero aquí no tienen telas.
Ahí fue cuando Ru Shan intervino, haciéndoles una respetuosa inclinación.
—La tela siempre se puede comprar —indicó— Si la dama está interesada…
—No —interrumpió Lydia—, estoy de acuerdo, Esmeralda. Esta gente no tiene capacidad para llevarlos a cabo. —Lydia hablaba más para Ru Shan que para la mujer, al tiempo que su rabia se convertía por fin en una suerte de entusiasmo por darle a Ru Shan su merecido.
Ru Shan hizo otra reverencia, pero Lydia pudo ver la rabia en sus ojos.
—Nuestras costureras son las mejores.
—¿De verdad? —lo desafió Lydia—. Por favor, permítame ver los patrones de este vestido. —Lydia pasó rápidamente las páginas del cuaderno de bocetos hasta llegar a un complicado vestido de baile.
Ru Shan volvió a hacer una inclinación, aunque Lydia notó cierta rigidez en el movimiento.
—Mis disculpas, madame, pero están en chino.
—Sé leer chino —afirmó Lydia con decisión.
—No los tengo en la tienda.
—Apuesto a que en realidad no existen. —Entonces echó los hombros hacia atrás animada por el elogio de su acompañante—. ¿Sabe lo que me gustaría hacer, Esmeralda? —pensó en voz alta mientras miraba con desprecio todo lo que la rodeaba—. Creo que voy a esperar a que este hombre esté realmente desesperado.
—Bueno, eso no tardará mucho —aseguró su acompañante riéndose.
—No —asintió Lydia con una sonrisa—. Probablemente no. —Luego se volvió hacia Ru Shan para asegurarse de que él entendía exactamente sus intenciones—. Entonces volveré y compraré esta tienda por un precio ridículo, echaré a estos incompetentes y triunfaré en el negocio de la ropa.
Esmeralda se quedó boquiabierta.
—¿No estará pensando en entrar en el mundo de los negocios?
Lydia sonrió, complacida al ver que Ru Shan se había puesto pálido.
—Claro que sí —reiteró con firmeza—. Y creo que puedo obtener un precio realmente muy bajo. Después de todo, esta tienda está en la concesión extranjera. Lo único que tenemos que hacer es denunciar ante las autoridades las depravaciones de este hombre y los magistrados franceses estarán felices de expulsarlo. Su única opción será venderme el negocio a mí. Por nada.
Luego Lydia dio media vuelta y salió, mientras que su risa resonaba dulcemente en la tienda vacía de Ru Shan.
De las cartas de Mei Lan Cheng
9 de febrero de 1874
Querida Li Hua:
Debo disculparme por no haber escrito durante tanto tiempo. Debiste de pensar que me había asesinado ese hombre blanco, el señor Gato Perdido. No te puedo decir lo estúpido que me parece todo eso ahora. El señor Gato Perdido se parece mucho a un gato: grande, peludo, pero en realidad muy dulce.
¿Te sorprende que diga que una persona blanca es dulce? A mí también. Pero él es dulce. Cortés y amable. Y ha adquirido la costumbre de bañarse antes de venir a la tienda, así que no huele como los otros ingleses. Le gusta nuestro té y me hace reír cuando trata de comerse un plato de arroz con palillos. Se ha presentado durante el almuerzo, ¿sabes? y por cortesía Sheng Fu lo ha invitado a acompañarnos. El señor Gato Perdido incluso pareció molestarse cuando se dio cuenta de que yo no iba a comer con ellos. De hecho, se negó a comer hasta que a mí también me dieran un plato. Sheng Fu estaba indignado, claro, pero ansía de tal manera el dinero de los ingleses que está dispuesto a tolerar cualquier rareza con tal de apoderarse del oro.
