CAPÍTULO CINCO
Portugal, primavera de 1917
«La monarquía portuguesa es ya historia en 1917. El origen de Portugal como reino independiente arranca de 1139, el año en el que el conde Alfonso Henriques tomó el título de rey por concesión de Alfonso VII de León y Castilla, quien había adoptado a su vez el pomposo título de “emperador”. Desde entonces, Portugal ha sido un país independiente, siempre receloso de sus poderosos vecinos españoles. Sólo en el largo período comprendido entre 1580 y 1640, Portugal se incorporó a los dominios del rey de España, al heredar este trono Felipe II.
Recobrada la independencia, Portugal volvió a tener soberanos privativos hasta 1853, fecha de la muerte de la reina María II, con la cual acabó la dinastía de Braganza. Esta reina, que a los treinta y cuatro años ya había parido once hijos, se casó con Fernando II, miembro de la noble familia alemana de Sajonia-Coburgo-Gotha; a través de su linaje, esta dinastía comenzó a reinar en Portugal.
A María II le sucedió su hijo Pedro V, que era todavía menor de edad al morir su madre, de modo que Fernando II asumió la regencia. Al subir Pedro V al trono en 1855 se inició en Portugal un largo período de estabilidad política basada en una monarquía constitucional que respetaba los derechos individuales y una cierta libertad de prensa. Esta época fue de relativa prosperidad y desarrollo gracias a la construcción de ferrocarriles, de otras infraestructuras viarias y a algunas industrias, aunque la evolución educativa y la alfabetización fueron muy lentas.
La estabilidad se basó además en un sistema de partidos rotativo por el cual las dos principales formaciones políticas del país, el Partido Regenerador, de ideología conservadora, y el Partido Histórico, de tendencia progresista, se alternaron pacíficamente en el poder. La mayor parte de los cabezas de familia pudieron votar a partir de 1880, pero una inmensa mayoría seguía siendo analfabeta y vivía en el medio rural, dominado y controlado por un sistema político caciquil que utilizaba a la religión católica como referente.
A fines del siglo XIX, la Iglesia Católica se mostró inquieta, muy inquieta. En toda Europa las ideas socialistas y anarquistas ganaban terreno entre las clases más desfavorecidas, que propugnaban un cambio radical en las relaciones sociales, el fin de la propiedad privada de los medios de producción y la laicidad de la sociedad.
Ante la avalancha de deserciones religiosas, el abandono de la fe tradicional, la puesta en cuestión de la doctrina social de la Iglesia, el creciente anticlericalismo que inundaba Europa y la ocupación de los Estados Pontificios por el nuevo Estado italiano, el Vaticano reaccionó. En 1870, con Pío IX, se declaró la infalibilidad del papa y desde 1878 León XIII puso en marcha una serie de acciones destinadas a frenar el avance de los socialistas, llegando a afirmar en su encíclica Quod appostolicis muneris que “El derecho a gobernar procede de Dios”.
Una soterrada pero formidable lucha entre el ateísmo y la Iglesia tensionó los cimientos de la sociedad europea de finales del siglo XIX; el conde Albert de Mun, fervoroso católico, llegó a afirmar que “La Iglesia y la Revolución son irreconciliables. O la Iglesia mata a la Revolución o la Revolución mata a la Iglesia”.
Portugal no vivía al margen de este tremendo pulso. Anclado en el recuerdo de un pasado glorioso, mantenía colonias en África y Asia, donde se habían formado militares muy conservadores, mientras los republicanos y liberales incorporaban más y más adeptos en la metrópoli.
En la Iglesia, la reacción contra cualquier postura de progreso ganaba posiciones. En 1903 León XIII, a los noventa y tres años de edad, abdicó como sumo pontífice y fue sustituido por Pío X, de origen muy humilde, que fue canonizado en 1954. Hombre muy devoto, sentía una gran atracción por las reliquias y el culto a los santos, y creía que los liberales europeos estaban fraguando una gran conspiración para desde Francia acabar con la Iglesia, erradicar la religión e imponer el ateísmo.
