CAPÍTULO DIECISÉIS
Londres, finales de noviembre de 1917
La mañana era fría y húmeda; la neblina se mezclaba con el humo denso de las chimeneas produciendo en el aire un efecto de pesada densidad.
John Saylor acababa de depositar en la tumba de su esposa, en el cementerio de Highgate, un ramo de flores amarillas. El día anterior, la policía de Scotland Yard lo había interrogado durante varias horas, pues ante la falta de pistas sobre el asesinato de su esposa Mary, uno de los agentes de la investigación había sugerido la posibilidad de que hubiera sido el propio marido quien encargara la muerte de la joven dama a un sicario.
Desde luego, John Saylor no había sido, al menos personalmente, pues disponía de una coartada perfecta, ya que el día del asesinato de su esposa, él se encontraba en París. Tras el interrogatorio, la policía no advirtió la menor sospecha de que John estuviera implicado en el crimen. Saylor parecía muy enamorado de su joven esposa, y no había motivo alguno para que ordenara su muerte. Hacía poco tiempo que se habían casado, todo el mundo aseguraba que eran felices, aparentemente no tenían problemas de ningún tipo y no había de por medio, al menos que se supiera, otro hombre u otra mujer que hubieran podido desencadenar un episodio de celos.
Tras visitar el cementerio, el presidente de la Saylor Wines se dirigió a la mejor agencia de detectives de Londres, a la que había contratado días atrás para que investigara sobre el crimen al margen de las pesquisas policiales. Allí relató cuanto sabía sobre las circunstancias del asesinato de su esposa. Había pasado un mes desde la fecha del crimen y la policía no había logrado encontrar ni una sola pista, ni un solo motivo, ni el menor indicio; el asesinato de Mary Saylor parecía obra de un fantasma.
—¿Han averiguado alguna cosa en estos días? —le preguntó John Saylor al director de la agencia.
—No existe el crimen perfecto, señor Saylor. El asesino siempre deja alguna prueba, alguna pista. Iremos a su casa mañana, revisaremos todos los rincones e interrogaremos a los criados —dijo Dwight Newman, el jefe de la agencia de detectives.
—Ya lo han hecho los agentes de Scotland Yard. Han interrogado en tres ocasiones al menos a todo el personal de servicio de la casa, han revisado hasta la última mota de polvo y no han encontrado nada extraño —explicó Saylor.
—¿Usted no ha sido?, claro —le preguntó Newman.
—Me ofende esa pregunta, señor. Yo amaba a mi esposa. ¿Acaso cree que vendría a ustedes si yo hubiera tenido algo que ver con la muerte de Mary? Debería partirle la cara ahora mismo.
—Cálmese, señor Saylor. Esta agencia es la mejor de Londres, la más prestigiosa de Inglaterra, y tenemos que sopesar todas las posibilidades. En ocasiones, los asesinos se presentan en el lugar del crimen para volver a visitar el escenario de su fechoría, y no faltan los que facilitan a la policía todo tipo de información para parecer inocentes. Incluso hay criminales que han pagado para que un detective privado investigara un asesinato que ellos mismos habían cometido; en esta agencia conocemos al menos dos casos en los últimos años. Se asombraría si supiera las ideas que bullen en la cabeza de los asesinos.
—De acuerdo; le ruego que me perdone, la muerte de Mary me ha alterado. Yo la amaba, y le aseguro que no he tenido nada que ver con su muerte.
—No importa. Yo también hubiera reaccionado como usted si alguien me hubiera insinuado que había podido asesinar a mi esposa. Comprenderá que, para hacernos cargo de esta investigación, deberemos conocer todos los datos, incluso los más íntimos. Le haremos preguntas que lo ofenderán, como la que ya le he hecho, pero son necesarias, imprescindibles, para avanzar. ¿Está dispuesto a soportarlo?
—Haré lo que sea si con ello se logra desenmascarar al asesino de mi mujer —asentó Saylor.
—En ese caso, le haré una segunda pregunta: ¿Tenía su esposa un amante?
