CAPÍTULO TRES
Sevilla, principios de abril de 2008
El tren de alta velocidad procedente de Madrid arribó a la estación sevillana de Santa Justa a las 14:30, exactamente la hora que marcaba el billete de Carter. En el vestíbulo lo esperaba María Luisa Barrero.
—Hola, David, al fin te tenemos aquí —lo saludó la profesora sevillana a la vez que le dio dos besos.
—Tu país ha mejorado mucho en la puntualidad de los trenes. Gracias por invitarme.
—No, no, las gracias te las debo yo. Cuando enviamos los folletos del seminario anunciando tu presencia, hubo quien no creyó que fueras a venir. Y ha resultado todo un éxito; tenemos casi un centenar de inscritos, cuando a seminarios de este tipo no suelen acudir más de veinte personas. Incluso en un par de ocasiones ha habido que suspender algunos de estos cursos por falta de alumnado. El éxito de asistencia se debe a ti, claro.
—No creo; el programa es muy atractivo y el seminario cumple su décima edición, ya consolidado.
—Se debe a tu presencia, te lo aseguro. En ninguna de las nueve ediciones anteriores hemos superado las dos docenas de matriculados, y ayer me llamó la secretaria del departamento para decirme que ya había noventa y seis inscritos.
—Me alegro por ello.
—Te llevo al hotel y dejo que descanses; esta noche nos invita a cenar la decana de la facultad; si te parece, te recogeré a las ocho y media de la tarde.
—Como quieras; así tendré tiempo para dar un vistazo a mis notas, y repaso mi ponencia de mañana.
—A las doce en punto. La tuya es la conferencia inaugural. Tú eres la estrella.
* * *
Para su intervención en el seminario, David había preparado una conferencia sobre la imagen de la Virgen María en la pintura gótica. En principio, cuando lo invitó la doctora Barrero, había pensado hablar de la imagen de la mujer, o incluso de la belleza, en la pintura de la segunda mitad del siglo XV, pero prefirió centrarse en la figura de María de Nazaret para acotar espacios y no resultar demasiado generalizador. El curso de Sevilla era de los llamados de especialidad, destinado a profesores en formación, alumnos de doctorado y de los últimos cursos de la carrera, pero también podían matricularse alumnos de los primeros cursos e incluso de otras especialidades, porque, con la asistencia, obtenían algunos créditos de los llamados de libre elección.
El aula magna de la facultad estaba llena de gente. A la conferencia del profesor Carter no sólo habían acudido los casi cien inscritos, sino la mayoría de los alumnos de la especialidad de Historia del Arte, pues los profesores habían recomendado en sus clases la asistencia.
La profesora Barrero presentó al doctor Carter como «el máximo especialista mundial en pintura gótica», profesor permanente en la universidad de Nueva Jersey e invitado en La Sorbona.
David dio las gracias a la universidad de Sevilla y a María Luisa Barrero y pidió excusas por leer el texto de su intervención, alegando que no dominaba el español lo suficiente. Indicó que se apagaran las luces porque la conferencia estaba ilustrada con numerosas imágenes que un cañón proyectaba desde un ordenador portátil en una gran pantalla.
—«Myriam» significa en hebreo dos cosas a la vez: «la gruesa» y «la bella» —comenzó a leer Carter, que colocó sus folios bajo la luz de un pequeño flexo—. Que la misma palabra se utilice indistintamente para esos dos conceptos, indica, sin duda, que, en lo referente al menos a la belleza femenina, los antiguos hebreos identificaban a una mujer rolliza con una mujer bella y sana.
»Como ustedes saben bien, cada cultura encarna la figura de sus héroes y heroínas, de sus santos y de sus santas, o de sus personajes legendarios, en función de la imagen ideal que en cada momento se tiene del hombre o de la mujer. Pues bien, aunque el ideal de belleza femenino en el mundo hebreo antiguo era más próximo al de Rubens que al de los estereotipos actuales, cuando hubo que representar a la Virgen María en el siglo XV, el modelo que se utilizó en la pintura italiana fue el ideal de belleza de una joven mujer en ese preciso momento. ¿Y cuál era? Véanlo ustedes mismos —en la pantalla se proyectó la primera imagen, El nacimiento de Venus, de Botticelli, la diosa del amor surgiendo esplendorosa y plena del centro de una enorme concha—. Ahí la tenemos. Una joven de proporciones corporales armoniosas, de piel clara, pelo rubio y ojos luminosos y limpios. Por supuesto, cuando se representa a la Virgen María, esa misma imagen, más pudorosamente tratada, claro está, es la que se ofrece de la madre de Cristo.
