CAPÍTULO DIECINUEVE
Roma, principios de junio de 2008
Enrico Micara, profesor de Historia del Arte de la universidad romana de La Sapienza, uno de los máximos especialistas mundiales en arte musulmán oriental, era amigo de David Lewis Carter desde hacía tiempo. Solían hablar por teléfono de vez en cuando y se cruzaban correos electrónicos a menudo, aunque hacía casi un año que no se veían, desde que en julio del año pasado David acudiera, por una invitación de Enrico, a Roma para participar en uno de los cursos de La Sapienza.
Micara admiraba a Carter por sus conocimientos, pero también porque durante la invasión de Iraq por las tropas norteamericanas en la guerra desencadenada por George W. Bush, David había escrito varios artículos en un importante periódico de Nueva York criticando con enorme dureza la propia guerra y la destrucción del patrimonio iraquí por los soldados estadounidenses. En buena medida, la causa fundamental de que David se hubiera marchado de Estados Unidos por tres años era la animadversión que le causaba la presidencia de Bush, a quien consideraba indigno de presidir su país.
Y no es que Carter fuera precisamente un izquierdista en política, aunque sí había participado durante su época como estudiante en la universidad en manifestaciones y huelgas contra las intervenciones militaristas de Estados Unidos, lo que ocurría es que consideraba a Bush un auténtico imbécil, un tonto útil para los que en verdad manejan los hilos de la política exterior estadounidense, los lobbies que controlan la producción de petróleo y las fábricas de armas.
Una semana antes de exponer las notas de los exámenes de junio en el tablón de anuncios del departamento de la universidad, Carter había telefoneado a Micara para decirle que iba a viajar a Roma por un asunto personal que no le podía comentar por teléfono, y que quería consultarlo con él. Enrico se extrañó por la actitud de su amigo, que lo era, pero no tanto como para confiarle asuntos demasiado íntimos. Micara le dijo que lo recibiría encantado y que no reservara hotel, que estaría muy gustoso de acogerlo en su casa. Cuando David le comentó que lo acompañaría Michelle, a la que Enrico conocía del curso del año anterior, pues había viajado con David a Roma, e incluso había coqueteado con ella tras una cena que ofreció a los profesores del seminario, Micara insistió en que serían doblemente agasajados.
La casa de Enrico Micara, quien, además de profesor universitario, poseía una cadena de zapaterías de lujo heredada de sus padres, era un magnífico palacete en el barrio de Villa Borghese. Las zapaterías le rentaban unos ingresos muy cuantiosos y la universidad le confería un aire intelectual y culto que hacía de él un personaje realmente atractivo. Elegante y refinado, vestía siempre con un gusto exquisito, moda italiana, por supuesto, y disponía de la mejor biblioteca privada con fondos de Historia del Arte de toda Italia.
Enrico era alto y delgado, de piel morena, tostada con tono broncíneo por años de sol mediterráneo, con un pelo plateado que le confería un aspecto distinguido y a la vez misterioso. A sus cincuenta años seguía soltero, porque decía que no se sentía capaz de convivir con una sola mujer, y mucho menos para toda la vida, porque él era católico y, como creyente, consideraba que el matrimonio debía ser para siempre.
En honor a sus dos invitados, Enrico había dispuesto una espléndida cena en el mirador ajardinado de su villa, desde donde se contemplaba una extraordinaria vista de Roma, con la inmensa cúpula de San Pedro del Vaticano al fondo.
—Recuerdo una noche similar a ésta, el verano pasado; estabais aquí mismo los dos y un grupo de colegas —comentó Micara.
David también recordaba aquella velada, pues fue la primera vez que sintió algo parecido a los celos, al ver cómo su amigo Enrico dedicaba toda su atención a Michelle.
—Fue una velada estupenda —asintió Michelle.
—Tú la hiciste estupenda; bueno, los dos. De no haber sido por vosotros, esa noche se hubiera convertido en una reunión de aburridos profesores hablando de sus libros y de sus proyectos de investigación.
—Gracias —dijo Michelle.
—Y ahora, David, cuéntame el motivo de tu visita; tras nuestra conversación por teléfono, me dejaste realmente intrigado.
—Necesito tu opinión sobre un asunto delicado.
—Tú dirás.
—¿Conocías a João Barros?
—No, no lo conocía. Por el tiempo verbal que has empleado me imagino que ha muerto. ¿Quién era?
—Un profesor de Historia Sagrada de la universidad de Lisboa.
—¿Amigo tuyo?
—Sólo hablé con él en una ocasión, a principios de abril, en Sevilla. Murió asesinado poco después.
—Vaya; ¿y qué puedo hacer yo?
—Vino desde Lisboa para escuchar una conferencia que pronuncié en Sevilla sobre la imagen de la Virgen en la pintura del siglo XV.
—Era un fan tuyo, imagino.
—No. Estaba escribiendo un libro sobre las apariciones de Fátima y le interesaba contactar conmigo para hablar de la imagen de la Virgen —David omitió que João Barros era miembro de los Hermanos de Heliópolis.
