Capítulo 11
Un intenso miedo hizo que Ru Shan cayera de rodillas. Fue un movimiento instintivo, una postura de oración aprendida por todos los niños chinos desde que nacen. Pero él no tenía ánimo para rezar, pues la angustia le nublaba la mente.
Lydia planeaba vengarse.
Ya había sido suficientemente horrible haberse despertado solo esa mañana, sin Lydia a su lado. La ausencia de la muchacha lo había sacudido hasta el fondo, no esperaba que ella fuera capaz de semejante engaño. Ningún blanco había podido ocultarle jamás sus pasiones. Solían dejarse dominar por las emociones, incapaces de ver más allá de sus narices y menos de planear algo a largo plazo. Eso era lo que le habían enseñado. Lo que todo el mundo creía en China.
Obviamente estaban equivocados. Al menos en el caso de Lydia. Ella no sólo había esperado con paciencia la oportunidad de escapar, sino que había ocultado hábilmente su plan para que ni él ni Fu De se dieran cuenta. Parecía haber aceptado su destino. Pero ahora había escapado y era capaz de hacer muchas cosas. Esa revelación le dejó aterrado cuando se despertó en la cama vacía.
Más tarde, dado que los problemas nunca vienen solos, la desaparición de Lydia sólo fue la primera de una serie de calamidades. Cuando por fin llegó a la tienda, se enteró de que sus últimos pedidos de seda habían desaparecido inexplicablemente. La verdad es que aquello no le sorprendía. Cuando los chinos decidían darle la espalda a alguien, lo hacían sin reservas. Sus compatriotas creían que tenía relaciones con mujeres blancas, lo que naturalmente significaba que era una persona poco fiable, irresponsable e incluso indecente. No importaba que él y su familia hubiesen pagado cumplidamente las cuentas durante décadas. De repente todo había que pagarlo en efectivo, suponiendo que hubiese mercancía.
Naturalmente todo se precipitó después de que Ru Shan se gastara todo el efectivo en la compra de Lydia. Y ahora que su familia se encontraba en una posición más vulnerable, habían comenzado los rumores. Su nombre era inexplicablemente mancillado y ningún chino respetable quería hacer negocios con él.
Ru Shan no creía que Lydia fuera la causa de sus actuales problemas, pero ciertamente estaba sacando provecho de ellos. Desde el día anterior sus bocetos estaban causando sensación. Muchos clientes blancos expresaron interés. Pero lo que Lydia había dicho era cierto: él no tenía costureras que pudiera hacer sus diseños realidad. Las más expertas estaban intentándolo, pero la tela no caía igual, y el resultado distaba mucho de parecerse a los dibujos de Lydia. Ningún cliente compraría, y mucho menos por anticipado, un vestido que ni siquiera estaba expuesto.
En resumen, Ru Shan tenía los diseños, pero no tenía ni tela para hacerlos ni modistas que pudieran coserlos. Tenía en sus manos la manera de devolver el éxito a su negocio familiar, pero no tenía forma de triunfar. Porque Lydia había escapado. Y con ella se había ido el agua yin que el necesitaba para convertir en oro su yang. No sólo había perdido el embrión dorado que crea un inmortal, sino el oro que le traería comodidad a su familia durante generaciones.
Y lo peor de todo era que entendía que Lydia se hubiese escapado. De hecho, ésa era su mayor agonía. Se había equivocado. Ella no era una mujer china que había que mantener entre muros y usar cuando uno quisiera, como tampoco era una mascota ni una especie inferior. De hecho, era igual a cualquier hombre que él conociera: inteligente e ingeniosa y, encima, estaba totalmente decidida a destruirlo.
Pero ¿por qué querría hacer eso? ¿Porque él la había robado ilegalmente y la había mantenido prisionera?
Ahora lo comprendía. Ese error sería su ruina. No podría recuperar ni la ayuda ni la confianza de Lydia. Peor aún, si insistía en hacerlo, podría terminar en la cárcel. Aparentemente Lydia había pasado el día restableciendo su posición entre la sociedad blanca. Y aunque los blancos se preocupaban poco por las mujeres perdidas que llegaban a las playas de Shanghai, se molestarían mucho si un comerciante chino decidiera hacerle daño a su élite.
En resumen, Ru Shan no tenía escapatoria. Lo único que podía hacer era sentarse y esperar a que la hoja del cuchillo descendiera sobre él. ¿Acaso Lydia se contentaría sólo con obligarlo a venderle la tienda, destruyendo de esa manera y para siempre los ingresos de su familia? ¿O iría más lejos y lo haría arrestar? ¿Denunciaría sus prácticas del dragón de jade ante todo el mundo?
La acompañante de Lydia tenía razón. No se hablaba abiertamente de la religión que él practicaba. La mayoría de los chinos la consideraban ofensiva y para muchos era perversa. El hecho de que fuera por ignorancia no le ayudaba en nada. La gente elegía lo que quería pensar, independientemente de la verdad.
Ya era suficientemente malo destruir el negocio familiar, pero exponer a la luz sus inusuales prácticas taoístas traería vergüenza eterna para él y toda su familia. Su nombre sería borrado de los registros de los Cheng, su padre le repudiaría y su gente le daría la espalda.
En China un hombre repudiado no era nada.
El peso de la vergüenza oprimió a Ru Shan e hizo que su cuerpo se hundiera todavía más en el suelo de madera; los hombros se cayeron hasta hacer la reverencia tradicional china.
Quedaría arruinado. Por una mujer blanca. Y ni siquiera podía reprochárselo porque él tenía la culpa. Lo que él había hecho estaba mal.
Pero ¿cómo podía corregirlo? ¿Cómo podía apaciguarla a ella y al cielo?
Ru Shan sólo sabía que necesitaba a Lydia. Ella era la única que podía hacer realidad sus diseños y devolverle a la vida trayendo el oro a la tienda. Y sólo ella le había dado poder yin similar al de una fuente de agua. Su familia la necesitaba y él la deseaba.
Lo que significaba que tendría que casarse con ella. Era su única opción.
No obstante, esa revelación resonó en su cuerpo como el estallido de un trueno. Ru Shan se estremeció de pavor mientras su frente todavía estaba apoyada contra el suelo. Sus amigos y su familia quedarían abrumados. Si los demás lo habían apartado porque creía que tenía como amante a una mujer blanca, ¿cómo reaccionarían ante una esposa blanca?