A comienzos del siglo XX Portugal atravesó una etapa política muy convulsa. En 1906 el rey Carlos I nombró primer ministro a João Franco, quien convenció al monarca para que se acercara al pueblo, con el lema “Tolerancia y libertad, es lo que debe asumir el pueblo a través del gobierno del Rey”. Se promulgó una amnistía por la cual salieron de la cárcel muchos republicanos, que pudieron dar mítines sin que la policía los disolviera. Pero los republicanos siguieron presionando y uno de ellos llegó a decir en el Parlamento que “Por menos de lo que nos ha hecho el rey Carlos, perdió la cabeza Luis XVI en Francia”. Los republicanos fueron expulsados del Parlamento, pero hubo manifestaciones prorrepublicanas en las principales ciudades y regresaron a sus escaños.
El gobierno conservador portugués radicalizó entonces su política: se promulgó una ley de prensa que imponía la censura, gobernó con modos dictatoriales y detuvo a dirigentes republicanos, que fueron deportados a las colonias de ultramar. La situación se agravó cuando en febrero de 1908 el rey Carlos I y su hijo mayor y heredero fueron asesinados a tiros en la plaza del Comercio de Lisboa. Manuel II, el nuevo rey de dieciocho años, culpó de ello a la política represora del primer ministro Franco y lo destituyó. El nuevo gobierno promulgó otra amnistía, dictó medidas más liberales, disolvió el Parlamento y convocó elecciones generales y municipales; por primera vez, los republicanos vencieron en los comicios municipales de Lisboa.
Con los conservadores divididos, se sucedieron varios presidentes de gobierno, hasta seis en dos años, en tanto los republicanos se radicalizaban. En 1910 se produjeron levantamientos en varias ciudades, el Rey abdicó, marchó al exilio en Inglaterra, y el 6 de octubre se proclamó la República Portuguesa en la ciudad de Oporto. La monarquía portuguesa instaurada por Alfonso Henriques en 1139 en Oporto, terminaba 771 años después, precisamente en esa misma ciudad.
La Primera República no ha traído estabilidad política al país; desde 1910 se han sucedido tres presidentes y dos docenas de gobiernos; los republicanos son una minoría urbana con divisiones internas muy acusadas, pero en el medio rural el predominio conservador, apoyado por la Iglesia, es abrumador. Así, el Gobierno se ha enfrentado con la Iglesia y la población rural y los más radicales han impuesto una dictadura republicana en enero de 1915.
Antonio Barrantes, historiador».
John Saylor acababa de leer este breve informe sobre la historia de Portugal que había encargado a un historiador local. Estaba sentado en una de las cómodas butacas tapizadas en cuero marrón de la sala de lectura del elegante Factory House, el selecto club inglés inaugurado en 1795 en Oporto y del cual sólo podían ser socios los miembros de las compañías británicas establecidas en la ciudad.
Desde que en 1387 el rey Juan I de Portugal se casara con la princesa inglesa Felipa de Lancaster, la alianza militar y política entre portugueses e ingleses se había mantenido firme durante siglos, hasta el punto de que era la más duradera de la historia del mundo. Los ingleses poseían grandes negocios en Portugal, especialmente en la zona vitivinícola de Oporto, y, pese a los cambios políticos que estaban convulsionando a este país, las relaciones comerciales entre ambas naciones se mantenían boyantes.
Hacía décadas que la familia Saylor controlaba una buena porción de la producción y venta del vino de Oporto; había sido uno de sus antepasados quien en el siglo XVII había añadido a ese vino una quinta parte de brandy, a fin de que se pudiera conservar mejor y así transportarlo en óptimas condiciones hasta Inglaterra. Con esa mezcla, se interrumpía el proceso de fermentación del vino de Oporto, que era seco, potente y oloroso, perdía acidez, conservaba el azúcar y ganaba en delicadeza, finura y aroma. Así es como nació uno de los mejores vinos del mundo, que no podía faltar en ninguna mesa británica que se preciara de tener un gusto refinado.