—Has dicho que murió asesinado, ¿por qué?
—Porque debió de descubrir algo oscuro sobre la historia de esas apariciones.
Micara dio un sorbo a su café y luego sirvió dos copas de armañac D’Artigalongue reserva del 87.
—Si no recuerdo mal, creo que no bebías alcohol —se dirigió a Michelle.
—Lo tomo en grandísimas ocasiones, y ésta lo es —replicó la profesora Henry, a la que Enrico sirvió media copa.
—¿Todavía te queda de este armañac? —le preguntó David.
—Mientras lo pueda conseguir, no beberé otro licor, aunque me temo que ya va quedando muy poco de esta añada. ¿De qué se trata ese «algo oscuro»? —inquirió Enrico retomando la conversación.
—No lo sabemos. Hace ya tres meses que estoy metido de lleno en el asunto de las apariciones de Fátima, y me estoy encontrando con serias dificultades.
—¿Y crees que yo puedo resolverte alguna?
—Tal vez. ¿Has oído hablar de Sodalitium Pianum?
Micara mudó su rostro amable por una expresión más dura.
—Claro.
—¿Existe todavía?
—¿Por qué te interesa esa sociedad secreta?
—Porque creemos que es Sodalitium quien está detrás del asesinato del profesor Barros, y tal vez de todo el montaje de las apariciones de Fátima. Tú tienes buenos amigos en el Vaticano, a esta casa suelen venir a comer, y a beber, cardenales de la Curia Pontificia, la mayoría calzan zapatos de tus tiendas…
—Ayúdanos, por favor —le pidió Michelle.
Micara tomó aire, giró sobre su mano la copa de armañac, aspiró su aroma y bebió un sorbo lento, saboreando todo su gusto en el paladar.
—Sodalitium Pianum existe, sí, y sus miembros son peligrosos, muy peligrosos. Tras su disolución oficial en 1921 no actúan desde la legalidad, pero durante todo este tiempo han mantenido su estructura y su modo operativo. Sus agentes son reclutados en los seminarios más radicales de la Iglesia y son formados para que ejecuten las órdenes de sus superiores sin parpadear.
—¿Aunque incluyan el asesinato? —preguntó Michelle.
—Por supuesto; todo lo que Sodalitium hace, lo justifica en defensa de los valores tradicionales de la Iglesia. Sus miembros son furibundos anticomunistas, antiliberales y antimasones y aspiran a convertir a todo el mundo a la ortodoxia católica, incluso a la fuerza si es preciso.
—¿Tienen buenas relaciones con el Vaticano? —preguntó David.
—Querido amigo, Sodalitium Pianum está en el corazón del Vaticano. Y en cuanto a lo de Fátima y al asesinato del profesor Barros, ¿qué pretendes?
—Quiero que el crimen de Barros no quede impune.
—Pero si has dicho que apenas lo conocías.
—No importa. Tengo poderosas razones para desear que el asesino sea descubierto.
—Anda con cuidado, con mucho cuidado; si Sodalitium está detrás de ese asesinato, no se detendrán ante nada.
—Creo que estoy descubriendo lo que ya averiguó Barros pero él tenía acceso a un documento del que yo no dispongo, se trata de una carta o un informe que una mujer, probablemente inglesa y católica, escribió a finales de 1917, tal vez en Londres, en la que decía saber lo que en verdad había ocurrido en Fátima.
—¿Dónde se guarda esa carta?
—No lo sabemos; Barros sólo me enseñó una fotocopia de la primera cara de una cuartilla numerada al pie con el número 1.
—Los pastorcitos de Fátima que vieron a la Virgen la describieron como una mujer llena de luz blanca, joven y muy hermosa. ¿Cómo crees que era la verdadera Virgen María, Enrico? —le preguntó Michelle.
—La madre de Jesús era natural de Nazaret, una mujer semita; por tanto, lo más probable es que fuera morena, de ojos marrones y pelo castaño oscuro, y hablaría en arameo, claro. Pero la imagen real que debió de tener María en nada se asemeja a la señora que se aparece a los videntes. Cada vidente la ha descrito en función del canon de belleza de su época y de su región. Cosa extraña, por cierto, porque cuando Cristo se mostró a sus discípulos tras su muerte en la Cruz lo hizo tal cual quedó en el Calvario. Si recordáis el Nuevo Testamento, cuando se apareció al apóstol Tomás, Jesús aún mostraba en el costado la herida abierta que le propinó con su lanza el soldado romano Longinos, pues Tomás metió los dedos en ella para comprobar que el aparecido era el verdadero Maestro —puntualizó Micara.
—Entonces, si la aparición de Fátima hubiera sido real, la Virgen se habría mostrado tal como era antes de su muerte en la tierra.
—Si nos atenemos a los Hechos de los Apóstoles, la Virgen ascendió a los cielos con más de cincuenta años de edad; su aspecto para entonces, tras una vida de sufrimiento por la muerte de su hijo y en una mujer de esa edad en esa época, sería el mismo de una anciana de ochenta hoy.