Sin embargo, no se le ocurría otra posibilidad. Como su esposa, Lydia seguiría creando sus diseños. Él ya sabía que eran lo suficientemente espectaculares como para que alguien pagara por anticipado por tenerlos. Y con oro para poder pagar la tela por anticipado, sus proveedores regresarían. El oro hacía que la gente hiciera la vista gorda ante muchas perversiones, incluso la de tener una esposa blanca.
Con el tiempo la tienda Cheng volvería a florecer. Entretanto, él tendría acceso al poder yin de Lydia, lo cual sólo podía contribuir al logro de sus objetivos económicos y religiosos. Y, por último, como su esposa, el honor de Lydia quedaría restablecido. Lo cual significaba que el cielo se apaciguaría. Una vez más, el camino de Ru Shan estaría asegurado.
No había otra opción. Tenía que casarse con ella.
¿Cómo lo conseguiría? Los obstáculos eran numerosos y aparentemente insalvables. Ru Shan no tenía influencia entre los extranjeros. Y ella tenía un prometido.
Debía encontrar una manera. Su vida y la supervivencia de su familia dependían de ello.
Lydia temblaba por dentro. Los muelles eran una masa de gente, ruido y confusión. En otra situación aquello le habría fascinado, pero ahora se interponía entre ella y su futuro marido. Y aunque había tal vez una docena de mujeres blancas mirando el bullicio y la actividad, Lydia sentía como si los ojos de todo el mundo estuvieran puestos en ella. Todos la miraban y susurraban tapándose la boca, sus palabras eran obvias: «Esa es la mujer que estuvo en un burdel. Ya sabes lo que sucede allí».
Era estúpido. Aunque Maxwell hubiese estado divulgando la noticia por todas partes, nadie sabría cómo era su prometida. Por más que Lydia trataba de convencerse de que sólo estaba un poco histérica, no lograba quitarse de encima la sensación de que la observaban. Y de que la juzgaban.
Ella nunca había pensado que se convertiría en una de esas mujeres. «Una pobre y desorientada ramera», como solía decir su madre. Sin embargo, de repente sintió que todo el mundo le atribuía ese papel fuera o no cierto.
Quizás tuvieran razón, pensó Lydia horrorizada. Porque ella lo echaba de menos. Extrañaba su ritual matutino con Ru Shan, el flujo de yin que la hacía sentir plena y voluptuosa. Lydia ansiaba tocarse tal como Ru Shan le hacía, pero sabía que no podía. Ciertamente no en público. Gracias a Dios pronto estaría casada. Ella sabía que a los esposos a menudo les gustaba tocar el pecho de sus esposas, y esperaba que a Maxwell le pasara.
¡Si al menos pudiera encontrarlo! Entonces todo iría bien.
Cuando Lydia y Esmeralda encontraron por fin la oficina de la empresa en el puerto, nadie supo indicarles dónde estaba su prometido. Llevaban cerca de veinte minutos esperando, y su impaciencia iba en aumento. Su compañera, mientras, pasaba el tiempo recordando cada fiesta y espectáculo que Maxwell y ella habían disfrutado juntos, y Lydia se sentía cada vez más pequeña y asustada.
¿Dónde estaba Max? ¿No debía él protegerla de experiencias como ésa? ¿Acaso no se suponía que un marido debía asegurarse de que su esposa fuese tratada con respeto? ¡No obligarla a tolerar la compañía de su amante!
El joven empleado que había ido en su busca regresó con la cara roja de vergüenza.
—Yo… yo… ejem, lo siento, se… señorita —tartamudeó—. No he podido encontrarlo.
—Se lo advertí —señaló Esmeralda riéndose entre dientes—. A Max no le gusta que lo molesten en el trabajo. No vendría aunque se lo suplicase, así es de particular.
—Pero yo soy su esposa —le espetó Lydia al muchacho.
—Todavía no, usted no es nada —intervino su acompañante.
El joven empleado no quería mirarla a los ojos. Lydia esperó un momento mientras que Esmeralda disfrutaba con su desconsuelo.
—Mire, querida… —comenzó a decir la mujer, pero Lydia no le permitió terminar.
—Esmeralda, le estoy muy agradecida por su ayuda. Creo que de aquí en adelante puedo seguir sola. —Luego estiró la mano—. La billetera de Max, si es tan amable.
A Esmeralda le llevó un momento entender a qué se refería Lydia. Luego, cuando finalmente entendió, se puso de pie, exhibiendo su impresionante estatura.
—¡Qué descaro! —estalló de manera altiva—. ¿Ese es el agradecimiento que recibo por ayudar a una pobre mujer necesitada?
—Usted me ayudó porque Maxwell le ordenó que lo hiciera. Así que las dos estamos siguiendo sus instrucciones. No hay razón para actuar como si fuera superior. —Sintiéndose como una chiquilla, Lydia le arrebató bruscamente la billetera de Max, arañando sin querer la muñeca de la mujer. Pero poco le importaba. Esmeralda había estado molestándola desde el mismo momento en que había entrado en el apartamento de Max.
Los ojos de Esmeralda se clavaron en Lydia con rabia.
—Se equivoca, querida —replicó en voz baja—. Yo soy la única que estoy en el juego ahora, porque usted nunca va a ser su esposa. Usted es una mercancía estropeada. Piense en eso cuando él la abandone. —Y diciéndolo, salió de la oficina mientras las cintas de su sombrero ondeaban en una vistosa despedida.
Lydia se quedó allí, sintiendo que las vísceras se le comprimían aún más cuando el joven empleado se movió incómodo a su lado. Presentía que el chico estaba a punto de escabullirse, así que súbitamente se dio la vuelta y lo agarró del brazo sin darle tiempo a reaccionar.
—Por favor, señor —comenzó a decir Lydia cuando él se sobresaltó alarmado. Respiró hondo tratando de encontrar la manera de averiguar lo que quería saber. Una que no fuera totalmente humillante—. ¿Es eso cierto? —preguntó finalmente—. ¿Maxwell sencillamente me está evitando? ¿Acaso va a romper nuestro compromiso?
La cara del muchacho se puso roja.
—No parece apropiado, señorita —logró decir con una voz aguda—, visitar a los hombres mientras están trabajando.
Lydia asintió, sintiendo el corazón en la garganta.
—Muy bien —respondió con toda la dignidad que pudo y le soltó la manga al muchacho—. Por favor, dígale a Maxwell que lo esperaré para cenar. —Luego hizo una pausa pues necesitaba recuperar la serenidad aunque fuera para salvar su propio orgullo—. Le pido disculpas por someterlo a una escena tan bochornosa. Ha sido muy grosero por mi parte.