John estaba degustando un oporto vintage, el más exclusivo, el que se elabora a partir de caldos de añadas catalogadas como excepcionales, de ésas que se dan cada ocho o nueve años. Había quedado para almorzar con Peter Townsed, director general de sus empresas en Portugal, quien se presentó puntual a la una de la tarde.
—Buenos días, señor Saylor.
—Hola, Peter, siéntate, por favor.
—Gracias. ¿Qué tal su esposa?
—Muy bien. Se ha quedado en nuestra casa de Foz de Douro; quería supervisar una reforma en el jardín.
—¿Ya se ha aclimatado a Portugal?
—Hace ocho meses que vivimos en Oporto; se encuentra a gusto y ya habla algo de portugués, pero quiere aprender mucho más.
—Me alegro.
—¿Un oporto?; yo estoy tomando un excelente vintage de 1877, el primero procedente de las nuevas cepas tras la epidemia de filoxera de 1863, una añada «histórica».
—Sí, gracias.
Saylor llamó al camarero del club y le pidió otra copa para su empleado.
—He estado estudiando tu dossier y este informe que encargué hace unas semanas al historiador que me recomendaste; he decidido comprar unas fincas en la provincia de Leiria. El precio parece adecuado, las perspectivas son buenas y aunque la situación política en este país es muy delicada, no creo que afecte a las inversiones inglesas. Cualquier gobierno portugués, sea del sesgo que sea, mantendrá excelentes relaciones con Inglaterra. Los dos países son fieles aliados desde el siglo XIV, ¿lo sabías?
—No, no tenía idea. Creía que éramos aliados desde las guerras napoleónicas —dijo Townsed.
—Pues ya ves, se trata de la alianza militar más antigua del mundo. Pero pasemos al restaurante, he reservado mesa para dos.
Se sentaron a la mesa, en un discreto rincón del salón comedor; el mâitre del restaurante del Factory House se acercó para anotar la minuta del menú.
—Yo tomaré ensalada de cangrejo, bacalao con salsa blanca y, de postre, pastel de almendra con huevos moles —eligió Saylor.
—Para mí, lo mismo —añadió Townsed.
—Sírvanos un oporto blanco, un saylor de 1915, con la ensalada, y un tawny tinto de 1889 con el pescado; con el postre, continuaremos con el vintage de 1877 que estábamos tomando en la sala de lectura.
—Magnífica elección, señor.
Durante el almuerzo, el presidente y el director general de la Saylor Wines hablaron de la marcha del negocio, de la expectativa de ventas, que se presumía iba a aumentar con el final de la Gran Guerra en Europa, y de las futuras inversiones en terrenos en la provincia de Leiria para plantar nuevas viñas.
—Son buenas tierras, sobre todo las laderas orientadas al suroeste, pero los vinos que allá se produzcan no podrán llevar la etiqueta de «Oporto» —aclaró Townsed.
—Los vinos que embotellemos en Leiria serán más baratos y menos elaborados; lo que pretendo con ellos es ganar un mercado mucho más amplio. La inmensa mayoría de los británicos no puede comprar un vintage de 1877 o de 1900, pero sí podrá consumir un vino de mesa de Leiria. Quiero producir vinos baratos que pueda adquirir la mayoría de nuestros compatriotas, aunque los comercializaremos bajo otra marca. «Saylor» debe quedar para los oportos de calidad. Ya sé que la ganancia es menor y que algunos de la competencia están embotellando vino de Oporto con caldos que no son de aquí, pero no estoy dispuesto a hundir dos siglos y medio de reputación de Saylor Wines por un incremento del veinte por ciento en las ganancias. Quien beba un saylor tiene que estar seguro de que está consumiendo calidad; así ha sido durante ocho generaciones, y así seguirá siendo.
