CAPÍTULO DIECISIETE
Roma, 16 de abril de 1957
El secretario del papa entró en el despacho con un sobre en la mano. Efectuó una inclinación de cabeza, como acostumbraba, y se lo entregó a Pío XII. El papa tenía ochenta y un años; como sumo pontífice había vivido la Segunda Guerra Mundial, la dura posguerra, el inicio de la Guerra Fría, la consolidación del comunismo en media Europa y el avance del ateísmo en todo el mundo. Estaba cansado.
Un mes antes, el obispo Da Silva, prelado de la diócesis de Leiria, había metido en un sobre la carta escrita por sor Lucía en 1944, la única superviviente de los tres pastorcitos de Fátima que aseguraron ver a la Virgen en 1917, y se la había encomendado a su auxiliar, el padre Venancio, para que la entregara personalmente al obispo Cento, nuncio apostólico en Lisboa, con el fin de que llegara convenientemente custodiada a Roma. Pero antes del envío, el obispo de Leiria había ordenado realizar una copia.
El padre Venancio tuvo el sobre en la mano, lo miró al trasluz y vislumbró una hoja de papel que contenía unas veinte líneas, escritas a mano y con unos amplios márgenes en blanco, de unos cuatro centímetros, lo que le llamó la atención. El sobre estaba cerrado y timbrado con lacre con el sello del obispo de Leiria.
Sor Lucía había escrito en esa carta el llamado «Tercer Secreto» de Fátima, donde explicaba la tercera de las revelaciones que, según ella, la Virgen le había desvelado en la aparición del 13 de julio de 1917. El nuncio de la Santa Sede en Portugal comunicó de inmediato al Vaticano que tenía en su poder la carta de sor Lucía con la revelación del llamado «Tercer Secreto». El cardenal Ottaviani, prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, conocida antiguamente como el Santo Oficio de la Inquisición, había solicitado el envío de esa carta a Roma.
Pío XII fue un papa controvertido. No condenó abiertamente el nazismo hasta el verano de 1945, poco después de que Hitler se hubiera suicidado en su bunker de Berlín y el Tercer Reich no fuera ya sino el amargo recuerdo de una pesadilla en la historia de la humanidad. En ese momento, el único gran enemigo de la Iglesia y de la fe católicas era el comunismo ateo y laicista. El papa consideraba que, en los nuevos tiempos que se avecinaban tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, había que librar una nueva y permanente guerra contra el comunismo, en la que las revelaciones de Fátima constituían un arma ideológica fundamental. Por eso había dado orden de difundir al máximo las apariciones, lo que conllevó una inmensa campaña de propaganda en la que se incluyó la solemne coronación de la Virgen de Fátima, que realizó el cardenal Masella en representación de Pío XII, y una aireada visita de sor Lucía al Loco de Cabeço, el lugar de la localidad de Valinhos donde se les había aparecido a los pastorcitos en 1915 «el ángel de Portugal». Decenas de cardenales y obispos peregrinaron a Fátima a partir de 1945; en 1952 se inició el proceso de beatificación de los niños Jacinta y Francisco, aunque el expediente no llegaría al Vaticano hasta 1979, y en 1953 se consagró la primera gran basílica de Fátima.
Pero hubo algunas voces en el seno de la propia Iglesia que denunciaron la gigantesca manipulación que la Santa Sede estaba desarrollando en Fátima. A partir de 1954 varios clérigos, críticos con el devenir de la Iglesia y con el sesgo radical e integrista que estaba tomando la Santa Sede, escribieron libros y artículos exponiendo la interesada utilización de los sucesos de Fátima. Los más combativos fueron el sacerdote jesuita Carlos María Staehlin, que publicó un libro negando la autenticidad de las apariciones de Fátima, y el padre Alonso, que preparó un informe en veintidós volúmenes donde se mostró muy crítico con la postura de la Iglesia con respecto a la visiones en Cova da Iria; ambos fueron desautorizados y prohibidos por el Vaticano.
El secretario del papa entregó el sobre que acababan de traer de Lisboa, bien custodiado en la valija diplomática del Estado Vaticano, a Pío XII.
Su santidad tomó el sobre, lo observó y lo dejó con cuidado encima de su mesa. Al lado tenía un pequeño cofrecito en forma de urna, que abrió y comprobó que estaba vacío. Volvió a coger el sobre de Lisboa y verificó que cabía dentro del cofre, lo colocó en el interior y cerró la urna con cuidado.
—¿No va a leer el contenido, su santidad? —le preguntó el secretario—; revela el «Tercer Secreto».
