CAPÍTULO CATORCE

Roma, 28 y 29 de septiembre de 1978

Albino Luciani fue elegido nuevo papa el 26 de agosto de 1978, inmediatamente después de la muerte de Pablo VI. El hasta entonces patriarca de Venecia había recibido, en la última votación del cónclave para ocupar el solio de san Pedro, los votos de ciento once cardenales. Tomó el nombre compuesto de Juan Pablo I, uniendo en uno solo los de sus dos predecesores inmediatos, Juan XXIII y Pablo VI.

Al día siguiente a su elección, en el discurso Urbi et orbe, radiado por la emisora Radio Vaticana, anunció que las líneas maestras de su pontificado serían la continuación de la herencia del Concilio Vaticano II, la revisión del Código de Derecho Canónico, la continuación del esfuerzo y el apoyo a todas las iniciativas por la paz y la convivencia en el mundo.

El 30 de agosto pronunció ante el Colegio Cardenalicio un discurso verdaderamente revolucionario, en el cual habló de respetar la diversidad, aunque siempre dentro de la unidad, en el seno de la Iglesia. Aquellas dos alocuciones del nuevo papa cayeron como una bomba entre los sectores más conservadores del catolicismo.

En el verano de 1978, las finanzas del Vaticano se encontraban en completo desorden. Il Mondo, un periódico especializado en economía, publicó el 31 de agosto de ese año un artículo recomendándole al nuevo papa que hiciera una «limpieza» en la Banca Vaticana, cuyo responsable era el cardenal norteamericano Marcinkus, apelado por algunos como «el Gorila». Juan Pablo I ordenó una investigación y enseguida descubrió las corruptelas que se estaban perpetrando desde las finanzas vaticanas.

El 10 de junio de 1977, Albino Luciani había visitado el santuario de la Virgen de Fátima en calidad de patriarca de Venecia. Allí le habían narrado las apariciones de 1917 y los muchos milagros que desde entonces se habían obrado en el santuario. En cuanto el patriarca Luciani fue coronado papa como Juan Pablo I, pidió conocer el tercer secreto de Fátima, cuyo relato escrito por sor Lucía se custodiaba en el archivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la antigua Inquisición, en la misma urna en la que se custodiaba desde hacía varios años sobre la mesa de trabajo del pontífice.

Lo que leyó no le produjo ningún sobresalto, pero su secretario le reveló que en la caja fuerte del archivo se guardaba un documento clasificado como «Fátima 1», que tal vez le pudiera interesar.

El papa lo pidió para consultarlo en su alcoba, y allí se lo llevaron la tarde del 28 de septiembre. Juan Pablo I abrió la carpeta que contenía un sobre y extrajo de su interior una docena de cuartillas, numeradas al pie del 1 al 12, escritas por las dos caras con tinta color sepia oscuro y de elegante trazo; estaban redactadas en inglés.

Cuando se disponía a leerlas, unos golpes sonaron en la puerta de su alcoba. Era sor Vincenza, la monjita que atendía a su santidad, al que traía la cena.

El papa dejó las cuartillas a un lado y se dispuso a comer. Cuando terminó y le retiraron el servicio, rezó sus oraciones y se metió en la cama. Solía leer algunos textos sagrados antes de dormir y eso estaba haciendo cuando se percató de que había dejado las cuartillas del expediente «Fátima 1» encima de la mesa. Se levantó, las cogió, regresó a la cama y, recostado sobre el almohadón, comenzó a leer:

Londres, 16 de octubre de 1917.

Estimado amigo:

Esta misma tarde he leído en el periódico de hoy una información que me ha turbado sobremanera. Me he enterado por el diario de lo que está ocurriendo en la pequeña localidad de Fátima, en Portugal, con motivo de las presuntas apariciones a tres pastorcitos que aseguran que la Virgen María se les ha mostrado en carne mortal.

En cuanto he leído la noticia, me he sentido obligada a escribirle para contarle la verdad de lo sucedido en esa aldea portuguesa, porque cuanto allí ha ocurrido me atañe de una manera muy especial.

Escribo estas cuartillas para que usted, querido amigo, pueda entender lo que aconteció esta pasada primavera en Fátima, y me aconseje sobre lo que debo hacer en estas embarazosas circunstancias.