—¿Qué tipo de uva piensa plantar en Leiria, señor?
—Cabernet-sauvignon californiana y tal vez pinot noir. Estoy pensando en elaborar un vino espumoso con esta uva según el método champenoise, pero madurado en barrica de roble.
—Eso sería realmente revolucionario, pero no sé si el mercado y, sobre todo, los grandes gurús de la gastronomía lo aceptarían —dudó Townsed.
—Me importa muy poco lo que diga esa banda de puristas adocenados. Necesitamos nuevas ideas y nuevos productos para ampliar mercados. La maldita filoxera de 1863 arrasó con todas las cepas europeas, y aunque se salvaron algunas, el viñedo pudo recuperarse gracias a las plantas traídas de California, que se han adaptado perfectamente al clima y a los suelos de Europa, y han demostrado ser muy resistentes. Si hubiera sido por los puristas que usted dice, en este viejo continente ya no se fabricaría ni un tonel de vino. Si llegamos a un acuerdo y compro esas tierras en Leiria antes de dos meses, quiero producir los primeros vinos dentro de seis años, y un champán aceptable en siete u ocho.
—¡Seis años!, es imposible.
—Si plantamos las cepas este mismo año, no. Dentro de dos días me voy a Leiria; hay un pueblecito a diez millas, llamado Fátima, en el que me van a enseñar unas fincas que tienen 400 acres de extensión, aquí son algo más de 160 hectáreas, que voy a adquirir para comenzar a trabajar enseguida —le anunció Saylor.
—¿Quiere que vaya con usted?
—No es necesario. Me acompañará mi mujer; creo que una temporada en el campo le sentará bien. La primavera es aquí mucho menos lluviosa y fría que en Inglaterra —el camarero llegó con la tarta de almendra y huevos moles—. Es una lástima que no tengan nuestro queso stilton; no hay nada que maride igual con un excelente oporto vintage.
»Por cierto, espero que ya se haya calmado aquel turbio asunto de la certificación del vino de Oporto.
—Sí, sí, no se preocupe. El tratado que en 1914 firmó nuestro gobierno con el portugués se está cumpliendo escrupulosamente. Costó que el oporto tuviera un trato especial a la hora de certificarlo para su exportación a Inglaterra, pero, desde que se consiguió, no ha habido más incidentes —resumió Townsed.
Los «incidentes» a los que se refería el director general de la Saylor Wines eran los quince muertos que habían sido abatidos por la policía portuguesa durante las revueltas y protestas populares promovidas dos años antes. La dictadura instaurada en enero de 1915 había puesto en marcha una campaña de represión con mano dura hacia cualquier protesta. Y un nuevo golpe de Estado dictatorial en ese mismo año de 1917 había supuesto una nueva derrota de los progresistas.
—Nuestro ministro de Asuntos Exteriores, con el que almorcé hace unos meses en Londres, me aseguró que todos los intereses británicos en Portugal están a salvo.
—El nuevo presidente portugués, Sidonio Pais, ha instaurado una nueva dictadura, más férrea si cabe que la de 1915. Es verdad que existen problemas sociales en este país, una reducción del comercio marítimo, una fuerte inflación y cierto desabastecimiento, pero no afectará a nuestras inversiones.
—¿Ni siquiera el crecimiento del movimiento sindical? —demandó Saylor.
—Los anarquistas son mayoría en el movimiento obrero, pero sólo en las escasas fábricas de las ciudades de Lisboa y Oporto; en el campo, las cosas son bien distintas.
—Pero ha habido huelgas violentas…
—Sí; los anarcosindicalistas no se sienten representados por esta República, pero la policía tiene localizados a los cabecillas de los grupos disidentes y, aunque a veces ha habido conatos de acción muy violentos, la situación está controlada.
—Eso espero.
—Además, la provincia de Leiria es un territorio muy rústico; allí, los sindicatos y los radicales republicanos apenas tienen implantación. Los que en verdad mandan en esa región de Portugal son los párrocos católicos.