—Pero los pastorcitos vieron a una hermosa joven, de unos dieciséis años, a la que pese a su aspecto juvenil llamaron «señora».
—Es que tal vez vieran a una verdadera joven señora —supuso Enrico.
—¿Qué?
—Que es probable que esos niños pastores contemplaran en verdad a una joven, hermosa y bien vestida, y la confundieran con la Virgen. Imaginaos: estamos en el Portugal profundo y rural, en 1917, unos niños de entre siete y diez años, que no han salido de su aldea, y analfabetos, que sólo conocen el mundo por la catequesis de un párroco tradicional, ven a una joven por el campo, hablan con ella y la confunden con una visión celestial. Aguardad un momento. Con tu permiso, Michelle, enseguida vuelvo.
—Por supuesto.
Enrico se levantó y regresó a los dos minutos con un voluminoso y lujoso libro en la mano. Era un tratado sobre la imagen de la Virgen en la pintura barroca.
—Aquí están las representaciones más habituales de la Virgen en la pintura de los siglos XVII y XVIII. Fijaos —Enrico se colocó entre Michelle y David y abrió un precioso libro sobre la mesa—: Rubens pinta a la Virgen en su Descendimiento de la catedral de Amberes como una mujer rubia, con el pelo largo y suelto, oronda y rolliza, pero en La Sagrada Familia la representa con pelo castaño, enseñando un pecho que toca el Niño, también rolliza a pesar de su joven edad, el modelo de mujer que gustaba a los hombres en la primera mitad del siglo XVII.
Y así la pinta también Orazio Gentileschi en 1626 en este Descanso en la huida a Egipto del Museo de Historia del Arte de Viena: joven, rubia, hermosa, también dando el pecho al Niño. En cambio, Simón Vouet en La Presentación en el Templo de 1641, en el Louvre, la muestra joven, con el pelo largo y suelto. O Georges de la Tour, en La Natividad del Museo de Bellas Artes de Rennes, pintada en 1650; mirad, joven, seria, de pelo castaño claro. Y así mismo Pierre Mignard, en La Virgen de la Uva del Louvre, castaña oscura, joven, con el Niño en brazos, una auténtica belleza barroca. Pero vayamos a España y Portugal —Enrico pasó varias páginas—. Aquí está la Adoración de los pastores, de Pedro de Orrente, en el Museo de Santa Cruz de Toledo, con la Virgen morena, joven, de rostro limpio, nariz recta. Y José de Ribera, con su Inmaculada Concepción de las Agustinas de Salamanca, de 1635, rubia, pelo largo, rizado, suelto, de unos veinte años, túnica blanca y manto azul, sobre el cuarto creciente de la Luna con la corona de doce estrellas de seis puntas y rodeada de coros de ángeles. En cambio, en esta Adoración de los pastores del Louvre de 1650 la pintó morena, pelo largo, con un pañuelo sobre la cabeza. Aquí está la Inmaculada Concepción de Francisco de Zurbarán, de hacia 1640; mirad, es morena, una niña, con túnica blanca y manto azul, con las doce estrellas sobre la luna y rodeada de cabezas de ángeles. O esta otra Inmaculada de José Antolínez, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, de 1660, con pelo castaño oscuro, largo y rizado, y de nuevo el manto azul, la túnica blanca y la corona de doce estrellas. Y la de Murillo, llamada la Inmaculada de Soult, pues perteneció a este mariscal de Napoleón, de pelo castaño claro, largo y rizado, manto azul, túnica blanca, sobre cuarto creciente y ángeles. O estas portuguesas. Como veis, la Virgen se representa según el ideal de belleza femenina de cada momento. Eso mismo ocurría en el siglo XV, ¿no es así, David?
—En efecto, y así lo expliqué en las conferencias de Sevilla y de Lisboa.
—Bien. Convengamos entonces en que los niños vieron en realidad en Fátima en 1917 a una joven de unos veinte años, que no era precisamente una pastorcita como ellos, sino una dama muy hermosa que vestía como una princesa, ¿qué hubieran pensado?
—Que era la Virgen; es lo que tú supones, ¿no? —adujo Michelle.
—Es una posibilidad.
—Pero hablaron con ella —precisó David.
—Si no recuerdo mal, le preguntaron que de dónde venía, y ella dijo que del cielo. ¿No es así?
—Sí, así es —ratificó David.
—¿Existe alguna ciudad en Portugal que se llame «Cielo» o algo parecido?
—No, creo que no.
—¿Y fuera de Portugal? Tal vez esa joven dama fuera española, o inglesa. En Portugal ha habido muchos ingleses desde la Baja Edad Media.
—Pero les hablaba en portugués —puntualizó Michelle.
—En las apariciones, la Virgen siempre se expresa en el lenguaje del vidente al que se aparece.
—O sea, que la Virgen habla todos los idiomas del mundo —ironizó Michelle.