El chico levantó la mirada, obviamente sorprendido por las palabras de Lydia.
—Yo… me aseguraré de que el señor Slade lo sepa.
Lydia sonrió lo mejor que pudo.
—Se lo agradezco. —Y diciendo eso, salió de la oficina.
La caminata hasta el apartamento fue desoladora. Habría podido tomar un rickshaw, claro, pero quería caminar, a pesar de las heridas de sus pies. Siempre le había gustado andar, hacer recados para su padre o cualquier cosa con tal de no estar inactiva.
Tal vez eso había sido lo peor de su encierro: que no había podido hacer nada. Lydia sabía que tanto Ru Shan como Fu De se habían sentido confundidos por eso. Obviamente en la cultura china a las mujeres les gustaba estar encerradas y que cuidaran de ellas. De hecho, al mirar a su alrededor, Lydia sólo veía hombres. Es verdad, todavía estaba en la concesión extranjera, pero vio muchos chinos: culis, comerciantes, incluso criados con libreas de gente adinerada. Pero todos eran hombres.
¿Qué sería de ella si no se casaba con Maxwell?, se preguntó. En realidad no quería aceptar esa posibilidad.
Por supuesto que se casaría con ella. Él la amaba. Estaban comprometidos. Tenía que casarse con ella.
Sin embargo, Lydia no podía olvidar las palabras de Esmeralda. «Usted es una mercancía estropeada». Quiso negarlo, gritar que todavía era virgen. Se había aferrado a esa idea durante su encierro. Todavía era virgen. Todavía podía casarse con Maxwell.
Pero ¿qué pasaría si él se negaba? ¿Qué pasaría si él realmente la consideraba «estropeada»? ¿Qué haría? No tenía dinero para regresar a Inglaterra. Tampoco tenía manera de sostenerse. De ninguna manera se convertiría en una mujer como Esmeralda, una concubina que vivía de las dudosas atenciones de un mujeriego.
La imagen de Ru Shan se le cruzó en la mente. No regresaría para ser su esclava. La sola idea era repulsiva. De hecho, ansiaba vengarse de él. Ver su cara cuando le comprara la tienda. Saber que ella, una mujer blanca, podría triunfar donde él no podía.
Lydia se sorprendió sonriendo ante la idea, sus ánimos se exaltaron de nuevo. Ahora tenía un plan, sabía lo que haría.
Lo primero de todo era preparar una cena para Maxwell. Conocía sus platos favoritos pues se había preocupado por aprender sus gustos y saber cómo prepararlos. Esa casa tendría una cocina.
Lydia sólo tenía el vestido que llevaba puesto, así que no habría mucha preparación en ese aspecto. Sin embargo, había comprado unos pocos cosméticos por la mañana. Usaría lo que tenía para mejorar su apariencia.
Esa noche convencería a Maxwell para que se casara con ella. No estaba totalmente segura de cómo lo haría. Comida excelente. Maravillosa compañía. ¿Seducción? ¿Sabría hacerlo? ¿Dejaría que él la tocara y la besara… y… fundiera su yang con su yin? Quizás así vería que ella todavía era virgen, ¿no? Que él sería el primero. Y entonces tendría que casarse con ella.
Sonaba muy drástico; sin embargo, la idea le atraía. Añoraba que la tocaran de nuevo, que la acariciaran, sentir esa maravillosa cosa que Ru Shan le había mostrado… ¿anoche? Ay, ¡qué maravilloso sería hacerlo con Maxwell! Sentir eso dentro del vínculo del matrimonio.
Lydia asintió para sí misma, sintiendo que su determinación se fortalecía. Ciertamente era una medida extrema, algo así como «precipitar los hechos», como diría su padre, a la que sólo recurriría si no podía convencer a Max de la necesidad de casarse de inmediato. Aunque sólo fuera para probarle su virginidad.
Lydia tragó saliva y apresuró el paso mientras se dirigía al mercado más cercano. Había visto uno camino del puerto y sabía exactamente dónde estaba. Tenía un plan para esta noche. Para Maxwell y su futuro.
Y si eso fallaba, tenía un plan B, un plan secundario. Si pasaba lo peor y Maxwell la dejaba, entonces Lydia sabía exactamente qué haría. De alguna manera lo convencería para que le diera dinero. Suficiente dinero para comprar la tienda de Ru Shan. Suficiente dinero para que ella pudiera establecerse en un negocio que sabía y podía dirigir.
Sería diseñadora de ropa. En Shanghai. Y se lo echaría en cara a Ru Shan por lo que le había hecho.
Desde luego, las dos cosas dependían de Maxwell. Él tendría que ayudarla. Ya fuera como su esposo o como su socio en los negocios, los dos estarían juntos. Incluso aun cuando tuviera que seducirlo para lograrlo.
Maxwell se levantó de la mesa emitiendo un eructo poco delicado, luego se ruborizó y susurró:
—Te ruego que me disculpes.
Lydia sonrió en señal de perdón mientras lo estudiaba desde el otro lado de la mesa.
Nunca le había visto tan contento. Su atractiva melena rubia relucía a la luz de las velas.
—¿Te ha gustado la cena, Max? No sé si la salsa estaba demasiado fuerte.
—No, no —respondió Max de buen grado—. Estaba perfecta. No entiendo por qué apenas has probado bocado.
Lydia tampoco podía entenderlo. De hecho, aquel era también su plato favorito. Debían de ser los nervios, la ansiedad por lo que estaba a punto de hacer. Así que dijo una pequeña mentira.
—Supongo que sólo quería que nuestra primera noche fuera perfecta.
La sonrisa de Max pareció desvanecerse.
—Esta no es nuestra primera comida juntos, Lydia. Nos conocemos desde que estábamos aprendiendo a caminar.
Ésa era una de las razones por las cuales se habían comprometido. Se sentían muy cómodos juntos y sus padres estaban muy contentos con su unión. Sin embargo, ahora, Lydia sentía de todo menos comodidad. Se puso de pie porque no sabía qué hacer y, rodeando la mesa, rozó suavemente a Max con la mano, invitándole a sentarse en el sofá.
—Quisiera hablar contigo, Max. Sobre nuestro futuro.
Max mostró una sonrisa falsa. Arrugó la nariz y prácticamente gruñó las primeras palabras.
—Ay, Lyd, ¿por qué tienes que estropear una buena comida?