—No.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—¿Qué edad tenía lady Mary?
—Veinte años.
—Una mujer muy joven.
—Yo tengo treinta y cinco, si es lo que quería preguntar a continuación.
—Quince años de diferencia, ¿eh?
—Sí, quince años. ¿Soy por eso sospechoso?
—¿Ella estaba enamorada de usted?
—Sí, por supuesto.
—Usted es el presidente de la principal compañía británica de vinos de Oporto, un hombre rico e influyente…
—Mary no se casó conmigo por dinero; su familia es una de las más distinguidas de Londres…
—Pero estaba arruinada, señor Saylor.
—¿Cómo sabe…?
—Porque es nuestra obligación y nuestro trabajo. Cuando hace unos días vino a encargarnos este caso, hicimos algunas averiguaciones. Los negocios de la familia Spencer quebraron hace tres años. Usted acudió en su ayuda y evitó que los acreedores se incautaran del patrimonio que todavía mantenían los Spencer… Y a los pocos meses se casó con su hija. Un hombre rico, maduro, se casa con la joven y bella hija de la familia a la que ha salvado de la quiebra; es sospechoso, ¿no cree?
—Conocí a Mary porque soy amigo personal de sus padres, sí, y les ayudé a resolver algunos problemas financieros, pero cuando lo hice, Mary tenía dieciséis años; entonces no pensé en que algún día sería mi esposa. Si ayudé a los Spencer fue por mi amistad con ellos, no para aprovecharme de una de sus hijas. El amor entre Mary y yo surgió después. Créame.
—¿Tiene enemigos? Ya me entiende, rivales comerciales, gente a la que usted haya arruinado, alguien que deseara vengarse…
—Está yendo demasiado lejos, señor Newman.
—Ya le he advertido que esto no sería fácil.
—No, no tengo grandes enemigos. Entre la competencia nos llevamos bien, bastante bien. En Oporto incluso tenemos un club, el Factory House, al que acudimos a almorzar, a cenar y a charlar de negocios, de política y de criquet, directivos de las empresas británicas que operamos con vinos de la región del Bajo Duero. Nuestra familia lleva más de dos siglos trabajando en Portugal y jamás hemos tenido un problema que no estuviera relacionado con las cosechas, la plaga de filoxera o los lógicos de cualquier negocio de este tipo.
—Este caso va a ser muy difícil, y si no aparecen nuevos datos, su resolución será larga, muy larga. Pueden pasar años hasta que logremos dar con la clave, que seguro que existe. Si se investigan bien, todos los crímenes acaban siendo resuellos —aseguró el detective.
—Estoy dispuesto a esperar el tiempo que haga falta.
—Una última cuestión, señor Saylor. La semana pasada me dijo que usted y su esposa habían pasado unos meses en Portugal. ¿Su esposa fue feliz en ese país o se encontró a disgusto allí?
—¿Qué tiene que ver eso con esta investigación?
—Ya le he dicho que hay que buscar la clave de este crimen, y, como de momento no tenemos nada, habrá que revisar todo lo que hicieron usted y su esposa desde el día de su boda.
—Sí, fue feliz…, fuimos felices. Poseo una magnífica casa en un barrio residencial de Oporto, con jardines espléndidos que Mary mejoró. Pasamos allí unos meses maravillosos; era nuestra luna de miel. A ella le encantaba el aire cálido de la primavera portuguesa, el sol y la luz del sur de Europa, incluso la melancolía decadente y onírica que se respira en Lisboa. Se esforzó por aprender el idioma de ese país y lo llegó a hablar con cierta soltura a los pocos meses de llegar. Ahora parece que la estoy viendo, vestida de blanco, hermosa como ninguna otra mujer, con su tocado de seda transparente, paseando entre los campos de flores y de trigo… —John Saylor agachó la cabeza y la hundió entre sus manos y sus sollozos; no dijo que su esposa estaba embarazada en el momento de su asesinato.
El detective pensó que por ese día era suficiente.