CAPÍTULO TREINTA Y CINCO
Capo Mulini, Sicilia, principios de agosto de 2008
El vuelo de Alitalia, procedente del Charles de Gaulle, aterrizó puntual en Palermo, y allí los recogió Enrico Micara. Tardaron poco más de dos horas en cruzar la isla de Sicilia, desde Palermo a Catania, por la autopista central en el potente y veloz Maserati Quattroporte dorado de Enrico.
Durante el viaje en coche, mientras la ópera Gianni Schicchi de Puccini sonaba en los altavoces, Enrico les confirmó que había sido su amigo el cardenal quien, enterado de que João Barros estaba preparando un libro muy crítico sobre las revelaciones de Fátima, le había remitido una fotocopia de la primera cuartilla del relato de Mary Saylor. El cardenal, jefe supremo de Sodalitium Pianum, había sido conminado por el papa para que la «Sociedad» pusiera fin a sus actividades, pero algunos de sus miembros decidieron seguir adelante pese a las reservas del sumo pontífice.
La muerte del cardenal había dejado descabezado a Sodalitium, que no obstante se había reorganizado de nuevo, aunque su nuevo responsable había ordenado permanecer sin actividad durante algún tiempo, al menos hasta que se olvidara el asunto del crimen de Barros y la muerte del cardenal. La condena a cuatro años, que quedarían en dos, del sicario suizo que había asesinado a Barros, la libertad condicional del padre Malveira por enajenación mental y la certificación oficial de que el cardenal había fallecido accidentalmente por una ingesta exagerada de medicamentos vasodilatadores puso fin a muchas especulaciones.
El yate de Enrico Micara enfiló la bocana del puerto y salió a mar abierto. Sus dos poderosos motores no tardaron en alcanzar la máxima potencia y empujaron los dieciocho metros de eslora de la nave a treinta y tres nudos.
La afilada quilla de fibra de carbono cortaba las aguas mediterráneas, alejándose a toda máquina de la costa oriental de Sicilia. Enrico pilotaba el yate y, uno a cada lado, Michelle y David contemplaban el mar que se abría, turquesa, ante sus ojos.
David se acercó a la borda, rasgó en pedazos las fotocopias con la narración de los hechos acaecidos en Fátima, que había escrito Mary Saylor en Londres el 16 de octubre de 1917 y que les entregara el cardenal en Santa María in Trastevere, y los arrojó al mar.
—Ahí va la resolución de un enigma —comentó Carter.
—Es el mejor lugar para esos papeles —asintió Enrico.
—Ahora ya no existe ninguna prueba de lo ocurrido en Fátima en 1917 —lamentó Michelle.
—No creo que eso le importe a Mary Saylor, se encuentre su alma donde se encuentre. Pero disfrutemos de este momento; no existe placer semejante a navegar a treinta nudos, con todo el mar por delante, en un día de sol y calma como éste —observó Enrico.
—Yo prefiero tomar el sol —comentó Michelle.
—Ahí, sobre la proa, es el lugar ideal.
—¿No es peligroso a esta velocidad?
—La disminuiré a diez nudos.
—En ese caso, os dejo solos.
Michelle se quitó un pantalón corto de lino y una camiseta blanca de tirantes y se quedó en biquini. Enrico intentó desviar la mirada, pero no pudo evitar fijarse en el cuerpo de Michelle. La joven se dio cuenta de cómo la observaba Enrico y, con toda naturalidad, se despojó del sujetador, mostrando sus pechos, espléndidos y rotundos. Cogió una toalla, salió a la proa y una vez allí también se quitó el minúsculo tanga; se tumbó completamente desnuda sobre la cubierta de proa, dejando que el sol acariciara todo su cuerpo, ya dorado unas semanas atrás por el sol de Andalucía.
—¿Sabes, David, que eres el hombre más afortunado del mundo? —comentó Enrico, que seguía a los mandos de la embarcación.
—Michelle no es sólo un cuerpo espléndido, Enrico, es una mujer maravillosa.
—Lo sé, lo sé; si te lo digo, es precisamente por eso.
—Vi como os besabais en la terraza de tu casa de Roma; ella me lo contó unos días después.
—Lo siento. Fue un beso casto, inocente como el de un hermano. No quisiera que te molestaras conmigo por ello.
—En absoluto, Michelle es una mujer libre.
—Creo que lleváis juntos más de un año; ¿no les has propuesto una relación formal, no sé, un noviazgo?
—No, no me atrevo; no soportaría perderla después de haberla tenido —confesó David.
—En tu caso, yo no lo dudaría ni un solo instante, amigo. Mucha gente sólo respira, come, bebe, duerme y, a veces, pocas veces, hace el amor. Ésa es toda la capacidad de ser personas que ejercen muchos seres humanos. Sólo muy de vez en cuando aparecen personas como Michelle. Esa mujer merece ser amada eternamente.
—Si existiera la eternidad…
—Ahí la tienes, amigo, ahí la tienes. —Enrico extendió los dos brazos al frente y le señaló a David la grandeza del mar, aunque sus ojos estaban fijos en el cuerpo desnudo de Michelle.
Los motores del yate dejaban atrás una estela de blanca espuma, como un reguero de nata dibujado en las aguas turquesas del Mediterráneo.
Lisboa y Oporto (Portugal), octubre de 2008