CAPÍTULO VEINTISÉIS
París, principios de julio de 2008
El verano había irrumpido en París casi de repente. Los exámenes habían acabado en la universidad y Michelle y David estaban preparando planes para las vacaciones. Habían pasado varios días de agosto del año anterior en la casa familiar de David, en Calistoga, el pueblo del valle californiano de Napa donde poseían sus viñedos y su bodega los Carter. Desde entonces, David no había vuelto a ver a sus padres, aunque hablaba con ellos una vez a la semana al menos.
Michelle estaba preciosa y sus grandes ojos melados y ligeramente rasgados lucían como nunca. Tras regresar de Londres, se había marchado una semana a la Costa del Sol andaluza para visitar a su madre, a la que apenas veía. Había pasado aquellos días tomando el sol en las playas del sur de España y estaba muy morena. En otras ocasiones había ido a la playa, que le encantaba, con su amiga decoradora, la esbelta pelirroja Monique Dufourq, pero en esta ocasión había preferido convivir unos días a solas con su madre.
David había ido a recogerla al aeropuerto de Orly, donde esperó paciente el retraso de dos horas del vuelo de Málaga en el que viajaba Michelle. Cuando la joven apareció por la puerta de la salida de pasajeros, David corrió hacia ella y la besó intensamente.
—Te he echado mucho de menos, muchísimo.
* * *
Tomaron un taxi y se dirigieron al apartamento de la calle Poisonnière. Ya en el ascensor, David no pudo contenerse y comenzó a desabrochar los botones del pantalón de Michelle, que ronroneaba al oído de su amante mientras éste introducía su mano en el interior de su tanga y le acariciaba el pubis.
El ascensor se detuvo en el piso de Michelle; los dos salieron besándose y abrazados, en medio de un revuelo de pantalones semidesabrochados, enredados con la bolsa de viaje, la maleta y dos bolsas de papel de las tiendas del aeropuerto español, sin importarles que pudiera haber alguien en el rellano.
Entraron en el apartamento y cerraron la puerta a su espalda, sin dejar de besarse, a la vez que se despojaban de la ropa. Cuando Michelle quedó completamente desnuda, con su melena castaña cayéndole sobre los hombros, David contempló el hermoso cuerpo de su amada. Estaba muy morena, y le llamó la atención que la única parte del cuerpo de Michelle en la que el sol mediterráneo no había incidido era un pequeñísimo triángulo en el pubis.
—¡Vaya!, ya veo que has tomado el sol a gusto, y con un bañador bien pequeño, por cierto.
—¿No estarás celoso? Vamos, casi todas las chicas estaban en topless en la playa. No iba a ser yo menos, ¿no te parece?
—Estás preciosa; muchos corazones habrán quedado rotos en esa playa de Andalucía.
—No he hecho otra cosa que tomar el sol, comer y dormir; bueno, y mantener largas conversaciones con mi madre, ya sabes que hacía tiempo que no la veía.
—¿Sigue con su adicción a los amantes jóvenes? —Michelle le había dicho a David que su madre se dedicaba a coleccionar amantes veinte o treinta años menores que ella.
—Imagino que sí, pero en esta ocasión no tenía ninguno fijo. Le pregunté por ello y me confesó que había despedido al último justo dos días antes de que yo llegara; quería dedicar todo el tiempo a su hija, me aseguró —respondió Michelle.
—¿Le has hablado de mí?
—Claro. Sabe de ti porque se lo he contado por teléfono; me comentó que eras muy atractivo y que tus ojos grises claros eran tentadores.
—Pero si no me conoce.
—Me llevé uno de tus libros, y hay una foto tuya en la solapa.
Se besaron durante muchos minutos. Los labios de Michelle eran cálidos y firmes. Mientras lo hacían, las manos de cada uno acariciaban el sexo del otro, despacio y de manera muy delicada, con la suavidad de quien maneja un objeto frágil y precioso. Los labios de David comenzaron a recorrer el cuerpo de Michelle, con lentitud, lamiendo cada centímetro de su piel dorada por el sol mediterráneo. Se detuvieron un buen rato en los pechos, espléndidos y tersos, en sus delicados pezones rosados, siguieron descendiendo hacia el vientre, liso y firme, y llegaron al fin al pubis, depilado y blanco, como un triangulito de nata impreso sobre el resto de la piel melada. David besó y masajeó con la punta de su lengua cada porción del sexo de Michelle, en pausados movimientos circulares alternados con lametones a lo largo de su rosada y húmeda hendidura. Cuando la penetró, Michelle había alcanzado ya dos orgasmos y su vagina palpitaba como un corazón ardiente.
* * *
—Nos acercamos a la resolución de este nudo gordiano —planeó David mientras preparaba dos batidos fríos de leche, helado de vainilla, miel y canela en la cocina del apartamento de Michelle, que se mantenía abrazada a Carter desde que acabaran de hacer el amor.
—¿Has dedicado esta semana a las apariciones de Fátima?