—Al menos todos los de los videntes con los que María se ha comunicado, porque si se hubiera dirigido a todos ellos en arameo, ninguno la hubiera entendido. Es la madre de Dios, no creo que le sea difícil el don de lenguas.
—¡Claro, una extranjera! —exclamó Michelle.
—Explícate —le pidió David.
—Está claro: los niños hablaron con una joven extranjera que hablaba portugués con acento extraño y probablemente con alguna dificultad para expresarse en ese idioma.
—Una joven de dieciséis a veinte años, extranjera y sola por las colinas de Cova da Iria en 1917, no parece muy normal —supuso David.
—Michelle puede tener razón —dedujo Enrico—. Si los pastorcitos se encontraron con una joven dama, y es probable que así fuera, su aspecto tuvo que ser muy distinto al de las jóvenes portuguesas de la comarca, y sus vestidos también. Precisamente fue lo extraordinario del hecho lo que les llamó la atención.
—Hay un problema. Eso valdría para la primera aparición, la del 13 de mayo de 1917, en la que estaban solos los tres niños, pero no sirve para las siguientes, en las que había muchos testigos que no observaron a ninguna dama; si hubiera sido una mujer real, la hubieran contemplado todos los testigos en las siguientes apariciones, salvo que fuera invisible, claro —sostuvo David.
—O salvo que las demás apariciones fueran un montaje del párroco de Fátima. ¿Recuerdas, David?, la única de los tres pastorcitos que escuchó las palabras de la Virgen en las apariciones fue Lucía. Francisco y Jacinta la veían, o decían verla, pero no la escuchaban, sólo Lucía oía la voz de la señora. Y eso lo declaró veinticinco años después de las apariciones, equivocándose en algunas fechas, como la del triunfo del comunismo en Rusia —dijo Michelle.
—Existe una imagen de la Virgen de Fátima; se encuentra en el convento del Carmelo en Coimbra. La esculpió un artista que trabajó durante seis meses según las indicaciones que le hacía sor Lucía. Se trata de una talla de una mujer joven, de unos veinte años, de aspecto cándido y cabello moreno. Cuando se acabó de tallar, sor Lucía ratificó que era fiel a la imagen de la Virgen tal cual se le había aparecido —añadió David.
—Se ha hecho tarde. Si os parece, podemos ir a descansar y mañana seguimos con este asunto; me habéis despertado una gran curiosidad, y cierta inquietud también. Servirán el desayuno aquí mismo, a las nueve, ¿de acuerdo? —propuso Enrico.
—Sí, gracias, estoy algo cansada —comentó Michelle.
—Pues hasta mañana.
—Buenas noches y buen descanso.
* * *
Michelle se había despertado a las siete de la mañana y había disfrutado de un dorado y cálido amanecer sobre las cúpulas y tejados de Roma. David lo había hecho poco después, pero se había quedado en la cama, observando el cuerpo de la joven recortado en el balcón, enmarcado como si se tratara de un cuadro, con las formas rotundas de su amada perfiladas bajo su camisón corto que al trasluz parecía casi transparente. Hicieron el amor intentando no armar demasiado ruido.
Michelle fue la primera en bajar a desayunar, a las nueve menos cuarto; Enrico lo hizo cinco minutos después.
—Buenos días —Enrico besó la mejilla de Michelle—; espero que hayas descansado.
—Perfectamente, gracias.
—¿No habéis extrañado el colchón?
—Quizás un poco blando para lo que estoy acostumbrada, pero casi perfecto.
—¿Qué tal tu tesis? Si no recuerdo mal, el año pasado estabas metida de lleno en ella.
—Precisamente la acabé la semana pasada; ya se ha fijado fecha para la defensa, será en septiembre.
—Me alegro mucho, y deseo que todo vaya bien, aunque ya sabes que los miembros del tribunal suelen hacer algunas críticas fuera de lugar; los profesores tienen que demostrar 1o listos que son y ésas suelen ser buenas oportunidades para hacerlo. Avísame cuando la leas; aprovecharía para ir a París hace un par de años que no visito esa ciudad.
»Eres una mujer muy hermosa y de profunda inteligencia; David es un hombre muy afortunado —cambió Enrico de tono y de tema de conversación de pronto.
En ese momento salió David a la amplia terraza ajardinada. Sobre una mesa había zumo natural de naranja y de pomelo, varios tipos de frutas, huevos, embutidos, quesos, pasteles, mantequilla, mermeladas, tostadas, panettone, bollos y pan recién horneado.
—Buenos días, Enrico.
—Hola, David. Ya me ha dicho Michelle que habéis descansado bien.
—Así es; la cama tiene un colchón que parecía una pluma.
—Es de plumas. Pero servíos, por favor. Yo tomaré un capuchino, ¿y vosotros?
—Yo, café solo —dijo David.
—Un descafeinado con leche, gracias —pidió Michelle.
Enrico hizo un gesto a una muchacha del servicio, que se mantenía discretamente alejada de la mesa, y le indicó que trajera las bebidas calientes solicitadas.