Lydia sintió que se le hacía un nudo en el estómago, pero no dejó que la angustia se reflejara en su voz.
—Espero que sólo mejoremos una maravillosa comida, Max.
— Sé que quieres descansar después de todo lo que has pasado, Lyd —repuso Max de manera apresurada—. Puedes dormir aquí. Yo… me quedaré con unos amigos.
—¿Con Esmeralda? — Lydia no tenía intención de ser tan agria, pero sus palabras sonaron irónicas.
—¡Claro que no! —exclamó Max, pero a juzgar por el rubor de sus mejillas, Lydia intuyó que mentía.
No importaba. Pronto Esmeralda pertenecería al pasado. Lydia se sentó junto a Max.
—Tenemos que hablar sobre nuestra boda, Max —empezó en el tono más seductor que pudo.
—¡Boda! —estalló Max—. Pero todo lo que viviste…
—Eso ya terminó —replicó Lydia secamente —. Y tampoco fue tan terrible —fingió —. La mayoría del tiempo estuve inconsciente. —Max se puso pálido —. ¿Max? —exclamó alarmada.
—Por Dios, Lydia, ¿sabes lo que pasa cuando uno está inconsciente en un lugar de ésos?
—¿Que te roban todo el dinero y la ropa, te encadenan a la cama y te venden al mejor postor? Sí, Max, lo sé. —La conversación no estaba discurriendo como había previsto. Notaba una creciente indignación en su mente: contra Max por querer irse con otra mujer después de lo que ella había pasado, con la comida porque no sabía como ella quería, y contra sí misma y la vida por complicar tanto sus planes.
Tomó aire y volvió a poner su sonrisa más seductora. Por lo visto, el hombre era reacio al matrimonio. En cambio, nunca le había disgustado hablar de dinero. Así que, adelantándose a lo que tenía planeado, Lydia saltó directamente a la otra idea.
—Max, se me ha ocurrido una idea maravillosa —comentó inclinándose hacia delante para asegurarse de recibir toda la atención del hombre—, que podría reportarnos mucho dinero.
Supo que había tenido éxito pues Max finalmente se dejó arrastrar hacia el sofá.
—Lyd, hay millones de bribones en Shanghai. Por favor, no seas ingenua.
—¿Lo ves, querido? —sonrió Lydia—. Por eso te necesito. Un marido siempre mantiene a su esposa lejos de los bribones.
Max se encogió al oírlo, y ella se dio cuenta de que no debía acusarlo por no protegerla. Después de todo, la idea de venir a Shanghai antes de tiempo había sido de ella. Ciertamente, tras su reencuentro, Max había fracasado terriblemente en mantener su reputación intacta, mientras que la suya permanecía intachable.
—¿Recuerdas que siempre estaba diseñando vestidos en casa? —preguntó Lydia. —Max asintió, aunque con cautela—. Pues bien, en Inglaterra nunca habría podido convertirme en diseñadora. Nuestras familias se habrían opuesto. Yo soy la hija de un médico y tú eres prácticamente un miembro de la aristocracia.
—No puedes hacerte comerciante, Lydia.
—Eso es exactamente lo que ellos habrían dicho — admitió Lydia, a sabiendas de que no era eso lo que él había querido decir—. Además, todos los grandes diseñadores ya están establecidos en Londres. —Se acercó a él—. Pero, aquí, las cosas son distintas. Tú mismo lo dijiste cuando me escribiste diciendo que lo único que se necesita para hacer fortuna era determinación y trabajo. —En realidad, Max había dicho que se necesitaba la determinación y el trabajo de un hombre, pero ella sólo estaba adaptando la idea—. Yo tengo determinación. Y puedo trabajar mucho, tú lo sabes. —Max abrió la boca para hablar, pero ella se apresuró a seguir pues necesitaba decirlo todo antes de que él se opusiera—. En tus cartas decías que estabas buscando en qué invertir, que tenías dinero para hacer una inversión. Pues bien, hay una tienda. Justo en la avenida Joffre…
—¡Ésa es la zona francesa!
—En realidad, es en la zona vieja china — corrigió Lydia—. Pero sea como sea, es una ubicación excelente. Un lugar por el que transitan clientes tanto chinos como europeos.
—Debe de costar una fortuna —replicó Max.
—No, no es así. Es un negocio que tiene problemas por un tema de proveedores. — Lydia le sonrió con dulzura—. ¿Acaso no me dijiste en tus cartas que estos chinos no son capaces de manejar nada? Pues bien, estoy segura de que eso es lo que ha sucedido con esa tienda, y por eso las confecciones Cheng han caído en desgracia.
—Sólo porque ellos no sepan cómo manejarla no significa que tú sí, Lydia.
—Ah, pero yo sí puedo. Y mis diseños ya han despertado interés. Esmeralda habría comprado una docena de mis vestidos.
Max comenzó a negar con la cabeza.
—Sólo estaba siendo amable.
—No, Max, no es cierto. Esa mujer es cualquier cosa menos amable. Además, no sabía que los diseños que le mostré eran míos.
Max se enderezó.
—¿Qué quieres decir con que ella no es amable?
Lydia suspiró.
—Max, por favor, escúchame. Quiero comprar la tienda Cheng. Estoy segura de que mis diseños pueden darnos mucho dinero. Podría trabajar mucho, establecerme, y luego, cuando llegaran los niños, contratar costureras y demás. Pero yo sería la diseñadora. Puedo hacerlo, Max. Sé que puedo.
Este era el momento en que su prometido debía inclinarse sobre ella, diciéndole en voz alta que sabía que sería una fabulosa diseñadora de ropa, antes de besarla apasionadamente. Fijarían la fecha de la boda y planearían su maravilloso futuro.
Pero Max no hizo nada de eso. Prácticamente se la quitó de encima cuando se puso de pie.
—No estás pensando con claridad, Lydia. Tú no sabes nada sobre cómo administrar un negocio.
—Tienes razón, Max, no lo sé. Pero tú sí. Siempre has querido tener tu propio negocio. Me lo has dicho.
—¡Pero yo no soy sastre!
—Claro que no —replicó Lydia—. Yo soy la modista. Pero el producto no importa. Sería tu negocio. Con tu nombre en la puerta. Podrías dirigir todo. Yo sólo sería la diseñadora. Eso es todo. —Lydia se puso de pie, pero esta vez no trató de arrimarse a Max sino que lo miró directamente a los ojos como hacía cuando vivían en Inglaterra—. Max, podemos hacerlo. —Lydia le sonrió con astucia—. ¿Sabes cuánto gastan en vestidos las mujeres de hoy, en especial cuando se trata de un diseño exclusivo? ¡Podríamos ser ricos!