»No traten ustedes de buscar un solo referente físico del aspecto de María en el Nuevo Testamento, porque no lo encontrarán. Ninguno de los cuatro Evangelistas dice una sola palabra sobre cómo era físicamente la Virgen, porque, además, su papel en los Evangelios es muy modesto. Sigo aquí a san Bernardo de Claraval, gran defensor de María, el cual señaló ya en el siglo XII, el gran siglo mariano, que la Virgen toma la palabra, y de forma bien escueta, cuatro veces en los Evangelios: la primera vez lo hace para pronunciar las palabras “¿Cómo ha de ser esto, pues yo no conozco varón?” y “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”; se trata del “fiat” o “hágase”, que recoge san Lucas cuando María recibió del ángel la noticia de que estaba encinta; la segunda vez con la frase “Mi alma glorifica al Señor”, el “magníficat”, “sea glorificado”, en la Visitación; en la tercera ocasión, para reprocharle al joven Jesús que se haya entretenido en el Templo de Jerusalén para hablar con los doctores, al decirle “Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros?”; y en la cuarta, en las bodas de Caná, para indicarle a Jesús que “No tienen vino”, y de inmediato a los sirvientes para decirles “Haced lo que Él os dirá”. Por cierto, los Evangelios de san Marcos y de san Juan no dicen una sola palabra sobre el nacimiento de Jesús.
»María vuelve a aparecer a los pies de la Cruz en la Pasión; pero una vez leídos y releídos los cuatro Evangelios, y no quiero entrar en el asunto de los Evangelios Apócrifos como el de Tomás o el de Judas, permitan que tenga algunas dudas al respecto… —entonces se produjo un rumor en la sala— La duda es razonable, pero sería una cuestión a tratar en otro momento… —improvisó Carter al darse cuenta del rumor—. Decía que María está presente a los pies de la Cruz, pero no en el Sepulcro, y desde luego, a quien primero se aparece Jesús tras la Resurrección no es a su madre, sino a María Magdalena.
»Si se fijan con atención, y salvo el alumbramiento virginal de Cristo que sólo recogen san Lucas y san Mateo, María no es, ni mucho menos, una figura relevante en los Evangelios; y tampoco lo fue durante el Bajo Imperio Romano ni en la Alta Edad Media. Pero a partir del siglo XII el tratamiento que la Iglesia le dio a su figura cambió de manera extraordinaria. Desde esa centuria, la Virgen aparece por todas partes —Carter proyectó varias imágenes de la Virgen en la escultura, las vidrieras y los frescos góticos, acabando con una fotografía del Vitral de la Virgen, la más emblemática vidriera de la catedral de Chartres, con María en majestad y el Niño sentado entre sus piernas, ambos rodeados de ángeles con incensarios.