—Anoche me acosté pensando en ese asunto de Fátima, y comencé a recordar más cosas. Un cardenal de la Curia Vaticana, muy amigo mío, me habló hace tiempo de los famosos «Tres Secretos», que imagino que conocéis.
—Claro —asintió David.
—Me contó cómo se produjo la publicación del «Tercer Secreto», y el enorme interés que tenía Juan Pablo II porque se revelara, aun quebrantando la voluntad de sor Lucía para que no se comunicara antes de su muerte —explicó Micara.
—Ese papa era un megalómano —sentenció Michelle.
—Pues va a ser santo muy pronto, si Benedicto XVI no retrasa la beatificación, que por lo que parece sí la va retrasar. Como os contaba, mi amigo el cardenal fue testigo de cómo Juan Pablo II encargaba en persona al entonces cardenal Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI, que escribiera un comentario teológico al «Tercer Secreto». Como bien sabes, David, el «Tercer Secreto» fue publicado el 26 de junio del año 2000; el encargado de hacerlo fue el secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Angelo Sodano. El papa había anunciado que se publicaría su contenido el 13 de mayo de ese año, la festividad de la Virgen de Fátima.
—David me leyó en París, hace tres días, el texto de ese «Tercer Secreto», y el anuncio del atentado contra un obispo vestido de blanco —comentó Michelle.
—Mi amigo el cardenal me dijo que la verdad desvelada en el año 2000 era la completa. Pero los agentes de Sodalitium Pianum en Roma querían que se anunciara una segunda parte, redactada por ellos, según la cual se avecinaban para el año 2005 grandes catástrofes atmosféricas, inundaciones y terremotos, y que el 6 de junio de 2006, es decir, el día 6 del mes 6 del año 6 del tercer milenio, el 666, el número de la Bestia, la humanidad contemplaría su final. Ese día, la oscuridad se extendería sobre la tierra, se desencadenaría un terremoto apocalíptico, extraños seres invasores vendrían del cielo y se produciría la extinción de la raza humana. En esa fecha concreta se impuso la razón y el Vaticano no se sumó a esa visión apocalíptica del fin del mundo. El propio cardenal Ratzinger lo descartó en un comentario teológico que hizo al «Tercer Secreto».
»Los responsables de Sodalitium se enfadaron mucho ante la negativa del papa a secundar sus planes y lo presionaron para que anunciara el inmediato final de los tiempos si los seres humanos seguían pecando contra Dios y desobedeciendo sus mandatos.
—¿Te estás refiriendo al supuesto «Cuarto Secreto»? —preguntó David.
—Sí; hay quien piensa que existe, pero sólo es un bulo que ha hecho correr la gente de Sodalitium.
—¿Podría hablar con ese cardenal amigo tuyo? —pidió David.
Enrico Micara dio un sorbo a su capuchino y se limpió los labios con la servilleta de lino con elegancia versallesca.
—Lo siento; no puedo decirle que os he contado esto.
—Pero no nos has desvelado quién es; desconocemos el nombre de ese cardenal. Si lo llamas y le dices que queremos hablar con él de este asunto, tal vez acceda, y si no, seguiremos sin conocer su nombre.
Enrico volvió a beber de su capuchino y repitió el mismo gesto de limpiarse los labios como si ejecutara un gesto protocolario de la rígida etiqueta de un ritual bizantino. En realidad, pretendía ganar unos segundos para meditar la respuesta y no dar, sobre todo ante Michelle, sensación de debilidad, de miedo o de duda.
—De acuerdo; lo llamaré, pero que conste que lo hago por vosotros, y sólo por vosotros.
—Gracias, Enrico —dijo David.
—Muchas gracias —reiteró Michelle, que se inclinó hacia Micara y le dio un beso en la mejilla.
* * *
—El cardenal os recibirá mañana —les anunció Micara a Michelle y a David durante el almuerzo.
—¡Lo has conseguido! —exclamó Michelle.
—Tuve que emplearme a fondo.
—¿No le importa que conozcamos su identidad? —preguntó David.
—No la vais a conocer.
—¡Qué! ¿Entonces cómo vamos a entrevistarnos con él?
—Os encontraréis en la basílica de Santa María in Trastevere. Cierran las puertas al público a las nueve de la noche. Entraréis allí a las ocho y cuarenta y cinco y os sentaréis en el penúltimo banco. La gente comenzará a abandonar el templo, pero vosotros no os moveréis. A las nueve se apagarán las luces, permaneced quietos, nadie os indicará que salgáis. Esperad callados. Cuando hayan abandonado la iglesia todos los visitantes y se cierren las puertas, el cardenal se sentará en el último banco, justo detrás de vosotros. No deberéis mirarlo, no volváis la cabeza, no lo hagáis por nada o se acabará la entrevista. Cuando el cardenal decida terminar, él os lo comunicará. Entonces deberéis continuar sentados y mirando hacia el altar, siempre hacia delante, no giréis la cabeza. Una vez que el cardenal se haya despedido de vosotros, aguardad cinco minutos, hasta que se encienda la luz de una linterna, e id hacia ella, pues os indicará la salida. Yo os esperaré en el restaurante que está situado justo frente a la fachada de la basílica, al otro lado de la plaza. Dispondréis de veinte minutos para hablar con él, de modo que aprovechadlos.
