CAPÍTULO OCHO
París, principios de mayo de 2008
Llovía. A través de los cristales mojados, los tejados de París se difuminaban como en una acuarela gris pasada de aguada.
David Lewis Carter y Michelle Henry acababan de llegar al ático de la calle Rochechouart; hacía unos treinta minutos que habían salido de la facultad de Letras y se habían ido directamente a casa de David. A pesar de que habían tomado un taxi y llevaban paraguas, se habían mojado bastante. En cuanto estuvieron dentro de casa se quitaron las gabardinas y los zapatos empapados.
Carter fue al baño, regresó con una toalla, que le entregó a Michelle para que se secara el cabello, y se fijó de inmediato en sus espléndidos pezones, que resaltaban, muy marcados a causa de la humedad, en el finísimo suéter negro, muy ajustado.
—¡Vaya! —exclamó Michelle al dirigir la mirada a su pecho para comprobar el objeto de la atención de los ojos de David.
—Una visión celestial, sin duda —observó Carter.
—Sigues siendo un cursi.
David abrazó a Michelle por el talle, sacó el suéter del interior de la cintura de su pantalón y acarició su espalda a la vez que la besaba con pausadísima lentitud. La joven, que mantenía la toalla entre sus manos, la dejó caer al suelo y abrazó a su amante con ternura, esa mezcla de pasión encendida y delicada suavidad que volvía loco a Carter.
Michelle no llevaba sujetador, ni le hacía falta. Carter la cogió por debajo de los muslos y la alzó en vilo sin dejar de besarla. La llevó hasta el sofá y la tumbó delicadamente. Michelle se quitó el suéter y sus pechos surgieron hermosos y plenos; David se arrodilló ante ella, los tomó entre sus manos y los besó, sorbiendo los rosados y erizados pezones con avidez controlada. La joven comenzó a susurrar algunas palabras en francés mientras las manos de David desabrochaban los botones del pantalón de lino negro y lo deslizaba por los muslos, dejando a la vista un tanga negro ribeteado con un finísimo cordoncito trenzado con hilos rojos y dorados.
Durante más de media hora no dejaron de besarse, acariciarse y susurrarse palabras de amor al oído. Y fue Michelle la que al fin tomó entre sus manos el miembro de David y lo dirigió hacia su sexo dorado, húmedo y cálido, que aguardaba ansioso ser penetrado.
David empujó con las caderas y los sexos de los dos amantes se acoplaron con la perfección de un mecanismo de alta relojería. Con la misma suavidad que había empleado hasta entonces, David comenzó a moverse con delicadeza, entrando y saliendo de la vagina de Michelle, que contraía a impulsos los músculos de su pelvis provocando sobre el pene de David una situación de enorme placer.
El americano estaba inmerso en un verdadero éxtasis y sentía una especie de dulce corriente que le atravesaba la espalda a lo largo de toda la columna vertebral. Michelle jadeaba, ronroneaba, lamía los labios y el cuello de David y seguía contrayendo los músculos internos de su pelvis, que ejercían sobre el pene de su amante una presión a la vez excitante y delicada. Era como una sedosa carnosidad masajeándolo desde el interior de Michelle, una sensación maravillosamente tierna.
Acabaron de hacer el amor; se prepararon un té verde, relajante, dejando que la infusión reposara durante cinco minutos. Cuando lo estaban tomando en la mesa de la cocina, los dos desnudos todavía, sonó el teléfono móvil de Michelle.
—Es el padre Lefèvbre —dijo al mirar la pantalla.
—Pues cógelo.
—Padre Lefèvbre, buenas tardes… Sí, sí, estoy con él, estamos trabajando en un proyecto de investigación… Sí, claro que podremos. ¿El sábado por la mañana?, de acuerdo. Hasta entonces, padre.
—¿Qué quería? —preguntó David.
—Vernos a los dos; he quedado con él este sábado, a las diez, en su despacho del arzobispado.
—¿De qué pretende hablar?
—De Fátima, claro.
* * *
El padre Lefèvbre aparentaba sesenta años, pero tenía cien. Era el guardián de la piedra filosofal que los Hermanos de Heliópolis custodiaban en secreto bajo el altar mayor de la catedral de París, y poseía el título de licenciado y doctor en Ciencias Físicas por la universidad de la Sorbona. Su buen aspecto físico se debía al contacto con la piedra filosofal y al factor de rejuvenecimiento que ésta provocaba en quien la tocaba, especialmente si el contacto se producía en el interior de una catedral gótica bañada por la luz multicolor de las vidrieras medievales originales, como ocurría en el caso de la de Chartres. Era, además, uno de los principales responsables del patrimonio monumental e histórico de la archidiócesis de París y de su catedral.
A las diez en punto del sábado, Michelle y David se presentaron en el despacho de Lefèvbre, ubicado en uno de los edificios de la isla de la Cité, a escasos metros de Notre-Dame.
—Me alegro de volver a verlos, queridos amigos.
—Nosotros también, padre —dijo Michelle, en tanto David asentía con la cabeza.
—Siéntense, por favor.
—Imagino que usted, David, ya sabe de qué se trata. Nuestro hermano en Lisboa, el profesor João Barros, le encargó en Sevilla una investigación sobre Fátima…
—Y acepté, padre, pero era un encargo sin solución posible; el texto que me mostró era inquietante, cierto, pero, si no recuerdo mal, se trataba de una página sin fecha y sin firma en la que una mujer escribía en inglés a un hombre para decirle que le iba a contar la verdad de lo sucedido en Fátima en 1917 y le indicaba que no se debía seguir adelante con aquello. He estado buscando documentación, he conseguido establecer una cronología de las apariciones y tengo notas de la época y declaraciones de testigos, e incluso una fotografía de lo que se dio en llamar el «baile del sol», pero nada más. Si no aparecen nuevos datos, o no se descubre el resto del manuscrito, no se puede avanzar en la investigación.