—Sor Lucía ha indicado que no debe abrirse hasta 1960 o hasta después de su muerte. Cuando le preguntaron por qué había que esperar al menos hasta ese año, ella contestó que en ese momento sería mucho más claro el mensaje del «Tercer Secreto»; debemos cumplir su voluntad, y Nos, el primero.
El secretario se resignó, volvió a inclinarse ante el papa y salió del despacho.
Pío XII abrió la urna y cogió el sobre. Acarició con la yema de los dedos el sello de lacre rojo y lo sostuvo delante de sus ojos un buen rato. Volvió a colocar el sobre en la urna y cerró la tapa; continuaba cerrado.
* * *
Castelgandolfo, 23 de agosto de 1959
Hacía casi diez meses que el patriarca de Venecia, Angelo Giuseppe Roncalli, había sido elegido papa. Una de sus primeras visitas como patriarca veneciano la había realizado en 1953 al santuario mariano de Fátima, precisamente el día 13 de mayo. El nuevo papa había adoptado el nombre de Juan XXIII, apelativo que no había tomado ningún pontífice desde principios del siglo XIV; tal vez lo hiciera para borrar de la lista de sumos pontífices a otro Juan XXIII, quien fuera proclamado papa en 1410 en pleno cisma de Occidente y al que la Iglesia consideraba como antipapa.
Juan XXIII estaba descansando en agosto de 1959 en su residencia veraniega de Castelgandolfo. Desde que asumiera la tiara de san Pedro, en su cabeza bullía la idea de convocar un concilio ecuménico de la Iglesia en el cual sentar las bases de unos nuevos tiempos. El mundo, especialmente en Europa y en América, estaba evolucionando muy deprisa. En 1959 ya era un hecho consolidado la ruptura del mundo en dos bloques militares, encabezados por Estados Unidos y la URSS, separados por el «Telón de acero», idea que ya planteara Goebbels, el infausto ministro de Propaganda de Hitler, y consagrara años más tarde Winston Churchill, que fuera primer ministro del Reino Unido, en una conferencia en Estados Unidos.
El avance del comunismo y de los movimientos de liberación nacional anticolonialista en Asia, América central y del sur y África parecía imparable, y la Iglesia se sentía desbordada por las nuevas ideas progresistas, feministas y laicistas. Juan XXIII, pese a su formación conservadora, se dio cuenta que la única manera de salvar a la Iglesia era adaptarla a los nuevos tiempos. Pero para llevar a cabo esa adaptación necesitaba la aprobación de un concilio en el cual se mantuvieran las raíces y los dogmas pero se renovaran las formas y se modernizaran los mensajes. Es decir, una Iglesia más cercana a los fieles y más próxima al mundo real.
En aquel mes de agosto de 1959, Juan XXIII planeaba en su palacio de Castelgandolfo la convocatoria del concilio que pusiera en marcha la modernización de la Iglesia, y que se celebraría en el Vaticano y al cual se le llamaría «Vaticano II».
El 23 de agosto hacía un calor sofocante. El papa había ordenado a su secretario particular que le trajera el sobre que contenía el «Tercer Secreto» de Fátima, que se guardaba en el cofrecito donde dos años antes lo depositara Pío XII. El sobre lo había llevado desde Roma a Castelgandolfo, el 17 de agosto, el padre Pierre Paul Philippe, comisario del Santo Oficio.
Cuando el 29 de octubre de 1958 el patriarca Roncalli se convirtió en el papa Juan XXIII gracias a los votos de los cardenales reunidos en cónclave en la Capilla Sixtina y bajo la indudable inspiración del Espíritu Santo, y se sentó por primera vez en la silla del despacho de los pontífices, había tenido en la mano el sobre con el texto que sor Lucía redactara años atrás, relatando las revelaciones que, según la monjita, le hiciera la Virgen en Cova da Iria el 13 de julio de 1917.
Lo había observado con cuidado y había acariciado sus bordes. El lacre con el sello del obispo de Leiria estaba intacto. Le extrañaba que no lo hubiera abierto su predecesor, Pío XII, y optó por no hacerlo él tampoco en ese momento, pero unos meses después, cuando ya había diseñado el ideario del nuevo concilio, decidió abrirlo y leerlo. Faltaban unos meses para 1960, el año que sor Lucía había fijado para su lectura, y la monja vidente seguía viva, pero Juan XXIII tal vez pensó que si la Iglesia debía ser reformada, antes tenía que conocer aquel «Tercer Secreto», por si de ese escrito se dedujera alguna indicación al respecto.
Juan XXIII se sentó en su mesita de trabajo en el gabinete del palacio de Castelgandolfo, cogió un abrecartas y, con cuidado, despegó el lacre rojo con el sello del obispo de Leiria. Con la misma atención y con cierto nerviosismo, extrajo una cuartilla del interior del sobre donde se contenía el texto del «Tercer Secreto».