»La Virgen María se convirtió en el ideal de la perfecta mujer cristiana: madre de toda la humanidad, bellísima, joven, de cabellos largos y dorados. Observen esta colección de imágenes de María, ya en el siglo XV: La Anunciación de Simone Martini, hacia 1337, joven, rubia, de pelo ondulado; La Virgen del Canciller Rollin de Jan Van Eyck, de hacia 1435, en el Louvre, rubia, de pelo largo y rizado, a punto de ser coronada por un ángel; La Adoración de los Reyes Magos de Gentile da Fabiano, en los Uffizi de Florencia, pintada en 1423; La Visitación de las Muy Ricas horas del duque de Berry de los Hermanos Limbourg, hacia 1410-1411, en el Museo Conde de Chantilly, rubia, resplandeciente, con pelo largo y velo a modo de cinta en el pelo; La Virgen de la Misericordia de Piero della Francesca, entre 1455-1462, no se le ve el cabello, pero su rostro es limpio, ideal de la belleza del Renacimiento; La Virgen con el Niño del retablo de Brera de Piero della Francesca, entre 1472 y 1474, con María enmarcada en un espacio renacentista, sentada y rodeada de varias figuras y santos, rubia, muy joven, con ese hermoso velo transparente de gasa sobre la cabeza; La Madonna del Magníficat, de los Uffizi, de 1482 o quizá de 1488, y La Anunciación, de 1485, ambas de Sandro Botticelli, el ideal de los ideales femeninos de la Italia del siglo XV, una mujer joven, bellísima, rubia, de pelo largo y ondulado con bucles, una auténtica Venus pudorosa con un halo de santidad.
»Siempre el mismo modelo. Vean si no otras imágenes: La Virgen con el Niño de Filippo Lippi, y La Virgen adorando al Niño con san Juan Bautista de Francesco Botticini, las dos jóvenes, hermosas, con tirabuzones dorados —siguió proyectando imágenes de la Virgen pintadas en el siglo XV: La Virgen del Apocalipsis del Libro del maestro de la razón de Wolfegg, La Virgen del maestro de Schotten, La huida a Egipto del maestro de Mondree…; todas ellas jóvenes, rubias y hermosísimas.
»Y falta el colofón. Leonardo da Vinci pintó La Anunciación hacia 1472. Ahí está; la Virgen es una mujer joven, bellísima, de largo pelo rubio y rizado. Luego la pintó en La Virgen de las Rocas, de 1482, hoy en el Louvre, similar a la que realizó diez años antes. Y Rafael lo hizo con La Madonna de Belvedere, en 1506, y con La Madonna de Loreto en 1509-1510, ambas bellas, jóvenes y rubias.
Carter continuó con su conferencia aludiendo al ideal de belleza en el Renacimiento, con citas de autores anteriores como Petrarca o Boccaccio, que sentaron el modelo estético de mujer, el que se aplicó a las representaciones pictóricas de la Virgen María en la pintura italiana del siglo XV.
La conferencia acabó entre grandes aplausos de los alumnos, que Carter agradeció saludando al auditorio en tanto la profesora Barrero alababa la intervención de David y recordaba a los inscritos el horario de la sesión de la tarde.
Varios profesores se acercaron para felicitar al profesor norteamericano por su intervención, mientras los alumnos desalojaban el aula magna. Poco antes de salir, David miró hacia el auditorio, ya vacío, y se fijó en un individuo de unos sesenta años, de pelo blanco y aspecto elegante pero vestido de modo un tanto anticuado, que era el único que permanecía sentado. Aquel hombre se levantó con parsimonia y se acercó a Carter.
—Profesor, ¿me permite? —se dirigió a David en inglés, indicando con la mano que quería hablar con él en un aparte.
—¿Qué desea?
—Me presentaré. Mi nombre es João Barros; soy profesor de Historia Sagrada en el departamento de Historia de las Religiones de la universidad de Lisboa. En primer lugar, quiero felicitarlo por su magnífica conferencia y por la valentía en abordar algunos temas delicados, pero además, si me lo permite, me gustaría hacerle una precisión.
—Dígame.
—La Virgen María era una mujer galilea de Nazaret, de raza semita, y por tanto su aspecto tuvo que ser el de una joven morena, de piel melada, pelo negro y ojos oscuros, en nada parecida por tanto a la que pintaron los maestros del Cuatrocientos. ¿Me equivoco?
—Imagino que sería como usted dice, pero ya he comentado que no hay documentado un solo detalle de la apariencia física que tuvo María.
—Bien, en ese caso, si la Virgen se mostrara a alguien en la actualidad, o en el último siglo, ¿bajo qué aspecto cree usted que lo haría? ¿Y con qué edad?
—No tengo ni idea, no soy especialista en apariciones marianas.
—Imagino que conoce que en 1917 la Virgen María se apareció en mi país, en Portugal, a tres pastorcitos.