Lydia adivinó por el brillo de sus ojos que estaba comenzando a ceder. Era codicia, pura y simple, pero a veces la codicia es el camino más rápido hacia el corazón de un hombre. En especial si ese hombre era Max. ¿Por qué si no había abandonado todo lo que conocía para venir a Shanghai?
—La tienda Cheng, ¿no? ¿En la avenida Joffre?
Lydia asintió.
—Podemos hacer una fortuna. Lo suficiente para regresar a Inglaterra como reyes, tal vez comprar un título. Tal como tú querías desde el comienzo. Antes de que vinieras a Shanghai. —Antes de que las cosas entre ellos cambiaran.
—Muy bien —accedió Max de mala gana—. Me ocuparé de ello.
Lydia dio un salto y le estampó un beso de alegría en los labios.
—Oh, gracias, Max. ¡Muchas gracias!
Max la agarró de los codos y la apartó un poco.
—Todavía no he dicho que sí. Hay muchos detalles que revisar.
—Desde luego —le sonrió con picardía—. Pero tú eres un maestro en ese tipo de detalles. Lo negociarás muy bien, estoy segura.
Max asintió, obviamente complacido con los halagos de Lydia.
—Ahora tengo que irme, Lydia, supongo que debes de estar agotada. Así que te dejaré para que recojas todo y descanses.
Lydia parpadeó con desconcierto, sintiendo la garganta muy seca. Después del júbilo de hacía unos momentos, esto le parecía como una bofetada.
—¿Te vas?—murmuró finalmente.
La expresión de Max se ensombreció.
—Bueno, no me puedo quedar aquí. No sería apropiado.
—¿Apropiado? —exclamó Lydia casi chillando—. Mi reputación ya está arruinada, Max. Tú te encargaste de eso esta mañana al contar a todo el mundo lo que me había pasado.
—¡Por supuesto que yo no hice eso! —replicó Max subiendo el tono—. ¡Maldición, Lydia, la gente te vio! Te vieron llegar descalza y desnuda.
—¿Desnuda? Max, llevaba ropa.
—¡Ropa de campesino! Sin… sin… —Max señaló vagamente la cueva bermellón de Lydia. Luego suspiró y la miró con una expresión sombría—. Tenía que decir algo. Tenía que decirles la verdad.
Lydia bajó la barbilla lentamente en señal de aceptación, aunque no estaba de acuerdo.
—Muy bien. Tenías que decir algo. Pero ahora mi nombre está manchado. —Lydia dio un paso hacia delante, saltando a su último recurso: la seducción. Apretó el cuerpo contra el de Max—. Tú eres mi prometido —susurró de manera tan seductora como pudo—. Prometiste casarte conmigo. Es hora, Max. Hora de ser un caballero. Hora de salvarme de mi propia locura, como cuando éramos niños. —En una acción absolutamente arriesgada, Lydia se puso de puntillas y puso su boca sobre la de Max—. Cásate conmigo, Max.
Luego se inclinó todavía más y lo besó con toda la pasión y la desesperación que sentía en su interior. Presionó la boca contra la de él, con los labios cerrados. Así era como se besaban antes, cuando estaban en Inglaterra, y Lydia no conocía ninguna otra manera de besar. Ru Shan nunca le había tocado los labios.
Lydia sintió que Max se aflojaba contra ella. Abrió la boca y tembló cuando la lengua de él acarició la apertura entre sus labios. Lydia jadeó al sentirlo: ese cosquilleo húmedo en sus labios. Y cuando lo hizo, Max se aventuró más lejos, explorando dentro de la boca de la muchacha.
Fue una sensación extraña. Él presionó hacia adentro, invadiéndolo todo, empujando con brusquedad. En un primer momento, Lydia se sintió abrumada por la arremetida de esa cosa tan grande dentro de ella, pero luego recordó algo. Recordó las manos de Ru Shan sobre su cuerpo. Más abajo. Abriéndole las piernas y metiendo sus pulgares dentro de ella. Dentro y fuera. Tal como Max estaba haciendo en su boca.
Y el recuerdo la excitó.
Lydia sintió que su yin comenzaba a fluir. Sus senos parecieron llenarse y el rocío yin humedeció su cueva bermellón. Se hundió en los brazos de Max, aunque él se tambaleó un poco al sentir su peso.
Sonriendo con un poco de vergüenza, le empujó de nuevo hacia el sofá. Pero Max se movió con torpeza, como si no estuviera seguro de lo que hacía. Entonces la cara de Lydia se encendió de calor y deseo invitando a Max a acercarse.
—Bésame otra vez, Max. Por favor.
Max lo hizo y esta vez Lydia abrió la boca con avidez, deseando sentir el recuerdo de lo que Ru Shan había hecho. Incluso imitó el movimiento, siguiendo lo que tanto Ru Shan como Max le habían enseñado. Lydia le dio vueltas a su lengua alrededor de la de Max y luego penetró osadamente en la boca de su prometido.
Él retrocedió, claramente aterrado.
—¿Max?
—¡Tú nunca habías hecho eso! —exclamó Max con voz acusadora.
—Es cierto, no lo había hecho nunca —le contestó Lydia llena de excitación.
Max frunció el ceño.
—Muy bien —repuso finalmente—. Pero no lo vuelvas a hacer.
Lydia asintió al tiempo que se preguntaba por un momento qué diría Ru Shan. ¿Acaso se molestaría porque una mujer le metiera la lengua en la boca? Lydia lo dudaba. Pero no estaba con Ru Shan. Estaba con Max, su futuro esposo, y tenía que aprender sus preferencias. O se arriesgaría a perderlo en brazos de Esmeralda.
—No lo haré —susurró Lydia—. Lo prometo. Sólo te estaba imitando.
Max asintió con la cabeza, lentamente, y luego se inclinó hacia delante.
—A los hombres les gusta que las mujeres sean recatadas —indicó con tono aleccionador—. Que acepten sus atenciones con timidez.
—Lo prometo —murmuró Lydia mientras levantaba su boca hacia él. Le hubiese prometido casi cualquier cosa con tal de que siguiera con lo que estaba haciendo. Se sentía como si su yin estuviera ardiendo en su interior y necesitaba sentir las manos de Max sobre su cuerpo. En sus senos. Y tal vez, si manejaba bien las cosas, más abajo. En su cueva bermellón.