* * *
Emplearon la tarde y la mañana siguiente en visitar Roma, que David conocía bastante bien, y a la hora acordada se dirigieron hacia el Trastevere. Los dos estaban notoriamente nerviosos, pero David intentaba parecer calmado y sereno para no inquietar a Michelle.
El chófer de Enrico los llevó hasta el barrio del Trastevere. Descendieron en la plaza Trilussa, frente al puente Sisto, y desde allí caminaron hasta la plaza de Santa María. En el centro de la plaza, sentados en las gradas de la fuente octogonal que diseñara Cario Fontana a finales del siglo XVII, varios jóvenes bebían de botellas de licores convenientemente cubiertas con bolsas de papel para no transgredir la ley. Atardecía sobre el cielo de Roma y las luces de las farolas comenzaban a encenderse en el viejo Trastevere.
Entraron en la basílica, en las paredes de cuyo pórtico colgaban decenas de lápidas funerarias, y se dirigieron hacia el altar mayor, donde contemplaron los mosaicos del siglo XII, en los que se representaba precisamente la Coronación de la Virgen, sentada a la derecha de Jesucristo. David le explicó a Michelle algunas de las características de aquel mosaico. Instintivamente, miró su reloj de pulsera y vio que marcaba las ocho y cincuenta minutos, se lo indicó a Michelle y ambos se dirigieron hacia el penúltimo banco de la basílica. Estaba ocupado. Un grupo de españoles permanecía sentado en los dos últimos bancos; uno de ellos, de aspecto profesoral, explicaba a los demás las características de aquel templo y decía con voz profunda y un tanto engolada que Santa María in Trastevere se consideraba como la primera iglesia en la que se celebró culto cristiano en Roma, tras salir los cristianos de las catacumbas a comienzos del siglo IV, pero que el edificio que estaba a la vista se había reconstruido casi por completo en el siglo XII.
Esperaron a que el erudito español concluyera su discurso y, cuando los del grupo se levantaron, ocuparon rápidamente su puesto en el penúltimo banco. Fuera ya era totalmente de noche y los turistas comenzaron a abandonar del templo; los últimos tuvieron que ser desalojados con insistencia por los encargados de la basílica. Curiosamente, a los dos que estaban sentados en el penúltimo banco nadie los molestó.
Cuando se apagaron las luces, el interior de la basílica quedó sumido en la penumbra; Michelle cogió la mano de David y la apretó con fuerza. David giró levemente la cabeza para ver el rostro de Michelle, que se mantenía firme y un tanto rígida, mirando fijamente al altar. David observó su reloj pero no había suficiente luz como para poder discernir la hora exacta.
Transcurrido un tiempo, que les pareció demasiado largo, oyeron a sus espaldas el sonido de unos pasos; eran espaciados y lentos, pero sonaban como un leve crujido. David supuso que el cardenal calzaba uno de esos pares de zapatos tan caros de las zapaterías Micara, tal vez regalo del propio Enrico, bastante nuevos y con la suela de cuero, pues si hubiera sido de goma no hubiera chirriado de esa manera.
Los pasos se detuvieron, crujió el último banco, y sintieron a su espalda la presencia de alguien que olía a perfume varonil fresco y caro. Michelle apretó con más fuerza la mano de David, que mantenía asida.
—Buenas tardes. Enrico me ha dicho que deseaban hablar conmigo. Dispongo de quince minutos. Háganlo despacio y en voz baja, y no vuelvan la cabeza; imagino que ya saben cómo comportarse —les advirtió el cardenal en inglés; su voz sonaba profunda y cadenciosa.
—Buenas tardes, eminencia. Estamos trabajando en el caso de las apariciones de Fátima y se nos ha presentado un terrible contratiempo. El profesor João Barros, de la universidad de Lisboa, ha sido asesinado. Creemos que el móvil de este crimen ha sido precisamente un descubrimiento que realizó sobre esas apariciones. Era amigo nuestro…
—Olvide el tratamiento, y no continúe por ese camino, doctor Carter; si quiere que sigamos esta conversación, no me mienta —adujo el cardenal.
—De acuerdo, no era amigo mío. Lo conocí en Sevilla. Allí me mostró la copia de un documento que creemos que se guarda en el Archivo Vaticano y que ha podido ser la causa de su muerte. ¿Puede decirnos algo al respecto? —le preguntó David.
—¿Vio usted ese documento?
—Sólo la fotocopia de una cuartilla numerada al pie con el número 1, pero no constaba ni fecha ni dirección de envío. Por lo que parece, se trata de la carta de una mujer, católica, escrita en inglés, tal vez a fines del año 1917, en la que se dirigía a un amigo para contarle algo referido a las apariciones de Fátima de ese mismo año; parecía muy preocupada.