—Sí, claro, fue en Fátima.
—En efecto, y lo que me extraña es que la dama que aquellos niños pastores aseguraron que habían visto, y que se identifico como Nuestra Señora del Rosario, presentaba un aspecto bien diferente al que debió de tener la verdadera madre de Jesucristo —dijo el portugués—. La Virgen de Fátima era una mujer joven, de unos dieciséis años, vestida de blanco y rodeada de una luz celestial. ¿No le llama la atención?
—Ya le he dicho que no soy experto en apariciones milagrosas; opino que esos temas son cuestión de fe y, en ese campo, la razón y la lógica tienen poco que hacer ante las creencias —asentó Carter.
—David, perdona, debemos ir a almorzar, las sesiones del seminario se reanudan a las cinco de la tarde —los interrumpió Marisa Barrero.
—Su conferencia me ha despertado un gran interés y me ha hecho reflexionar; ¿podría hablar con usted en otro momento? He venido desde Portugal tan sólo para escuchar su intervención. O mejor, si me lo permite, me gustaría invitarlo a que pronunciara una conferencia en Lisboa, el mes que viene.
—Bueno, estoy ocupado…
—Piénselo.
—Gracias de todos modos.
La doctora Barrero se alejó con David hacia la puerta de la facultad.
—¿Conoces a ese hombre? —le preguntó David.
—No, nunca lo había visto. Me ha extrañado su presencia, pues por su aspecto no parece un estudiante, y no me suena que sea profesor. A lo mejor se trata de uno de esos pesados que asisten a las conferencias para demostrar al conferenciante que sabe del tema más que él.
—Me ha dicho que era profesor de Historia Sagrada en Lisboa.
—Tal vez esté por aquí de paso, o invitado por otro departamento.
—Me ha asegurado que ha venido hasta Sevilla a escucharme.
—¡Vaya!, sí que tienes seguidores fieles.
* * *
Cuando por la tarde regresaron a la sede del seminario, ahora trasladado a un aula menor de la facultad, João Barros estaba en la puerta, esperando la llegada de Carter.
—Buenas tardes, profesor Carter, y perdone de nuevo que lo aborde de esta manera, pero he seguido dándole vueltas a su conferencia y desearía hablar con usted. ¿Tiene tiempo para tomar un café? Le aseguro que no se arrepentirá.
Carter miró a la doctora Barrero como pidiéndole permiso para ausentarse de las sesiones del seminario.
—No te preocupes —le dijo Marisa—, nos vemos luego.
—Gracias. Bien, usted dirá.
—Si le parece, podemos tomar ese café aquí al lado, hay un sitio tranquilo…
—De acuerdo.
Salieron de la facultad, cruzaron la calle y entraron en una cafetería de aspecto moderno y confortable; se sentaron y pidieron sendos cafés solos.
—Le agradezco que me dedique este tiempo, profesor Carter. ¿Ha decidido aceptar mi invitación?
—Lo siento, pero no he tenido ocasión de pensar en ello; durante la comida he estado hablando con los colegas de Sevilla.
—¿Qué opina usted del milagro de Fátima?
—Apenas lo conozco, profesor Barros. No tengo una opinión concreta. Es cuestión de fe; ya se lo dije esta mañana.
—Mire esto; es una copia, pero creo que le interesará.
David abrió el sobre que le ofrecía Barros y extrajo una fotocopia de un texto escrito a mano.
—¿De qué se trata?
—Está en inglés, y escrito con buena letra. Sólo contiene una cuartilla, pero su lectura le pondrá los pelos de punta. Carter se puso a leer en silencio.
Estimado amigo:
Esta misma tarde he leído en el periódico de hoy una información que me ha turbado sobremanera. Me he enterado por el diario de lo que está ocurriendo en la pequeña localidad de Fátima, en Portugal, con motivo de las presuntas apariciones a tres pastorcitos que aseguran que la Virgen María se les ha mostrado en carne mortal.
En cuanto he leído la noticia, me he sentido obligada a escribirle para contarle la verdad de lo sucedido en esa aldea portuguesa, porque cuanto allí ha ocurrido me atañe de una manera muy especial.