—Sí, y creo que tengo casi todos los datos. Escucha. El plan para convertir a las revelaciones de Cova da Iria en uno de los pilares de la defensa de la fe en el mundo contemporáneo se fraguó a partir del atentado contra Juan Pablo II. La coincidencia del día del atentado con la festividad de la Virgen de Fátima no es ajena a ello. El Vaticano organizó a partir de entonces un plan muy ambicioso, en el cual el eje era la figura del papa. Se le convirtió en un mártir en vida, en el nuevo y gran pastor que conduciría a un mundo desorientado y sin fe por el camino de la salvación con el ejemplo de su sufrimiento. En ese camino, las revelaciones de Fátima constituían una pieza esencial.
»Un sacerdote llamado Luis Cóndor publicó en Fátima en 1985 las Memorias de sor Lucía, un alegato simplón y trivial, escrito para gentes predispuestas a creer cualquier cosa que se les diga. En 1974 ya se había enviado a Roma un expediente para la beatificación de los dos pastorcitos primos de Lucía. Durante años no se había hecho nada, pero a partir del atentado, el proceso se aceleró y el 13 de mayo de 1989, de nuevo en la festividad de la Virgen, Jacinta y Francisco fueron declarados venerables por la Sagrada Congregación para la Causa de los Santos, un paso previo para la beatificación.
—Para ser proclamado beato por la Iglesia hace falta atestiguar un milagro, ¿no es así? —dudó Michelle.
—Sí, uno al menos. El milagro se presentó en 1987. Tuvo lugar en la ciudad de Leiria, la cabecera de la diócesis de Fátima. Una mujer llamada María Emilia Santos estaba postrada en una silla de ruedas desde que a los dieciséis años sufriera unas fiebres reumáticas que le impedían caminar. Fue operada varias veces e internada en un hospital, al parecer con poco éxito. Desesperada, esta mujer peregrinó a Fátima, rezó a la Virgen y pidió a los niños pastores que la curaran. El día 21 de marzo de 1987 sintió como un hormigueo y un calor en las piernas y oyó la voz de un niño que le decía «Siéntate que tú puedes». María Emilia así lo hizo, y se sentó en la cama. Dos años después ya podía caminar y hacía una vida normal.
—¿Eso se considera un milagro? —se sorprendió Michelle.
—En marzo de 1989, dos médicos la examinaron y determinaron que su curación no tenía una explicación científica, de manera que fue considerada una sanación milagrosa —explicó David.
—Estoy segura de que esos médicos eran miembros de alguna organización integrista de la Iglesia —asentó Michelle.
—Tal vez. Pero fue suficiente para que Juan Pablo II viajara a Fátima el 13 de mayo de 1991 para festejar a la Virgen, que, según él, lo había salvado de la muerte en 1982, y para preparar la beatificación de Jacinta y Francisco.
»El encumbramiento de Fátima era ya imparable. En 1997, la que fuera pequeña aldea resultó elevada al rango de ciudad y de sede episcopal, pues la diócesis de Leiria pasó a denominarse de Leiria-Fátima.
»Al año siguiente, sor Lucía concedió una entrevista; se publicó en la revista católica mensual Christus, editada en Lisboa, en el número de marzo de 1998. Mira, aquí tengo una copia de la misma. En ella, sor Lucía declaró que cuando la Virgen le habló de Rusia, los tres primos no habían oído nunca ese nombre y creyeron que se trataba de “una mujer muy mala”. También aseguró que el ateísmo es un instrumento del diablo. Y lo mejor: en el curso de esa entrevista, se puso en boca de la monjita esta frase: “Quien no está con el papa no está con Dios, y quien quiere estar con Dios tiene que estar con el papa”.
—¿Dices que la entrevista es de 1998? —demandó Michelle.
—Sí, mírala.
—Pero Lucía tenía entonces… ¡noventa y un años!
—Así es.
—¿Es posible acceder a los documentos del proceso de beatificación?
—Sí, es posible. Hace dos días hablé con Enrico; nos espera en Roma. El misterioso cardenal que nos reveló aquellas pistas en la basílica del Trastevere nos recibirá de nuevo y podremos consultar todo el expediente en el Archivo Vaticano; porque imagino que quieres venir a Roma.
—Sí, claro que quiero. Pero antes he de decirte algo —Michelle se puso seria. Por primera vez desde que la conocía, a David no le pareció segura de sí misma.
—Tú dirás.
—Hace unas semanas, cuando viajamos a Roma, la mañana en que regresábamos a París, después de desayunar, te retiraste unos minutos a por las maletas; me quedé a solas en la terraza con Enrico… y nos besamos. Fue un beso sutil, un único beso. Sé que no debí hacerlo, perdona. Para mí, Enrico es un amigo, nada más que eso.
—No tengo nada que perdonarte. Eres una mujer libre. Tú y yo no tenemos ningún compromiso. Jamás te he pedido que seas mi… novia —David no le reveló que los había visto besarse desde el balcón de su habitación ni que había sentido en su interior algo muy parecido a los celos.
—No creas que voy por ahí besándome con el primero que aparece. Desde que estoy contigo no he tenido relaciones con ningún otro hombre.
David sintió el impulso de decirle que la amaba, que ya no podía entender el futuro sin ella, que, cuando estaba dos o tres días sin verla, la echaba de menos más que a su propia vida, que quería pasar todo el tiempo a su lado, pero calló.
—Y en caso contrario, estarías en tu derecho; ya te he dicho que eres libre, libre.
Se besaron y volvieron a hacer el amor. El batido con miel había obrado como un magnífico reconstituyente, aunque Michelle era estímulo más que suficiente.