Así que se quedó quieta cuando él volvió a besarla. Mantuvo los labios cerrados hasta que él la obligó a abrirlos. Y luego se dejó meter la lengua hasta el fondo, y que explorara a su gusto. Ella le respondía cautelosa, batiéndose en un duelo interno, mientras pensaba todo el tiempo en Ru Shan y lo que le había hecho. En cómo había introducido sus pulgares dentro de su cueva.
Luego las manos de Max comenzaron a bajar hacia los lados y finalmente, gracias a Dios, le tocó los senos. O mejor, se los agarró, con fuerza y aparentemente sin ningún propósito. No había ninguna delicadeza en sus caricias. Sólo el apretón de una mano sin los estimulantes círculos de Ru Shan.
Sin embargo, tan desesperada estaba de que la tocara, que dejó caer la cabeza hacia atrás en señal de aceptación.
—Sí —murmuró al tiempo que rogaba en silencio para que Max fuera más suave y comenzara los círculos que ella conocía.
Las manos de Max disminuyeron de velocidad y Lydia sonrió.
Cuando parecía que él iba a detenerse, Lydia apretó las manos contra las de Max, instándolo a hacer movimientos circulares iguales a los que ella estaba acostumbrada. Pero no lo hizo. En lugar de eso se soltó y, finalmente, se puso de pie.
Sólo en ese momento Lydia abrió los ojos.
—¿Max?
—¿Qué te pasó en el burdel, Lydia? —El rostro de Max parecía adusto y tenso.
Lydia frunció el ceño y se incorporó en el sofá.
—¿Qué?
—Dijiste que no pasó nada. Que lograste escapar. Pero sabes que encadenan a las muchachas. Sabes que las venden.
Lydia no contestó. No podía porque su yin, que había estado fluyendo con ardor hacía sólo unos segundos, se estaba deteniendo, comenzaba a ir más despacio y a enfriarse.
—¿Cómo sabes tú esas cosas, Max? —replicó Lydia, tratando de evadir la pregunta de su prometido.
Max se volvió a sentar y resopló.
—Porque soy hombre, por eso lo sé —contestó de manera fría—. Pero tú eres una muchacha bien educada. Tu padre nunca te habría dicho esas cosas. Ni nadie. —Lydia se mordió el labio mientras se preguntaba qué podía decir para que él entendiera—. ¿Qué sucedió, Lydia? Dime la verdad. —Max se enderezó—. Si voy a ser tu marido, merezco por lo menos la verdad.
Lydia asintió pues sabía que tenía razón. Así que suspiró, se sentó derecha en el sofá y puso las manos sobre el regazo. En realidad sería bueno hablar con alguien sobre ello. Sería bueno comenzar su matrimonio sin una mentira que enrareciera su unión.
—Llegué a Shanghai hace varias semanas —comenzó Lydia y Max soltó un gemido y se agarró la cabeza con las manos—. Pero todavía soy virgen, Max. ¡Lo juro! Puedes traer a un médico si quieres. En ese lugar no me… nadie… —Lydia echó los hombros hacia atrás—. Yo sé lo que pasa entre un hombre y una mujer. Mi padre era médico. Y nadie me hizo eso.
Max levantó la cabeza y en su rostro se veía el enfrentamiento entre la confusión y la incredulidad. Por fin habló y su voz sonó cargada de emoción.
—Cuéntame exactamente qué pasó, Lydia. Todo.
Lydia asintió con la cabeza.
—No recuerdo mucho del burdel. —Lydia se encogió al decir la palabra. No se suponía que las muchachas bien educadas debieran emplearla—. Yo te estaba buscando, pero el capitán me llevó a ese lugar. Me dio un té.
—¿Te drogaron? —La voz de Max sonaba ahora llena de desesperación.
—Supongo que sí. Me desperté más tarde en la habitación trasera de una casa. Estaba encadenada a la cama. La cabeza me daba vueltas y me sentía mareada, pero peleé, Maxwell. De verdad que no me dejé. —Lydia no sabía por qué era tan importante que Max entendiera eso, pero así era. Miró a su prometido a los ojos, esperando encontrar en ellos un poco de comprensión. Pero lo único que vio fue espanto, así que desvió la mirada y sus palabras siguieron brotando a pesar del remolino de emociones que sentía—. Trajeron hombres a verme. Para comprarme. Para… —Lydia sacudió la cabeza—. No lo sé. De verdad no lo recuerdo. Estaba tan asustada… —Lydia no terminó la frase y ansió nuevamente sentir el contacto de Max. Que la abrazara tal como la abrazaba Ru Shan: con los brazos y el pecho contra la espalda de ella. Pero Lydia sabía que Max no haría eso. Así que no tuvo otra opción que continuar—: Un hombre me compró. Un chino. Y lo siguiente que supe es que estaba en un austero cubículo.
—Te llevó a su casa. —No era una pregunta, sólo la voz de la angustia. No obstante, Lydia tuvo que corregirlo.
—No era su casa. Sólo un lugar para sus prácticas. —Lydia suspiró—. Su religión, supongo. —Maxwell resopló dejando entrever que estaba pensando que lo que ella y Ru Shan habían hecho era depravado—. ¡No fue así! —exclamó Lydia. Pero, por supuesto, ella no sabía cómo eran las relaciones normales entre un hombre y una mujer. En realidad, no. Así que ¿cómo se daría cuenta de que era un deseo fuera de lo común? La muchacha suspiró—. Hicimos un trato. Si yo cooperaba, si le daba mi yin, él no me quitaría la virginidad y no me enviaría de regreso al burdel.
—¿Así es como lo llaman los chinos? ¿Yin? —Maxwell se puso de pie y comenzó a dar vueltas alrededor de la mesa.
Lydia negó con la cabeza.
—Yin es la esencia femenina. Yang es la masculina —explicó a sabiendas de que Maxwell no la escuchaba—. ¡No hice nada malo! Nadie sabía que yo estaba allí. Había un guardián en la puerta. Tenía que cooperar o me arriesgaba a regresar a ese… otro lugar. —Lydia miró el rostro impenetrable de él y vio cómo se iba alejando cada vez más de ella—. Escapé tan pronto como pude.
Finalmente Max se detuvo y se pasó una mano por la cara. Se dio la vuelta y miró las manos de Lydia, entrelazadas sobre su regazo.
—Así que llevas medio mes aquí… Aprendiendo perversiones sexuales chinas. —Max se estremeció al hablar.