Escribo estas cuartillas para que usted, querido amigo, pueda entender lo que aconteció esta pasada primavera en Fátima, y me aconseje sobre lo que debo hacer en estas embarazosas circunstancias.
Ya sabe que soy creyente, y que profeso con devoción la religión cristiana católica, pero lo que está sucediendo en Fátima no puede seguir adelante. Por eso, como cristiana católica, creo que es mi obligación denunciar ante usted, y espero que me comprenda, la
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—¿Esto es todo? —le preguntó Carter.
—¿Le parece poco?
—Además, ¿qué tiene esto que ver conmigo?
—Los Hermanos han decidido encomendarle a usted la investigación de este caso.
—¿«Hermanos», «caso»? ¿A qué se refiere?
—Soy miembro de los Hermanos de Heliópolis.
Carter mudó su gesto de escepticismo por el de asombro.
—¿Qué es eso?
—Vamos, profesor Carter, lo sabe muy bien. Nuestra hermandad confió en usted el gran secreto de la piedra filosofal, y ahora lo necesitamos.
—¿Qué desea de mí?
—Hace tres días me llamó el Maestro y me encargó que entrara en contacto con usted.
—¿El Maestro?
—Sí, Fulcanelli, claro.
—¿Me está usted tomando el pelo?
—Bueno, Nicolás Champagne, el hijo de Fulcanelli, si lo prefiere —precisó Barros.
—¿Está en Sevilla?
—No, no. Se ha quedado en París, por eso he venido yo desde Lisboa, pero estoy aquí en su nombre.
—Podía haberme buscado él mismo en París; sabe bien dónde encontrarme.
—Ha preferido que fuera yo quien le informara. ¿Vendrá a Lisboa a impartir esa conferencia? Allí le mostraré nuevos documentos.
—¿Y además…?
—Lo necesitamos. Como ve, hubo una mujer dispuesta a desvelar la verdad de lo que sucedió en Fátima en 1917.
—¿Y qué sucedió? —demandó David.
—Es lo que estoy investigando, y creo que en ese escrito está la respuesta.
—Pero aquí sólo hay una página.
—Mire al pie; está numerada con el «1»; existen más cuartillas. Alguien muy interesado me envió la primera página de ese informe, o carta, o declaración, o confesión, o llámelo como quiera. Está escrito en inglés, sin duda por una mano femenina y, por la letra y los rasgos de la tinta, data de principios del siglo XX; es más, estoy seguro de que se escribió en el otoño de 1917, fíjese que habla de lo ocurrido en Fátima «la pasada primavera». La autora es una mujer que se declara católica, pero lo que no sé es quién era ni dónde lo escribió. Ni tal vez lo más importante, a quién iba dirigido, aunque era sin duda a un hombre.
—¿Cómo llegó a sus manos?
—Hace tres meses recibí en mi despacho de Lisboa un sobre a mi nombre que venía sin remite, pero el matasellos procedía de Roma. Contenía esa fotocopia y esta tarjeta.
Barros le mostró a Carter una cartulina blanca del tamaño de media cuartilla; estaba escrita a mano en tinta azul con pluma y en idioma italiano, y simplemente contenía dos frases:
«Ésta es la primera cara de la primera de doce cuartillas. Si se conociera el contenido de las demás, se produciría un verdadero cataclismo, y la Iglesia no lo soportaría».
—¿Nada más? —se sorprendió Carter.
—Nada; ni una firma, ni una dirección, nada. Sólo el anuncio de una posible catástrofe si saliera a la luz el resto del texto; creo que se trata de la verdadera revelación de lo que ocurrió en Fátima en 1917.
—Vamos, profesor Barros, el mundo ha soportado asuntos mucho más graves, y aquí sigue, girando y girando sin parar.
—Necesito su ayuda; los Hermanos de Heliópolis la necesitamos, doctor Carter. ¿Lo espero en Lisboa entonces?
David se mordió el labio inferior y reflexionó por unos instantes.
—De acuerdo, a fines de mayo.
—Muchas gracias. Es la mejor época para visitar Lisboa.