—El profesor Barros recibió una fotocopia de la primera cuartilla del informe que hemos denominado «Fátima 1».
—Sí, lo sé; me confesó que lo habían entregado en un sobre sin remite, con matasellos de Roma.
—Hemos estudiado la fotocopia, el sobre, el sello y el matasellos. Le interesará el resultado. La fotocopia se realizó en un folio de papel cuyo fabricante es el proveedor oficial del Vaticano, el mismo que el del sobre. El sello y el matasellos proceden de una estafeta de correos de Roma ubicada en la vía Grazie, una bocacalle de la Via Porta Angélica, que, como ambos saben, bordea las murallas del Vaticano. Creemos que esa fotocopia se realizó en una oficina de la Santa Sede y que alguien la sacó de allí y la depositó en un sobre en el buzón de correos más próximo al Vaticano.
—¿Y por qué no lo hizo en la oficina de correos del propio Vaticano? —demandó Michelle.
—El Vaticano posee tres estafetas: una en la tienda de la plaza de San Pedro, otra en la entrada a los Museos y la tercera en la vía de la Posta Vecchia; las tres mantienen un control estricto de las cartas que allí se depositan.
—¿Incluso las de los turistas? —preguntó Carter.
—Por supuesto. De modo que quien puso en correos ese sobre no quería que se controlara su salida desde el Vaticano.
—Eso quiere decir… —insinuó Carter.
—… que quien preparó el envío tenía miedo a ser descubierto; pero eso lo trataremos después. Por lo que respecta a la fotocopia, verán que en el ángulo superior derecho —Lefèvbre sacó una copia aumentada que guardaba en el cajón de su mesa— existen un par de finas líneas negras; eso significa que alguien colocó una tarjeta, una pegatina, un posit o algo similar para tapar una o dos líneas. Aquí, en este espacio, falta el lugar en el que se escribió esta carta o informe y la fecha de redacción del mismo, sin duda.
—¿Adónde conduce todo esto? —preguntó Carter intrigado y preocupado a la vez.
—Alguien pretende decirnos algo muy importante, pero no se atreve a revelar su identidad.
—Espere, padre; el profesor Barros me enseñó una tarjeta que acompañaba la fotocopia; si no recuerdo mal, estaba escrita a mano y era anónima.
—Sí, es ésta —Lefèvbre sacó del cajón una nueva fotocopia, también de un texto ampliado.
—En efecto, ahí anuncia que es la primera cuartilla de doce y la catástrofe que se produciría si se conociera el resto.
—Por eso queremos intervenir en la investigación. Uno de nuestros hermanos recibió la fotocopia y, como ya sabe, el profesor Barros está preparando un importante libro sobre el milagro de Fátima. Se trata de un estudio muy crítico con la postura de la Iglesia y de las autoridades religiosas portuguesas en todo ese asunto —aclaró Lefèvbre.
En ese momento sonó el teléfono del sacerdote.
—Perdonen, es el Maestro, ya lo conocen. Sabe que estoy reunido con ustedes. ¿Sí?…
Pasaron unos segundos y el rostro de Lefèvbre adquirió de pronto un rictus de estupor y espanto.
—Lo siento, Maestro, lo siento mucho… Sí, están aquí, los dos; ahora mismo se lo transmito. Sí, hablaremos. Adiós —se despidió el sacerdote.
—¿Qué ocurre, padre? —le preguntó Michelle.
Lefèvbre colgó, dejó su teléfono móvil encima de la mesa y se echó las manos a la cara, sollozando.
—Era el Maestro. Han…, han ma…, han matado a… João, han asesinado a João Barros… —balbució el sacerdote con voz quebradiza y temblorosa.
—¡Dios mío! —exclamó Michelle.
—Amigos —el sacerdote aspiró hondo y pareció recuperarse enseguida del tremendo impacto que le había causado el anuncio del asesinato de uno de los pocos miembros que quedaban de la hermandad de Heliópolis—, este asunto se ha complicado mucho. ¿Alguien lo vio a usted, David, con Barros en Sevilla?
—Sí, varios profesores del curso, pero ninguno lo conocía.
—¿Ha recibido usted alguna comunicación de Barros desde entonces?
—Una carta en papel, un par de correos electrónicos y la invitación para impartir una conferencia en Lisboa, a fines de este mes, sobre la imagen de la Virgen en la pintura gótica, pero imagino que ese curso que él dirigía ya no tiene sentido y que se suspenderá. Con la carta venía un billete de avión de ida y vuelta de París a Lisboa y unos folletos anunciando la conferencia, el lugar, la fecha y la hora.
—¿Quién organiza la conferencia?
—El departamento de Historia de las Religiones de la universidad de Lisboa.
—Pues si nadie le comunica lo contrario, vaya a Lisboa, aunque imagino que alguien lo llamará antes para informarle de la muerte de João, claro.
—¿Cree que su asesinato tiene algo que ver con «Fátima 1»? —preguntó Carter.
—Por supuesto.
—Se cumple mi presentimiento. ¿Recuerdas lo que te dije hace un par de semanas? —preguntó Carter dirigiéndose a Michelle.
—Sí; sospechabas que este asunto parecía muy peligroso, que lo presentías, que tenías malas sensaciones —recordó la joven profesora.
—Pues ya ves, mi mal augurio se ha cumplido.