—¿Qué es lo que te asusta, Max? ¿Que haya sido secuestrada, vendida como esclava y haya escapado? ¿O que haya aprendido cosas que nunca le enseñan a una buena muchacha inglesa?
Max no respondió. Se quedó mirándola mientras sus hombros parecían encogerse con cada respiración. Se le veía derrotado y Lydia sintió pena por él. Estaba a punto de abrazarlo cuando él se sentó de repente en el sofá, a su lado.
—Lydia —comenzó, pero se detuvo. Se volvió a poner de pie y se sirvió lo que quedaba de la botella bebiéndoselo de un solo trago. Luego hizo una mueca—. ¡Malditos franceses! Ni siquiera son capaces de hacer un buen vino.
Lydia guardó silencio. Claramente su enfado no era por el vino francés. Sólo rogaba que no fuera por ella.
Max se sentó a su lado y le sostuvo las manos igual que lo había hecho cuando le propuso matrimonio muchos meses atrás. Sólo que entonces la miró a los ojos, mientras que ahora había desviado la mirada.
—Escucha, Lyd. Sé que no vas a creerme, llevo varios meses queriendo escribirte, sin embargo, después de la muerte de tu padre no podía hacerlo. Y luego, bueno, apareciste. El caso es… —Max levantó la barbilla, pero no la miró a los ojos —. No quería que vinieras a Shanghai porque sabía que no podía casarme contigo todavía. —Se mordió el labio, luego se puso de pie, dejó caer las manos y se las metió en los bolsillos —. No me puedo casar contigo.
Lydia lo miró con la boca abierta y la cabeza comenzó a darle vueltas. No era posible que Max estuviera hablando en serio.
—Pero hace unos minutos dijiste… Me dijiste que te debía la verdad. Como mi esposo, señalaste. Que como mi esposo merecías que te dijera la verdad.
Max dio media vuelta, sus ojos se veían llenos de rabia y culpa.
—Tenía que saberlo, Lydia. De otra manera no me habrías dicho nada. Así yo podía saber si necesitabas… ya sabes, un médico o algo así.
Lydia trató de ponerse de pie y plantarle cara, pero sus piernas no eran capaces de sostenerla.
—Creo que lo sabría —susurró —. Sabría si necesito un médico o no.
Abruptamente Max se arrodilló ante ella como un enamorado y Lydia tuvo que cerrar los ojos.
—No hubieras podido saberlo, Lydia. Es tal como dijiste. A las muchachas inglesas buenas no les enseñan esas cosas.
—¿Y a los hombres sí?
Max encogió los hombros y ella entendió. De repente lo vio con tal claridad que le produjo náuseas.
—Tú has estado ahí, Max. ¿No es así? En los burdeles. Tal vez no en el que me compró, pero en otros como ése. Tú lo has hecho, ¿no es así? Has tenido sexo con una mujer encadenada, quisiera ella o no.
Vio cómo su cara se ponía roja mientras se alejaba de ella. Esta vez no se paseó, sólo le dio la espalda con los hombros a la defensiva y sus palabras sonaron infantiles y testarudas.
—Todo hombre quiere estar con una virgen. Es lo que los hombres hacen, Lydia.
—Eres un hipócrita —replicó ella, sintiendo que la bilis le ardía en la garganta—. ¡Maldito hipócrita!
—Mira —replicó Max mirando a la pared que estaba a su derecha—, no hay razón para que nos insultemos ahora. Lo que pasó es muy lamentable, Lydia, pero yo no me iba a casar contigo de todas maneras.
—¡Casarme contigo! —chilló Lydia y por fin tuvo la fuerza para ponerse de pie—. No me casaría contigo ni aunque te pusieras de rodillas y me suplicaras.
—Siento mucho que las cosas hayan salido así —declaró Max con tono de frustración—. Pero la verdad es que nunca hemos estado enamorados. Nuestras madres querían que nos casáramos y nosotros accedimos a sus deseos. Sabes que es así.
Lydia lo sabía. Pero no quería admitirlo. No cuando el horror de su desgracia todavía resonaba en su cerebro. Ella sabía lo que les sucedía a las mujeres que caían en desgracia. Las mujeres que no tenían la protección de un hombre, mujeres que por una razón u otra se quedaban solteras y solas.
Terminaban en prostíbulos. Vendidas al mejor postor.
No podía arriesgarse nuevamente a eso. ¡No podía! Haría lo que fuera para no arriesgarse a un destino espantoso.
Max parecía ignorar lo que Lydia estaba pensando. Se metió las manos en los bolsillos y encogió los hombros mientras hablaba:
—Soy un hombre honorable. Te pagaré el pasaje de regreso. —Luego se movió nerviosamente y suavizó el tono para tratar de convencerla —. Preferirás estar allí, de todas formas, con tu familia. Shanghai no es lugar para una mujer.
—Fuiste tú quien me pidió que me casara contigo —recordó Lydia, más para ella misma que para él—. Yo iba a ser tu esposa. —La señora de Maxwell Slade. Incluso había mandado imprimir tarjetas, aunque ya no las tenía. Habían desaparecido junto con el resto de sus pertenencias.
—No diré nada de lo que te ha ocurrido, Lyd. Tienes mi palabra.
Lydia casi soltó una carcajada. Ahora, que ya había hablado demasiado y que el cuento seguramente iba camino de Inglaterra. Cuando su reputación estaba destruida. En dos continentes.
Max sacó de su chaqueta un pasaje de barco y lo puso sobre la mesa. Lydia lo miró de reojo, sintiendo que se apagaban sus esperanzas, su sueño de estar todavía en su cama en Inglaterra, durmiendo, y que nada de esto hubiese pasado.
—Esme dijo que habrá que esperar unos días hasta que terminéis de completar tu equipaje. Puedes quedarte aquí hasta entonces. Te he reservado una plaza en un barco que sale la próxima semana.
Lydia no respondió. Estaba demasiado aturdida para decir nada. Ni siquiera tuvo fuerzas para retirar la mirada del billete, que, obviamente, Max había comprado antes de la cena. Antes de que ella le contara la verdadera historia de lo que había ocurrido.
—¿Y qué pasa con mi tienda? —susurró Lydia. No sabía de dónde le habían salido las palabras, pero no las detuvo. En lugar de eso levantó la barbilla y miró a Max a los ojos —. Quiero convertirme en diseñadora de ropa, Maxwell. Quiero comprar la tienda de Cheng Ru Shan y venderles costosos vestidos a putitas inglesas como tu Esmeralda.