—¿Nada más?
—No, eminencia, nada más.
—Le ruego de nuevo que evite el tratamiento.
—Como usted desee.
—¿Y de qué cree usted que trataba ese documento?
—Creo que se refería a una posible falsificación de todo lo sucedido en Fátima en 1917, pero no pude volver a hablar con el profesor Barros. Me invitó a dar una conferencia en Lisboa, pero poco antes de la fecha en que yo tenía que impartirla, fue asesinado. Ya no volví a hablar con él, ni siquiera por teléfono. ¿Tiene alguna idea de quién pudo asesinarlo? —David soltó la pregunta de sopetón.
El cardenal no respondió. Un tensísimo silencio se mantuvo durante unos instantes; Michelle volvió a apretar la mano de David.
—Sí —respondió al fin el cardenal tras otra pausa.
—¿Sodalitium Pianum? —preguntó David.
—Sí —volvió a responder el cardenal, esta vez sin pensarlo.
—¿El asesinato de João Barros está relacionado con las apariciones de Fátima y con ese documento?
—Sí.
—¿Está ese documento en el Archivo Vaticano?
—No; ahora ya no.
—¿Lo han destruido?
—Desapareció hace unas semanas.
—¿Lo tiene usted? —David tragó saliva y Michelle apretó su mano con más fuerza aún.
No hubo respuesta. David esperó unos instantes, pero el cardenal mantenía el silencio.
—Sí —respondió al fin.
—¿Podemos consultarlo?
—No, pero busquen en Londres, en 1917; allí encontrarán el camino.
—¿No puede decirnos nada más? —demandó David.
—Por favor, eminencia… —terció Michelle, que hasta entonces se había mantenido callada, con voz casi suplicante.
—Saylor, Mary Saylor, Londres 1917, 16 de octubre de 1917. No lo olviden.
—¿Nada más?
—El resto deberán averiguarlo ustedes mismos. El padre Lefèvbre los ayudará.
—¿Conoce a Lefèvbre? —preguntó extrañado David.
—Él los ayudará.
—¿Por qué hace esto, eminencia? —David volvió a utilizar el tratamiento protocolario—. Supone un grave peligro para usted.
—Por mi conciencia.
—¿Sólo por eso?
—Sólo; el honor lo perdí hace tiempo, y el momento de la venganza, si en otra época me hubiera podido reconfortar ya pasó para mí.
—¿Sodalitium Pianum nos conoce?
—Sí, aunque no los considera peligrosos, al menos de momento; no obstante, tengan cuidado, mucho cuidado, especialmente a partir de hoy.
—¿Podremos volver a hablar con usted?
—Lo siento, la entrevista ha terminado —zanjó el cardenal.
Michelle y David escucharon el crujir del banco y el chirrido de las suelas de cuero de los zapatos del cardenal, que se alejaba entre la oscuridad del templo.
Aguardaron en silencio unos minutos y al fin vieron que a su derecha se encendió una luz, como de una linterna, que se movía de arriba abajo; se levantaron y fueron hacia ella. La luz desapareció tras una puerta, que atravesaron para salir de las naves del templo; cruzaron un pasillo y se encontraron en un patio, en una de cuyas esquinas seguía moviéndose la luz. De nuevo fueron hacia ella, abandonaron el patio, atravesaron un nuevo pasillo y dieron con una puerta abierta que comunicaba con la calle, frente a la plaza de San Egidio. Michelle se abrazó a David y lo besó intensamente.
—Me late el corazón como si hubiera corrido diez kilómetros —Michelle cogió la mano de David y la puso en el centro de su pecho. Carter acarició el rostro de la joven y volvió a besarla.
—Vamos a ver a Enrico; creo que nos hemos metido en una buena.
* * *
Cruzaron la plaza de Santa María in Trastevere, dejando a su espalda la fachada de la basílica, y se dirigieron al restaurante donde los esperaba Enrico Micara. El profesor romano los aguardaba sentado a una mesa en una discreta esquina del salón.
—¿Qué tal os ha ido? —les preguntó a la vez que se levantaba para sujetar el respaldo de la silla donde se sentó Michelle.
—Todavía nos tiemblan las piernas —comentó David.
—El cardenal corre un gran riesgo —Enrico hablaba muy bajito.
—¿Conoces algo más de este embrollo?
—Hablé con él esta mañana, y sí, me informó de ciertas cosas que, unidas a lo que vosotros me habéis contado, confieren a este asunto un sesgo ciertamente peligroso. No sé cómo ni por qué os habéis metido en semejante lío, pero os aconsejo que os olvidéis de él.
—No podemos —asentó Michelle.
—Claro que podéis. Dejad de preguntar por las apariciones de la Virgen, olvidaos de Fátima, regresad a vuestros trabajos sobre arte gótico y no sigáis por este camino. Sodalitium Pianum no se ha preocupado de momento por vosotros, pero si lo hace, me temo que correréis un grave peligro.