El papa intentó leerlo; estaba escrito a mano en una sola cuartilla, con amplios márgenes en blanco, y ocupaba veinte líneas de extensión; redactado en portugués, contenía expresiones dialectales que Juan XXIII no podía entender. Requirió de inmediato la presencia de monseñor Paulo José Tavares, cardenal de la curia romana, quien tomó la cuartilla y comenzó a traducir ante el papa:
—«En la tercera revelación que nos hizo Nuestra Señora del Rosario vimos a su lado un ángel. Estaba situado a nuestra izquierda, en un lugar elevado. El ángel tenía en su mano izquierda una espada de fuego que emitía unas enormes y brillantes llamaradas con las cuales amenazaba con incendiar a todo el mundo. Pero Nuestra Señora extendía su mano derecha cuando las llamas amedrentaban a la humanidad y, con ese simple gesto, las apagaba.
»En un momento, tras repetir varias veces ese gesto, el ángel señaló hacia la tierra y con voz fuerte y poderosa gritó por tres veces “Penitencia, penitencia, penitencia”. Entonces contemplamos una inmensa y hermosísima luz, que era Dios, como si se reflejara en un inmenso e invisible espejo. Delante de esa luz había mucha gente y, ante ella, un hombre vestido de blanco, que parecía dirigir a todos los demás, como el pastor a sus ovejas.
»Todos ellos estaban en la falda de una gran montaña, en cuya cumbre se alzaba una inmensa cruz de madera. A los pies de la cruz había dos ángeles; cada uno de ellos tenía una jarra de cristal en la mano, en las cuales recogían la sangre de los mártires de la Iglesia, y con esa sangre regaban a los fieles que, siguiendo a su pastor, subían por la ladera de la montaña para adorar a la cruz».
—Eso es todo —concluyó el traductor.
—¿Nada más? —preguntó el papa, extrañado.
—Nada más, santidad.
El papa extendió la mano y el cardenal Tavares le entregó el papel que le acababa de traducir. Lo miró con cierta frustración y lo guardó en su sobre.
—Hágame el favor de llamar al cardenal Ottaviani —le indicó el papa a monseñor Tavares.
—Enseguida, santidad.
Tavares salió del despacho y regresó poco después con monseñor Ottaviani, cardenal prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.
—¿Qué desea, su santidad?
—Pase, monseñor, pase, y usted quédese también —les dijo Juan XXIII a Alfredo Ottaviani y a Tavares—, y siéntense.
Los dos cardenales lo hicieron tras una leve reverencia.
—Gracias, santidad.
—Tradúzcale a monseñor Ottaviani el texto del «Tercer Secreto», por favor —le indicó a Tavares.
—Ahora mismo, santidad.
El cardenal portugués cogió de nuevo el texto con la carta de sor Lucía y lo tradujo en voz alta.
—¿Cuál es su opinión, monseñor Ottaviani? —le preguntó el papa.
—Se trata de un mensaje destinado al santo padre, pero tal vez no a su santidad. Sor Lucía indicó que no se hiciera público antes de su muerte, y, en cualquier caso, nunca antes de 1960, de manera que se trata de un mensaje para el futuro. Creo que lo que quiere decirnos es que sólo a través de la penitencia podemos llegar a encontrarnos con Dios y, por tanto, con la salvación. En ese camino, el papa es el pastor y el guía.
—¿Creen ustedes que debemos divulgarlo? —demandó el papa.
—Yo no lo aconsejaría, santidad; nos es más útil así —propuso Ottaviani.
El prelado portugués asintió con la cabeza.
Al papa no le gustó esa forma de expresarse del cardenal que ocupaba ahora el antiguo puesto de inquisidor general, pero tras algunos titubeos concluyó:
—Esperaremos. Rezaré. Les haré saber lo que decida. Déjenme a solas, por favor.
El papa cogió la cuartilla, la dobló y la colocó en su sobre.
Una hora después, los llamó de nuevo.
—¿Ha decidido ya, su santidad?
—Sí; no revelaré el contenido del «Tercer Secreto». Desde este momento, este documento se guardará en el archivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Ottaviani agradeció al papa la confianza. Poco tiempo después, monseñor Tavares fue nombrado por Juan XXIII nuevo obispo de Macao. Tras una intensa preparación, el 11 de octubre de 1962, Juan XXIII inauguró solemnemente en la basílica de San Pedro de Roma el concilio Vaticano II; estaba presente la inmensa mayoría de los obispos de la Iglesia Católica.