Ya sabe que soy creyente, y que profeso con devoción la religión cristiana católica, pero lo que está sucediendo en Fátima no puede seguir adelante. Por eso, como cristiana católica, creo que es mi obligación denunciar ante usted, y espero que me comprenda, la

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Al acabar la lectura de aquellas doce cuartillas, Juan Pablo I sintió que su corazón se estremecía. Se levantó de la cama y se sirvió un vaso de agua; se arrodilló frente a una imagen de la Virgen y se puso a rezar el rosario.

Nuevos golpes sonaron entonces en la puerta de la alcoba papal.

* * *

Poco antes de amanecer, sor Vincenza picó a la puerta del dormitorio del papa. Habitualmente, Juan Pablo I respondía enseguida a esa señal, indicando que ya estaba despierto, pero esa mañana la respuesta fue el silencio. La hermana volvió a golpear con los nudillos y llamó con su propia voz al santo padre, pero de nuevo no hubo respuesta alguna. Aunque el papa se levantaba muy temprano para rezar, la monja pensó que se había dormido y lo dejó descansar media hora más, el tiempo necesario para preparar el desayuno, o tal vez supuso que ya estaba levantado y que había acudido a rezar el rosario a su capilla privada, como solía hacer algunas mañanas.

Cuando regresó con la bandeja del desayuno, y tras comprobar que no estaba en la capilla, volvió a llamar a la puerta; nadie contestó. Insistió alzando un poco la voz y, como no escuchaba nada, decidió entrar, avisando de que iba a hacerlo.

Juan Pablo I yacía en su lecho, recostado en el almohadón. Tenía las gafas puestas y un libro entre sus manos; la luz de la mesilla de noche estaba encendida. Su aspecto era tranquilo y sereno, pero no respiraba. El papa estaba muerto. El aspecto del pontífice en el lecho de muerte era sereno, en absoluto crispado como, por el contrario, ocurre en los fallecimientos por infarto.

Tres horas después del hallazgo del cadáver, el Vaticano hizo público un comunicado oficial anunciando el óbito de Juan Pablo I. Decía así:

Esta mañana, 29 de septiembre de 1978, hacia las cinco y media, el secretario particular del papa, no habiendo encontrado al santo padre en la capilla, como de costumbre, lo ha buscado en su habitación y lo ha encontrado muerto en la cama, con la luz encendida, como si aún leyera. El médico, doctor Renato Buzzonetti, que acudió inmediatamente, ha certificado su muerte, acontecida probablemente hacia las 23 horas del día anterior, de un infarto agudo de miocardio.

Oficialmente se aseguraba que la causa de la muerte había sido un infarto cardíaco, provocado por la ingestión de una dosis elevadísima de un potente medicamento vasodilatador. No hubo autopsia oficial, aunque sí se efectuó una en secreto. El cardenal Villot, secretario de Estado y jefe del Estado Vaticano en funciones en el período de la sede pontificia vacante, ordenó a su asistente, el cardenal Oddi, que no permitiera que se realizara investigación alguna sobre las causas de la muerte del papa.

La tesis oficial sostenía que el corazón de Juan Pablo I había fallado a causa de una mala administración de un medicamento que su médico personal en Venecia le habría recetado por teléfono la tarde anterior a su óbito. En ese momento no hubo ninguna réplica a esa información, pero en el año 1993 el doctor Da Ros, el médico veneciano de Juan Pablo I cuando todavía era patriarca de Venecia, declaró que la tarde del 28 de septiembre de 1978 no le recetó nada a su egregio paciente y que lo había visitado el domingo anterior a su muerte y lo había encontrado en perfecto estado de salud. El certificado de defunción de Juan Pablo I no lo firmó nadie.

El 14 de octubre de 1978, tras siete tandas de votaciones, el cónclave eligió, por cien votos sobre ciento once electores, al cardenal arzobispo de Cracovia, el polaco Karol Wojtyla, como nuevo sumo pontífice de la Iglesia Católica; hacía el número 261 en la lista oficial desde san Pedro. Con el nuevo papa, los aires de cambio y de nuevos tiempos para la Iglesia, que se anunciaran durante el pontificado de Juan Pablo I quedaron en nada.