—Ya te ha dicho Michelle que no podemos abandonar este asunto. Tenemos cierto… compromiso. Además, el cardenal conoce al padre Lefèvbre, y eso nos ha causado una gran inquietud —adujo David.
—¿El padre Lefèvbre, quién es?
—Uno de los responsables del patrimonio de Notre-Dame de París, y buen amigo nuestro —respondió Michelle.
—Mira, Enrico, voy a serte sincero; Michelle y yo conocemos los secretos de una sociedad que ha mantenido ciertos conocimientos de la tradición alquímica desde hace siglo, Ahora se tambalea porque no encuentra personas dispuestas a seguir conservando esa herencia.
—¿Sois miembros de los Hermanos de Heliópolis? —preguntó Enrico absolutamente asombrado.
—No, pero los conocemos bien. Nos han propuesto entrar a formar parte del círculo de la hermandad, pero no nos hemos decidido.
—Se comenta que los Hermanos de Heliópolis aseguran la inmortalidad a sus miembros.
—No, la inmortalidad, no, pero el padre Lefèvbre tiene cien años, aparenta sesenta y se mueve como una persona de cuarenta.
—En ese caso, os ayudaré en lo que pueda. Siempre me cayeron bien los alquimistas. Me gustan los tipos que persiguen durante toda su vida una quimera.
—¿Conoces a algún miembro de Sodalitium?
—Formalmente, no. Ya sabéis que legalmente no existe desde 1921, y ninguno de sus activistas reconoce ser integrante de esa sociedad secreta, pero sí, creo que conozco al menos a tres de ellos.
—¿Son agentes del aparato del Vaticano?
—Por supuesto.
—Tenemos que volver a hablar con el cardenal —propuso David.
—¿Os ha dejado abierta esa posibilidad? —inquirió Enrico.
—David le preguntó si podríamos volver a entrevistarnos con él, y se limitó a decir que esa charla había terminado —dijo Michelle.
—Además, nos ha confirmado que tiene en su poder el documento original que provocó la muerte de João Barros —añadió David.
—Creo que os ha dejado una puerta abierta para un nuevo encuentro.
* * *
Michelle, Enrico y David desayunaban juntos en la terraza del palacete de Villa Borghese. El vuelo de regreso a París salía del aeropuerto Leonardo da Vinci a la hora del almuerzo. Habían intentado hablar de nuevo con el cardenal a través de Enrico, pero el misterioso príncipe de la Iglesia les había comunicado que todavía no era hora para una segunda entrevista, de modo que debían regresar a París y hablar con el padre Lefèvbre, a quien conocía el cardenal y, por tanto, suponían que Lefèvbre también lo conocería a él.
—Lamento que os marchéis tan pronto, ha sido un placer recibiros en mi casa.
—Te agradecemos mucho cuanto has hecho —dijo Michelle.
—Sí, nos has abierto un nuevo camino; de no haber sido por ti, nuestras indagaciones sobre las apariciones de Fátima seguirían en una vía muerta —añadió David—. Y, además, sabemos quién está detrás del asesinato de João Barros. Con tu permiso, voy a recoger el equipaje a la habitación.
David se levantó de la mesa y entró en la casa. La mañana romana era soleada y muy cálida. Faltaban pocos días para el inicio del verano y el calor comenzaba a sentirse con fuerza en Roma.
—Muchas gracias de nuevo, Enrico —Michelle alargó la mano para coger la del profesor romano.
—Ven —le indicó Enrico, y llevó a Michelle hasta la balaustrada de la terraza desde la que se veía toda Roma, con la cúpula de San Pedro al fondo. Sus manos seguían entrelazadas.
—Esta vista es todo un lujo —comentó Michelle.
—Puedes dártelo cuando quieras; considera que ésta es tu casa. Recuerdo que hace ahora casi un año nos encontrábamos aquí mismo, tú y yo, aquella noche, tras la cena de clausura del curso de verano de Historia del Arte. Hablamos de tu tesis, de la cúpula del Vaticano, del obelisco de Heliópolis, del Grial y de la piedra filosofal…, hasta que tu novio te reclamó.
—¿Recuerdas todo eso? —preguntó Michelle.
—Es imposible olvidar un solo minuto a tu lado —Enrico miró a Michelle, se acercó la mano de la joven a los labios y se la besó.
Ella se dejó llevar, le dio un beso en la mejilla y mantuvo su cabeza junto a la de Enrico. Muy despacio, sus rostros se giraron hasta que sus ojos se encontraron. Enrico besó los labios de Michelle; fue un beso delicado, apenas unos segundos, con las bocas ligeramente entreabiertas.
—Lo siento —se excusó Michelle—, no debí…
—No; yo soy quien debe pedirte perdón. Carter es mi amigo, sois mis invitados y tú eres su novia. No debí besarte así. Lo siento, no he podido evitarlo.
—No importa, no importa.
Desde el balcón, David observó aquel beso y su corazón le gritó que estaba absolutamente enamorado de Michelle.