Max negó con la cabeza.
—No puedes hacerlo sin mí, Lydia. No tienes cabeza para los negocios.
Lydia cambió de posición y entornó los ojos. El odio se unió al temor dentro de su cabeza. De pronto sintió una fría determinación que no se parecía a nada que ella hubiese sentido antes.
—¿No, Max? Bueno, déjame pensar. ¿Qué te parece este negocio? ¿Qué crees que pensarían tus empleados de un hombre que propone matrimonio a una mujer y luego la abandona cuando ella más le necesita, de alguien capaz de arrastrar hasta Shanghai a una muchacha joven e inocente para abandonarla sin un centavo? Y eso sin contar que has prodigado por todas partes ridículas mentiras sobre un supuesto secuestro en un burdel, ¿no?
Max se puso rígido y abrió los ojos aterrado.
—¡Yo no he hecho semejante cosa!
Lydia se sintió más fuerte, como si repentinamente hubiese recobrado las fuerzas.
—Claro que sí, Max. ¿Quién creería que una chica inglesa y buena podría ser robada y vendida, ¡vendida!, como esclava? Nadie querrá creerlo, Max. Preferirán pensar que eres un sinvergüenza. Un seductor de la peor clase: capaz de mancillar el honor de una mujer decente en lugar de ser un caballero y terminar el compromiso de manera honorable. Creo que eso sería suficiente para que te echaran.
—¡No puedes hacerme eso! La imagen es crucial en Shanghai. Es lo único que nos separa de los salvajes. Mentiras como ésa me harían mucho daño.
—¿De verdad? —La frialdad se metió en el cuerpo de Lydia, llenando el vacío dejado donde antes estaba su corazón—. Déjame decirte que sí. Después de todo, media docena de amigos y colegas tuyos me vieron ayer. Incluso hablé con un sacerdote. Pero ¿dónde estabas tú? Escondido, Max. Propagando tus mentiras.
—¡Pero no eran mentiras!
Lydia hizo una mueca.
—Lo único que tengo que hacer es montar una escena en el vestíbulo de tu empresa. Una lluvia de lágrimas rodará por mis mejillas y en mi vestido habrá manchas de barro mientras imploro ayuda. «Por favor, por favor», diré entre sollozos. «¡Ayúdenme!» —fingió una sonrisa—. No hay nada que les guste más a los hombres ingleses que rescatar a una damisela en apuros. En especial cuando es fácil ayudarla. —Entonces agarró el pasaje que estaba sobre la mesa—. ¿Ves? No necesitaré dinero ni billete de regreso a casa. Sólo tendré que hacerte daño ante los ojos de tus patrones. ¿Cuánto tiempo crees que pasará antes de que te echen? ¿Un día? ¿Una hora? ¿Quieres que apostemos?
Estaba fanfarroneando, claro, porque dudaba seriamente que fuesen a despedirlo. Por lo que sabía, él hacía bien su trabajo y los buenos empleados ingleses escaseaban en Shanghai. Pero era la única baza que tenía y, con Max, era un buen recurso.
Él siempre había dado mucha importancia a la imagen, a las apariencias. Ahora, que había tenido que hacer frente a la dura realidad de estar con un hombre que no la amaba, lo comprendía. Las apariencias eran precisamente la razón por la cual se habían comprometido. Porque todo el mundo decía que hacían una buena pareja. Porque sus madres querían que se casaran. Y ella había sido tan estúpida de creer que era amor.
Pues bien, esas mismas apariencias serían las que la mantendrían al lado de Max. Si no como su esposa, entonces como su socia. Porque incluso no casándose, ella no se quedaría sin dinero y sola. No se arriesgaría a terminar otra vez en un burdel.
Al ver la expresión de sufrimiento de Max, Lydia apretó un poco más los tornillos.
—Sé que no me creerás —declaró en una burda imitación de lo que él le había dicho hacía un momento—, pero no tenía intención de hacerte daño hasta que te portaste como un idiota. Ten valor. Estarás más feliz de regreso en Inglaterra, con tus amigos y tu familia.
Max tragó saliva.
—No puedo regresar así —susurró—. Sin un centavo y deshonrado. —Lydia cruzó los brazos, complacida de ver que por fin Max parecía entender—. ¿Qué es lo que quieres? —musitó Max, aunque su mirada estaba llena de desprecio.
—La tienda de Cheng Ru Shan. —Y al decir eso abrió la puerta y señaló hacia el corredor—. Cómpramela. Ahora.
De las cartas de Mei Lan Cheng
22 de abril de 1876
Querida Li Hua:
El señor Gato Perdido se fue y yo estoy muy abatida. No puedo creer que echaría de menos a un bárbaro, pero así es. Lo extraño terriblemente. Nadie más nota la diferencia. Nadie, excepto, tal vez, Ru Shan. Él ha sido especialmente bueno estos últimos días, estudia mucho, pero no por su voluntad, sino porque sabe que eso me hace feliz.
Querida Li Hua, ¿qué voy a hacer? Ni siquiera puedo concentrarme en mis estudios de inglés, aunque de hecho me dedico a ellos más que nunca. Ru Shan también. Estamos estudiando inglés como locos, todo debido a un bárbaro con bigotes.
Debería fumar opio. Dejar que la droga me matara como ha comenzado a matar a mi suegra. Nunca toques esa sustancia maligna, Li Hua. Te matará y tú ni siquiera te darás cuenta de que lo está haciendo. Mi suegra sólo está feliz cuando tiene la pipa en la mano. Sin embargo, se está muriendo poco a poco. Es horrible y cruel, pero sólo para los que están siendo testigos. Ella está dichosa, según dice. Y, como la mala mujer que soy, yo también disfruto de la paz que trae el opio.
Al menos los niños ya saben que no deben tocarlo. Incluso mi hija ve los daños que produce y ha dejado de pedirlo.
Ay, Li Hua, estoy tan sola. Me gustaría que pudieras venir a visitarme.
Mei Lan
EL MAESTRO DIJO: BENDECIR
SIGNIFICA AYUDAR. EL CIELO AYUDA
AL HOMBRE DEVOTO.
LOS HOMBRES AYUDAN AL HOMBRE
QUE ES SINCERO. AQUEL QUE VIVE
EN LA VERDAD,
ES SINCERO DE PENSAMIENTO
Y RESPETA LO QUE IMPORTA,
ES BENDECIDO POR EL CIELO.
Y LO ACOMPAÑA LA BUENA FORTUNA.
Ta Chuan