No había suficiente arroz, sin embargo, así que yo decliné la invitación. Pero el señor Gato Perdido lo entendió, le dio unas monedas a Ru Shan y le dijo, en chino, que comprara mi comida favorita. Si cualquier chino hubiese hecho algo así, Sheng Fu se habría puesto furioso. Pero quiere con tanto ahínco el oro inglés que me dijo, ¡a mí!, que no me sintiera ofendida. Que lo que pasa es que los ingleses son muy extraños y que yo debía hacer lo que el señor Gato Perdido quería.
¡Como si fuera yo la que no entendiera un acto de amabilidad, incluso viniendo de una persona blanca!
¿Recuerdas la mentira que le conté a Sheng Fu? ¿Cuando dije que los ingleses no estaban interesados en mis mejores bordados? Tenía razón al pensar que el señor Gato Perdido sabía lo que yo había hecho. En esa primera reunión con él, cuando yo tenía tanto miedo de que me matara, fue muy amable. Pagó por nuestra tela mal bordada e hizo los arreglos para que la entregaran en su barco. Y luego, antes de irse, me habló en inglés para que Sheng Fu no pudiera entender.
Dijo que sabía que yo no quería venderle nuestras mejores telas y que no me culpaba por eso. Que yo no lo conocía y ¿cómo podía hacer negocios con un extraño? Que era muy peligroso entregarle nuestras mejores mercancías a alguien en quien no confiábamos.
Me dijo eso, Li Hua, y yo supe enseguida que este blanco sabía más sobre negocios que mi marido. Pero ¿te estarás preguntando lo mismo que yo? ¿Cómo es eso posible? ¿Cómo es posible que un bárbaro sepa más que mi esposo, que fue educado en el negocio de la ropa desde que era pequeño?
Tengo que decirte, Li Hua, que no lo sé. Pero es cierto. Y no sé si eso hace que le tenga más o menos miedo al señor Gato Perdido.
Y hay más, Li Hua. Ahora el señor Gato Perdido viene a la tienda cada tres días. ¡Sí, cada tres días! Exactamente a las horas en que yo estoy en la tienda revisando el trabajo de las bordadoras o entregándoles mis nuevos diseños. A veces está ahí cuando le llevo el almuerzo a Sheng Fu. Y últimamente creo que me espera en la esquina para caminar conmigo.
No es apropiado que yo permita que esto suceda. No es bueno ni para mi reputación ni para la de la tienda. Tú sabes cómo evitan los chinos cualquier lugar que tenga que ver con los extranjeros.
Pero yo no le he puesto punto final, Li Hua. Y peor aún, Sheng Fu no quiere que lo haga. Él sólo ve el oro inglés. Lo que yo veo es un hombre amable, incluso aun siendo un bárbaro. Y él me hace reír. Sí, un blanco me hace reír.
¿Será que me he contagiado? ¿Estoy tan enferma como todos esos chinos que se desesperan por obtener la atención de los extranjeros, que hacen cualquier cosa por el oro y el opio que ellos traen?
El señor Gato Perdido parte mañana y su barco llevará algunos de mis mejores diseños a Inglaterra. No sé si estoy feliz o triste por ello. Ni siquiera puedo pensar en otra cosa que no sea en que no lo volveré a ver en muchos meses.
Oh, debo despedirme, Li Hua. Hay tantas otras cosas que me gustaría escribir, pero Ru Shan está enojado otra vez. No le gustan sus estudios y a veces arroja los libros cuando pierde el control. Tal vez deba visitar a los monjes hoy. Tal vez si les doy más dinero, el cielo solucione todos estos problemas y yo pueda volver a dormir en paz.
Mei Lan
EL ESFUERZO Y LA ANGUSTIA SON
NUESTRA MÁS TRISTE COMPAÑÍA.
PARECEN SEGUIRNOS A TODAS PARTES
E INHIBEN NUESTRA NECESIDAD
DE ESTAR QUIETOS,
DE HECHO, CON ELLOS POR COMPAÑÍA
¿QUE ESPACIO QUEDA PARA EL TAO?
Lao Tse, interpretado por Priya Hemenway